Caleruega, en el corazón de la provincia burgalesa, se nos ofrece todavía como un ejemplar de aquellas aldeas, con su caserío agrupado junto a la silueta recia y protectora de un viejo torreón medieval, maltratado por los siglos, pero aún erguido con noble apariencia retadora. Caleruega es, en la actualidad, un pueblecito de unos mil habitantes que mira por el Mediodía hacia una vasta llanura, árida y monótona, y distingue hacia el Norte una agreste región que a lo lejos se empina en sierras fieramente dentadas de riscos y precipicios. Adosado a su torreón, de trazo rectangular, que conserva cierta inflexible esbeltez, se levantó en un tiempo el castillo de los Guzmanes, finalmente destinado, en 1270, por Alfonso el Sabio, para monasterio de dominicas.
Muchos años antes, a mediados del:siglo XII, habitaba el castillo una familia que dio a la Iglesia dos santos y un beato en sólo el curso de dos generaciones.
Suena bien el apellido de Guzmán en oídos españoles. Las páginas de nuestra historia le recuerdan con frecuencia y aparece entre las estrofas del Romancero por mor de la hazaña de Guzmán el Bueno en la defensa de Tarifa. Pero en los tiempos a que nos referimos ya no se luchaba por los campos de Burgos, y don Félix de Guzmán, a quien el monarca había confiado la defensa de aquella plaza, pudo cultivar en paz las sólidas virtudes de religiosidad y dulzura hogareña que anidaban en su corazón, profundamente fervoroso y cristiano.
Noble apellido el de don Félix. Pero nada tenía que envidiarle el de su esposa, doña Juana de Aza, dama acaudalada, cuyos padres residían y mandaban en la villa de este nombre, entre Aranda y Roa, y de dotes tan elevadas y escogidas que la llevaron, tras una vida ejemplar, a los altares, donde hoy la ofrece la Iglesia a la devoción de los fieles entre la corte admirable de sus santos.
Unidos por el amor, don Félix de Guzmán y doña Juana de Aza, en un tiempo en que los valores del espíritu resplandecían sobre toda clase de apreciaciones materialistas, y compitiendo sus almas en celo religioso y nobleza de sentimientos, era lógico que formaran un hogar donde Dios recogiera frutos de evangélica belleza y la Iglesia encontrara paladines para sus empresas y moradores para sus cenáculos.
Así fue, en efecto. Félix de Guzmán murió en olor de santidad y su cuerpo duerme el sueño de los justos en el monasterio de San Pedro, de Gumiel de Izán. Doña Juana, elevada, como hemos dicho, a los altares, fue sepultada primero al lado de su esposo, y descansa ahora en San Pablo de Peñafiel. De tres hijos suyos nos habla la historia. El mayor, Antonio, se consagró a Dios en el sacerdocio, y, desdeñando altos beneficios y dignidades eclesiásticas, muy posibles dada la posición de su noble familia, se enterró en vida en un hospital, para cuidar de los pobres y los peregrinos que acudían por entonces en gran número al sepulcro de Santo Domingo de Silos. El menor fue aquella gran figura de la hagiografía hispana que el mundo conoce por Santo Domingo de Guzmán. Entre ambos Manés, a quien están dedicadas las presentes líneas.
A menudo resulta difícil discriminar lo histórico de lo legendario cuando se pretende presentar la biografía de los santos de la Edad Media. Ello ocurre aun con figuras del más destacado relieve, de aquellos que brillaron con acusado fulgor en el firmamento de las glorias cristianas. Bien conocido parece ser Santo Domingo de Guzmán y harto evidentes resultan la mayoría de sus hechos, andanzas y milagros. Y, sin embargo, sus propios biógrafos suelen hacer constar esta premisa de carácter general y los más escrupulosos se afanan en presentar por separado lo que en sus investigaciones han hallado como historia cierta de aquello otro que no se atreven a desarraigar totalmente del campo de la leyenda, tan fecundo en profundos barroquismos de maravillas, éxtasis y revelaciones.
