En la vida de San Pantaleón, tal como hasta nosotros ha llegado su relato, a través de las Actas, a través de la tradición, se nos manifiestan dos aspectos particularmente destacados, sobre todo si llegamos a él con alguna preocupación crítica. Sobre la vida histórica del Santo, dirá alguno, se monta una exuberancia de milagros verdaderamente sospechosa. La razón de ser del Santo, se podrá también decir, fue precisamente ésa: dar testimonio del poder de Cristo y de su verdad insoslayable, haciendo de su vida un continuo milagro, llevando sobre sus hombros el peso enorme del milagro, porque a los planes de Dios así convenía providencialmente.
Ambas posiciones pueden ser parcialmente ciertas, y ambas, por tanto, pueden conjugarse. Conviene desde ahora, antes de entrar en la intimidad del Santo, tomar posición y acercarnos sin prejuicios. No abreviemos la mano de Dios. Conviene no rechazar lo excepcional porque sí. Ahora particularmente es importante señalar esa circunstancia. Vamos a ver al Santo tal como Actas y tradición nos lo han transmitido, sin posibilidad de quitar ni poner, prudentemente. La verdad entera, Dios la sabe.
Pantaleón nace en Nicomedia, corriendo el siglo III de nuestra era. Tiempos recios iban a ser los suyos. El Imperio romano está ensayando fórmulas varias para impedir el hundimiento que se avecina, y como una de ellas se va a pensar, naturalmente, en la implantación de la religión oficial como obligación universal. El Imperio de Roma no es ya el poder seguro de sí mismo que avasallaba al mundo. Ahora ha sido necesario poner un emperador, un César, en Oriente para sostener aquellas regiones tan distantes de la metrópoli. Y Nicomedia es la residencia de los emperadores de Oriente. Estamos en una ciudad del Asia Menor, en la mitad segunda del siglo III de Jesucristo.
La figura del futuro mártir se nos muestra en los relatos sumamente atractiva. Pantaleón es un joven de nobles inclinaciones, de sano corazón. Es hijo de un gentil, Eustorgio, senador y rico. Su madre era cristiana, pero murió joven: el niño era pequeño y apenas si pudo enseñarle más que unos rudimentos que no llegaron a darle idea completa del cristianismo.
La formación del joven se desarrolló con felicidad, sobre la base de una inteligencia muy despierta y con muy buenos profesores. Al concluir el aprendizaje de las letras Eustorgio hizo que Pantaleón estudiara la medicina bajo la dirección de Eufrosino, médico del mismo Diocleciano. Pantaleón se va haciendo un joven distinguido y respetado: llama la atención entre sus compañeros, y su buen corazón le hace ejercer su ministerio con una abnegación ejemplar, cuya honestidad pasa a ser verdaderamente excepcional en el medio pagano en que vivía.
El encuentro definitivo con la gracia le vino a Pantaleón a través de un sacerdote cristiano. Hermolao vivía oculto por el rigor de la persecución. Un día se encontró con Pantaleón y fue el mismo sacerdote quien, admirado por las condiciones del joven, se lanzó a hablar abiertamente de la doctrina de Jesucristo. Pantaleón quedo impresionado. Los recuerdos, desdibujados ya, de las enseñanzas de la madre cristiana subieron agolpadamente a su conciencia. Pantaleón prometió que continuarían en contacto. El golpe final de la llamada vino ya milagrosamente. Poco después hubo de encontrarse el médico Pantaleón ante un caso desesperado. Un niño yacía muerto, mientras, cercana, reptaba la víbora fatal. El médico, impotente, recuerda entonces unas palabras del sacerdote Hermolao. El nombre de Cristo bastaba para resucitar a los muertos. Pantaleón no vacila, y la increpación llena de fe opera el milagro. El niño vuelve a la vida y la serpiente muere en el acto. Pantaleón es ya cristiano. Unos días de convivencia con el sacerdote oculto le proporcionan la instrucción necesaria para recibir después el bautismo de Jesús.
