La vida de la Virgen es toda ella una fulgurante sucesión de divinas maravillas. Primera maravilla: su Inmaculada Concepción. Ultima maravilla: su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Y, entre la una y la otra, un dilatado panorama de gracia y de virtudes en el cual resplandecen como estrellas de primera magnitud su virginidad perpetua, su divina Maternidad, su voluntaria y dolorosa cooperación a la redención de los hombres.
La perpetua virginidad de María y su divina Maternidad fueron ya definidos como dogmas de fe en los primeros siglos del cristianismo. La Inmaculada Concepción no lo fue hasta mediados del siglo XIX. Al siglo XX le quedaba reservada la emoción y la gloria de ver proclamado el dogma de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
Memorable como muy pocos en la historia de los dogmas aquel 1 de noviembre de 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón —el corazón de toda la cristiandad—, resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Esta suprema decisión del Romano Pontífice es el coronamiento de un proceso multisecular. Nosotros gustamos el dulce sabor de ese fruto sazonado de nuestra fe, pero su savia y sus flores venían circulando y abriéndose en el jardín de la Iglesia desde la más remota antigüedad cristiana.
En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Siglo tras siglo y paso por paso se va siguiendo con amoroso deleite el camino recorrido por la piadosa creencia hasta llegar, ¡por fin!, a la suprema exaltación de la definición ex cathedra.
En efecto, ya desde los primeros siglos cristianos palpita esta verdad en el seno de la Iglesia. Es una verdad perenne como todas las contenidas en el sagrado arcano de la Revelación. Pero en el correr de los tiempos aquella suave palpitación primera fue acentuándose y haciéndose cada vez más fuerte, más insistente, más apremiante.
Comienza la encíclica recordando un hecho. Nunca dejaron los pastores de la Iglesia de enseñar a los fieles, apoyándose en el santo Evangelio, que la Virgen Santísima vivió en la tierra una vida de trabajos, angustias y preocupaciones; que su alma fue traspasada por el fiero cuchillo profetizado por el santo anciano Simeón; que, por fin, salió de este mundo pagando su tributo a la muerte como su Unigénito Hijo... ¡Ah! Pero eso no impidió ni a unos ni a otros creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro ni fue reducido a cenizas el augusto tabernáculo del Verbo divino.
Esa misma creencia, presente y viviente en las almas, fue tomando formas tangibles y grandiosas dimensiones a medida que la tierra se fue poblando de templos erigidos a la Asunción de la Virgen María. Sólo en España son 28 las catedrales consagradas a la Virgen en ese su sagrado misterio. Y si los templos son muchos, infinitamente más son las imágenes que pregonan a voces el triunfo de la Madre de Dios. Añadid ahora las ciudades, diócesis y regiones enteras, así como Institutos religiosos que se han puesto bajo el amparo y protección de María en esta gloriosa advocación, y tendréis un definitivo argumento de la pujanza de dicha creencia en la masa del pueblo cristiano.
También los artistas, fieles intérpretes del pensamiento cristiano a través de los tiempos, han rivalizado a su vez en la interpretación plástica del gran misterio asuncionista. Ya en el famoso sarcófago romano de la iglesia de Santa Engracia, en Zaragoza, muy probablemente de principios del siglo IV, aparece una de estas representaciones. El tema se repite después con una profusión deslumbradora en telas, en marfiles, en bajorrelieves, en mosaicos. Basta recordar los nombres de Rafael, Juan de Juanes, el Greco, Guido Reni, Palma, Tintoretto, el Tiziano... Y no son todos. A la misma altura y con la misma elocuencia que ellos con sus pinceles, proclamaron su fe con su gubia nuestros incomparables imagineros del Siglo de Oro, reproduciendo el episodio en retablos desbordantes de luz y colorido.
Pero de modo más espléndido y universal aún —comenta la encíclica de la definición— se manifiesta esta fe en la sagrada liturgia. Ya desde muy remota antigüedad se celebran en Oriente y Occidente solemnes fiestas litúrgicas en conmemoración de este misterio. Y de ellas no dejaron nunca los Santos Padres de sacar luz y enseñanzas, pues sabido es que la liturgia, siendo también una profesión de las celestiales verdades..., puede ofrecer argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana.
