18 de agosto

SANTA ELENA († 329)

No, no durmió sus sueños de recién nacida entre los encajes de una cuna imperial. Fue en un pobre cortijo de Deprano, en Nicomedia, donde vio la luz, en el 248 ó 249, aquella niña, escasa de bienes de fortuna, sobre la que Dios tenía planes estupendos.

Así nos lo dijo San Ambrosio, que vivió en una época inmediata a la de nuestra Santa.

Nos figuramos a Elena en su adolescencia y juventud trabajando en el mesón de su padre. Atendiendo a todo, trajinando para tener las dependencias limpias y la comida sabrosa y a punto, obsequiosa con sus huéspedes... Siempre sencilla, humilde, recatada, sonriente. Era pagana, sí, porque de familia pagana había nacido, pero sentía en su corazón el vacío de aquellas falsas divinidades.

Hacía unos años que había unas persecuciones horribles contra los cristianos, desencadenadas por los propios emperadores de Roma, que los mandaban apresar y les sometían a tormentos terribilísimos y terminaban por llevarlos al anfiteatro para echárselos a las fieras. También a muchos los quemaban vivos.

Elena no terminaba de comprender por qué sus emperadores hacían aquello. ¡Si los cristianos eran buena gente! Ella trataba con algunas muchachas de su edad que pertenecían a aquella secta y no podía sino decir que eran excelentes. Tanto que, a veces, comparándolas con sus amigas paganas, había de reconocer que las superaban en todos los aspectos.

Naturaleza la suya rica en dones de Dios, poseía físicamente una singular hermosura que realzaba la espontánea nobleza de su espíritu y esa que llaman aristocracia del alma: una inteligencia privilegiada y un gran corazón.

Tenía ya Elena alrededor de veintitrés años. Todos sus encantos estaban en auge, como en capullo recién abierto. Cuando la Providencia, río caudaloso lleno de posibilidades y de sorpresas, cambió por completo el curso de su obscura vida.

Ignoramos dónde y cómo se conocieron Elena y Constancio. Él, general valeroso, de noble familia, prefecto del Pretorio durante el gobierno de Maximiano, era de carácter suave, de espíritu exquisito y culto y de salud delicada. La palidez de su rostro había dado origen a su sobrenombre: Cloro.

La espléndida y pudorosa hermosura de aquella muchacha se le entró por los ojos robándole el corazón. Aunque ¿quién dudará que su asombro no tuvo límite cuando, al tratarla, pudo percibir la nobleza de sus sentimientos?... Y la hizo su esposa.

No han faltado autores malintencionados que han hablado de concubinato. Nada de eso. Tillemont se ha encargado de demostrar plenamente la legitimidad de su matrimonio. Fruto de él fue su hijo Constantino, futuro emperador de Roma, que vino al mundo en Naïssus (Dardania) el 27 de febrero del 274.

1º de marzo de 293. El Imperio romano se había extendido prodigiosamente. Diocleciano y Maximiano, que, unidos hacía tiempo, lo compartían con el título de Augustos, decidieron tener cada uno de ellos un César que colaborara en el gobierno y administración de sus Estados. Diocleciano eligió a Galerio, y Maximiano a Constancio Cloro.

Una condición se le impuso al marido de Elena: había de repudiar a su mujer y casarse con la hijastra de Maximiano, único medio de que existiera el imprescindible parentesco entre los Augustos y sus Césares. Se separó, pues, de Elena y se unió en matrimonio con Teodora. Prevaleció en él la ambición de la gloria sobre la gloria del amor.

Y nuestra Santa ¿qué hizo? Al verse postergada no dejó que se le quebrasen las alas del alma. Las plegó hacia dentro, y serena, tranquila y solitaria se refugió en el reino de su corazón. Allí le dolía menos su abandono. Es que, sin ella sospecharlo, la acompañaba Dios.