A partir de este momento la vida de Pantaleón es ya un tejido de milagros, encadenándose unos y otros de manera abrumadora, inverosímil casi. La conversión de su padre también se obra a golpe de prodigio. En casa de Pantaleón se presenta un ciego incurable, y esta ocasión va a ser eficazmente aprovechada. El joven médico llama a su padre para que esté presente a lo que va a tener lugar, y, después de invocar el nombre de Cristo sobre el ciego irremediable, pone sus manos sobre los ojos sin luz: instantáneamente una explosión jubilosa y sobrecogida acompaña al milagro. Eustorgio y el ciego caen de rodillas: Cristo, Cristo es el Dios verdadero. El senador pagano hace añicos los ídolos que adornan la casa: él ahora sólo quiere ser instruido en el cristianismo para recibir el bautismo inmediatamente, como sucede en realidad, con júbilo ilimitado de Pantaleón. Poco después Eustorgio muere. Es éste otro momento culminante en la vida de nuestro Santo.
Efectivamente, aquí tiene lugar la segunda conversión del entusiasta neocristiano. Pantaleón, que se ve desligado de toda traba, responsable único de sus actos, por si y ante sí, se arroja a una vida de absoluto fervor: entrega a los pobres sus cuantiosas riquezas, quedándose con lo indispensable; pone en libertad a todos sus esclavos, se entrega a las obras de caridad en la práctica de su propia profesión de médico. Naturalmente, esta conducta no pudo pasar desapercibida; además, los restantes médicos de Nicomedia ardieron en celo al ver que la gran mayoría de los enfermos quería ser curada por Pantaleón, con lo que las pérdidas materiales iban a ser cuantiosas de seguir en auge el médico sospechoso. Naturalmente, había que deshacerse de él, y fue acusado ante el emperador como cristiano.
Diocleciano fue un emperador de excepcionales vuelos. Quiso llegar a una solución que evitase el camino de catástrofe por el que se avanzaba. Sus decisiones fueron múltiples. Para la crisis económica arbitró el edicto del Máximum, de 202, el más grande intento de tasación estatal que se recuerde de tiempos antiguos. En el gobierno montó una máquina que creyó eficaz: el mismo año en que la muerte de Carino le dejó el Imperio se buscó un colega, Maximiano. Seis años después, ante lo eficaz del resultado, añade dos nuevos emperadores (292), y además fue afortunado en la elección de las personas: Galerio y Constancio Cloro. Soldado excepcional aquél, pero rudo y de primitivos sentimientos. Constancio Cloro, en cambio, general destacado, era de más fina formación. Galerio movió a Diocleciano a firmar el decreto de exterminio general de los cristianos. Fue el 23 de febrero del 303. No era tolerable que ante los proyectos de religión oficial un grupo irreductible se mantuviera en el seno del Imperio rompiendo la unidad de creencia. Se inauguró la décima gran persecución. Ríos de sangre cristiana corrieron por todo el ámbito del Imperio.
La presencia de Pantaleón ante el tirano es el triunfo manifiesto de la fe de Cristo sobre todos los intentos opresores. Incluso sobre la fuerza física, sobre las leyes naturales, sobre el instinto de las fieras hambrientas. Pantaleón pasa a ser un grito de triunfo, el emblema de la fe invencible por obra del poder de Jesús. El interrogatorio ya se abre con un milagro. El ciego curado por Pantaleón ha declarado ser cristiano y se le ha quitado la vida. Pantaleón recogió su cuerpo y lo sepultó junto a su padre. Entonces es también él llamado a juicio: se le intenta seducir, pero todo es en vano. Declara su fe y afirma en ella su poder excepcional.
Después Pantaleón es atado al potro. Aquí se hacen presentes los garfios de hierro con que se le desgarran las carnes, las teas encendidas que se le aplican a las llagas. Pero una fuerza misteriosa hace reanimarse al mártir, y los brazos de los verdugos caen, dominados por una fuerza prodigiosa. La ira del tribunal no tiene límite. Se prepara una caldera de plomo fundido, en la que va a ser sepultado Pantaleón. Pero, en el momento en que el cuerpo del mártir toca la ardiente superficie, ésta queda como helada, y Pantaleón puede apoyarse sobre el plomo endurecido. Ahora el mudo estupor se junta con la inmediata reacción ciega de la soberbia enfebrecida. Pantaleón va a ser arrojado al mar, atada al cuello la gran piedra que impida su vuelta a la superficie. Se quiere ahora impedir también el que los demás cristianos recojan su cuerpo y lo veneren. Pero Pantaleón vuelve andando a la playa sobre la superficie de las aguas.
