Es el más genial y completo de los Padres de la Iglesia y uno de los hombres más extraordinarios de la Humanidad. Nació en Tagaste, pequeña ciudad de la Numidia. Su padre, llamado Patricio, era pagano. Su madre, modelo cabal de madres cristianas, fue Santa Mónica, quien le educó en los rudimentos de la religión y le enseñó a paladear las dulzuras del nombre de Jesús. Más tarde se llamará Agustín a sí mismo hijo de las lágrimas de su madre.
Dotado de imaginación ardiente, de temperamento apasionado, de vivacísima inteligencia, descolló en el estudio de las letras humanas. Se dio con ardor a la literatura y a la elocuencia. Madaura y Cartago fueron el escenario de sus primeros triunfos de retórico y polemista. Conoce el halago y la embriaguez de la gloria. Y, a la vez que se sumerge en el estudio de las artes y de la filosofía, se deja arrastrar por el viento de las pasiones nacientes. No amaba todavía -nos dice él mismo- y ya deseaba amar. Comienza la etapa de sus primeros errores. Abraza el maniqueísmo porque, a pesar de lo contradictorio de sus doctrinas, creyó ver un principio de elevación moral en la externa austeridad de los maniqueos, en su aparente castidad, en su virtud simulada. Pronto desertó del maniqueísmo, porque no satisfacía a sus profundas inquietudes ni a la sinceridad de su corazón, ávido de verdad. En Cartago consiguió brillar su genio retórico; triunfó en concursos poéticos y certámenes públicos, y arrastró con el cautiverio de su elocuencia y de su profundo saber a las multitudes, que le escuchaban como a un oráculo.
Pero Agustín se siente defraudado; no encuentra la verdad que tanto ansiaba ni en las diversiones públicas, ni en el estudio de retóricos y poetas, ni en el análisis de las viejas teogonías. En el 383 decide partir para Roma. Y allá le sigue su madre, Santa Mónica. Cae gravemente enfermo. Protegido por Símmaco, prefecto de Roma, obtuvo una cátedra en Milán, donde -según él dice- abrió tienda de verbosidad y de vanilocuencia. En esta ciudad conoció a San Ambrosio, y empezó la lección de las Sagradas Escrituras. Oía el canto de los fieles en el templo, y su corazón encontraba una inefable paz, que le hacía derramar lágrimas. Estudia la filosofía de los académicos, y se acrecientan sus incertidumbres y la tragedia de su alma. Le atormentaba el problema de la verdad, sobre todo. Tú -dice- me espoleabas, Señor, con aguijones de espíritu ... Tú amargabas mis dichas transitorias. Platón y Plotino abren en su inteligencia caminos insospechados y le encienden en un ansia nueva de verdad. Pero es San Pablo el que definitivamente derrumba el castillo de sus vanidades y le gana para la fe. En el 386 se decide a consagrarse al estudio metódico de las verdades del cristianismo. Renuncia a su cátedra y se retira con su madre y sus amigos a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse enteramente a la meditación y al estudio. Es bautizado por San Ambrosio el 23 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad.
Desde el momento en que entró Dios a velas desplegadas por su corazón, es San Agustín la demostración más palmaria de la dramática lucha entre lo humano y lo divino, entre la libertad y la gracia, entre la rebeldía de la carne que se encierra en su pertinaz autoctonía y el anhelo del alma que busca una base eterna para sus amores, entre la fuerza centrífuga del hombre, solicitado por la insinuación tentadora de las cosas transitorias, y la necesidad de concentrarse, de homogeneizarse, para superar lo visible y dar a la vida un rango categorial permanente. El ancla rota de su espíritu navegante, sumido en incertidumbres, se asió fuertemente en las ensenadas de la verdad. Dios se desplegó ante sus ojos atónitos, húmedos de gozo nuevo y de una felicidad recién nacida en su alma, con toda su magnificencia; y toda aquella vida dinámica, sin perder nada de su vitalidad, de su dramática grandeza, se concentró radicalmente en Dios, y así se verificó en él la integración del hombre en la plenitud de sus energías, y no supo ya en adelante vivir más que para la verdad, el alma y Dios, esas tres grandes realidades supremas, a las que sólo podemos llegar movilizados por la caridad y el entendimiento del amor.
