24 de agosto

BEATO TOMÁS DE KEMPIS († 1471)

Nació en 1379 ó 1380 y murió en 1471. Una existencia larga, pero sin aconteceres notables ni sabidos. Una existencia normal, quieta, en la que nada brilla. Su verdadera vida fue su vida interior, escondida a los ojos de los hombres, conocida sólo de Dios.

Kempen, su pequeña ciudad natal, situada en Renania, pertenece a la diócesis de Colonia. En su escuela aprendió las primeras letras. Tomás Hemerken —tal es su verdadero nombre— era de familia modestísima. Sus padres, Juan y Gertrudis, no podían costearle estudios superiores. ¿Qué sería del pequeño Tomás, que, a no dudarlo, empezaría ya entonces a dar muestras de su clara inteligencia, de su imaginación fecunda, de su sensibilidad exquisita? Su hermano mayor, Juan, había marchado a Deventer e ingresado en los hermanos de la vida común. Tomás siguió su ejemplo. Desde 1392 le hallamos en los Países Bajos. Estudia en la escuela de Deventer bajo la tutela de Florentino Radewijns, hombre notable, que había sucedido al fundador, Gerardo Groote, en la dirección del movimiento espiritual conocido por el nombre de Devotio moderna.

Nos hallamos, no lo olvidemos, en el otoño de la Edad Media. Estamos en una época en que todo el mundo clama por una reforma de la Iglesia; pero todo el mundo. olvidando sus propias deformaciones, piensa sólo en reformar al vecino. Ese varón extraordinario que se llamó Gerardo Groote comprendió que la verdadera reforma empieza reformándose cada cual a sí mismo. Espíritu lleno de celo, suscitó y acaudilló un movimiento serio, riguroso, de autorreformación. A los que se convertían movidos por su predicación y ejemplo, y deseaban permanecer bajo su dirección, les aconsejaba que se reunieran de cuando en cuando para exhortarse mutuamente a perseverar y avanzar por el buen camino. Pero los hubo que no se contentaron con esto; deseaban vivir juntos para tener más facilidades en la práctica de la vida devota. Gerardo se lo permitió, a condición de que ganaran su pan con el trabajo de sus manos y llevaran vida de comunidad bajo la disciplina eclesiástica. Tales fueron los orígenes del instituto de los Hermanos de la Vida Común.

Gerardo y sus discípulos se proponían también fundar un monasterio de canónigos regulares de San Agustín. Pero el maestro murió sin haber logrado dar forma definitiva a las casas de los hermanos ni puesto en práctica el acariciado proyecto del monasterio. La realización de estas dos obras estaba reservada a Florencio Radewijns. Ambas instituciones debían sostenerse mutuamente, aunque siguiendo distintos derroteros. Los hermanos vivían en pequeños grupos, sin hábito especial, sin votos, sin organización centralizada; su ideal era llevar una vida perfectamente evangélica, de pobreza, de oración, de trabajo, de caridad. Los canónigos de Windesheim, por el contrario, eran verdaderos religiosos, con hábitos, con votos, con oficio coral, con clausura, bajo una observancia determinada por la regla agustiniana y unas constituciones inspiradas en las del monasterio de San Víctor de París. En ambas instituciones se encarnó la Devotio moderna...

La Devotio moderna, en el fervor de sus orígenes, fue el medio ambiente que acogió, en Deventer, al muchacho de Kempen. Y los ideales de la Devotio moderna conquistaron su corazón generoso. En 1398, en efecto, pasó a vivir con Florencio Radewijns y la veintena de jóvenes que éste albergaba en su casa y preparaba para el estado eclesiástico. Pero Tomás no se sintió satisfecho. No le bastaba la vida piadosa de los hermanos; anhelaba la vida religiosa con votos, y coro, y clausura. Al año siguiente entraba en el monasterio de Agnetenberg, junto a Zwolle, perteneciente a la Congregación de Windesheim, fundado hacía poco tiempo y cuyo primer prior era su hermano Juan.

