20 de agosto

SAN BERNARDO Abad y Doctor (†1153)

En el centro de una modesta plazuela de Valladolid, muy cerca del templo parroquial dedicado a la Patrona de la ciudad, la Santísima Virgen de San Lorenzo, se levanta un monasterio de religiosas cistercienses del siglo XVIII, donde existe un museo, declarado hoy día nacional por las joyas pictóricas que encierra, principalmente debidas al pincel del famoso Goya. Entre ellas se encuentra una que representa a San Bernardo acogiendo a un pobre con una dulzura y bondad tal que sin querer hay que decir: Realmente éste es el Doctor Melifluo de la Iglesia.

Sin embargo, ¡qué equivocado estaría quien conociera a San Bernardo sólo bajo ese aspecto de dulzura casi femenina y empalagosa como la miel que destila su título Melifluo! Difícil cosa es hacer un retrato de cuerpo entero o una semblanza psicológica de este Santo, llamado con razón el Santo de los contrastes. No parece sino que Dios, que sabe armonizar tan perfectamente elementos tan dispares como el cuerpo y el alma del hombre, se goza en lo mismo al formar a los santos, obra maestra de sus manos, y así brotará una Teresa de Jesús, en la que lo humano y lo divino se dan un abrazo ciertamente prodigioso; un Ignacio de Loyola, en quien la humana prudencia le hace trabajar como si todo dependiera de él y la confianza divina por la que todo lo espera de Dios; un Tomás de Aquino, que será la armonía entre la fe y la razón, o un San Luis Gonzaga, que, según dice la Iglesia, supo unir admirablemente la más angelical inocencia con la penitencia más austera.

Así es San Bernardo, el Santo donde se aúnan Marta y María, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y a la vez un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios con las vocaciones que sus capturas, como llamaban a sus excursiones apostólicas todos sus biógrafos, suscitaban. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado por papas, reyes y prelados de todas las clases, para intervenir y dirimir las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister. Asiste a concilios, aconseja a los Pontífices, disputa con los herejes, predica una Cruzada, y aún tiene tiempo y tranquilidad suficiente para escribir un libro De Consideratione, verdadero tratado de psicología, o el de profunda teología sobre La gracia y el libre albedrío, o el de ascética elevada Los doce grados de la humildad y del orgullo, o de mística sublime en sus Comentarios al Cantar de los Cantares. En fin, de modo asombroso y sorprendente admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, y sobre todo cuando habla o escribe sobre Jesús y su Madre Santísima, y la severidad del asceta que se toma rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el siglo? Veamos algunos ejemplos de su vida que confirman estos contrastes tan fuertes y que sirven para agigantar su figura. Nace en el ambiente tan dulce de Dijon, capital de la feraz Borgoña, muy cerca de la Suiza francesa, con los tranquilos y azules lagos de Lausana, como tercero de los siete hijos que tuvieron Tescelin, oficial del duque de Borgoña, y Aleta, emparentada con el mismo duque. De ella aprendió el niño aquel amor a Jesús y a María, de cuyas dulzuras había después de empapar sus admirables escritos. Pero le faltó su madre cuando más necesitaba de ella. Su hermosura juvenil, su esbelta y varonil estatura, su rostro perfectamente perfilado, con ojos azules en los que, al decir de sus biógrafos, resplandecía una pureza angelical por donde asomaba la belleza y el encanto de su alma, fueron todos estos atractivos un constante peligro para su virtud, que si un día le obligó, para vencer la tentación, a arrojarse en un estanque helado, otro juzgó necesario dar un adiós al mundo y encerrarse en el nuevo monasterio del Cister, recién fundado por San Roberto. Y aquí aparece otro ejemplo de la energía indomable y el fuego irresistible de su palabra venciendo la dura oposición de hermanos, parientes y amigos, a los que de tal manera les convence y transforma que en número de treinta les hace postrarse juntamente con él a los pies del santo abad Esteban para pedirle el hábito cisterciense después de haberles preparado y ensayado en la vida religiosa en una finca de su propiedad. Llevaba catorce años aquel monasterio, fundado por San Roberto con veintiún compañeros en 1098, sin que ingresara en el mismo ni un solo monje, cuando San Bernardo se presenta al frente de aquellos fervorosos novicios a acrecentar la nueva familia cisterciense, y si esto sucedió al principio no es extraño que cuando, a los veinticinco años de edad, y tan sólo dos de monje, fuera nombrado abad fundador del Claraval, consiguiera que durante los treinta y ocho años que duró su prelacía llegara la Orden a contar hasta 343 monasterios, de los cuales 63 fueron derivaciones del mismo Claraval, y que llegaran a más de 900 los monjes que hicieron en sus manos la perpetua profesión.

