El fundador de la Compañía de Jesús fue un español que nació en la casa-torre de Loyola (Azpeitia) el año 1491. Su niñez pertenece al siglo XV, siglo de otoño medieval con restos feudales y luces nuevas de humanismo, descubrimientos, aventuras; su juventud y madurez, al siglo XVI, a la época de Lutero, de Carlos V y del concilio de Trento. Algo medieval latirá siempre en el corazón de Loyola, aunque su espíritu será siempre moderno, hasta el punto de ser tenido por uno de los principales forjadores de la moderna catolicidad, organizada, práctica y apostólica.
En el verde valle que baña el río Urola, entre Azcoitia y Azpeitia, corrieron los primeros pasos de aquel niño de cara redonda y sonrosada, último vástago —el decimotercero— de una familia rica y poderosa en el país. Diéronle por nombre de bautismo Iñigo, que él cambiará en París por el de Ignacio.
Pronto murió su madre. Quizá ya estaba muy débil cuando Iñigo nació, pues, no pudiéndolo criar ella, lo puso en brazos de una nodriza campesina, cuyo marido trabajaba en las herrerías de los señores de Loyola. Allí se familiarizaría Iñigo con la misteriosa lengua vasca, de la que, siendo mayor, no pudo hacer mucho uso; allí aprendería las costumbres tradicionales del país, fiestas populares, cantos y danzas, como el zorcico y el aurresku, etc. Sabemos que siempre fue aficionado a la música, y una vez, siendo de cuarenta años, no tuvo reparo en bailar un aire de su tierra para consolar a un melancólico discípulo espiritual que se lo pedía. La educación que el niño recibió en su casa fue profundamente religiosa, si bien alguna vez llegarían a su conocimiento ciertos extravíos morales de sus parientes. Parece que su padre quería enderezarlo hacia la carrera eclesiástica, pero al niño le fascinaba mucho más la vida caballeresca y aventurera de sus hermanos mayores. Dos de ellos habían seguido las banderas del Gran Capitán en Nápoles. Un tercero se embarcó después para América, siendo comendador de Calatrava. Otro se estableció en un pueblo de Toledo, después de participar, como capitán de compañía, en la lucha contra los moriscos de Granada. Y otro, finalmente, acaudilló tropas guipuzcoanas al servicio del duque de Alba contra los franceses.
Poco antes de morir su padre, pidióle el caballero don Juan Velázquez de Cuéllar que le enviase el más joven de sus hijos, para educarlo en palacio y abrirle las puertas de la corte. Don Juan, pariente de los Loyola por parte de su mujer, María de Velasco, era contador mayor, algo así como ministro de Hacienda, del Rey Católico, y recibió a Iñigo entre sus hijos, dándole una educación exquisitamente cortesana y caballeresca, que admirarán después en el fundador de la Compañía cuantos se le acerquen: distinción en el porte, en la conversación, en el trato, hasta en el comer. En Arévalo, provincia de Avila —su residencia ordinaria—, y también en Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, Madrid, en dondequiera que se hallase la corte, estaría frecuentemente don Juan Velázquez, y con él su paje Iñigo de Loyola. Toda la inmensa llanura de la vieja Castilla la pasearía éste a caballo, acostumbrando sus ojos a la redonda lejanía de los horizontes. Ejercitábase en la caza, en los torneos, en tañer la viola, en correr toros, en servir y participar en los opíparos banquetes que su señora doña María de Velasco preparaba a la reina Doña Germana de Foix, segunda esposa de Don Fernando. Devoraba ávidamente las novelas de caballerías, como el Amadís, y las poesías amatorias de los Cancioneros. Aunque era aficionado a la fe —nos dirá más tarde su secretario—, no vivió nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres y en revueltas y cosas de armas; mas todos reconocían en él eximias cualidades naturales: valor, magnanimidad, desinterés, fina destreza en gobernar a los hombres. Se ha dado excesiva importancia a un proceso criminal que en 1515 se entabló en Azpeitia "contra don Pero López de Loyola, capellán, e Iñigo de Loyola, su hermano, sobre cierto exceso, por ellos diz que el día de carnestuliendas últimamente pasado cometido e perpetrado". Ignoramos en qué consistió aquel exceso, que acaso se redujo a una nocturna asechanza frustrada contra alguna persona eclesiástica.