Más le costaba la ausencia de su hijo. Intuyendo Diocleciano en el muchacho excepcionales dotes de guerrero y organizador, quiso prepararlo por sí mismo con vistas al futuro, y hacía tiempo que lo tenía en su palacio. Años fecundos éstos que pasó junto al emperador. Dejaron en el adolescente una impresión indeleble, ya que, al estallar furiosa y demoledora la gran persecución contra los cristianos, pudo personalmente comprobar de qué era capaz una fe religiosa profundamente sentida.

25 de julio del 306. En este día muere Constancio Cloro. Su hijo, que le acompañó en sus últimos momentos, ya no sueña más que con llevarse a su madre a vivir con él. Está orgulloso de ella y quiere compartir su misma vida para sentir siempre el beneficio de su influencia.

¿Era Elena cristiana ya entonces? ¿Desde cuándo? No se sabe exactamente. La mayoría de los autores coinciden en afirmar que no lo fue hasta después de la aparición de la cruz en el Cielo, durante la batalla de Saxa Rubra. Recordemos brevemente el suceso copiando a Eusebio de Cesarea, que dice haberlo oído de labios del emperador.

Era en las horas posmeridianas, cuando el sol declina ya; Constantino vio en el cielo, con sus propios ojos, un trofeo de cruz compuesto de luz, superpuesto al sol, y adherida al mismo una escritura que decía: Con este signo vencerás. Él, juntamente con todo el ejército que le sigue, se sienten presa de estupor. Constantino no comprende el significado de la aparición y pensándolo largamente llega la noche. Pero, mientras duerme, le aparece el Cristo de Dios, juntamente con el signo visto en el cielo, y le manda que haga una imitación del signo y se sirva de él como de salvaguarda en las refriegas con los enemigos.

Efectivamente, fabricado el lábaro según el signo aparecido, se lanza a la batalla y termina con aquella aplastante victoria, que decidió los destinos del mundo y de la cristiandad.

A los pocos días era Constantino dueño de Roma y entraba en la Ciudad Eterna como único emperador. Era el 28 de octubre del 312. Desde entonces, en sus ideas y en su corazón, puede decirse que es cristiano. No obstante, plenamente, no llegó a realizarlo hasta los últimos momentos de su vida en que recibió el bautismo.

No obró así su madre. El sol de la cruz que alumbró el cielo de Roma iluminó y caldeó el corazón de Elena haciéndole sentir la sublimidad de la religión cristiana y se abrazó con ella. El bautismo abrió en su alma una fuente de piedad viva, consciente, activa.

Ya está restablecida la unidad imperial. Reconocido Constantino soberano del orbe, considera a su madre la soberana. Le da el título de Augusta, manda acuñar monedas con su efigie y, mostrándole una ilimitada confianza, deja a su plena disposición el tesoro del Estado. Mas, elevada a la cúspide de las grandezas humanas, Elena no se envanece. Vive sin fausto ni lujosas ostentaciones, y, según afirma San Gregorio, su encantadora modestia enardece de entusiasmo a los romanos.

Al ser enriquecidas por la gracia sus espléndidas cualidades personales despliega todo su poder en favor de su hijo. Y es entonces cuando se percibe el valor de su influencia al transmitirle, con su cariño, todos los tesoros de bondad y prudencia que su alma acumula. El Dante decía de Beatriz: Ella miraba hacia arriba y yo miraba en ella. Algo así podemos creer de Elena y Constantino. Léase, si no, el famoso Edicto de Milán y todos los que le siguieron, hasta su prohibición del culto de los dioses lares, en el 321, y toda la lluvia de beneficios morales y materiales que el gobierno de Constantino hizo caer sobre la Iglesia y que no son del todo legendarios.