Podrían multiplicarse indefinidamente los testimonios de las antiguas liturgias, que exaltan y ponderan la Asunción de María. Unos brillan por su mesura y sobriedad, como, generalmente, los de la liturgia romana; otros se visten de luz y poesía, como los de las liturgias orientales. Pero todos ellos concuerdan en señalar el tránsito de la Virgen como un privilegio singular. Dignísimo remate, indispensable colofón reclamado por los demás privilegios de la Madre de Dios.
Pero lo que sobre todo emociona y convence es ver cómo la Asunción se abrió camino con tal éxito y señorío entre las demás solemnidades del ciclo litúrgico, que muy pronto escaló la cumbre de los primeros puestos. Ello estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. San Sergio I, al prescribir la letanía o procesión estacional para las principales fiestas marianas, enumera juntas las de la Natividad, Anunciación, Purificación y Dormición de María. Más tarde, San León IV quiso añadir a la fiesta, que para entonces había ya recibido el título de Asunción de María, una mayor solemnidad litúrgica, y prescribió se celebrara con vigilia y octava, y durante su pontificado tuvo a gala participar él mismo en su celebración, rodeado de una innumerable muchedumbre de fieles. Fue durante muchos siglos hasta nuestros días una de las fiestas precedidas de ayuno colectivo en la Iglesia. Y no es exagerado afirmar que los Soberanos Pontífices se esmeraron siempre en destacar su rango y su solemnidad.
Los Santos Padres y los grandes doctores, tanto si escriben como si predican a propósito de esta solemnidad, no se limitan a celebrarla como cosa admitida y venerada por el pueblo cristiano en general, sino que desentrañan su alcance y contenido, precisan y profundizan su sentido y objeto, declarando con exactitud teológica lo que a veces los libros litúrgicos habían sólo fugazmente insinuado.
Cosa fácil sería entretejer un manojo de textos patrísticos como prueba palmaria de lo que venimos diciendo. Bástenos el testimonio de San Juan Damasceno, del que el mismo Pío XII asegura que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición; considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de sus restantes privilegios. Era necesario —dice el Santo— que aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, le contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios.
Parecidos conceptos expresa San Germán de Constantinopla. Según él la raíz de este gran privilegio de María está en la divina Maternidad tanto como en la santidad incomparable que adornó y consagró su cuerpo virginal. Tú, como fue escrito —le dice el Santo—, apareces radiante de belleza y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo y por esta razón es preciso que se vea libre de convertirse en polvo y se transforme, en cuanto humano, en una excelsa vida incorruptible: debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y partícipe de la plenitud de la vida.
Siguiendo esta misma trayectoria, los pastores de la Iglesia, los oradores sagrados, los teólogos de todos los tiempos, empleando unas veces el lenguaje sobrio y circunspecto de la ciencia teológica, y hablando otras veces con la santa libertad de la entonación oratoria, en períodos rozagantes de vibrante y encendida elocuencia, han acumulado un sinnúmero de razones que con mayor o menor fuerza parecen exigir y reclamar este hermoso privilegio de María. En su afán de penetrar en la entraña misma de las verdades reveladas y mostrar el singular acuerdo que existe entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve la conexión y la armonía que enlaza la Asunción de la Virgen con las demás verdades que sobre Ella nos enseña la Sagrada Escritura. Para ellos este gran privilegio es como una consecuencia necesaria de amor y la piedad filial de Cristo hacia su Santísima Madre, y encuentran sus raíces bíblicas en aquel insigne oráculo del Génesis que nos presenta a María asociada con nuestro divino Redentor en la lucha y la victoria contra la serpiente infernal. Y por lo que al Nuevo Testamento se refiere, consideran con particularísimo interés las palabras con que el arcángel saludó a María: Dios te salve, la llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre las mujeres. Según ellos el misterio de la Asunción puede ser un complemento lógico de la plenitud de gracia otorgada a la Virgen y una particular bendición, contrapuesta por el Altísimo a la maldición que recayó un día sobre la primera mujer.