Caballerescamente se enamoró de una alta dama que no era de vulgar nobleza; no condesa ni duquesa, mas era su estado más alto (¿quizá la reina Doña Germana o la infanta doña Catalina?). Muerto don Juan Velázquez en 1517, Iñigo, que había pasado en Arévalo más de doce años, se acogió a otro alto pariente suyo, don Antonio Manrique, duque de Nájera y virrey de Navarra. Sirviendo al duque participó en sosegar los tumultos durante la revolución de los comuneros —espada en mano en la toma de Nájera, diplomáticamente en Guipúzcoa—, y peleó animosamente defendiendo el castillo de Pamplona contra los franceses, hasta caer herido en las piernas por una bala de cañón (20 de mayo de 1521). Impropiamente se le llama capitán, era un caballero cortesano, o, mejor, un gentilhombre de la casa del duque.
Mientras le curaban en Loyola se hizo aserrar un hueso, encabalgado sobre otro, sólo porque le afeaba un poco, impidiéndole llevar una media elegante, y estirar con instrumentos torturadores la pierna, a fin de no perder la gallardía en el mundo de la corte; todo lo cual sufrió con estoica imperturbabilidad. En la convalecencia, no hallando las novelas de caballerías que él deseaba, se puso a leer las Vidas de los santos y la Vida de Cristo, lo cual le encendió en deseos de imitar las hazañas de aquellos héroes y de militar al servicio no de un rey temporal, sino del Rey eterno y universal, que es Cristo Nuestro Señor. Reflexionando sobre las desolaciones y consolaciones que experimentaba, aprendió a discernir el buen espíritu del malo con fina psicología sobrenatural. Su conversión y entrega a Dios fue perfecta.
A principios de 1522 sale de Loyola en peregrinación a Jerusalén. Detiénese unos días en el santuario de Montserrat, donde cambia sus ropas lujosas por las de un pobre; conságrase a la Santísima Virgen, hace confesión general y recibe de un monje benedictino las primeras instrucciones espirituales. Pasa un año en Manresa, llevando al principio vida de continua oración y penitencia; luego, de apostolado y asistencia a los hospitales. En una cueva de los contornos escribe, iluminado por Dios, sus primeras experiencias en las vías del espíritu, normas y meditaciones que, redondeadas más adelante, formarán el inmortal librito de los Ejercicios espirituales, el código más sabio y universal de la dirección espiritual de las almas, como dijo Pío XI. Ya en Manresa el Espíritu Santo le transformó en uno de los místicos más auténticos que recuerda la historia. La ilustración más alta que entonces tuvo, y que le iluminó aun los problemas de orden natural, fue junto al río Cardoner. Prosiguiendo su peregrinación se embarca en Barcelona para Italia. De Roma sube a Venecia, siempre mendigando; el mismo dux veneciano le procura pasaje en una nave que va a Chipre, de donde el Santo sigue hasta Palestina. Visita con íntima devoción los santos lugares de Jerusalén, Belén, el Jordán, el Monte Calvario, el Olivete. A su vuelta, persuadido de que para la vida apostólica son necesarios los estudios, comienza a los treinta y tres años a aprender la gramática latina en Barcelona, pasa luego a las universidades de Alcalá y Salamanca, juntando los estudios con un ardiente proselitismo religioso. Falsamente le tienen por alumbrado. No la Inquisición, como a veces se ha dicho, sino los vicarios generales de esas dos ciudades le forman proceso y le declaran inocente.
En febrero de 1528 se presenta en la célebre universidad de París, adonde confluyen estudiantes y maestros de toda Europa. Obtiene el grado de maestro en artes o doctor en filosofía (abril de 1534) y reúne en torno de sí algunos universitarios, que serán los pilares de la Compañía de Jesús: Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla, con quienes hace voto de apostolado, en pobreza y castidad, a ser posible en Palestina, y, si no, donde el Vicario de Cristo les ordenare (Montmartre, 15 de agosto de 1534).