¿Qué clase de pruebas fueron las que aguardaban al joven Tomás en el monte de Santa Inés? No nos consta con certidumbre. El monasterio era pobre. Tomás sabe lo que es padecer necesidad, verse sobrecargado de trabajos. Pero ¿qué son estos sufrimientos físicos comparados con los morales? Su gran tribulación debió de ser ésta: entrado en el monasterio en 1399, no recibió el hábito religioso hasta 1406. Las causas de tan larga demora nos escapan por completo, pero seguramente aluden a ellas la crónica de la casa cuando nos dice que Tomás padeció por entonces grandes tentaciones.

Las dificultades, al fin, se allanan. Tomás profesa y, en 1413 ó 1414, recibe la ordenación sacerdotal. Desde entonces en Agnetenberg, salvo el breve paréntesis (1429-1431) del entredicho de la diócesis de Utrecht, que la comunidad entera pasó en Lunenkerk (Zuidercee), los años se sucederán unos a otros tranquilos y fecundos. Tomás vivirá fervorosamente la vida simple, equilibrada, ordenada, devota, de los canónigos de Windesheim: vida puramente contemplativa, ya que todo ministerio pastoral les estaba prohibido por las constituciones; vida de austeridad moderada, repartida entre el estudio, el trabajo y la oración. Oficio divino relativamente corto, algún trabajo manual, a fin de relajar la tensión del espíritu, y mucho tiempo libre para aplicarse a lecturas piadosas, la meditación, la oración privada, las devociones personales: he ahí las jornadas de nuestros religiosos. Tomás conquistará el aprecio de sus superiores y hermanos de hábito. Dos veces desempeña el cargo de superior y una se le designa para el de mayordomo. Se le confía la formación de los novicios. Su consejo, su dirección espiritual, son muy estimados. Tiene el don de consolar a las almas tentadas y atribuladas. Tomás es asimismo un copista pulcro y diligente y autor de libros espirituales. En la paz del claustro son sus ordinarias ocupaciones la transcripción de libros edificantes y la composición de sus propios tratados.

Pero no nos hagamos ilusiones. No contienen sus libros grandes especulaciones teológicas ni elevadas ascensiones místicas. Tomás pertenece plenamente a la escuela de la Devotio moderna, es, sin duda, su principal representante; y esta escuela se distingue por su moralismo, su carácter práctico, su reacción contra la teología puramente especulativa y la mística alemana, demasiado abstracta y soñadora para el gusto de aquellos realistas burgueses de los Países Bajos. Tomás escribe pequeños, modestos tratados devotos, en que recomienda insistentemente las verdaderas virtudes —la renuncia, la humildad, la obediencia—, recuerda e inculca los deberes del religioso, ofrece a sus hermanos de hábito temas para sus meditaciones. Algunos de estos opúsculos tienen títulos poéticos: El jardín de las rosas, El valle de los lirios... Varios están dedicados a la formación de los jóvenes religiosos; Los Diálogos de los novicios y la Crónica de Agnetenberg trazan las vidas de los fundadores y de sus primeros compañeros, ofrecen ejemplos y principios en que se expresa en su realidad concreta el ideal devoto. Otras veces escribe Tomás para sí mismo, como, por ejemplo, en el Soliloquio, del alma, uno de sus escritos más importantes y más característicos.

Es precisamente en estos libros compuestos para su propio consuelo donde mejor captamos la realidad viva y vibrante de su mundo interior. Su ascesis es austera, sincera, íntegra; pero no se repliega sobre sí misma, sino que es sólo un camino que conduce al amor. Tomás es un afectivo y un poeta de la vida espiritual. Estamos todavía lejos de los tiempos y el temperamento de Juan Mombaer y su formidable Rosaleda. Mombaer, otro gran representante de la Devotio moderna, es didáctico, seco, metódico en grado superlativo, amante de divisiones precisas y regulares; el alma se siente prisionera y oprimida en aquel laberinto de grados, escalas, septenarios y truncados versos nemotécnicos. Tomás sigue su inspiración, el libre movimiento de su corazón piadoso y su instinto poético. Su alma, su vida, fluyen a través de su pluma, sobre todo en su Imitación de Cristo, cuatro opúsculos independientes entre sí, que, bajo un título ficticio, estaban destinados a una celebridad incomparable. Excepto el libro cuarto, que es un tratado eucarístico, escrito para los demás, la Imitación constituye, en último análisis, una velada, púdica, indirecta autobiografía íntima; es la narración de experiencias personales traducidas al lenguaje doctrinal.