Ya bautizado, retorna al Africa; pero antes aconteció en Ostia la muerte de su madre. Cuando llegó a Tagaste vendió todos sus bienes y distribuyó entre los pobres el beneficio de los mismos. Se retira a una pequeña propiedad para hacer vida monacal perfecta con sus amigos. De ahí había de nacer más tarde su famosísima regla fundacional. La fama de Agustín cobra cada día nuevo incremento. Es ordenado presbítero de Hipona, y en 396 sucede en el episcopado a Valerio. En su casa episcopal establece la observancia regular.
La actividad de San Agustín como obispo es enorme. Predica, escribe, polemiza, preside concilios, resuelve los problemas más diversos de sus feligreses. Es el oráculo de Occidente. De todas partes acuden a él en demanda de soluciones para los problemas más arduos. Se le ha llamado el martillo de los herejes: maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos, etc., fueron cediendo ante el vigor y la claridad de sus refutaciones. Su caridad era tan profunda como su genio. Cargado de días y de merecimientos, mientras los bárbaros invadían el Africa y asediaban a Hipona, muere San Agustín el 28 de agosto de 430.
San Agustín ocupa un lugar preeminente no sólo en la historia de la Iglesia, sino también en la del pensamiento humano. Sus obras múltiples sobre las más diversas cuestiones conservan una perennidad inmarcesible. Su genio tocó las cimas más elevadas. Lo que él escribió acerca de la libertad, la gracia, el alma, Dios, la Providencia, el amor, la justicia, el bien y el mal, la fe, la justificación y el concurso, sobre la Trinidad y la vida bienaventurada, el orden y el pecado, etc., ha pasado a constituir doctrina y fundamento de razón. Su lenguaje apasionado y cálido, expresivo y personal, seduce, convence y conmueve.
La actualidad de San Agustín es unánimemente reconocida. No envejecen ni su lenguaje ni su pensamiento. Es el gran maestro y pensador del cristianismo. Todas las influencias del pasado -dice Eucken-, como todos los impulsos de su tiempo, los hace suyos Agustín, los recoge él y los transforma y vitaliza en un acorde prodigioso y nuevo. Agustín es el mayor genio de la cristiandad, dice Harnack. La aparición de Agustín en la historia del Dogma -dice Ph. Schaff- hace época, especialmente en lo que concierne a las doctrinas antropológicas y soteriológicas, a las cuales imprimió un progreso inmenso, llegando a un grado de precisión y de claridad como no lo había tenido hasta entonces la conciencia de la Iglesia.
San Agustín ha sido el oráculo de los concilios, el gran explorador de la intimidad religiosa, el formulador de la unidad teológica en la que se resuelven todas las tendencias del corazón y de la inteligencia. Sus obras capitales -entre la muchedumbre de sus obras que abarcan todos los ámbitos del saber-son las Confesiones, De Trinitate, De Civitate Dei, De libero arbitrio, De Natura et Gratia, Enarrationes in Psalmos, De Genesi ad litterani, los Tratados sobre Juan, las Epístolas y los Sermones. Su autoridad es inmensa. Con razón se ha postulado siempre en los momentos dramáticos el retorno a San Agustín.
El nombre de San Agustín, con sólo pronunciarlo, dilata gloriosamente el ámbito de la cultura, y abre súbitos paisajes espirituales y sorprendentes perspectivas a la contemplación y profundización de la vida, del alma y de Dios. Es difícil precisar los confines de la irradiación de su pensamiento y el área de su influencia incesante, de la seducción de su personalidad poderosa.
Con San Agustín nos encontramos en cada episodio del drama humano, lo mismo en las exploraciones más arriesgadas del pensamiento y de la intimidad del alma que en el planteamiento y solución de los problemas más arduos de toda índole, que en las apasionantes y angustiosas jornadas del hombre que se debate por la conquista de Dios, y por hallar una base eterna a sus inquietudes y al ansia perenne de su corazón.