Entramos en el año 326. Elena siente el declinar de su vida. Desde que el emperador ha trasladado su sede a la antigua Bizancio, la nueva Roma, allí vive ahora su madre, en aquella ágora que él, en su honor, ha adornado prodigiosamente de pórticos y estatuas. Cerca tiene la iglesia de Santa Irene, también restaurada y embellecida por su hijo. En la placidez de los atardeceres, acompañada de alguna de aquellas esclavas a las que la emperatriz trata como a hijas de su corazón, entra en la iglesia y en ella permanece largo rato dando expansión a su piedad. Considerando la magnificencia de aquella ciudad que ha hecho resurgir Constantino a orillas del Bósforo, se le enardecen los deseos de hacer algo semejante en los lugares que, en Palestina, santificó Jesucristo con su presencia.

Contaba a la sazón setenta y siete años, y los viajes en el siglo IV no se hacían con la rapidísima comodidad que los hacemos en la vigésima centuria. Eran, por el contrario, de una lentitud y solemnidad abrumadoras. Pero nada hay difícil para un grande amor.

Partió, pues. Su viaje, realizado con ese despliegue de lujo que pedía su rango en aquella época, dejó tras de sí imborrable estela de maravillas. Llamaba sobremanera la atención la persona de la emperatriz. Anciana, conservando aún los rasgos de su extraordinaria belleza, parecía no darse cuenta de la admiración que despertaba a su paso. En cambio, con una humildad que sobrecogía el ánimo de todos, se colocaba en las asambleas de los fieles en cualquier punto designado para las mujeres, mezclándose con las de más baja condición. Se hospedaba en conventos de monjas y hacía vida común con ellas, ocupando su tiempo en remediar toda clase de necesidades y estudiando las Sagradas Escrituras. Cuanto más se adentraba en la religión cristiana, mayor era el entusiasmo y la admiración que por ella sentía. Pero nada le produjo una impresión tan reverente como el ver a aquellas doncellas cristianas que, renunciando a los halagos del mundo, consagraban a Cristo su virginidad.

Leyenda o historia, no hay nadie que, al escribir la semblanza de esta ilustre mujer, silencie el caso maravilloso de la invención de la Santa Cruz.

Parece que la mayor disconformidad existente en este punto entre los historiadores es debida al silencio que del viaje de Elena hace Eusebio de Cesarea en su Vida de Constantino el Grande, a quien -acaso por adulación- atribuye todas las construcciones y reconstrucciones que se hicieron en Palestina aquellos años.

Así lo juzga Tillemont al comprobar que los Santos Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y Sulpicio Severo, aunque difieren en alguna pequeña circunstancia, todos atribuyen a Santa Elena el descubrimiento de la Vera Cruz. Por otra parte, el misal que a diario usamos, al comentar esta fiesta el 3 de mayo, se lo asigna también a nuestra Santa. ¿Por que habríamos de silenciarlo aquí? Mientras la piadosa emperatriz proyectó su viaje a Palestina un deseo vehemente enardecía su corazón: ver, tocar, venerar el sagrado leño del que estuvo colgado el Salvador del mundo. A su llegada a Jerusalén ahí se enderezan todas sus investigaciones. Mas sin éxito alguno entre los cristianos. Entonces se dirige a los judíos. Y es uno, llamado Judas, quien -señalándole el sitio exacto donde se encuentra-, le pone en antecedentes de una tradición conservada entre ellos: hacía muchos años que, por despojar los judíos a la devoción cristiana del precioso símbolo de la cruz, la habían echado, con las de los dos ladrones, a un pozo que después colmaron de tierra y piedras para que se pudriera la madera.

Comienzan las excavaciones. Y, después de dos días de ansiosa expectación, aparecen las tres cruces. Pero ¿cuál de las tres sería la de nuestro divino Salvador? El santo obispo Macario acompaña a la emperatriz, y, por una inspiración súbita, recurre a una prueba decisiva: Había en aquel lugar una enferma en estado agónico. Se dirigen procesionalmente a su casa llevando las tres cruces y, cantando durante el trayecto todos los asistentes himnos sagrados, imploran la ayuda del cielo.