El alma de María estuvo siempre exenta de toda mancha; su cuerpo inmaculado no experimentó nunca la mordedura de la concupiscencia; su carne fue siempre pura y sin mancilla, como puros y sin mancilla fueron siempre su espíritu y su corazón. En María todo fue ordenado, nada hubo de lucha pasional, ninguna inclinación al pecado, todo respiraba elevación, virginidad y pureza, ¿Cómo, pues, podría un cuerpo que era todo luz y candor convertirse en polvo de la tierra y en pasto de gusanos? Y aún cobra mayor fuerza esta argumentación si tenemos en cuenta que la carne de María era y es la carne de Jesús: de qua natus est Iesus. ¿Podría Cristo permitir que aquel cuerpo inmaculado, del que se amasó y plasmó su propio cuerpo, sufriera la humillante putrefacción del sepulcro, secuela y efecto del pecado original? Si el desdoro y humillación de la madre redunda y recae siempre sobre los hijos, ¿no redundaría sobre el mismo Hijo de Dios esta humillación de la Virgen, su Madre? El cuerpo de María había sido el templo viviente en que moró durante nueve meses la persona adorable del Verbo encarnado. En ese cuerpo virginal puso el Altísimo todas sus complacencias. Lo quiso limpio de toda mancha. Para ello no escatimó mimos de Hijo ni prodigios de Dios, primero al ser concebido en el seno de Santa Ana, y después al encarnarse en sus entrañas el Hijo del Altísimo. Y si realizó tales prodigios, que implican una rotunda derogación de las leyes por Él mismo establecidas, ¿puede concebirse siquiera que no lo preservara después de la corrupción del sepulcro, cuando para ello bastaba anticipar una prerrogativa que al final de los tiempos disfrutarán todos los elegidos? El dogma de la Asunción de la Virgen, en estricto rigor teológico, puede entenderse y explicarse prescindiendo en absoluto del hecho histórico de su muerte. Su núcleo central lo constituye la traslación anticipada de María en cuerpo y alma a los cielos, sea que para ello rindiera tributo a la muerte (como lo hizo el mismo Jesucristo), sea que su cuerpo vivo recibiera inmediatamente el brillo de la suprema glorificación. No han faltado en el correr de los siglos, ni faltan tampoco en nuestros días, quienes juzgan más glorioso para María la glorificación inmediata, sin pasar por la muerte. A nosotros no nos seduce semejante postura, en la que más bien creemos descubrir un error de perspectiva.
Creemos sinceramente que murió la Virgen, de la misma manera que murió su Hijo Jesucristo.
Quiso Dios que María fuese en todo semejarte a Jesús —dice el gran cantor de la Virgen San Alfonso María de Ligorio—; y, habiendo muerto el Hijo, convenía que muriera también la Madre. Quería, además, el Señor —prosigue el gran doctor napolitano— darnos un dechado y modelo de la muerte que a los justos tiene preparada; por eso determinó que muriera la Virgen María, pero con una muerte llena de consuelos y celestiales alegrías.
Creemos sinceramente que la Virgen murió. Si su cuerpo hubiera alcanzado la glorificación definitiva pasando sobre la muerte, ¿dejaría de haber en la primitiva literatura cristiana ecos de esa luz y de ese perfume? En la misma literatura canónica no se explicaría fácilmente que no quedaran vestigios de tan extraña y sorprendente maravilla...
Pero no hay nada. Señal más que probable de que María entregó su vida en un dulcísimo sueño de amor, a la manera que un nardo que se consume al sol exhala en los aires su postrer aroma.
Mas añadamos en seguida que su muerte fue muy distinta de nuestra muerte.