Si tal sucede con el propio fundador de la Orden de Predicadores y creador del rezo del rosario, imagínense las dificultades que se encontrarán para sacar a luz la existencia de su hermano Manés que, sencillo y humilde como florecilla perdida en ubérrimo valle, pasó por el mundo sin apenas dejar otro recuerdo que el olor de una bondad fragante y una abnegación silenciosa.
Su propio nombre resulta dudoso, pues hay quienes le llaman Mamés y otros Mamerto, y hasta la fecha de su nacimiento se ignora, aunque hubo de ser antes, probablemente no mucho, del año 1170, en que, según todas las probabilidades (tampoco esto es seguro), vino al mundo su hermano Santo Domingo.
Ocupa, pues, Manés, en la cronología familiar, el puesto intermedio entre sus dos hermanos Antonio y Domingo, y este lugar parece encerrar cierto simbolismo que refleja algunas de las particularidades de su carácter. De lo que no cabe duda es de que fue callado y de pocas iniciativas: hombre de ideas sencillas y dulce carácter: firme en su profunda devoción y amor a Dios y a sus semejantes: aficionado a la oración y meditativo. Se le conoce como Manés el contemplativo: su alma era transparente como el cristal y nunca perdió la pura inocencia, que es una de las características de muchos de los elegidos del Señor.
Manés se sintió atraído y como subyugado por la férrea voluntad y el trepidante dinamismo de Domingo: se unió a éste, y a su lado permaneció largos años, siempre dispuesto a secundarle en sus empresas y a obedecer sus indicaciones, tan calladamente que apenas se le nombra de tarde en tarde por los historiadores del fundador de los dominicos, pero con una efectividad operante que surge como con destellos propios cada vez que esto ocurre.
Gran parte de su juventud la pasó Manés al lado de su santa madre, entregado a la práctica de la piedad y de las virtudes cristianas y a la lectura de Ios libros santos hasta que marchó a unirse a su hermano Domingo en tierras francesas del Lanquedoc, donde aquél trabajaba en la conversión de los herejes, a lo que también se entregó Manés, prodigando sus sermones y sus exhortaciones, que alternaba con la oración fervorosa y las más severas penitencias.
Tarea había, ciertamente, para todos en la gran empresa en que Santo Domingo se encontraba enfrascado. Sus luchas contra los errores y las malicias de los albigenses requerían el mayor número posible de auxiliares, y, al fundar aquél la Orden dominicana, a la que dio como especiales características las del estudio y la contemplación, Manés fue uno de los primeros miembros de la misma que en manos de su propio hermano hizo profesión de seguirle y cooperar al acrecentamiento de la obra de Dios.
Sabido es que Domingo, una vez confirmada la Orden por el papa Honorio III, decidió dispersar sus frailes por el mundo, haciéndoles salir del monasterio de Prulla, verdadera cuna de la Orden, para que establecieran en diversos países nuevas casas que sirvieran de centros irradiadores de la verdad evangélica.
La dispersión tuvo lugar el día de la Asunción de Nuestra Señora, de 1217, fecha que ha pasado a las crónicas de la Orden con el calificativo de Pentecostés dominicano. La despedida del fundador fue tierna y patética. Se apartaban de él quienes primero se le habían unido y a su lado habían rezado y predicado, y entre ellos se encontraba el hermano, Manés, que formaba parte del grupo que salió con dirección a París, para, como atestigua Juan de Navarra, estudiar, predicar y fundar un convento en la capital de Francia.