No falta quien opine que San Bernardo no fue orador, y ciertamente que así se puede decir en el sentido de que desdeñaba los preceptos y consejos de la retórica antigua, pero no en el sentido de convencer, persuadir y arrastrar, que, en fin de cuentas, es la verdadera oratoria, pues pocos podrán en esto aventajarle. Abría su corazón y dejaba que sus labios transmitieran todos sus latidos, y así se explica aquella fuerza avasalladora de su lenguaje, que conseguía todo lo que se proponía de manera tan irresistible que todos sus adversarios acababan por entregarse a él para hacer lo que él les mandase.

Es el siglo XII el siglo turbulento de herejías y cismas, que llegan a producir tal confusión que aun las almas de buena voluntad no aciertan a saber dónde está la verdad. No puede ante esto permanecer encerrado en su claustro manejando la pala y el azadón, cuando lo que se necesitaba era el manejo de la pluma y de la palabra, y por eso salta San Bernardo a la arena, decidido a atajar aquel incendio que amenazaba destruir la casa del Señor. Y será primero la querella y agria disputa entre cluniacenses y cistercienses, o entre los monjes negros y los monjes blancos, que triunfalmente dirime con su célebre Apología, en la que sabe unir admirablemente una profundísima humildad con una energía impresionante y una caridad verdaderamente fraterna con una asperísima y severísima admonición que puso perpetuo silencio a todos los disidentes. Asistirá en seguida al concilio de Troyes, donde se ventila la regla y organización de los templarios, y con tal acierto habla que todos acatan sus decisiones. Mas esto no será sino un ensayo de su intervención en el cisma del antipapa Anacleto II en contra del papa legítimo Inocencio II, a quien de tal modo defiende en el concilio de Etampes, que toda la asamblea y toda la cristiandad se declaran a su favor. Y si el duque de Aquitania primero y Roger de Sicilia después pretenden sostener el cisma, de tal manera desbaratará todos sus planes, que al fin logrará que el antipapa se postrase a sus pies y pidiera perdón al Papa verdadero. Pero, amante de la verdad, cuando llegue el caso hablará con una libertad apostólica a los mismos Pontífices y dirá a Honorio, a quien habían engañado los diplomáticos franceses: Sabemos que habéis sido engañado miserablemente y nos extraña que os hayáis permitido juzgar a una parte sin haber oído a la otra. El honor de la Iglesia está siendo comprometido gravemente en vuestro pontificado. Y a su hijo y discípulo, el abad del monasterio de San Pablo de las Tres Fontanas, elevado en 1115 a la Silla de San Pedro con el nombre de Eugenio III, después de decirle con gran humildad: No me atrevo a llamaros ya hijo, puesto que el hijo se ha trocado en padre, le anima a que acometa cuanto antes la reforma del clero y de las costumbres todas, recordándole que, así como él sucedió en el trono pontificio a otros que murieron, él también tendrá que morir y dar cuenta a Dios.