San Agustín -dice Papini- insiste en la necesidad de la razón para llegar a comprender los dogmas de la fe; pero al mismo tiempo reconoce que la fe sola, de por sí, ayuda a comprender. Entiende -dice el Santo- para que creas en mi palabra; cree, para que entiendas la palabra de Dios. De ahí esas admirables fórmulas, de valor reversible, exuberantes de contenido, con que San Agustín trata de conjugar el ejercicio alternante de la fe y de la razón, que se traducen siempre en entendimiento, en visión, en sabiduría. Ama mucho la inteligencia -reitera el Santo-, reconociendo sin reservas las prerrogativas de la inteligencia; pero no de la inteligencia presuntuosa, que se basta a sí misma, sino de la inteligencia abierta a las claridades de la fe, que por la razón se hace también inteligible y desemboca en la plenitud de la caridad. El verdadero filósofo cree cuando piensa y piensa cuando cree. Claro es que el acto de fe religiosa no es obra del esfuerzo del hombre, sino donación de Dios. Pero el hombre, por un esfuerzo íntimo, personal, humilde, y por la disciplina de la razón, puede disponerse al don de la fe, abatiendo la altivez del orgullo y la tiranía de la concupiscencia con la intervención de la gracia. La virtualidad del pensamiento agustiniano radica en que lo mismo habla y convence al hombre de la razón que al hombre de la fe, que refuerza la debilidad de la razón con las seguridades que le presta la fe, para llegar por caminos más breves e iluminados a la conquista de la verdad y a la quietud deseada del corazón.
Maravilla ciertamente la sinceridad y la resolución con que San Agustín aborda los problemas más complicados, y la claridad y gallardía con que logra las soluciones más inesperadas y de perenne vigencia. A ello contribuye, sin duda, la admirable eficacia de su estilo, la expresividad y viveza de sus fórmulas, los hallazgos verbales incomparables de su genio literario, que confieren a su obra inmarcesible perennidad.
San Agustín precisa agudamente los límites de la razón y la función de la fe en orden al conocimiento de Dios y de las cosas transitorias o permanentes. Pero introduce un nuevo elemento en este proceso de la inteligencia a la fe y de la fe a la inteligencia, que es lo que caracteriza y confiere profunda originalidad a la teoría agustiniana del conocimiento: ese nuevo término es el amor. Para que la fe y la razón logren la plenitud de su eficacia es preciso que estén movilizadas, vivificadas, por la fuerza potenciadora de todo el ser, que es la caridad. Esa es la gran afirmación agustiniana, la caridad, el amor, es el principio radical de creer y de entender con fecundidad y merecimiento. La fe que lleva a la inteligencia es la que San Agustín llama la creencia en Dios, que consiste en unir el amor y la fe. Ir a Dios por la fe es incorporarse a Él y a sus miembros, es decir, al prójimo, por la caridad; he ahí lo que Dios exige de nosotros; no una fe cualquiera, sino la fe que obra por la caridad. Cuando el alma -escribe el Santo- se halla penetrada de la fe que obra por la caridad, tiende, a causa de la pureza de su vida, a elevarse hasta la contemplación, donde la perfección de la santidad revela a nuestros corazones la inefable belleza, cuya plena visión constituye la suprema felicidad.
San Agustín nos renueva su lección inacabable en todos los ámbitos del pensamiento. Lo que urge es acercar al Santo de la caridad a este mundo tan necesitado de claridades, del remedio de la caridad para encontrar la quietud de su corazón.
Al hacer el Santo el análisis de su alma hizo a la vez el estudio más certero y audaz del alma humana. El contenido emocional de sus obras es lo que ha podido inducir a muchos a creer que ellas contienen, más que un riguroso valor filosófico, un valor afectivo o ético-místico, cuando, cabalmente, una de las consecuencias más definitivas del Santo es haber logrado hacer confluir las dos grandes corrientes interiores, la afectiva y la intelectiva, forzándolas a correr por un mismo cauce, ancho y tumultuoso, y rendir toda su multiplicada eficacia. De ahí ese valor de vida, ese calor de humanidad, ese tono cordial y amoroso, esa complejidad de su obra, jamás marchita. Su filosofía, es una filosofía de valores -ha dicho Hesren. Es verdad: pero estos valores, estas estimaciones filosóficas agustinianas rinden su eficacia y adquieren categoría en función de otros valores de supremo rango, del alma y Dios, que eslabonan y ajustan todas las piezas de su obra y la enriquecen de finalidad.
