Hijo segundo de Giovanni Battista Sarto y de Margherita Sanson, nació en un pueblo pequeño de la provincia de Treviso, llamado Riese, el 2 de junio de 1835; después de él vendrían ocho hermanos más en años sucesivos. Cortos de dinero para vivir porque el cabeza de familia sólo era el alguacil del municipio; las estrecheces económicas se notaron más cuando Giovanni quiso hacerse sacerdote. No hubiera podido ser de no conseguir una de las becas para estudiar en el seminario de Padua. Lo consagró Mons. Antonio Farina en la catedral de Castelfranco el 18 de setiembre de 1858.
Fue cura suplente de Tómbolo por enfermedad del párroco hasta que, después de diez años, lo nombraron párroco de Salzano. Siempre llamó la atención su piedad al celebrar la Misa, la dedicación a la catequesis y el estudio de la Sagrada Escritura, Teología y Derecho Canónico. Cierto que buena parte del tiempo de estudio debía robarlo al sueño porque el día estaba suficientemente lleno con el confesonario, el cuidado de los enfermos y las atenciones pastorales a todo tipo de personas, especialmente a las que veía con disposición especial para mayor entrega y daban esperanza de vocación a mejores servicios.
Pasó por ser Director Espiritual del Seminario y Canciller Episcopal antes de ser consagrado obispo de Mantua, en 1884. El papa León XIII lo hizo Cardenal, después de vencer su serena y sincera resistencia, y a continuación le nombra Patriarca de Venecia, en 1893, sin la aprobación del gobierno italiano que tardó tres meses en dar su placet, quizá porque intuía que no sería un hombre fácilmente manejable como bien se vio en las elecciones de 1895 para renovar la administración comunal. Cuando, después de haber gobernado a la Iglesia un cuarto de siglo, muere León XIII, el Patriarca de Venecia entra en el cónclave del que saldrá convertido en el papa Pío X. El cónclave fue muy tenso por el veto de Austria al cardenal Rampolla, Secretario de Estado de León XIII, y por la otra vez pertinaz resistencia del cardenal Sarto a aceptar también el Papado. Es el verano de 1903.
A partir de este momento se va a poner en marcha, con la autoridad suprema y acuciado por la responsabilidad de toda la Iglesia lo que desde siempre Juan Sarto había venido enseñando y practicando por los distintos puestos en los que hubo de servir. La trayectoria iniciada ya desde Tómbolo y Salzano, clarificada por la experiencia de gobierno como obispo, cardenal y patriarca, se traslada al nivel más alto en la Iglesia para su bien.
Era el comienzo del siglo XX muy complicado en la doctrina católica y en la moral. Se había ido amasando desde el pretendido «siglo de las luces» una plasta pestilente en el seno de la Iglesia que amenazaba con sofocar la fe y se sabía apoyada por una política abiertamente anticatólica; el mal estaba muy generalizado. Urgía la instrucción religiosa y facilitar la recepción de los sacramentos para que pudiera llevarse una auténtica vida cristiana. Para eso, era preciso dedicar esmerada y especial atención tanto a los sacerdotes, como a los que se preparaban para el sacerdocio.
Comienza su Pontificado aboliendo el derecho de veto y dar así una libertad verdadera a la Iglesia. Nombra al español Rafael Merry del Val como Secretario de Estado. En la primera encíclica señala las causas de la situación actual que le habían llevado, en un primer momento, a resistirse a aceptar la Cátedra de Pedro: «la ira con que se persigue la religión en todas partes, se combaten los dogmas de la fe, y se prepara para extirpar y para aniquilar toda relación del hombre con la divinidad... el mismo hombre se ha puesto en lugar de Dios... ha hecho del universo un templo para sí mismo donde ser adorado... mostrándose como si fuera Dios». Su lema será Instaurare omnia in Christo, y a devolver todas las cosas a Cristo se pondrá sin ahorrar esfuerzos en una actividad ingente y multiforme.
En un amplio sector del clero se ha introducido el modernismo, que, sin ser un sistema filósofico, es un brebaje, que tiene por ingredientes todos los errores cien veces ya condenados, pletórico de inmanencia, cerrado a lo sobrenatural, racionalista, que hace brotar a la religión del sentimiento cuyos dogmas son su expresión y soporte, pero cambiantes y mudables para dar respuesta al hombre moderno; sus mentores son principalmente eclesiásticos que hacen el mal desde dentro y la consecuencia es el ateísmo y agnosticismo, la destrucción de la religión y de la Iglesia. Con valentía adoptó medidas disciplinares y pastorales como fueron condenar 65 proposiciones sacadas de las obras de Loysi, Tyrrel, Le Roy y Blondel con el decreto Lamentabili, escribir la encíclica Pascendi con pormenorizado análisis que descubre la entraña del modernismo, proponer el Juramento antimodernísta para todos aquellos que accedieran al sacerdocio o recibieran encargos eclesiásticos que llevaran consigo la obligación de enseñar, redactar el Catecismo que lleva su nombre para facilitar la catequesis y enseñanza sin impurezas y proponer la vuelta a la doctrina filosófica y teológica de Santo Tomás como base de estudio. Así, férreo en los principios, intransigente en la fe y en la defensa de la Iglesia, propinó un fuerte mazazo al modernismo –aún hoy no se lo perdonan los progresistas–, al tiempo que tendía la mano a los modernistas.
Como la fe se apaga y acaba por morir si no se alimenta con la gracia, el sabio, enérgico y santo papa Pío X promovió la práctica de la comunión frecuente, y adelantó la edad de la Primera Comunión y Confesión de los niños hasta el comienzo de su vida moral.
Fue un papa muy amado por su bondad, y sencillez; estaba incómodo en medio de la pompa vaticana, recordando siempre su origen y el de su familia. Fue amigo de los pobres hasta desprenderse de todo, abrazando con gozo la pobreza tal como escribió en su testamento: «Nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre».
Cuando la I Guerra mundial ya está matando pide al mundo católico la vuelta a Aquel de quien sólo puede proceder la paz. Muere el 20 de agosto del 1914 y Pío XII lo canonizó el 30 de mayo de 1954.