Pero donde mejor aparece el carácter de San Bernardo es en su lucha con las herejías y errores de su tiempo. Será el célebre Abelardo a quien confunde públicamente exponiendo ante el concilio de Sens 17 proposiciones heréticas sobre la Trinidad, la Encarnación, la Redención, la gracia y el pecado, y de tal suerte que Abelardo, avergonzado, se sometió y se retiró a un monasterio. Acorrala y no deja vivir a Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, y consigue que en el concilio de Reims se someta, reconociendo sus errores, Gilberto de la Porrée. Su dialéctica es terrible, fundada, más que en las reglas de la escuela, en su amor apasionado de la verdad, que pone en su lengua o en su pluma palabras de fuego y expresiones tan violentas a veces, que hacen temblar, pero sin perder el equilibrio propio de la caridad, que le hace exclamar: A los herejes no se les vence con la fuerza, sino con la persuasión de la razón. Así lo reconocen los mismos adversarios, que se rinden a sus pies y no se consideran humillados porque saben que en el corazón de San Bernardo tienen un amigo verdadero.

Bien ganado tenía el descanso por el que tanto suspiraba en su monasterio del Claraval, de donde nunca hubiera salido a no ser forzado por la obediencia y por su ardiente amor a Cristo y a su Iglesia, como se lo escribió al papa Honorio II, pero la voluntad divina dispuso que fuera precisamente entonces cuando emprendiera una muy larga peregrinación, acompañada de una actividad prodigiosa y totalmente inexplicable dado el estado tan precario de su salud, que, minada hacía años por la austeridad y penitencia con que trataba a su cuerpo, estaba a la sazón tan quebrantada que muchos de sus hijos creían que su vida tocaba a su fin. Mas si la carne flaqueaba el espíritu estaba tan firme y animoso, que no dudó en aceptar el encargo que le confiara el papa Eugenio III de predicar la segunda Cruzada para libertar a los Santos Lugares del poder musulmán. Cincuenta y seis años de edad tenía entonces San Bernardo, y por sus triunfos contra la herejía y el cisma, y por su palabra siempre eficaz por la fuerza de su santidad, que Dios se gozaba en hacer patente muchas veces por los grandes milagros que obraba, fue por toda Europa considerado como el hombre providencial para aquella empresa. Efectivamente, en el mes de marzo de 1146 fue cuando, en la magna e histórica asamblea de Vézclay, en presencia de los reyes de Francia, de gran número de prelados y caballeros venidos de todas partes y una ingente masa de pueblo, después de leer la bula del Papa habló con tal fervor y fuego, que antes de terminar su alocución no quedaba ni una sola de las cruces preparadas al efecto, siendo los primeros en cruzarse los reyes, el conde Roberto, hermano del rey, e infinidad de nobles y guerreros. Y con la tea encendida de su palabra recorre toda Francia, pasa a Alemania y Flandes, y donde no puede resonar su voz serán sus cartas y emisarios los que levantarán ejércitos de cruzados en Inglaterra, España, Italia, Hungría, Polonia y, en fin, en la Europa entera. Las ciudades en masa salen a su paso para escuchar su palabra, presenciar y admirar los milagros que sin cesar hacía, sanando un sinnúmero de enfermos y alistándose en la cruzada en tal cantidad, que pudo escribir al Papa: Las ciudades y castillos quedan vacíos, y difícilmente se encontrará un hombre por cada siete mujeres.

Mas no era de rosas, sino de muy punzantes espinas la corona que el Señor le preparaba en la tierra como premio a sus grandes trabajos. El éxito, de su predicación había sido grandioso, pero el resultado final fue un desastre completo. Las intrigas, las envidias, la falta de un caudillo que se impusiera a todos, las traiciones y cobardías de los griegos, llevaron a aquel ejército de valientes al más rotundo fracaso y el Señor permitió que el pueblo, siempre voluble, al ver este resultado se volviera contra el Santo culpándole del desastre. La humildad de San Bernardo se gozó mucho más en estos improperios tan injustos que antes en las alabanzas universales con que todos bendecían su nombre, pero, al ver que no era su honor tan sólo, sino que el mismo Dios era menospreciado y vilipendiado, con gran energía levanta su voz y exclama: Consiento de muy buena gana en ser yo el deshonrado, mas de ningún modo puedo oír que se toque a la honra de Dios. ¡Ojalá que el Señor quiera que yo le sirva de escudo para que todos los dardos de la maldición se ceben en mí sin llegar jamás a Él.