Sacan a la enferma fuera en una parihuela. Y, en medio del silencio más impresionante, se acerca el obispo, ayudado por la emperatriz, y toca suavemente la cabeza de la moribunda con una de las cruces. Ni al contacto de la primera ni al de la segunda muestra aquella pobre mujer ninguna reacción. Sus ojos cerrados y su rostro exánime dan la impresión de que ya es cadáver. Mas, al posar sobre ella la tercera cruz, se incorpora, abre los ojos llenos de luz y de vida, y, cruzando las manos en el aire, exclama con exultación: ¡Dios mío, estoy curada!.

La alegría que rezuma el alma de Elena en aquellos momentos hay que intuirla; no se puede describir.

Después de dar satisfacción cumplida a su piedad dispone que la Santa Cruz se divida en tres trozos. Uno lo entrega al obispo Macario para la veneración de los fieles en la iglesia de Jerusalén. El segundo lo envía a la iglesia de Constantinopla, y el tercero a Roma, a la basílica mandada levantar por ella unos años antes y que más tarde se llamó de Santa Cruz de Jerusalén.

Llegamos al 329. Santa Elena, cumplidos ya los deseos más ardientes de su corazón, siente en su cuerpo el peso de los años y en su alma ansias de eternidad. Y al bendecir al Señor, llena de reconocimiento, sus labios repiten con el anciano Simeón: Nunc dimittis ancillam tuam Domine.

Regresa junto a su hijo, y al poco tiempo muere en sus brazos. Se desconocen la fecha y el lugar de su partida de este mundo. Consta, sin embargo, que no fue en Roma, ya que Constantino hizo trasladar allí sus restos con la máxima solemnidad. Hoy, en la iglesia de Ara Caeli, de la Ciudad Eterna, existe una capilla dedicada a Santa Elena. En ella se venera la cabeza y algunos huesos de la santa emperatriz.

No hizo Santa Elena, que sepamos, milagros en vida, y aun ignoramos si después de su muerte. Pero supo hacer el milagro de esgrimir con la misma gentileza una escoba en la hostería de su padre que el cetro del mundo en la corte de su hijo, y de dar un brinco gigante desde las tinieblas del paganismo hasta los esplendores de la santidad.

MARÍA ENGRACIA IBÁÑEZ, O. D. N.

Elena, madre del emperador Constantino (c.a. 248 - c.a. 329)

En un mesón propiedad de sus padres en Daprasano (Nicomedia) nació pobre en el seno de una familia pagana. Allí pudo, en su juventud, contemplar los efectos de las persecuciones mandadas desde Roma: vio  a los cristianos que eran tomados presos y metidos en las cárceles de donde salían para ser atormentados cruelmente, quemados vivos o arrojados a las fieras. Nunca lo entendió; ella conocía a algunos de ellos y alguna de las cristianas muertas fueron de sus amigas ¿qué mal hacían para merecer la muerte? A su entender, sólo podía asegurar que eran personas excelentes.

San Ambrosio, que vivió en época inmediatamente posterior, la describe como una mujer privilegiada en dones naturales y en nobleza de corazón. Y así debía ser cuando se enamoró de ella Constancio, el que lleva el sobrenombre de Cloro por el color pálido de su tez, general valeroso y prefecto del pretorio durante Maximiano. Tenía Elena 23 años al contraer matrimonio. En Naïsus (Dardania) les nació, el 27 de febrero del 274, el hijo que llegaría a ser César de Maximiano como Galerio lo fue de Diocleciano. 

Pero no todo fueron alegrías. Elena fue repudiada por motivos políticos en el 292 para poder casarse Constancio con la hijastra de Maximiano y llegar a establecer así el parentesco imprescindible entre los miembros de la tetrarquía. Le costó mucho saberse pospuesta al deseo de poder de su marido, pero esto lo aceptó mejor que el hecho de verse separada de su hijo Constantino que pasó a educarse en el palacio junto a su padre y donde se reveló como un fantástico organizador y estratega.