La vida es el hecho radical, básico, de nuestro ser; pero para que ésta tenga un sentido de validez, una justificación adecuada, hay que hacerla desembocar en una realidad de superior jerarquía; hay que orientarla sabiamente hacia Dios. El sentido y la aspiración de la vida no se nutren ni tienen en sí mismos su razón suficiente; necesitan un término de correlación eterna, que es Dios. El ala está hecha para el vuelo como el alma para la felicidad, no esta felicidad abreviada que se cotiza en los mercados y lonjas del mundo, sino la felicidad integra y acabada, capaz de coordenar y absorber todas las actividades y anhelos que vibran en lo íntimo del ser, y de traducirse en posesión indeficiente. El alma no tiene más que un alimento -dice el Santo-: conocer y amar la verdad. Nada vale lo que un alma, ni la tierra, ni el mar, ni los astros. El alma es obra de Dios; el alma es un ojo abierto que mira siempre hacia Dios; el alma es un amor abierto a lo infinito. Dios es la patria del alma. En su obra, se pueden hallar con frecuencia expresiones bellísimas por el estilo. Hablando de Dios y del alma, el corazón de Agustín no se agota nunca -decía Fénelon-; él solo vale por una legión de genios. Él busca ante todo la verdad; esta nostalgia innata de la verdad es el arpón que llevó prendido como un dardo de fuego: pero, si hubiese buscado sólo la verdad filosófica, no habría rebasado el nivel de un neoplatónico o de un académico teorizante: él buscaba no sólo conocer, sino poseer y amar la verdad. El tipo especulativo no se separa nunca en él del afectivo.
Dios y el alma son las dos palabras solemnes que San Agustín impregnó de sentido y lanzó con toda la capacidad de su contenido, como un eco resonante y prodigioso, por toda la amplitud de la Edad Media. Los escolásticos y los místicos recogieron la onda concéntrica de esta transmisión agustiniana, que conmovió a los más excelsos pensadores. Sus resonancias no han languidecido aún, antes bien, se robustecen y refuerzan con el tiempo.
San Agustín no sólo fijó el anhelo de la verdad, sino también su objeto: el camino era la inmersión en sí mismo, el retorno al propio corazón. Hay que echar hondo el ancla en el mar del corazón, fijar el pie en la tierra firme del alma, para ascender a Dios. Esta reversión al hombre interior en San Agustín, sin desdeñar el espectáculo del mundo sensible, este descubrimiento del proceso de la intimidad, ha sido -como indiqué antes- la clave de la mística de la Edad Media y, sobre todo, de la española del Siglo de Oro, y constituye hoy el punto crítico, el eje de gravitación de los movimientos e inquietudes filosóficos. ¿Qué extraño es que en este genio poderoso se hayan tratado de fundamentar sistemas y teorías, si, a veces, una simple referencia o insinuación, soltada como al azar, aparece llena de sentido o de potencia virtual? Este retorno al hombre interior, como punto de apoyo para ulteriores aspiraciones del mundo sensible, para fijar la posibilidad de conocer las realidades circunstantes y familiares, sin recluirse en sí mismo de modo que se corte todo acceso y comercio, a través de las ventanas del espíritu, con el resto del universo, es hoy una lección altísima contra el subjetivismo -ya en declive- hermético y suicida, y contra la tendencia positivista, que desatiende al hombre interior, solicitado sólo por el hecho concreto, por la realidad mensurable, por el resultado pragmático de los fenómenos, por la industrialización de los valores, por un afán práctico, sin perspectivas. En la moderna restauración de la metafísica, la influencia agustiniana es evidente, y quizá la que logre flotar de estos nobles esfuerzos restauratorios ha de ser lo que más vestigios de San Agustín contenga.
La asociación de un movimiento progresivo al alma humana constituye el valor incomparable de San Agustín -ha dicho Eucken-; al elevar la fuente de la verdad y del amor muy por encima de la pequeñez humana, ha creado un tipo nuevo de vida sentimental, religiosa y aun histórica.
