Al fin. Ya todo se acabó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.... los siete. Con el martirio de cada uno de ellos le iban arrancando a ella, la madre, un trozo de su ser. Por eso ya no le quedaba nada. Vivía, pero su vida se había ido agotando con la muerte de cada uno de sus hijos. Ni dolor posible había para ella. Era como un vaso lleno donde ya no cabe agua.
Los había visto morir, uno a uno, casi cacho a cacho, en medio de una espantosa carnicería. La lengua, las manos, los pies... Y luego, así manando sangre, despojos humanos, a la caldera del aceite hirviendo. Pero, eso sí, valientes, erguidos, animosos. Proclamando su fe, cuando podían hablar, con palabras arrebatadas. Cuando ya no, con su mirada, con sus ojos brillantes de dolor o de esperanza, fijos en el cielo o en ella. Y luego, el mismo retorcimiento de sus miembros, el crepitar de sus carnes, el vaho espeso y atosigante de sus grasas, era como un incienso nuevo que traspasaba los techos del palacio y del mundo en un puro grito de amor.
Y ella, allí. Cada tormento de sus hijos era un golpe de dolor y de asfixia que se le iba represando en la garganta. Venía el dolor a oleadas, amenazando romper el dique de su corazón. Pero no. El quiebro de su fortaleza se notaba apenas en aquel sordo sollozo interior, en aquella leve crispación súbita de sus miembros, en aquella acentuada presión de sus manos al estrechar contra su pecho el apiñado racimo humano que iba reduciéndose, reduciéndose...
Hasta que no pudo abrazar más que el vacío. Había entregado su último hijo, el pequeño, el que estaba más cerca aún de su carne. Y fue entonces cuando hubo de hablar, a instancias del verdugo. Las primeras palabras habían sido dulces, quejumbrosas, como un llamamiento al consuelo, a la vida, a la alegría. Se hubiera esperado de ellas una súplica al niño para que volviese atrás, negase su fe, pero quedase en la vida como gozo único de su madre, según prometía el tirano. Mas luego se habían convertido, por esa misma carga de dulzura y de queja, en el agudo llamear de una espada que invitaba a la victoria de una muerte en martirio: Hijo, ten compasión de mí, que por nueve meses te llevé en mi seno, que por tres años te amamanté, que te crié, te eduqué y te alimenté hasta ahora. Ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra, y veas cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el humano linaje ha venido de igual modo. No temas a este verdugo, antes muéstrate digno de tus hermanos y recibe la muerte para que en el día de la misericordia me seas devuelto con ellos.
¿Hacía falta echar leña al fuego? Porque aquel adolescente, carne de su carne, era ya una llama viva, pura hoguera de encendidas palpitaciones. Voluntad indomable y arrogante, pero también aguda lucidez. Sabía adónde iba, y sabía también el porqué y el para qué: Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes patrias, pidiendo a Dios que pronto se muestre propicio a su pueblo, y que tú, a fuerza de torturas y azotes, confieses que sólo Él es Dios. En mí y en mis hermanos se aplacará la cólera del Omnipotente, que con encendida justicia vino a caer sobre toda nuestra raza.
Las palabras, aceradas palabras, llenas de tremenda clarividencia de responsabilidad, pero también de inmensa fe, de inmenso amor, de total sentido de sacrificio, no se las había dirigido a ella, sino al tirano.
Estas palabras habían sido la expresión más absoluta del puro holocausto, y a ella la habían confortado en todos aquellos momentos últimos, tan terribles, cuando no veía más que desolación, miembros sanguinolentos, máscaras chamuscadas y retorcidas de los cuerpos de sus hijos, y vacío, sobre todo vacío.
Al fin todo se había acabado. Quedaba ella. Pero ¿qué era ella? El último resplandor, la vacilante llamita final de un incendio ya pasado. Recibió la muerte como si recibiera el soplo de una brisa. No tenía más que hacer: apagarse.
Debió de posarse entonces en el recinto, por un instante, la pesada ala del silencio. Y en medio de él debió de sentirse como el eco de un jubiloso cántico de gloria, que estremecía los cuerpos del tirano y los verdugos, calándoles hasta los huesos del alma con un escalofrío de pavor y con la más absoluta sensación de inutilidad.
Pero no había que extrañarse demasiado. Toda la monolítica grandeza de aquellos mártires no era más que la espiga en granazón de una simiente. La que había plantado con su propio martirio el viejo doctor Eleazar, a quien la leyenda, por ese juego de influjos ocultos, asocia a los siete jóvenes en calidad de maestro.
También a él querían forzarle a que renegase de las leyes religiosas de su pueblo, comiendo, como símbolo de la traición total, carnes prohibidas. Voces insidiosamente amigas le incitaron a que simulase comerlas para librarse de la muerte. Pero él se había negado a esta infamia, por fe, por respeto a Dios, por dignidad, y para sembrar ejemplo, no fuera que pudiesen luego decir los jóvenes que Eleazar, a sus noventa años, se había paganizado con los extranjeros: Por lo cual animosamente entregaré la vida y me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble para morir valiente y generosamente por nuestras venerables y santas leyes.