Muerto Constancio Cloro en el 306, Constantino decide llevarse a su madre a vivir con él a la corte de Tréveris. En esta época aún no hay certeza histórica de que su madre fuera cristiana. Sí, cuando –por testimonio de Eusebio de Cesarea– aparezca sobre el sol el signo de la cruz con motivo de la batalla de Saxa Rubra y la leyenda «con este signo vencerás» que dio el triunfo a Constantino y lo hizo único Emperador de Roma, en el 312.

Aunque el emperador retrasará su bautismo hasta la misma muerte, es complaciente con la condición de cristiana que tiene su madre que daba sonados ejemplos de humildad y caridad. Incluso parece descubrirse la influencia materna tras el Edicto de Milán que prohibía la persecución de los cristianos y los edictos posteriores que terminan vetando el culto a los dioses lares. Agasaja a su madre haciéndola Augusta, acuña monedas con su efigie y le facilita levantar iglesias.

En el 326 Elena está con su hijo en Bizancio, a orillas del Bósforo. Aunque se aproxima ya a los setenta años alienta en su espíritu un deseo altamente repensado y nunca confesado, pero que cada día  crece y toma fuerza en su alma; anhela ver, tocar, palpar y venerar el sagrado leño donde Cristo entregó su vida por todos los hombres. Organiza un viaje a los Santos Lugares en cuyo relato se mezclan todos los elementos imaginables pertenecientes al mundo de la fábula por tratarse del desplazamiento de la primera dama del Imperio a los humildes a lejanos lugares donde nació, vivió, sufrió y resucitó el Redentor. Pero aparte de todo lo que de fantástico pueda haber en los relatos, fuentes suficientemente atendibles como Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y Sulpicio Severo refieren que se dedicó a una afanosa búsqueda de la Santa Cruz con resultados negativos entre los cristianos que no saben dar respuesta satisfactoria a sus pesquisas. Sintiéndose frustrada, pasa a indagar entre los judíos hasta encontrar a un tal Judas que le revela el secreto rigurosamente guardado entre una facción de ellos que, para privar a los cristianos de su símbolo, decidieron arrojar a un pozo las tres cruces del Calvario y lo  cegaron luego con tierra.

Las excavaciones resultaron con éxito. Aparecieron las tres cruces con gran júbilo de Elena. Sacadas a la luz, sólo resta ahora la grave dificultad de llegar a determinar aquella en la que estuvo clavado Jesús. Relatan que el obispo Demetrio tuvo la idea de organizar una procesión solemne, con toda la veneración que el asunto requería, rezando plegarias y cantando salmodias, para poner sobre las cruces descubiertas el cuerpo de una cristiana moribunda por si Dios quisiera mostrar la Vera Cruz. El milagro se produjo al ser colocada en sus parihuelas sobre la tercera de las cruces la pobre enferma que recuperó milagrosamente la salud.

Tres partes mandó hacer Elena de la Cruz. Una se trasladó a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la tercera llegó a Roma donde se conserva y venera en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén.

No han faltado autores que atribuyan a la fábula el hecho de la invención por Elena basándose principalmente en que no hay noticia expresa de tamaño acontecimiento hasta un siglo después. Ciertamente es así, pero lo resuelven otros estudiosos afirmando que la fuente histórica que relata los acontecimientos es el historiador contemporáneo Eusebio de Cesarea al que en su Vita Constantini sólo le interesan los acontecimientos realizados por Constantino, bien porque sigue los cánones de la historia contemporánea, o quizá porque sólo le interesa adular a su anfitrión.

Murió Elena sin que sepamos el sitio ni la fecha. Su hijo Constantino dispuso trasladar sus restos con gran solemnidad a la Ciudad Eterna y parte de ellos se conservan en la iglesia Ara Coeli, dedicada a Santa Elena, la mujer que dejó testimonio tangible y visible en unos maderos del paso salvador por la tierra de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.