Testimonios de indudable autenticidad han traído hasta nosotros el eco de la profunda veneración que en los siglos medios consagraban a la imagen de la Virgen lucense los reyes, los magnates y el pueblo, hasta el punto de que la historia local de varias centurias se desarrolló bajo el signo de una intensa polarización hacia la Madre de Dios, que, como señora de la ciudad, fue invocada con el nombre de Santa María de Lugo; como escudo de nuestros reyes en sus empresas contra los enemigos de la religión y de la patria fue llamada la Virgen de las Victorias, y desde hace varios siglos se la distingue con la dulcísima advocación de Virgen de los Ojos Grandes.
La catedral de Lugo, cuya sede existía con toda certeza a mediados del siglo III, tuvo siempre por titular, a lo que puede presumirse, a la Virgen María. Claro es que de tan remota antigüedad, si exceptuamos el hecho incuestionable de la existencia de la diócesis y el nombre de algunos de sus prelados, las noticias que han logrado sobrevivir a la irrupción de los bárbaros y a la invasión musulmana son vagas e imprecisas.
La luz comienza a hacerse en los primeros lustros de la Reconquista, desde los que la Virgen de Lugo está presente en los principales episodios de la vida local. Ella inspira la obra restauradora del obispo Odoario y a Ella acuden nuestros monarcas en los momentos azarosos de su reinado.
Odoario restaura la catedral, la ciudad episcopal y la diócesis, devastadas por la primera irrupción musulmana; en su magna empresa le guía la devoción a la Virgen de Lugo, que alienta y preside la reconquista de estas tierras, como la de Covadonga. preside y alienta la reconquista patria. En el llamado testamento menor, que llegó a nosotros en redacción tardía, Odoario describe la repoblación de las tierras lucenses con sus siervos y familiares, llevada a cabo en tiempos de Alfonso II, y, después de ofrecer a la Virgen de Lugo las iglesias reedificadas que menciona, la invoca con estas palabras: Oh gloriosa Virgen María, en cuyo honor brilla esta iglesia..., dígnate aceptar estos dones que te ofrezco, con todo lo que en adelante logre ganar y acrecer durante toda mi vida.
Alfonso II atribuye a la intercesión de la Virgen de Lugo la victoria del castro de Santa Cristina sobre el traidor Mahamud, y en acción de gracias enriquece su iglesia con pingües donaciones.
Bermudo II, en documento del año 991, signado por San Pedro de Mezonzo, la invoca en fervorosa oración como señora y dueña, reina de las vírgenes, Madre de la luz, y ofrece tierras y posesiones a la Virgen en cuyo honor se ha erigido, en las márgenes del Miño, la iglesia de Lugo.
Alfonso V confirma en 1027 el diploma de su antecesor y reproduce casi a la letra la misma plegaria: A Tí, Señora, santa y gloriosa Madre de la luz, Virgen perpetua y Madre de Nuestro Señor Jesucristo, que tienes tu trono en esta sede catedralicia, a las márgenes del Miño...
Bermudo III fue largamente favorecido en sus empresas por la Virgen de Lugo. Tres diplomas son testigos de la protección de María y de la gratitud del rey. En el último, fechado el año 1036, suscribe una pequeña oblación a la iglesia de mi señora y dueña, Santa María, para que sea mi auxiliadora en la defensa de la ciudad de Lugo y merezca yo, mediante su patrocinio, abundantes recompensas del Señor.
Alfonso VI, para librar a la ciudad de las manos de Rodrigo Ovéquez, se ve obligado a derribar las murallas y entrar a sangre y fuego en la catedral, donde el vasallo desleal se había hecho fuerte. Preocupado el rey por tantos crímenes y ofensas, solicita el perdón de la Virgen María, cuya iglesia fue antiguamente fundada en esta ciudad de Lugo y devotamente venerada por mis abuelos y por ellos enriquecida con bienes y tierras desde que fue rescatada del poder de los sarracenos.
Singularmente emotivos son los diplomas de Doña Urraca relacionados con la Virgen de Lugo. En el de 1107 narra la reina cómo llegó a la catedral y ante el altar de la Virgen consagró como oblato de María al infante don Alfonso, el futuro emperador, cuya vida y cuyo reinado coloca bajo la protección de la Virgen de Lugo. El año 1112 donaba la reina a la catedral copiosas posesiones: el documento fue otorgado en uno de los momentos más azarosos de la vida de Doña Urraca, que, en un arranque de patética ansiedad, rompe en lágrimas y sollozos al ver amenazado su trono por las huestes de su segundo esposo, Alfonso el Batallador: Ahora, pues, señora y reina, Madre de Jesús, Virgen Madre de Jesús, te ruego aceptes esta mi oblación, aunque modesta, y presentes mis lágrimas, mis suspiros, mis gemidos ante el acatamiento de la Divina Majestad, para que tu poderosa intercesión me ayude a poseer pacíficamente el reino que me legó mi padre y seas mi escudo y mi protección ahora y en la hora del tremendo juicio.