Y así, animosamente, al hilo de sus palabras, enfebrecido de entusiasmo juvenil, entregó su noble carne anciana al desgarramiento de los azotes, que el alma sufre gozosa por el temor de Dios. Y no había sido inútil su tesonero ejemplo, pues prendió como devastadora llama precisamente en el pecho de los jóvenes, según su último deseo. Ahí estaban, para testimonio, esas siete antorchas, los siete hermanos unidos en el abrazo octavo de la madre, consumiéndose en el mismo fuego de fe, amor y holocausto.
Estos son los mártires Macabeos. Unidos en la veneración, como lo estuvieron, por esa misteriosa ligazón del ejemplo, en el martirio.
¿Mártires de Cristo antes de Cristo? Hay que buscar el nudo a la paradoja en esa corriente subterránea de vida y de fe que, nacida de las promesas divinas en la misma fuente de los tiempos, empapa todas las raíces de la historia, hasta desembocar, como chorro de luz abundosa, en la venida humana de Dios. Los Macabeos mueren por no traicionar sus leyes patrias. Y estas leyes suyas están ancladas en Dios y en las promesas de Dios a su pueblo. Sus raíces se hunden en la savia de esa corriente que, en definitiva, desemboca en Cristo y no tiene sentido sin Cristo, el Mesías esperado.
San Gregorio Nacianceno, en su homilía sobre los Macabeos, apoya también esta afirmación: Una razón inexplicable e íntima, en la que abundan conmigo los que aman a Dios, me hace creer que ninguno de los que padecieron el martirio antes de la venida del Redentor pudo obtener esa gloria sin la fe en Jesucristo.
Mártires, por tanto, de Cristo. Mártires en esperanza. Han brotado en el huerto que, regado por esa dulcísima agua invisible de la fe en las promesas mesiánicas, ya muestra en esperanza el fruto cierto.
¡Y con qué fuerza irrumpen en las celebraciones cristianas, ya desde los albores! Es tal la evidencia y celebridad de su culto que apenas se encuentran mayores en otros santos.
En un calendario del siglo IV, en el que, al lado de las fiestas del Señor, se citan solamente los nombres de los Santos Pedro, Pablo, Vicente, Lorenzo, Hipólito y Esteban, se conmemora la fiesta de los Macabeos, ya con la fecha del 1 de agosto, que ha conservado siempre, aun con precedencia sobre San Pedro ad Vincula hasta el siglo IX.
El esplendor de su culto alcanza a la Iglesia griega lo mismo que a la latina. Y sus reliquias se veneran en Antioquía primero, luego en Constantinopla, desde el siglo VI en Roma, en San Pedro ad Vincula...
Los grandes Padres de la Iglesia predican en su honor las más bellas homilías: San Gregorio, San Agustín, San Cipriano... El Crisóstomo, en una de las tres que les dedicó en Antioquía, exclama: ¡Qué espléndida y gozosa se nos ofrece hoy la ciudad! ¡Qué maravilloso este día, sobre todos los del año! No porque el sol derrame sobre la tierra fulgores más brillantes que nunca, sino por el resplandor de los Santos Mártires, que alumbran la ciudad más que el relámpago... Por su causa la tierra se muestra hoy más hermosa que el mismo cielo.
¿Qué es lo que ha visto la Iglesia en estos mártires para saltar así de gozo? ¿Para celebrarlos, únicos entre los del Antiguo Testamento, con esta gloria y devoción? Sin duda adivina en ellos el ejemplo más acusado de esa mística radicación en Cristo de toda la fe, toda la gracia, todo el amor heroico de todos los tiempos. El borbotón de gracia y fuerza que brota en el Calvario, no sólo impregna de frescura y enciende en fuego de sangre a todo lo que viene después de él, sino también a lo anterior, porque su vitalidad es eterna.
Por otra parte, el martirio de los Macabeos es una lección magistral para todos los cristianos perseguidos, una incitación a la heroicidad en los tiempos difíciles, como lo destaca San Gregorio: Si sufrieron el martirio antes de la pasión de Jesucristo, ¿qué hubieran hecho si hubiesen sido perseguidos después de Él, mirando el ejemplo de su muerte redentora?.
Y también -¿por qué no?- la Iglesia tiene que sentirse conmovida en lo más íntimo de sus entrañas por el testimonio soberano de estos mártires: ese noble anciano que marcha abierta y directamente a la muerte con ánimo juvenil, desechando subterfugios e hipocresías; esos siete hermanos, en plenitud de vida, que antes de morir lanzan al tirano su reto con aire de victoria: esa madre que, a golpes de corazón y de angustia, va entregando uno a uno sus hijos, en un segundo alumbramiento más doloroso, porque los envía a la vida, pero a través del negro puente de la muerte.
Finalmente, en las palabras de los Macabeos se encuentra uno de los testimonios más claros acerca de la fe en la resurrección de la carne antes del cristianismo.
Todo ello parece constituir una magnífica obertura en sangre a la grandiosa sinfonía de martirio que nace en el Calvario. Y nos enseña, desde su humilde fondo precristiano, la única manera de defender los inalienables derechos de Dios sobre el hombre, ante todas las tiranías y ante todas las defecciones de los buenos: con el holocausto propio.
En mí y en mis hermanos se aplacará la cólera del Omnipotente, que con encendida justicia vino a caer sobre toda nuestra raza.
Son, en definitiva, estas palabras del hermano pequeño las que nos dan la dimensión profunda y verdadera de este admirable martirio de los Macabeos.
SERVANDO MONTAÑA PELÁEZ