Tres cosas principalmente hacen a la muerte triste y desconsoladora: el apego a las cosas de la tierra, el remordimiento de los pecados cometidos y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María no sólo estuvo exenta de estas amarguras, sino que fue acompañada de tres señaladísimos favores, que la trocaron en agradable y consoladora. Murió desprendida, como siempre había vivido, de los bienes de la tierra; murió con envidiable paz de conciencia; murió, finalmente, con la esperanza cierta de alcanzar la gloria eterna (San Alfonso).
Nada de parecido puede haber, al punto de morir, entre Ella y nosotros. Ni angustias, ni apegos, ni gestos o tirones violentos. Todo en su dichoso tránsito fue apacible y gozoso como la luz que se va, deslizándose dulcemente, silenciosamente, sobre la tierra y el mar por primera y última vez, en excepcional rito fúnebre, la muerte dejó su fatídica guadaña para empuñar en sus manos una llave de oro. Era la llave del paraíso, cuyas puertas se abrían del par en par dejando paso a la Mujer aclamada con voz unánime por los bienaventurados como su Reina y Señora. Los poetas dirían que la muerte de María fue como el parpadeo de una estrella que, al llegar la mañana, se esconde en un pliegue del manto azul del cielo; como el susurro de la brisa que pasa riendo a través de los rosales; como el acento postrero de un arpa; como el balanceo de una espiga dorada que mecen los vientos primaverales. Así se inclinaría el cuerpo de la Virgen María; así sería el último suspiro de su casto corazón; así brillarían sus ojos purísimos en la hora postrera.
Esto nos dirían los poetas, tratando primero de adivinar y después de traducir a su lenguaje humano las realidades inenarrables del alma de María al despedirse de la tierra.
Pero los teólogos nos han dicho más. Remontándose por encima de las realidades de este mundo visible, han querido penetrar en las raíces mismas de esa muerte única que fue la muerte de María, encontrando dichas raíces en la llama inextinguible de amor a su Dios, que consumió y redujo a pavesas su existencia terrena.
San Andrés Cretense habla de un sueño dulcísimo, de un ímpetu de amor, expresiones que se repiten con frecuencia en otros Padres orientales, como Teodoro de Abucara, Epifanio el Monje, Isidoro de Tesalónica, Nicéforo Calixto, Cosme Vestitor y otros autores.
Razonamientos similares añoran aquí y allí en los escritores ascéticos y en los más profundos teólogos, como Santo Tomás de Villanueva, Suárez, Cristóbal de Vega, Bossuet, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio. Por ser ambos dos doctores de la Iglesia, citaremos unos textos bellísimos de los dos últimos autores.
San Francisco de Sales escribe emocionado: Y pues consta ciertamente que el Hijo murió de amor y que María tuvo que asemejarse a su Hijo en el morir, no puede ponerse en duda que la Madre murió de amor..., Este amor le dio tantas acometidas y tantos asaltos, esta llaga recibió tantas inflamaciones, que no fue posible resistirlas, y, como consecuencia, tuvo que morir...
Después de tantos vuelos espirituales, tantas suspensiones y tantos éxtasis, este santo castillo de pureza, este fuerte de la humildad, habiendo resistido milagrosamente mil y mil veces los asaltos del amor, fue tomado por un último y general asalto; y el amor, que fue el triunfador, se llevó esta hermosa paloma como su prisionera, dejando en su cuerpo sacrosanto la fría y pálida muerte. Y en otro pasaje dice que, como un río que dulcemente tornase a su fuente, así Ella se volvía hacia esta unión tan deseada de su alma con Dios... Y habiendo llegado la hora de que la Santísima Virgen debía abandonar esta vida, fue el amor el que verdaderamente hizo la división entre su cuerpo y su alma.
El autor de Las glorias de María, a su vez, no cede en delicadeza y emoción al obispo de Ginebra. Entonces se presentó la muerte —escribe el Santo—, no con ese aparato de luto y de tristeza que ostenta cuando se presenta para dar el golpe fatal a los demás hombres, sino rodeada de luz y de alegría. Digo que se presentó la muerte, y digo mal, porque no la muerte, sino el amor divino fue el que rompió el hilo de esta preciosa vida. Y así como una lámpara, antes de extinguirse, entre los últimos destellos lanza uno más brillante y luego se apaga, así también María. Y, al sentir que su Hijo la invitaba a que le siguiera, como una mariposa inflamada en las llamas de caridad, y exhalando grandes suspiros, da uno más intenso y más amoroso, y luego sucumbe y muere. De esta suerte aquella alma grande, aquella paloma del Señor, rompiendo los lazos que la aprisionaban a la tierra, levanta el vuelo y no para hasta llegar a descansar en la gloria bienaventurada, donde tiene su trono y reinará como Señora por eternidades sin fin.