En el libro primero domina el tema del combate espiritual; la determinación activa a esta lucha es su principal característica. Y es que el autor vive —o revive— las primeras etapas de su itinerario religioso. En este opúsculo consigna el objetivo que se propone, las reflexiones que se hace, las máximas que escucha o lee, los obstáculos que debe superar. El primero de estos obstáculos es la sirena engañadora de la ciencia de este mundo. Tomás se halla en la escuela de Deventer, rodeado de estudiantes deseosos de frecuentar las universidades de Praga o de Paris. Nada más atractivo que aprender para un espíritu despierto y curioso. Pero hay más. Conquistar laureles académicos, ser maestro y doctor, significa la fama, los honores, los pingües beneficios eclesiásticos. La tentación es poderosa. Mas allí, a su lado, esta Florencio Radewijns, que vela por su alma y le recuerda la inanidad de la ciencia de este mundo. Tomás no estuvo nunca en la universidad, pero Florencio si. Dime, ¿dónde están ahora todos aquellos señores y maestros que conociste mientras vivían y florecían en los estudios? Otros ocupan ya sus puestos y ni aun sé si hay quien de ellos se acuerde. ¡Vanidad de vanidades! Lo que importa es alcanzar la verdadera ciencia, que consiste en despreciar el mundo, conocerse a sí mismo para también despreciarse, ser humilde, vivir piadosamente. Tal ciencia sólo se adquiere mediante el desprendimiento, la lucha espiritual, la imitación de Jesucristo, pero en modo alguno por el estudio orgulloso e interesado. Tales son las sabias advertencias de Florencio, que van ganando a Tomás para la vida religiosa. En la segunda parte del opúsculo está ya Tomás en Agnetenberg. En ella consigna sus primeras experiencias de la vida regular, las exhortaciones de sus superiores, sus esfuerzos por sujetarse enteramente a la obediencia, sus primeras meditaciones de la vía purgativa, sus anhelos de perfección religiosa. Tomás es todavía muy joven. Calca su doctrina espiritual sobre la de sus maestros, o simplemente la copia. De ahí el carácter de compilación que presenta este primer libro.

En el libro segundo nuestro canónigo regular sabe ya de la vida. Ya tiene una doctrina propia, pero sobre todo tiene experiencia: una experiencia reciente, que hace sangrar todavía su corazón humilde. El opúsculo empieza así: El reino de Dios está dentro de vosotros, dice el Señor, y termina: Bien consideradas todas las cosas, sea ésta la postrera consideración: Que por muchas tribulaciones nos conviene entrar en el reino de Dios. Entre ambas sentencias de la Escritura se desarrolla todo un tratado sobre la tribulación, la cruz, la paciencia, pero también sobre el amor de Dios y la amistad de Jesús. Como es sabido, no es indiferente a la piedad cristiana el empleo de los términos Jesús, Jesucristo o Cristo. El uso del nombre de Jesús, muy frecuente a lo largo de estas páginas, indica una ternura más viva y más humana.

El autor nos habla de una prueba por la que hubo que pasar: contradicciones, humillaciones, desengaños. Fue criticado por hermanos turbulentos, rudamente reprendido, sin motivo, por sus superiores; pero lo que más sintió fue una desilusión de orden afectivo. Tomás, que no puede vivir sin el cariño de un amigo, comprueba que el amor de la criatura es engañoso y mudable. Ha sido cruelmente decepcionado: ¡Cuántas veces no hallé fidelidad donde pensé que la había!. Por la crónica de Agnetenberg —ya queda dicho— sabemos que Tomás sufrió mucho en su juventud religiosa. Su hermano Juan, entonces prior del monasterio, no le trató muy fraternalmente. Nombrado procurador, tuvo que ser depuesto a causa de su excesiva simplicidad y devoción, dice Mombaer. Menudencias que el historiador, ocupado en las grandes batallas y las vicisitudes de la gran política, desprecia, pero que abrieron llagas dolorosas en el alma delicada de nuestro religioso. Reprimendas de los superiores, burlas de los compañeros, pequeñas traiciones de sus amigos: todo ello hace que Tomás sepa lo que son penas y, lo que importa infinitamente más, descubra experimentalmente lo que es la amistad de Jesús. Señor —escribe en otro tratado—, sé Tú mi particular amigo, porque todos mis amigos me han abandonado. Y en este lugar exclama ex abrupto: Bienaventurado el que conoce qué es amar a Jesús y despreciar a sí mismo por Jesús. Conviene dejar un amado por otro amado, pues Jesús quiere ser amado, El solo, sobre todas las cosas. Este es el gran descubrimiento de Tomás: sólo Jesús es el amigo fiel, sólo la amistad de Jesús puede llenar el menesteroso corazón humano. Ya con su Amigo, Tomás acepta lo que él llama el exilium cordis, la desolación espiritual, para así asociarse a Jesús en las horas amargas de su pasión; sigue a Jesús por el camino real de la santa cruz. Y por la puerta de la muerte mística penetra en el reino de Dios, que es un reino interior.