Del alma se encumbra San Agustín a Dios, capaz de beatificarla. ¡Tarde os amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde os amé! -exclama con inmortal gemido-. Vos estabais dentro de mí alma y yo, distraído, os buscaba fuera y, dejando la hermosura interior, corría tras las bellezas exteriores, que Vos habéis creado. ¡Y estas hermosuras que, si no estuvieran en Vos, nada serían, me apartaban y tenían alejado de Vos! Pero me llamasteis y tales voces me disteis, que mi sordera cedió a vuestros gritos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, que ha excitado en mi espíritu hambre y sed vivísimas, y me encendí en deseos de abrazaros. Sigamos copiando sus palabras, que son un regalo perpetuo, una delicia para el alma: Heristeis mi corazón con vuestra palabra y al punto os amé. Pero ¿qué es lo que yo amo, amando a mi Dios? No es hermosura temporal, ni bondad transitoria, ni luz material, grata a los ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de las flores, ungüentos o aromas; no la dulzura de la miel, ni deleite alguno del tacto o sentido corporal. Nada de eso es lo que yo amo, amando a mi Dios y, no obstante, es semejante a la luz, y como aroma, y como fragancia, y como manjar, y como deleite de mi espíritu. Resplandece en él una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no esparce al aire, se recibe un gusto que no concluye, como el de los manjares; y se posee íntimamente un bien tan deleitoso, que, por más que se goce y se sacie el deseo, nunca causa enojo ni fastidio. Todo esto amo cuando amo a mi Dios. Yo no sé que en el lenguaje humano articulado se pueda decir más.
Sería absurdo que el alma aspirase a Dios si de suyo le viniera esta aspiración, esta capacidad de Dios: su capacidad limitada no podría sospechar siquiera lo infinito; pero al sentir estas sospechas, estos indicios, estos anhelos de lo infinito, por fuerza tienen que provenirle de algo que sea de capacidad infinita, es decir, de Dios.
Por eso el alma enfila su proa a Dios en constante anhelo. En todas las cosas descubre posibilidades de conocimiento; aptitud para ser conocidas y para remontarse a Dios.
Claro es que entonces no estaba la filosofía tecnificada ni poseía recursos categoriales, legitimados por el triunfo de lo teórico: pero San Agustín, genial siempre, cuando le falta el instrumento, lo crea. Y así no le es difícil pasar del Logos alejandrino, precristiano, a las claridades del Verbo, y del Nusde Plotino, al Dios personal de San Pablo, recogiendo las más limpias vibraciones del pensamiento griego, agnóstico y senequista, no como un mísero rapsoda, sino injertándoles un sentido nuevo en su concepción grandiosa del cosmos y de la vida.
¡Y qué armoniosa y grande resulta esta concepción cosmológica de San Agustín! ¡Qué magníficamente va eslabonando verdades y sistemas, fijando las relaciones entre Dios y el alma por medio de la religión! ¡Cómo se amplia ante su mirada vivaz el escenario del conocimiento, y cómo convoca a todas las cosas creadas, jalones para lo suprasensible, hasta llegar al agnitio Dei experimentalis, y cómo entonces cobra sentido la tumultuosa diversidad fenoménica del mundo y descubre en él una radiante fotosfera, que no es más que la huella, el vestigio de Dios! ¡Cuán armoniosamente se alían y armonizan en Agustín la razón y la fe, la Fides quaerens intellectum, el credo ut intelligam, el Intellectum valde amat, que él proclamó no como un mero recurso teórico, como un enunciado hipotético matemático, sino como una realidad viva actuante en su ser! ¡Y cómo se enriquece el pensamiento y se ennoblece el sentido de la vida, al pasar por la urdidumbre maravillosa del genio de Agustín: y cómo después de haberse sumergido en su propio corazón comprende mejor la razón del cosmos, que le vocea y le habla de Dios, descubriendo en todas las cosas la ley del orden, la ordo ordinans, y deduciendo que el alma está ordenada al amor, que el corazón está ordenado ineludiblemente a Dios, que la virtud es el orden del amor, ordo amoris, definición maravillosa que brillará siempre por encima de los austeros sofismas kantianos! En la naturaleza descubre el orden del ser; sólo en el hombre ve la posibilidad de la infracción del orden. Dios ha constituido el orden de las edades en una serie de contrastes, como una acabada poesía: ve el enigma del pecado introducido en el mundo, que alteró la jerarquía interna de las humanas tendencias, por el desorden del amor; pero en el pecado mismo encuentra la solución de los enigmas de la vida, y descubre la armonía providencial de la economía religiosa y la necesidad de retornar a Dios, al servire Deum liberaliter, al arrepentimiento para sustraernos de la servidumbre del pecado, por medio del conocimiento y del amor, ya que el conocer no es para San Agustín más que una forma egregia de amar.