Sobre las circunstancias de la muerte de María la tradición ha guardado un respetuoso silencio. Pero la piedad ardiente del pueblo cristiano supo tejer una dorada leyenda que, a partir del siglo V, ha iluminado el ocaso de aquella vida con fulgores de estrellas y revoloteos de espíritus celestes, con perfume de azucenas y músicas angélicas. La leyenda nace en el Oriente, pero muy pronto se difunde, en alas del fervor religioso, por todos los ámbitos de la cristiandad, que recibe con avidez todo cuanto exalta la gloria de su Reina. Primero se asoma a las páginas de los libros ascéticos; después se engalana con todas las preseas de la poesía, y por fin se adueña de todas las artes, encaramándose en los retablos de las catedrales, luciendo en la pintura y escultura y vibrando en la música.
María recibe la palma de su triunfo de manos de un ángel; los apóstoles, dispersos a la sazón por el mundo, se congregan milagrosamente en torno a aquel lecho, que más que lecho mortuorio parece un altar; cantan los ángeles tonadas celestiales... Y Jesús desciende a recoger el alma de su Madre, que se desprende de su cuerpo como un fruto maduro se desprende del árbol.
Los apóstoles sepultan aquel cadáver sacrosanto, y al tercer día asisten a su triunfal resurrección. He aquí, en síntesis, la dorada leyenda, a un tiempo lírica y dramática, cuyo relato ha enternecido a tantas generaciones cristianas.
La piedad de nuestros tiempos, más ilustrados y más conscientes, no necesita de leyendas y fantasías para levantar a la Virgen al lugar que por su grandeza le corresponde. No reprochamos, sin embargo, a nuestros mayores su bella y deliciosa ingenuidad. Ni ella fue obstáculo para transformarlos a ellos en unos grandes enamorados de María, ni quiera Dios que nuestra petulante perspicacia nos impida a nosotros amarla tan apasionadamente como los buenos hijos han amado siempre a su madre.
ANGEL LUIS, C. SS. R.
Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la palma diciendo: «María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda». María tomó la palma, que brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento. Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la habitación se llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre: «Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza». Y María respondió: «Mi alma engrandece al Señor». Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal.
Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: «Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas». Se formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba san Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: «No te abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable». Acudieron los judíos con intención de arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar estas palabras: «Creo que María es el templo de Dios».
Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: «La paz sea con vosotros». Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una buena excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires una estela luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca lentamente hasta caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que le envía la virgen en señal de despedida.
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos con soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles. Penetró en todos los países, iluminó a los artistas e inspiró a los poetas. Parece que resurgió, una vez más, en el valle de Josafat, allá donde los cruzados encontraron el sepulcro en el que se habían obrado tantas maravillas y sobre el cual suspendieron tantas lámparas. Como la piedad popular quiere saber, pidiendo certezas y realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos con que el oriental sabe tejerlos entre el perfume del incienso y azahares, adornada con estallidos y decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde en el siglo V en Oriente con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de Sardes; Gregorio de Tours la pasa a las Galias; los españoles la leen en el fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad busca en ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio de la Asunción de Santa María al Cielo? Escudriñando la Tradición hay un velo impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se quedó en ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo de afirmar la diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni Epifanio, ni Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable: el último eslabón de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción y, despertando secretos armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación que el arte de Fra Angélico se atreve a plasmar con pasta conservada en el Louvre. La Iglesia celebra, junto al Resucitado-Hijo triunfante, a la Madre, singularmente redimida, Glorificada desde la Traslación.