Es curioso que, a la par que estos religiosos, salieran otros para España y que Manés figurase, no obstante, entre los primeros. No parece arriesgado presumir que Santo Domingo lo decidiera así por parecerle más difícil la lucha evangélica en Francia que en España, dando con ello una prueba de la confianza que tenía en su hermano. No era, por otra parte, Manés el único español que figuraba en el grupo, sino que había otros dos más entre los siete que lo componían. La labor que todos ellos llevaron a cabo fue magnífica. A su llegada a París se acomodaron en una vivienda modesta, frente al palacio del obispo; pero poco más tarde les concedieron una casa de mayor amplitud, donde fundaron el convento de Santiago, que no tardó en convertirse en uno de los de más nombradía de la Orden, tanto por aquel tiempo como en los posteriores.
Pero aún había de conferir Domingo a su hermano otra misión, si no de tanta trascendencia, quizá más delicada y difícil, y a la que el santo fundador concedía importancia singular.
Iniciadas las Comunidades de dominicas, Santo Domingo tuvo decidido interés en destinar a cada una de ellas algún vicario de la propia Orden que las gobernase, dirigiese y santificase. Proveyólas principalmente —dice a este respecto el grave historiador Hernando del Castillo— de maestros y padres espirituales que las enseñasen, guardasen, amparasen, alumbrasen, consolasen y desengañasen en los muchos y varios casos y cosas a que en la prosecución de tan santa y nueva vida se les habían de ofrecer. Y, después de pintar cuáles son las virtudes que deben hacer de las comunidades religiosas, congregaciones de ángeles, añade: Para tales las criaba Santo Domingo, y por eso fue su primer cuidado dejar en su guarda y compañía a quien pudiese ser maestro y padre de la perfección que buscaron dejando el mundo y de la que prometieron buscando a Dios.
Si éstos eran el pensamiento y los deseos de Santo Domingo, puede suponerse con cuánto cuidado elegiría a aquellos de sus monjes que habían de encargarse de la función de vicarios en las Comunidades religiosas dominicas. Para esto también resultaban insuperables las dotes de Manés, virtuoso, prudente, reflexivo y fiel cumplidor de las reglas de la Orden y de las advertencias de su fundador.
Por eso, sin duda, cuando en Madrid se estableció la primera Comunidad de dominicas en el monasterio que más adelante se conoció con el nombre de Santo Domingo que gozó de la protección del rey San Fernando, designo para vicario de la misma a su hermano Manés, que con este motivo se reintegró a la madre patria para continuar en ella su vida religiosa.
Manés cumplió su misión a plena satisfacción de Santo Domingo, que, desde Roma, dirigió a la superiora de la Comunidad de Madrid una carta, en la que desborda el cariño que experimentaba por su hermano y la alta estima que las dotes y virtudes de éste le merecían. Dice así aquella tierna misiva: Fray Domingo, maestro de los frailes Predicadores, a nuestra muy amada priora y hermanas del monasterio de Madrid, salud y acrecentamiento de virtudes.
Mucho nos alegramos y damos gracias a Dios por haberos favorecido en esa santa vocación y haberos librado de la corrupción del mundo. Combatid, hijas, el antiguo enemigo del género humano, dedicándoos al ayuno, pues nadie será coronado si no pelease. Guardad silencio en los lugares claustrales, esto es, en el refectorio, dormitorio y oratorio, y en todo observad la regla. Ninguna salga del convento, y nadie entre, no siendo el obispo y los superiores que viniesen a predicar y hacer visita canónica. Aficionaos a vigilias y disciplinas; obedeced a la priora; no perdáis tiempo en inútiles pláticas. Como no podemos procuraros socorros temporales, tampoco os obligamos a hospedar religiosos ni otras personas, reservando esta facultad a la priora con su consejo. Nuestro carísimo hermano fray Manés, que no ha omitido sacrificio alguno para conduciros a tan santo estado, adoptará cuantas disposiciones le parezcan convenientes para que llevéis santa y religiosa vida. Le autorizamos para visitar y corregir a la Comunidad y, si fuese preciso, para sustituir a la priora, con el parecer de la mayoría de vosotras, y para dispensar en algunas cosas, según su discreción. Os saludo en Cristo.