De hecho el viaje a Tierra Santa resulta irrealizable, e Ignacio de Loyola va con sus compañeros a Roma, a ofrecerse enteramente al Sumo Pontífice. Una honda experiencia mística, recibida en el camino (La Storta, noviembre de 1537), le confirma en la idea de fundar una Compañía o grupo de apóstoles, que llevará el nombre de Jesús. Paulo III, el mismo que abrirá el concilio de Trento, aprueba el instituto de la Compañía de Jesús, innovador en la historia del monaquismo (27 de septiembre de 1540). Mientras los compañeros de Ignacio y sus primeros discípulos salen con misiones pontificias a diversas tierras de Italia, de Alemania y Austria, de Irlanda, de la India, de Etiopía, el fundador permanece fijo en Roma, como en su cuartel general, recibiendo órdenes inmediatas del Papa y comunicándolas a sus hijos en innumerables cartas, de las que hoy conservamos 6.795. No por eso deja de predicar, dar ejercicios, enseñar el catecismo en las plazas de Roma, remediar las plagas sociales, fundando instituciones y patronatos para atender a los pobres, a los enfermos, a las muchachas en peligro, a las ya caídas que querían redimirse, etc. Con razón ha sido llamado el apóstol de Roma. Y no se contenta con regenerar moralmente la Ciudad Eterna. Quiere que la capital del catolicismo sea un centro de ciencia eclesiástica, con un plantel de doctores, de los que pueda disponer cuando quiera el Sumo Pontífice. Y con este fin crea el Colegio Romano (1551), que después se llamará, como en nuestros días, Universidad Gregoriana, madre fecunda de alumnos ilustres y de maestros que enseñarán en todas las naciones. A su lado surge desde 1552 el Colegio Germánico, primer seminario de la Edad Moderna, prototipo de los tridentinos, cuya finalidad era educar romanamente a los jóvenes sacerdotes alemanes que habían de reconquistar a su patria para la Iglesia. Sus estatutos fueron redactados por el mismo San Ignacio.
A sus hijos esparcidos por todo el mundo los exhortaba a dar los ejercicios espirituales, método eficaz de reforma individual; a enseñar el catecismo a los ignorantes, a visitar los hospitales. Los últimos años de su vida despliega increíble actividad, fundando colegios, orientados principalmente a la formación del clero, para lo cual se enseñará en ellos desde la gramática latina hasta la teología y los casos de conciencia. Dicta sabias normas de táctica misional para los que evangelizan tierras de infieles, para Javier en la India y Japón, Andrés de Oviedo en Abisinia, etc., y no menos prudentes reglas propone a Pedro Canisio para la restauración católica en Alemania, y a Carlos V y Felipe II para el aniquilamiento de la media luna en el Mediterráneo.
Pocas figuras de la Contrarreforma son comparables a la de Ignacio de Loyola. Su devoción al Vicario de Cristo y a nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica brota naturalmente de su apasionado amor al Redentor, nuestro común Señor Jesús, nuestro Sumo Pontífice, Cabeza y Esposo de la Iglesia. Sus Reglas para sentir con la Iglesia serán siempre la piedra de toque del buen católico.
El fundador de la Compañía de Jesús murió en Roma el 31 de julio de 1556. Su magnitud histórica impone admiración a todos los historiadores, a los protestantes tanto o más que a los católicos. Quizá su misma excelsitud haya impedido que su culto popular cundiese tanto como el de otros santos, al parecer, más amables. Preciso es reaccionar contra ciertos retratos literarios que nos lo presentan tétrico y sombrío. Sus coetáneos nos lo pintan risueño y sereno siempre, tierno y afectuoso, con extraordinaria propensión a las lágrimas. El padre Ignacio —decía Gaspar Loarte— es una fuente de óleo. Sabía hacerse amar, aunque es verdad que todos sus afectos, aun los que parecían más espontáneos, iban gobernados por la reflexión. El reflectir (verbo de prudencia) le brota a cada paso de la pluma; pero no menos frecuente en sus labios era el señalarse (verbo de audacia), es decir, el distinguirse y descollar por el heroísmo y por las aspiraciones hacia lo más alto y perfecto: Ad maiorem Dei gloriam. Nunca fue un gran especulativo, pero sí un genio práctico y organizador, grande entre los grandes. Reduciendo a esquemas simplistas sus consejos espirituales, muchos interpretaron falsamente su doctrina como un ascetismo voluntarista y árido. No era ésa su alma. Basta leer su Diario espiritual, donde con palabras entrecortadas y realistas, no destinadas al público, descubre las intimidades de su alma y las altas experiencias místicas de cada día, para persuadirnos que estamos ante una de las almas más privilegiadas con dones y carismas del Señor.
RICARDO GARCÍA-VILLOSLADA, S. I.
El fundador de la Compañía de Jesús nació en la casa-castillo de Loyola (Azpeitia, Guipúzcoa), en 1491. Fue Iñigo el último hijo que hacía el número decimotercero de los hermanos. Otoño medieval con restos feudales, pero ya se vislumbraban ciertos rasgos de humanismo renacentista convertidos pronto en ansias de aventuras con los horizontes nuevos que abrió el descubrimiento del Nuevo Mundo. Vivió con los entresijos políticos de Carlos V y Felipe II; le tocaron profundamente los problemas de la Reforma y las fórmulas de Trento.
Su casa y familia fue profundamente religiosa; allí gustó de las utopías caballerescas, plenas de imaginativa aventura, plasmadas en el anónimo Amadís de Gaula.