Alfonso VII hizo siempre honor al glorioso título de oblato de la Virgen de Lugo, favoreciendo constantemente a la iglesia de Santa María.
Basten estos ejemplos, espigados al azar en los diplomas reales de la catedral lucense. El doctor Pallarés, en el siglo XVII, dice haber reconocido 144 privilegios reales, con donaciones a la Virgen de los Ojos Grandes.
Paralela a la devoción mariana de los monarcas florecía, ejemplar también y vigorosa, la de los nobles, que en sus escrituras de donación y acción de gracias por favores recibidos interrumpen frecuentemente la rigidez protocolaria con hermosas plegarias y delicadas invocaciones a la Virgen, con las que podría tejerse una interesantísima antología digna de figurar al lado de las páginas más jugosas de la Mariología.
El pueblo rivalizó con los reyes y los magnates en un emocionado plebiscito de veneración y reconocimiento a la Virgen de los Ojos Grandes.
Muchísimos instrumentos particulares y quinientas escrituras de donación que existían en el siglo XVII son la mejor demostración de la devoción popular.
Una de sus manifestaciones más espléndidas es el voto de los cornados, al que califica Pallarés y Gayoso de el voto más señalado y más especial entre los que se han hecho a esta imagen.
Su origen es antiquísimo. Ya en el siglo XVII los testigos más ancianos que pudo consultar el primer historiador de la Virgen de Lugo, atestiguaban que el voto era de inmemorial tradición y costumbre en este obispado.
En el año 1587 un acta capitular alude a la posesión que tiene la iglesia de Lugo del voto de los cornados.
El mismo nombre parece demostrar que se instituyó el voto cuando estaba en uso esta clase de moneda, que fue introducida en la segunda mitad del siglo XIII, reinando Sancho el Bravo, y corrió en los reinados siguientes, para desaparecer en el de los Reyes Católicos.
Los cornados más antiguos equivalían a un cuarto y un maravedí; y a la mitad de este valor los más modernos: pero no queda memoria de la cantidad que satisfacía cada familia.
Consta solamente que en la segunda mitad del siglo XVII cada casa contribuía con cinco maravedís, lo que supone una recaudación muy considerable en una diócesis que tenía amplios territorios en las provincias de Pontevedra, La Coruña y León.
De las donaciones particulares, cuya relación exhaustiva ocuparía varios volúmenes, hemos de destacar, por su interés histórico, la de doña Sancha Rodríguez, que en el año 1202 ofrece a la Virgen una lámpara que ha de lucir siempre junto a las demás que arden ante el altar de Santa María.
La fecha de esta donación nos lleva sin esfuerzo a documentar en el siglo XII la iluminación continua de la imagen de la Virgen de Lugo, y nos demuestra, ya en aquellos remotos tiempos, la piedad de los lucenses y su afán de mantener con el mayor decoro y esplendor el culto de su celestial Patrona.
A esta vigorosa manifestación de devoción popular están vinculadas las gracias extraordinarias alcanzadas por intercesión de María.
El diploma en que el Cabildo Vaticano concede la coronación de la Virgen de los Ojos Grandes, al ponderar los extraordinarios méritos de la venerada imagen, la llamaba celeberrimam non minus vetustate quam prodigiorum multitudine: celebérrima, tanto por su antigüedad como por la multitud de sus prodigios.
De los documentos de la catedral, el primero que los menciona es Alfonso VI, que asegura haber visto, por sus ojos los muchos milagros que ante su altar obraba la Madre de Dios: tunc vero nos ibidem videntes oculis nostris multa miracula coelitus fieri.
Doña Urraca afirma que eran innumerables y frecuentes los prodigios que hacía el Señor en esta iglesia por intercesión de su Madre.
Casi con las mismas palabras el conde don Munio Peláez, en documento fechado el año 1123, atestigua que en este templo, dedicado a la Madre de Dios, se realizan frecuentes e innumerables milagros.
Las prodigios obrados por la Virgen de Lugo tienen su primera proyección literaria en el libro de los Loores et milagros de Nuestra Señora, de Alfonso X.
En la cantiga 77 el rey Sabio narra, con su sencillez y viveza características, una curación milagrosa, cuyo título traducido dice así: Cómo Santa María sanó en su iglesia de Santa María de Lugo a una mujer paralítica de pies y manos.
El regio trovador de María nos ha dejado en el estribillo de esta cantiga una feliz y breve descripción de la imagen de los Ojos Grandes, que adopta la actitud de la Virgen de la Leche, tema iconográfico muy extendido desde la segunda mitad del siglo XIII: Da que Deus mamou o leite do seu peito, non é maravilla de saar, contreito.
El milagro se realiza dentro de la iglesia el 15 de agosto, festividad de la Virgen: e no mes de agosto, no día escolleito, na sa festa grande, como escribe el poeta.