Porque amó tanto y vivió con tan grande sinceridad su pensamiento, resulta en San Agustín tan generosa y fecunda la verdad. El amor que se vive es el amor más fuerte y contagioso: la verdad que se ama es la que tiene más sentido de vida, así como el dolor que dilacera la carne y deja en ella un surco hondo y ancho es el que más prospera y florece en germinaciones.
Agustín vivió profundamente su vida y su obra: he ahí el secreto de su vitalidad; pero las vivió del modo que pudo vivirlas un temperamento de su estirpe. Sus ideas -ha dicho Eucken- son principalmente expresiones de su personalidad y aún diríamos mejor su vida personal inmediata.
La verdad y el dogma en la pluma del Santo tienen calor de simpatía y de humanidad. La sinceridad se le desborda de los senos del alma y logra contagiar a cuantos se le acercan. Es difícil encontrar en él una frase que no le salga del alma o la caliente primero en la oleada de sangre de su corazón.
Su vida, desde que el espíritu del Evangelio cayó sobre él como una lluvia buena, fue una demostración experimental del valor, de la caridad y de la gracia; fue una prolongada antífona delatora de la misericordia y munificencia del Señor; fue toda ella como aceite puro de los mejores olivares, flor de harina nueva, agua limpia de hontanar cimero, perdido entre las rocas, ditirambo y júbilo por el hallazgo de aquella verdad tan largamente codiciada.
Por eso es el poeta de la verdad y de la intimidad: el genio siempre en vuelo, pero siempre humano y lleno de misericordia y comprensión para las humanas debilidades, que acertó a aliar el amor y el pensamiento en recíproca fecundidad, que recogió en su obra la herencia de los afanes y de los anhelos humanos; que enseñó la gran pedagogía de la gracia, del concurso y de la providencia de Dios; que enriqueció la vida del corazón y del sentimiento y formuló sus leyes y sus exigencias; que coordinó la urdidumbre misteriosa de las relaciones entre la naturaleza y la vida sobrenatural; que sentó el parentesco solemne existente entre Dios y las cosas creadas; que creó una literatura nueva, enriquecida de expresiones nunca oídas, para hablar de la verdad, de Dios y del alma y para loar las excelencias del amor, primer motor del universo, el pondus animae, que le inspiró tantas armonías.
Así se explica su perenne actualidad, el retorno continuo hacia él su presencia constante en la historia del pensamiento y de la conciencia.
Pocas veces se habrá dado mayor unanimidad en el elogio que al tratar de San Agustín.
Vir sane magnus et ingenii stupendi, le llamaba Leibnitz. ¡Cuán santo varón, cuán docto escritor ¡Dios eterno!, es San Agustín, gloria y sostén de la República cristiana! exclamaba Vives. Chaque fois -dice el padre Portalié- que la pensée chrétiennes est éloignée de lui, elle a décline et langui; chaque fois qu'elle est revenue a lui, elle a repris flamme et vigueur nouvelles. Nadie -escribía San Buenaventura- ha dado más satisfactorias respuestas a los problemas de Dios y del alma que San Agustín. Harnack le compara a un árbol plantado a las márgenes de las aguas vivas, cuyas hojas jamás se marchitan y en cuyo ramaje anidan las aves del cielo. W . Dilthey le llama el más profundo pensador entre todos los escritores del mundo antiguo. Gatry le caracterizaba como el Platón de la filosofía del mundo moderno y quizá el genio metafísico más portentoso que han visto los tiempos.