Bien podemos decir que San Bernardo era lo que hoy día se dice un carácter; sin embargo, con lo dicho hasta ahora no aparece aún la característica que daba personalidad específica a ese carácter hasta convertirle en el Doctor Melifluo. Que siempre lo fuera no se puede dudar, ya que hasta en sus terribles invectivas contra los heresiarcas, o contra todos los que de alguna manera atentaban al bienestar de la Iglesia, siempre sabía distinguir el pecado del pecador, como lo había aprendido de su gran maestro San Agustín, al que nunca dejó de la mano, y por eso su vehemencia contra el primero se trocaba en bondad y dulzura con el segundo, hasta el punto de llegar a escribir aquellas tan conocidas palabras: Si la misericordia fuera un pecado, creo que me sería imposible dejar de cometerlo.

Muy sugestivo por lo dulce, y muy fácil por lo abundantísimo, sería el trabajo de libar en las flores de sus escritos para hacer destilar la riquísima miel que encierran, sobre todo cuando habla de Jesús y de su Madre. La devoción de San Bernardo hacia la Humanidad Santísima de Cristo como expresión y síntesis del amor de Dios a los hombres, y de la Maternidad de Dios y de los hombres de la Santísima Virgen, le enloquecen, de tal modo que ya no acierta a decir lo que siente y son pocas todas las palabras del vocabulario para expresar su cariño, ternura y amor. Escuchadle -nos dirá Balines- en sus coloquios con Jesús o con María, con dulzura tan embelesante que parece agotar todo cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado la esperanza y el amor.

En el día 24 de mayo de 1953, al cumplirse el VIII centenario de su muerte, el papa Pío XII publicó la encíclica Doctor Mellifluus, y en ella, exponiendo este mismo pensamiento, nos hace paladear una vez más aquellas expresiones: Si disputas o hablas no encuentro gusto si no oigo el nombre de Jesús... Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos, júbilo en el corazón... Todo alimento del alma es árido si no está bañado con este óleo, insípido si no está condimentado con esta sal. Y sigue diciendo el Papa: A esta encendida caridad para con Jesucristo se unía una muy tierna y suave devoción para con su Madre, a la que como a Madre amantísima amaba y honraba intensamente. De tal manera confiaba en su poderoso patrocinio que no dudó en escribir: Nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María y también, Esta es su voluntad, que lo tengamos todo por María.

Se le llama a San Bernardo el último de los Padres de la Iglesia, mas no por ser el último en el orden cronológico lo es en el teológico y doctrinal, y menos aún en lo que toca a la mariología. Sin entrar en enojosas e inútiles comparaciones, bien se puede afirmar que no es fácil encontrar quien en esto le aventaje. Hasta tal punto que ni siquiera en el día de hoy, que tanto se ha avanzado y tanta importancia se da al estudio de la mariología, no se puede dar un solo paso sin contar con San Bernardo o citar sus escritos. Sirva como ejemplo la fórmula de estos tiempos en la que escritores piadosos y directores de almas coinciden con perfecta unanimidad: A Jesús por María, en la que se quiere condensar la Mediación universal de la Santísima Virgen como Madre de Jesús y nuestra, y como Corredentora de los hombres. Pues bien; esta fórmula precisamente parece estar inspirada en San Bernardo, ya que viene a ser la doctrina fundamental tantas veces repetida en sus escritos. El hablar de la Virgen le sale a San Bernardo a propósito de cualquier punto doctrinal que expone, pues de los sermones sobre el Missus est, especialmente el cuarto, donde explica el trascendental consentimiento de la Virgen a las palabras del ángel en la Anunciación, o del sermón de la Natividad de María, llamado del Acueducto por presentar a María como verdadero acueducto de la vida de Dios para los hombres, o de los sermones de la Presentación y Purificación, de la Anunciación y de la Asunción, o, en fin, de los de las doce prerrogativas de la Bienaventurada Virgen María, no es posible extraer o seleccionar párrafo alguno, sino que es necesario leerlos y saborearlos en toda su integridad.