Lo evidente del caso no logra hacer que el tribunal abra los ojos. Se ensaya el tormento de las fieras. La ciudad sabe ahora que el invencible va a probar el terrible tormento, y una multitud inmensa llena el anfiteatro. A la señal estremecedora, y en medio de un silencio impresionante, se abren las jaulas. Varias fieras avanzan a saltos, rugientes, hacia el mártir, que está solo, en medio de la arena. Mas, apenas se le llegan, se aquietan, sumisas, a sus plantas. Pantaleón las bendice y ellas se retiran. El vocerío loco de la multitud reclama la libertad para el inocente, y tiembla en el ambiente la sensación de que el Dios verdadero es el que le sostiene.
Bajo la opresión del griterío los jueces, abrasados de rencor, humillados, deciden seguir con la intentona de los tormentos. Es en vano que el pueblo grite a su favor. Pantaleón es sometido al suplicio de la rueda. Sale ileso. Entonces se le arroja en un calabozo. Son detenidos Hermolao y otros dos cristianos: la pretensión es que seduzcan al mártir a que apostate. Hermolao se niega, y con Hermipo y Hermócrates, los dos cristianos, padece el martirio.
Pantaleón es azotado. Se preludia el final. La condena es que se le decapite y luego se queme su cuerpo. Pantaleón, gozoso, va al suplicio. Es atado a un olivo. El verdugo alza la espada para cortarle la cabeza, pero en el momento de dar el golpe el hierro se ablanda y el mártir ni siquiera percibe el metal sobre su cuello. Ante el nuevo prodigio el lictor cae de rodillas pidiendo perdón; pero Pantaleón se siente ya impaciente. Ahora es él quien pide, entre súplicas y forcejeos, que se cumpla la sentencia. Los verdugos, que inicialmente se resisten, acceden por fin, y, después de abrazarse con el mártir, hacen caer la cuchilla definitiva. Salta la sangre e instantáneamente florece el olivo y se llena de frutos. El cuerpo no es quemado. Los soldados no se atreven. Los cristianos se lo llevan y recibe sepultura en medio de intensa veneración.
San Pantaleón ha pasado a ser uno de los principales patronos de los médicos. Su culto ha sido extendidísimo y popular. Su nombre en la hora ciega de las persecuciones tuvo el valor de un símbolo. Los cristianos confesaron a Dios, y Él estuvo con ellos, prestándoles un poder incalculablemente más grande que todas las insidias de sus enemigos.
CÉSAR AGUILERA, SCH. P.
Mártir de los primeros siglos de la Iglesia, concretamente de la persecución de Diocleciano, que parece un héroe salido de una película concebida para la propaganda del Dios cristiano.
En las Actas, están presentes todos los elementos comunes a los añadidos por la leyenda áurea en tantos casos. No faltan las exageraciones en la expresión, lo fantasioso en los tormentos, las conversiones milagrosas de los testigos y verdugos, las profesiones de fe hechas con apasionamiento literal, la impotencia de los jueces y las evidentes muestras de la acción divina tanto para salvar al mártir como para castigar a los fautores del cruento martirio.
Nace Pantaleón al final del siglo II en Nicomedia. El Imperio ya no está tan seguro de sí por la distancia entre la metrópoli y Oriente; se ha pensado poner un césar en el otro extremo como medida de gobierno y han decidido implantar la religión oficial para cuidar la unidad. Nicomedia es residencia del emperador en Oriente. Pantaleón es hijo de Eustorgio, senador; su madre es cristiana, pero murió pronto. Aprendió medicina de Eufrosino, médico del emperador Diocleciano.
Hermolao es un sacerdote cristiano, celoso en su apostolado, que está de incógnito por servir mejor y por más tiempo. Un día se encontraron los dos y, viendo la buena calidad de Pantaleón, le dio abiertamente cuenta de la fe. El joven médico pidió buscar ocasiones para continuar esa charla tan interesante en otros momentos.
El caso desesperado de un niño muerto por la mordedura de una víbora que aún reptaba le sirvió para invocar a Cristo, consiguiendo la resurrección del niño y la muerte instantánea de la víbora. Captado por el mismo Jesús para la fe, pidió el bautismo sin dilación.
A partir de este momento su vida es un tejido de milagros entrelazados de modo abrumador e inverosímil. La curación de un ciego irremediable hecha en su domicilio por la invocación del nombre de Cristo y la imposición de la mano sobre los ojos, hizo que su padre, espectador de la escena, proclamara que Jesús es el Dios verdadero, destrozara los ídolos lares que encontró por casa y, después de la adecuada instrucción, recibiera el bautismo antes de morir.