Después de la muerte de Santo Domingo, ocurrida en el convento de San Nicolás, en Bolonia, el 6 de agosto de 1221, apenas se vuelven a tener noticias del Beato Manés. Consta, sin embargo, que siguió su vida religiosa en España y que guardó siempre un inextinguible cariño y una profunda veneración por aquel hermano que había sido su estrella y su guía y a cuyo amparo, y, por así decirlo, a sus inmediatas órdenes, estaba acostumbrado a actuar. Muchos de sus esfuerzos debieron dirigirse a procurar que los fieles le tributaran culto y a que su memoria perdurara en el discurrir de los tiempos.
A este respecto refiere Rodrigo de Cerrato, contemporáneo del Santo, que, cuando en España se supo que era canonizado el bienaventurado Domingo, su hermano fray Manés vino a Caleruega, y, predicando al pueblo, los excitó a que en el lugar donde el Santo había nacido edificaran una iglesia, y añadió: Haced ahora una iglesia pequeñita, que será ensanchada cuando a mi hermano le placiere.
Efectivamente, se construyó la iglesia y, según el mismo historiador, lo que el varón venerable predijo con espíritu de profecía de que aquella pequeñita iglesia sería agrandada lo vemos en nuestros días cumplido, pues Don Alfonso, rey ilustrísimo de Castilla y de León, hizo que allí se edificase un monasterio con toda magnificencia, donde sirven al Señor Dios religiosas de nuestra Orden.
Manés continuó su vida humilde de oración, predicación y estudio, hasta el año 1234, en que, hallándose de nuevo en Caleruega, Dios le llamó a compartir en el cielo la gloria del hermano a quien tanto había amado y ayudado en la tierra, y fue enterrado en el panteón de su familia, en el monasterio de San Pedro, del cercano pueblo de Gumiel de Izán.
El dominico Bernardo Guidón lo confirma así: Descansa en un monasterio de los monjes blancos en España, donde es esclarecido con milagros. Es reputado santo y conservado en una sepultura cerca del altar. Así lo refirió un religioso español, socio del prior provincial de España, que asistió al Capítulo general celebrado en Tolosa el año 1304, y había visitado dicho sepulcro.
Cuando principiaron a darle culto trasladaron sus reliquias del panteón de su familia al altar mayor, y allí estaban expuestas a la veneración pública, juntamente con otras muchas de otros santos, traídas de Colonia. El padre fray Baltasar Quintana, prior del convento de Aranda de Duero, enviado por el padre provincial a Gumiel para examinar lo referente al sepulcro de los Guzmanes, dice en carta escrita el año de 1694, al padre maestro fray Serafín Tomás Miguel, autor de una vida de nuestro padre Santo Domingo, que la venerable cabeza de San Manés y otras reliquias suyas se hallaban en el altar mayor y tenían esta inscripción: Sancti Mamerti Ordinis Praedicatorum, Fratris Sancti Dominici de Caleruega in Hispania.
Después las benditas reliquias pasaron por varias vicisitudes y, a excepción de un pedazo del cráneo que conservaron las dominicas de Caleruega, se desconoce lo ocurrido con el resto, si bien es muy probable que desapareciera cuando los desórdenes y quemas de conventos de los años 1834 y 35 en Barcelona, adonde, según todas las apariencias, las había llevado el por entonces procurador general de la Orden, padre fray Vicente Sopeña.
Como quiera que fuese, el culto a San Manés se difundió mucho después de su muerte. Canonizada su madre por el papa León XII, a ruegos del rey de España Don Fernando VII y de los magnates de la nación, estos mismos grandes señores elevaron a Roma sus solicitudes para que el segundo hijo de Santa Juana de Aza recibiera también los honores del culto y, efectivamente, Manés fue proclamado Beato por el papa Gregorio XVI, sucesor de León XII.
ALFREDO LÓPEZ.