Terminemos asentando esta proposición: No es fácil tener una devoción sólida e ilustrada a la Santísima Virgen sin conocer, de alguna manera al menos, los escritos de San Bernardo, y parece que la Iglesia asiente a ello cuando en su misma liturgia, cada vez con más frecuencia, escoge trozos de sus escritos para formar con ellos sus preces públicas y oficiales. Y es que, como dijo Benedicto XIV, San Bernardo no sólo enseñó en la Iglesia, sino que enseñó, a la misma Iglesia. Y ciertamente no es de extrañar, ya que sus fuentes siempre fueron las Escrituras Santas, los Santos Padres y Doctores que le precedieron, entre los que destaca San Agustín, y sobre todo la inspiración directa de aquella Madre que volcó sobre él la ternura de su corazón y que en un derroche de mimo maternal llegó, según cuenta la tradición, recogida en el conocido cuadro del inmortal Murillo, a amamantar con su leche virginal a aquel hijo que con amor inigualable hasta el fin de su vida siempre la correspondió. ¿Qué extraño que todos sus escritos destilen la dulzura de esta miel? ILDEFONSO RODRÍGUEZ VILLAR.

Lippi, Fra. Filippo: Aparición de la Virgen a San Bernardo

SAN BERNARDO Abad y Doctor (1090-1153)

Cisterciense, Doctor de la Iglesia Etim. de Bernardo: Batallador y valiente. (Bern=batallador; Nard=valiente) Nacido en Borgoña, Francia.

Llamado Mellifluous Doctor (boca de miel) por su elocuencia. Famoso por su gran amor a la Virgen María. Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del Monasterio Cisterciense del Claraval y muchos otros.

San Bernardo es, cronológicamente, el último de los Padres de la Iglesia, pero uno de los que mas impacto ha tenido. Nace en Borgoña, Francia (cerca de Suiza) en el año 1090. Con sus siete hermanos recibió una excelente formación en la religión, el latín y la literatura.

Personalidad de Bernardo: Bernardo tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo. Amable, simpático, Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto y vigor juvenil le causaba un reto en las tentaciones contra la castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres.

A grandes males grades remedios.

Como sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó sobre el hielo hasta sufrir profundamente el frío. Sabía que a la carne le gusta el placer y comprendió que si la castigaba así, no vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo remedio le trajo liberación y paz. Una visión cambia su rumbo: Una noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el templo se quedó dormido y le pareció ver al Niño Jesús en Belén en brazos de María, y que la Santa Madre le ofrecía a su Hijo para que lo amara y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día ya no pensó sino en consagrarse a la religión y al apostolado. Un hombre que arrastra con todo lo que encuentra, Bernardo se fue al convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos.

La familia que se fue con Cristo.

Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos mayores, a su tío y 31 compañeros. Dicen que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que se iban de religiosos, el muchacho les respondió: ¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en la tierra? Esto no lo puedo aceptar. Y un tiempo después, también él se fue de religioso.

Antes de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que deseaban entrar al convento para prepararlos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos fervorosos religiosos. En el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de Cister. Mas tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo acuerdo decidieron también entrar en la vida religiosa. Vemos en la historia la gran influencia de las relaciones tanto para bien como para mal.

En la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya sido dotado por Dios de un poder de atracción tan grande para llevar gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las muchachas tenían terror de que su novio hablara con el santo. En las universidades, en los pueblos, en los campos, los jóvenes al oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un convento, se iban en numerosos grupos a que él los instruyera y los formara como religiosos. Durante su vida fundó más de 300 conventos para hombres, e hizo llegar a gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban el cazador de almas y vocaciones. Con su apostolado consiguió que 900 monjes hicieran profesión religiosa.

Fundador de Claraval. En el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de santo, que a los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un sitio apartado en el bosque donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su frente para poder cosechar algo, y le puso el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol ilumina fuerte todo el día. Supo infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de Claraval, que habiendo comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval salieron monjes a fundar otros 63 conventos.

La Predicación de santo.