Pantaleón repartió sus bienes entre los pobres, se entrega del todo a Dios con fervor, da libertad a los esclavos, y toda su energía la quema en la caridad como médico. Pero todo aquello armó gran revuelo; los enfermos sólo quieren ser curados por Pantaleón; entre los colegas se empieza a hacer sospechoso por merma de ingresos y terminó siendo acusado ante el emperador como cristiano, cuando hace muy poco se ha firmado el edicto de exterminio (a. 303) de los cristianos que rompen la unidad de creencia y cuya existencia como pequeño grupo rebelde no es tolerable dentro del Imperio.
Uno de los primeros mártires fue el ciego curado milagrosamente en su casa. Pantaleón no cede a la presión ni a las seducciones. Le aplicaron el tormento del potro, luego rastrearon sus carnes con garfios de hierro y aplicaron teas encendidas a las heridas; una fuerza sobrenatural le reanima, mientras que los brazos de los verdugos quedan tiesos cuando quieren continuar el tormento. Prepararon un caldero de plomo hirviendo, pero, al echarlo dentro, la superficie se quedó fría y dura. Le arrojaron entonces al mar con un gran peso atado al cuello y salió andando sobre el agua hasta la playa. Lo llevaron a las fieras que salieron aullando de las jaulas y se amansaron al verlo. Por fin, la gente –admirada– pide la libertad para el preso y, aunque le aplicaron el suplicio de la rueda, salió ileso.
Hicieron preso al buen presbítero Hermolao y a otros dos con el proyecto de meterlos con él en la cárcel y conseguir por convicción la apostasía. Hermolao, Hermipo y Hermócrates murieron mártires. A Pantaleón lo azotan con látigos que tenían puntas de hierro; mandaron decapitarlo y quemar su cuerpo, pero, cuando está gozoso y atado al olivo, tuvo que animar a los temblorosos verdugos para que cumplieran su obligación de tajarle el cuello, pero ¡la espada se volvió blanda y el hecho consiguió que el lictor pidiera perdón de rodillas!. Ya es el mismo Pantaleón quien pide la cuchilla para culminar su martirio; la sangre, al saltar, salpica al olivo que floreció al momento. No tuvieron valor para quemar su cuerpo; los cristianos lo recogieron con veneración. Su culto, se hizo muy popular y extendido.
Así es como aparece Pantaleón ante el tirano como una personificación del triunfo de Cristo frente a los intentos opresores de los hombres, frente a las leyes físicas, y frente a los instintos animales de las fieras hambrientas.
La primera lectura de la vida de san Pantaleón sugiere una obra literaria corta concebida como apología de la fe cristiana que toma como punto de arranque la figura de un mártir. O quizá pueda clasificarse el opúsculo dentro del género épico, con el in crescendo de la narración similar al que se encuentra en la descripción midrásica de las antiguas plagas de Egipto, que expresan la historia religiosa de Israel coloreándola imaginativamente para deleitar al lector, utilizando sobre todo la hipérbole desbordada; esa fe que el pueblo debe conocer; la fe que incluye la impresionante grandeza del Dios que le salva, y el empeño que pone para conseguirlo por encima de los dioses falsos que quedan impotentes y en ridículo. Hasta podría ser que el hagiógrafo de Pantaleón pensara en dar respuesta a los cristianos para animarles en el esfuerzo de ser fieles a las exigencias cristianas cada uno en su medio, cargando las tintas en la narración de la perseverancia en las pruebas de san Pantaleón y en las ayudas que Dios no niega jamás a quienes le aman.
Todo son conjeturas y las posibilidades quedan en alto. Pero resta otro pensamiento no menos valioso a tener en cuenta. ¿Y si resultara que lo que cuentan las Actas fuera cierto y nos hubiéramos puesto las gafas de los ilustrados del XVIII, pidiendo una depuración de las hagiografías por juzgarlas no-históricas y fantasiosas, como un invento humano? Ciertamente no quisiera yo caer en semejante trampa, después de haber escrito tantas historias de santas y santos. ¿Y si resultara que las cosas fueron tal cual se han escrito, porque a Dios le pareció bien utilizar de ese modo a la persona de Pantaleón? Como posible, lo es desde el ángulo del poder de Dios; pero seguramente sería un caso insólito y manifestaría una providencia extraordinaria.
Después de todo este largo epílogo, y aprendido lo que se encuentra en los antiguos escritos, que cada lector se anime a intentar hacer la criba de lo que se entienda como verdadero y lo que pueda interpretarse como adorno literario.