El libro tercero nos muestra una etapa superior de la trayectoria espiritual de Tomás. Un detalle significativo denota el cambio de clima: el autor tiene acceso a la divinidad de Cristo, huésped íntimo de su morada interior; ya no le llama Jesús las más de las veces, sino Señor y Señor Dios. Su piedad es más espiritual. Ha progresado en la humildad. Todo el opúsculo está esmaltado de frases como éstas: Cayeron las estrellas del cielo, y yo, que soy polvo, ¿qué presumo?; No hay santidad si Tú, Señor, apartas tu mano. ¡Qué diferencia entre estas expresiones y el voluntarismo de la Devotio moderna que impregna todo el libro primero! Se propugna de nuevo, pero con mayor exigencia, la abnegación total a fin de llegar al amor puro, concepto que aparece ahora a cada paso. El alma ya sólo suspira por allegarse a Dios, recibir las visitas de Dios o, mejor, subir al cielo y reposar eternamente en el seno de Dios. La muerte no es ya el tema de una meditación saludable de la vía purgativa, sino una liberación, la puerta deseada que permitirá al alma entrar en la morada eterna de su Dios.

La Imitación es demasiado simple, demasiado sincera, para que la gradación que acabamos de ver sea un puro artificio literario. No; es el alma del autor que se despoja y, al mismo tiempo, se enriquece, se desprende y se eleva. El carácter autobiográfico en el libro tercero es todavía más visible que en los anteriores. Alternan aquí la voz del alma y la del Maestro interior. El alma manifiesta más libremente sus sentimientos, y el Maestro interior dicta sus lecciones. La prueba no ha terminado todavía; la prueba no termina mientras dura esta vida temporal. A períodos de luz y consolación suceden noches obscuras; a las noches obscuras siguen días luminosos. Pero esto ¿qué importa? Sentimos que Tomás posee ya la paz interior; todas sus delicias están en el coloquio íntimo con su divino Huésped. Algunos textos, algunas confidencias veladas, nos inducen a creer que es favorecido con gracias propiamente místicas. De vez en cuando ciertos excesos le arrebatan y le procuran luces y consuelos del mundo venidero. Vuelto en sí, toma la pluma y redacta con lenguaje sencillo la lección interior y la respuesta de su alma. No narra propiamente sus ascensiones místicas; omite lo accesorio, lo imaginativo, lo anecdótico, y nos confía la pura substancia de la doctrina y la oración.

He ahí la vida espiritual, la verdadera vida, del venerable Tomás de Kempis tal como nos es dado adivinarla a través de la Imitación de Cristo. Muchas causas contribuyeron, sin duda, a la celebridad y difusión de estos opúsculos, que constituyen, al decir de Fontenelle, el más hermoso libro salido de mano de hombre; pero el secreto de su triunfo es, en último análisis, lo que alguien ha llamado su clasicismo superior. Tomás de Kempis, el tímido y enfermizo canónigo de Agnetenberg, perteneció al número de privilegiados que saben elevar su pensamiento y su emoción de la esfera de lo personal a la de lo universal. Sus púdicas confidencias, las efusiones de su corazón, presentan al hombre en sus rasgos perennes, reflejan la constante inquietud del alma humana, sus profundas ansias de un amor que la llene enteramente. Su palabra es el eco fiel de la lucha del hombre con su amor propio siempre renaciente, de su esfuerzo constante por acercarse a Dios y poseerle.

GARCÍA MARÍA COLOMBÁS, O. S. B