Lo llamaban El Doctor boca de miel (doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen Santísima y su deseo de salvar almas lo llevaban a estudiar por horas y horas cada sermón que iba a pronunciar, y luego como sus palabras iban precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el efecto era fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un impulso fortísimo a volverse mejor.

Su amor a la Virgen Santísima.

Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella. Él fue quien compuso aquellas últimas palabras de la Salve: Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María. Y repetía la bella oración que dice: Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio recibir. El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e impresionante.

Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.

Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran provecho.

Viajero incansable: El más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento dedicado a la oración y a la meditación. Pero el Sumo Pontífice, los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda donde quiera que pudiera ser útil. Con una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se dedicó a hacer demasiadas penitencias y se le dañó la digestión) recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras, deteniendo las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa religión católica. Era el árbitro aceptado por todos. Exclamaba: A veces no me dejan tiempo durante el día ni siquiera para dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y sienten tanta paz cuando se les habla, que es necesario atenderlas (ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a la meditación).

De carbonero a Pontífice: Un hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio de Claraval. Para probar su virtud lo dedicó las primeras semanas a transportar carbón, lo cual hizo de muy buena voluntad. Llegó a ser un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice: Honorio III. El santo le escribió un famoso libro llamado De consideratione, en el cual propone una serie de consejos importantísimos para que los que están en puestos elevados no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse solamente a actividades exteriores descuidando la oración y la meditación. Y llegó a decirle: Malditas serán dichas ocupaciones, si no dejan dedicar el debido tiempo a la oración y a la meditación.

Despedida gozosa. Después de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y de haber conseguido varios milagros (como por Ej., Hacer hablar a un mudo, el cual confesó muchos pecados que tenía sin perdonar) y después de haber llenado varios países de monasterios con religiosos fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años más, exclamaba: Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca . Y a Dios le pareció que ya había sufrido y trabajado bastante y que se merecía el descanso eterno y el premio preparado para los discípulos fieles, y se lo llevó a sus eternidad feliz el 20 de agosto del año 1153. Tenía 63 años. El sumo pontífice lo declaró Doctor de la Iglesia.

San Bernardo: gran predicador, enamorado de Cristo y de la Madre Santísima: pídele al buen Dios que nos conceda a nosotros un amor a Dios y al prójimo, semejante al que te concedió a ti. Quiera Dios que así sea.

Nota interesante: San Bernardo escribió la vida de San Malaquías quién murió en sus brazos camino a Roma.

NO ERES MAS SANTO PORQUE NO ERES MAS DEVOTO DE MARÍA.

(San Bernardo)

Bernardo, abad y doctor de la Iglesia (1090-1153)

Este hombre es un ciclón y un contemplativo. Parece como si los dos polos se hubieran dado cita en su grado máximo para estar presentes en la misma persona, que a veces se ve envuelta en torbellinos de agitación y, en otras ocasiones, casi sin solución de continuidad, arrebatado por embelesos de la más alta mística. Todo se encuentra en él en extraña y simpática mezcolanza: es soldado y asceta, político y director de almas, guerrero y apóstol, fundador de monasterios y pescador de vocaciones, místico y mediador de conflictos entre príncipes. Supo conjugar su condición de fraile pío, devoto, recogido y ensimismado en el amor con la de consultor de nobles, obispos y papas. Asiste a concilios, disputa con los herejes y predica la Cruzada; pero supo sacar tiempo para ser también prolífico escritor y predicador de Jesús y de su Madre, Santa María, amados con arrobamientos.

Es un borgoñón nacido en Dijon, cerca de la llamada Suiza francesa. Hijo de Tescelin y Aleta, que tuvieron siete hijos. El padre es oficial del duque de Borgoña y la madre está dentro de la parentela del duque. Por orden descendente, Bernardo hace el número tres. La madre murió pronto.

Hacía poco que Roberto de Molesme había fundado el monasterio del Císter. Bernardo quiere hacerse uno de sus monjes, pero tropieza con la general oposición familiar que las mismas amistades apoyan, cerrando filas. La sorpresa fue mayúscula al llegar a convencerlos a varios para que le acompañasen en la decisión de entrega y son en número de treinta los que van con él a pedir el hábito al abad, al que poco le faltó para el desmayo, porque en los catorce años de fundación, se mantenían los mismos veintiuno que comenzaron sin que se hubiera aumentado ni siquiera una unidad.