Iñigo pasó a ser paje –desde poco antes de morir su padre– de Don Juan Velázquez de Cuéllar, caballero encargado de las finanzas del rey, amigo de la familia, y que podía ir educándolo en palacio hasta que se presentara la ocasión de poder entrarlo en la corte. Al tiempo que adquiría la mejor educación y porte en las nuevas circunstancias, le sirvió esta temporada para visitar y conocer todos los sitios por donde andaba el rey o los que mandaban: Arévalo en Ávila, Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, y Madrid.
Una bala de cañón lo hirió las piernas en la defensa del castillo de Pamplona, en el ataque francés del 20 de mayo de 1521, cuando la revuelta de la Comunidades. Su pesada y lenta convalecencia le llevó a leer –por no haber de caballería– libros como Vidas de los santos y Vida de Cristo. Con ellos empezaron las contradictorias luchas interiores entre desolaciones y consuelos, basculando entre el deseo de imitar sus hazañas y la consideración de lo que necesitaba quedarse atrás.
En 1522 montó un viaje a Jerusalén pensado como peregrinación. Comenzó en Montserrat donde cambió de indumentaria, hizo confesión general y se consagró a la Virgen. En los alrededores de Manresa (en la provincia de Barcelona) estuvo un año dedicado a la oración, a la penitencia, al apostolado y a la visita a los enfermos en los hospitales. En la cueva tomó apuntes de su trayectoria espiritual que con retoques posteriores será el esbozo de los Ejercicios Espirituales. Luego sigue su proyectado viaje –siempre mendigando– de Barcelona a Roma, de Venecia a Chipre, Palestina y los Santos Lugares.
A la vuelta consideró que eran necesarios los estudios. Se le ve en las universidades de Alcalá y Salamanca. En 1528, está en la de París consiguiendo grados académicos; pero más que eso, encontró a Fabro, Javier, Laínez y Salmerón, Rodríguez y Bobadilla que serán, además de los primeros discípulos en los que ha prendido el hambre de almas, los pilares de su futuro quehacer apostólico. Todos hicieron voto de apostolado en pobreza y castidad y se marcharon a Roma a ponerse a total disposición del papa.
En 1537, tuvo Iñigo –en Storta– una experiencia mística de donde salió con la convicción de fundar una 'compañía' de apóstoles que debía llevar el nombre de 'Jesús'. La Compañía de Jesús había nacido. En Roma se ordenó sacerdote (1538). Pablo III aprueba en 1540 aquel nuevo estilo de monacato innovador por la bula Mare magnum, la declarada exenta de jurisdicción episcopal, y de tributación. Un año después Loyola fue elegido primer general de la orden. Y mientras sus hijos se esparcen por Europa en cumplimiento de distintas misiones pontificias, e inundándolo de colegios, Ignacio –que así se llama ahora– se queda en Roma escribiendo cartas (cerca de 7000), predicando, dando ejercicios espirituales, y visitando los hospitales. Preocupado por la formación del clero, fundó el Colegio Romano (1551) y el Colegio Germánico (1552). Comienza a mandar misioneros a tierras de infieles en India, Japón y Abisinia. Se quema activamente en contrarrestar la Reforma protestante y se ocupa del peligro que supone la 'media luna' ante Carlos V y Felipe II.
El genio práctico y organizador, santo, político, soldado conquistador, romántico vehemente y enamorado místico se había puesto en juego, pleno de ideales humanos y sobrenaturales, para rendir en la pelea de conquista del Reino. Y lo hizo con una fuerza y empuje tal, que la Iglesia entera no pudo menos de mirar a Ignacio y a sus hijos como puntos de referencia de lo que había que hacer y en tanto tiempo no se había hecho: Predicación abundante y sólida, de la que no deja resquicios a la duda, la que llama al desorden pecado, a la obediencia virtud, al sacrificio medio y remedio, al misterio don, a la pobreza entrega, a la penitencia servicio, a Dios padre, a Jesús rey, a la Virgen madre, y al Espíritu necesidad para el camino; atendió y mandó atender mucho al confesonario; patrocinó el empleo de la imprenta, libros y libretos; pidió exigente piedad, ciencia profunda y hasta marcó un estilo jesuítico de arquitectura sacra nuevo.
Murió en Roma el 31 de julio de 1556 y fue canonizado por el papa Gregorio XV en 1622.
Con él había nacido el inmenso personaje de la historia humana, uno de los hacedores del mundo moderno, símbolo de una Iglesia que no se resigna a unos andares cansinos, pasivos y lentos. Cierto que la Compañía de Jesús sería, como ella, alabada arriba en el candelero y pisada abajo en donde se ensucian los cuerpos.