Estaban presentes el obispo e toda a gente, que no pudieron reprimir las lágrimas y prorrumpieron en alabanzas a María.
El doctor Pallarés recoge, en el capítulo LIX de Argos divina, una serie de hechos extraordinarios, principalmente curaciones de enfermos y desahuciados, atribuidos a la intercesión de la Virgen de Lugo.
Todos ocurrieron en su tiempo, y, aunque tuvo por verdadera y puntual historia las invenciones de los falsos cronicones, su veracidad, en lo que pudo inquirir directa y personalmente, es incuestionable.
Gran parte de estas curaciones portentosas se lograban con la aplicación del aceite: de las lámparas que ardían ante el altar de la Virgen, y su fama había llegado a los últimos confines de la Península.
De algunas partes vienen por él —escribe Pallarés—, y hay testigos de que a Cádiz lo llevó un indiano, pasando por esta ciudad, de que soy testigo.
A rodear de mayor esplendor y grandeza el culto de la Virgen contribuyó poderosamente la Cofradía de los Ojos Grandes.
No queda memoria de su erección, pero no puede negarse que es antiquísima.
Ya en el año 1577 el obispo don Juan Suárez de Carbajal le daba nuevos estatutos, para acomodarla a las necesidades de los tiempos.
Un siglo más tarde, en 1659, la Cofradía cobraba vigoroso impulso, merced al celo del Cabildo, secundado por el obispo don Juan Bravo Lasprilla, que renovó nuevamente las Constituciones, acogidas con común aceptación de los fieles de esta ciudad y de todo el obispado, y aun de todo el reino, que entran en esta Cofradía, para tener el título y carácter de especiales hijos suyos (Pallarés).
Por estos tiempos se popularizó el rezo de la salve a la Virgen de los Ojos Grandes al sonar las doce del mediodía, y se acrecentó el culto de la veneranda imagen aumentándose las luces que ardían ante su altar, particularmente en las festividades marianas, y en el día de la Asunción, vísperas, misa y procesión se repartían cirios blancos a todos los asistentes.
La generosa piedad de los cofrades mereció de la santidad de Alejandro VII un breve, fechado en 1663, en el que afirma que acostumbran a hacer muchísimos actos de piedad, caridad y misericordia, y enriquece a la Cofradía con varias indulgencias plenarias y parciales.
El Cabildo catedral hizo voto en el siglo XVII de no ceder nunca el Patronato de la capilla, y hacia la magnificencia y solemnidad de su culto encauzó todas sus energías, levantando en la primera mitad del siglo XVIII la obra suntuosa en que hoy es venerada la Patrona de la ciudad.
Ocupa la cabecera del ábside catedralicio, y es uno de los monumentos más espléndidos del barroco gallego, obra de Fernando de Casas, el genial arquitecto de la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana. El retablo de la Virgen, construido a manera de baldaquino, fue trazado por el mismo Casas, y corresponde con su delicada riqueza ornamental a la suntuosidad y grandeza de la capilla.
Su inauguración, año 1736, fue solemnizada con cultos y festejos extraordinarios: octavario de sermones, predicados por prelados; procesión, seis mil reales de fuegos, doce toros con toreadores de Castilla, seis comedias, las cuatro de capa y espada y las dos de coliseo; dos días de sortija, una seria y otra burlesca; un día de alcancías y otro de mojiganga con carro triunfal y serenata de música, y fuente perenne de vino el día de Nuestra Señora.
Tal es el trono que ocupa la veneranda imagen y que sólo abandonó el 8 de diciembre de 1904 para recorrer, entre el entusiasmo delirante de la multitud, las calles de Lugo y detenerse ante la fachada de las Casas Consistoriales, donde, en solemnísima ceremonia, fue coronada canónicamente.
Millares de lucenses visitan todos los días al Señor sacramentado, expuesto continuamente en la catedral basílica, y luego acuden indefectiblemente a los pies de la Virgen de Lugo a agradecer beneficios recibidos y pedir remedio a sus cuitas y necesidades. Muchas personas devotas alumbran a diario su imagen; muchas a diario recorren de rodillas, una o varias veces, el espacio que rodea el altar; muchas diariamente rezan allí, privada o colectivamente, el santo rosario.
Titulo el de los Ojos Grandes de cautivadora belleza, cuyo profundo contenido mariológico tiene su más autorizado comentario en las palabras que la santidad de Pío XI dirigió en mayo de 1928 a los congregantes marianos españoles: Entre las hermosas advocaciones con que María es invocada, los más devotos hijos de la devota España le atribuyen la de SEÑORA DE LOS OJOS GRANDES. Pensamiento magnífico que nos la presenta como el corazón que Dios le ha dado para amar y para socorrer; grandes como su Omnipotencia maternal, la más próxima semejanza al ojo mismo de Dios...
FRANCISCO VÁZQUEZ SACO