A los dos años de monje, le nombran abad de Claraval, teniendo sólo veinticinco años. Es tiempo de abundantes herejías y de desaliento en la Iglesia. Tuvo que intervenir con firmeza y empleando todos los recursos de la dialéctica; pero mostró siempre talante conciliador, dejando puerta abierta y mano tendida al adversario para facilitar la reconciliación, como se vio en la lucha casera entre los cluniacenses (monjes negros) y los cistercienses (monjes blancos).

En el concilio de Estampes, intervino con ocasión del cismático y enojoso asunto del antipapa Anacleto II (Pedro Petri Leonis), apoyado por el duque de Aquitania y Roger de Sicilia, contra el papa legítimo, y logrando que el antipapa se arrodillase y pidiese perdón al verdadero sucesor de Pedro, Inocencio II. Pero esta actitud reverente con el papado no impidió que, con santa libertad, censurara personalmente al papa Honorio por haberse dejado engañar por los diplomáticos franceses, poniendo en peligro a la Iglesia.

Sacó a la luz errores teológicos y demostró con fulminante dialéctica, en el concilio de Sens, diecisiete proposiciones heréticas de Abelardo, que era el teólogo de moda, sobre la Trinidad; pero lo hizo sin humillar.

Ya cansado, y esperando el fin de su vida, le llega otro encargo que convierte en aventura, desplegando una actividad prodigiosa. Tiene ya cincuenta y seis años, pero el papa Eugenio III –llamado también Bernardo– le encarga predicar la segunda cruzada para liberar los Santos Lugares del poder musulmán. Toca a asamblea y reúne en Vécelay al rey de Francia, prelados y caballeros, nobles de todas partes y gente del pueblo; enciende y convence a Francia, Alemania y Flandes; manda emisarios a España, Italia, Hungría y Polonia. Mucho movió para obtener con la pelea unos resultados desastrosos.

Igual que en su juventud se arrojó con decisión impetuosa a un estanque helado para apagar la tentación, puso idéntica fuerza y empeño en la atención y cuidado de pobres, enfermos y menesterosos, atribuyéndose a su intervención diversos milagros de curaciones.

Fue la piedad el motor de toda su actividad, pasando al recogimiento del monje más observante a continuación del ajetreo más desenfrenado. No fueron dos vidas las de Bernardo, sino una sola y plena de amor a la Humanidad Santísima de Jesucristo –síntesis y expresión del amor de Dios al hombre–  y a la Santísima Virgen –Madre de Dios y de los hombres–; ante cuya contemplación se encontraba, a pesar de su ciencia, como con un balbuceo embelesante.

En la celebración de su octavo centenario, el 24 de mayo de 1953, el papa Pío XII publica la encíclica «Doctor Mellifluus», afirmando de la enseñanza de Bernardo que «Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos y júbilo en el corazón». De María, desarrolla su papel medianero, afirmando que «nada quiso darnos el Señor que no viniera por manos de María», sentando premisas que no podrá desatender la mariología posterior, y condensando para la piedad de los fieles el contenido de la oración Memorare o Acordaos que ya rezaron nuestros bisabuelos.

La producción teológica del Doctor Bernardo no cabe en el espacio que me queda; baste como muestra de sus escritos apologéticos, Apología; de los teológicos, La Gracia y el libre albedrío; ascéticos, Los doce grados de humildad y del orgullo; místicos, Comentarios sobre el Cantar de los Cantares, y los Sermones en las fiestas de la Presentación, Anunciación y Asunción o sobre Las doce prerrogativas de la Virgen María.

El pintor sevillano Murillo (1517-1682) y su contemporáneo asturiano Juan Carreño de Miranda (1614-1685), Goya (1746-1828), y otros inmortalizaron en sus lienzos a Bernardo, expresando con pinceles los éxtasis místicos que la sola palabra es incapaz de expresar.