Afra es la patrona principal de Augsburgo, reconocida por su verdadera penitencia. Ella estaba convencida de que no podría pagar bastante por sus pecados; pero en el martirio encontró la ocasión de satisfacerlos. Afra y sus compañeros pasaron, en una vertiginosa carrera, de ser paganos y de costumbres con características peyorativas a compañeros en la fidelidad a la fe.
Toda esta familia está unida a la acción evangelizadora de san Narciso, obispo de Gerona, que también es honrado en Augsburgo como evangelizador del país. Lo cuenta la Leyenda Dorada, armada probablemente con intenciones que van desde resaltar la ejemplaridad de una auténtica penitencia hasta la consideración de que cualquier situación moral encuentra acogida en el buen corazón del Padre Dios.
En una de sus fatigosas caminatas para predicar el Evangelio, el obispo Narciso se hospedó en casa de Afra, sin conocer su mala vida. Fue recibido como un cliente más; al fin y al cabo era un extranjero. Vivía con su madre Hilaria, acompañada de otras tres mujeres llamadas Digna, Eunomia y Eutropia –todas del mismo oficio– y con sus tíos Dionisio (llamado también Zósimo) y Afro que las protegían. ¡Quién le iba a decir al cansado obispo que había ido a parar a un nido de malas costumbres! Pero, agradecido por la hospitalidad, con su ejemplo y doctrina llegó a convertirlos a todos y les administró el bautismo.
Situada la acción en Augsburgo –antigua Augusta– y colocado ya el marco, resulta que se presentaron a prender a la muy conocida Afra, por su condición de cristiana, cuando la persecución de Diocleciano. El juez encargado del interrogatorio y condena se llama Gayo, antiguo y bien conocido de Afra. Probablemente el relato de su juicio está muy finamente elaborado, teniendo todas las señales de haberlo convertido un autor posterior en una auténtica catequesis para edificación de los fieles, resaltando puntos clave, doctrinales y prácticos, que en boca de Afra tienen timbres ejemplares y estimulantes para el buen comportamiento.
Cuando el juez Gayo la invita a sacrificar a los ídolos, responde Afra con la convicción de que el hecho propuesto va contra los derechos de Dios: «Sobran ya los pecados que he cometido siendo infiel. Soy indigna de ofrecer a Jesucristo sacrificio alguno y deseo sacrificarle mi cuerpo, recibiendo el martirio por su santo nombre».
Toca el juez ahora el punto flaco que mancilla la vida de Afra con el afán de doblegarla; pero Afra, reconociendo su pasado pecador, expone su confianza en el perdón de quien nunca lo negó a los pecadores como las malas mujeres y publicanos, sino que comía con ellos.
Viene luego la oferta de dinero que siempre buscó en sus malos oficios; mas la contestación debió desorientar al juez al tiempo que afirmaba el desprendimiento cristiano de los bienes materiales: «El que tenía lo he echado de mí, dándolo a mis hermanos pobres, porque no lo podía tener con buena conciencia».
Al intentar convencerla de que su condición de cristiana es locura, le contestó sin ambages: «No merezco llamarme cristiana, pero por su misericordia me ha admitido Dios. Sólo Jesús es mi Salvador quien, cuando pendía de la cruz, prometió el paraíso al ladrón que le confesó».
Terminados los razonamientos, se entra en la fase de las amenazas físicas y morales, como azotarla ante sus amantes: «mi única vergüenza son mis pecados»; o con el aviso de la muerte: «es lo que deseo, si es que no soy indigna de acabar por Jesucristo»; y, si el modo de morir se ordenara por ser quemada viva, dirá Afra: «Sufra tormentos este cuerpo que ha pecado, que no quiero los sufra mi alma por satisfacer a los demonios».
Así llegó el dictamen del juez: «Condenamos a la ramera Afra, que se ha declarado cristiana, a ser quemada viva, por haberse negado a sacrificar a los dioses». Y se ejecutó la sentencia junto al río Lech, en el mes de Agosto del año 304.
Le acompañaron en el martirio su madre Hilaria, sus compañeras de desvíos y penitencia Digna, Eunomia y Eutropia, cuando ayudaban a Dionisio (o Zósimo) y Affro, que daban sepultura al cadáver y ser sorprendidas por los soldados.
Cuentan que, pasados los siglos, una aparición sobrenatural a san Uldarico, señaló el lugar donde los mártires habían sido enterrados y allí se edificó una pequeña iglesia. En 1064, quiso el obispo Embrico hermosear el lugar, construyendo un templo; al destruir la primitiva edificación, aparecieron los restos de Afra y sus compañeros, separados, y en sendos sepulcros.
Hubo reliquias enviadas a la iglesia de San Félix de Gerona con la historia escrita de la mártir Afra, por haber sido todos discípulos de san Narciso.
No sé si tendrán patrona las meretrices arrepentidas, pero bien podrían serlo Afra, la Africana de Augsburgo, con la Magdalena, Tais y María Egipcíaca. Al fin y al cabo, allá, en el Reino, no exigen certificados de limpieza, sólo piden haber hecho penitencia.