Indudablemente, vivimos de su herencia.
FÉLIX GARCÍA, O. S. A.
Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti Señor, que todo mi corazón se inflame con amor por ti; Haz que nada en mi me pertenezca y que no piense en mi; Que yo queme y sea totalmente consumido en Ti; Que te ame con todo mi ser, como incendiado por ti -San Agustín-, Comentario al salmo 138
Uno de los cuatro doctores originales de la Iglesia Latina. Doctor de la Gracia.
Patrón de los que buscan a Dios, teólogos, imprenta.
Aparece frecuentemente en la iconografía con el corazón ardiendo de amor por Dios.
Reseña Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona. Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres mas influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.
Su niñez: San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus Confesiones, que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia, no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia. Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las riquezas que pasan y en la gloria perecedera, la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores. El santo añade: Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego. Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos. Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del Hortensius de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el problema del mal, que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra.
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que el hijo de tantas lágrimas no podía perderse, no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino. Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad: Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica, pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo.
El ejemplo de los Santos El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida. Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: ¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él.
Gracia divina que todo lo puede Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre la llamada del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados! Y se repetía con gran aflicción: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento? En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: Tolle lege, tolle lege (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia. Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe. Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable. La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos. Los tres diálogos Contra los Académicos, Sobre la vida feliz y Sobre el orden, se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
Nueva Vida en Cristo: La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las Confesiones a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían según la regla de los santos Apóstoles. El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles. El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera abadesa, escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada Regla de San Agustín, que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: No quiero salvarme sin vosotros. ¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza.
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo. El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo.
La Verdad ante el error Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia. Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza. Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, "La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios es, después de las Confesiones, la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las 'Confesiones San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las Retractaciones, expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: ¡Dios es inmensamente misericordioso! Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano: Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti. El santo escribió entonces: Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza. Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura. Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres.
Las principales fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate Dei, la correspondencia y los sermones .
Adaptado de Vidas de los Santos de Butler, ed. española.
La versión electrónica del documento la realizaron Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María. SCTJM.
Autor: Archidiócesis de Madrid
Obispo de Hipona y Doctor de la Iglesia
Un poco de historia San Agustín es doctor de la Iglesia, y el más grande de los Padres de la Iglesia, escribió muchos libros de gran valor para la Iglesia y el mundo.
Nació el 13 de noviembre del año 354, en el norte de África. Su madre fue Santa Mónica. Su padre era un hombre pagano de carácter violento.
Santa Mónica había enseñado a su hijo a orar y lo había instruido en la fe. San Agustín cayó gravemente enfermo y pidió que le dieran el Bautismo, pero luego se curó y no se llegó a bautizar. A los estudios se entregó apasionadamente pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida desordenada.
A los 17 años se unió a una mujer y con ella tuvo un hijo, al que llamaron Adeodato.
Estudió retórica y filosofía. Compartió la corriente del Maniqueísmo, la cual sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la materia, el principio de todo mal.
Diez años después, abandonó este pensamiento. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica y fue muy bien recibido por San Ambrosio, el Obispo de la ciudad. Agustín, al comenzar a escuchar sus sermones, cambió la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe, y de la imagen de Dios.
Santa Mónica trataba de convertirle a través de la oración. Lo había seguido a Milán y quería que se casara con la madre de Adeodato, pero ella decidió regresar a África y dejar al niño con su padre.
Agustín estaba convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía a convertirse.
Comprendía el valor de la castidad, pero se le hacía difícil practicarla, lo cual le dificultaba la total conversión al cristianismo. Él decía: Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo. Pero ese pronto no llegaba nunca.
Un amigo de Agustín fue a visitarlo y le contó la vida de San Antonio, la cual le impresionó mucho. Él comprendía que era tiempo de avanzar por el camino correcto. Se decía ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?. Mientras repetía esto, oyó la voz de un niño de la casa vecina que cantaba: toma y lee, toma y lee. En ese momento, le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al escuchar la lectura de un pasaje del Evangelio. San Agustín interpretó las palabras del niño como una señal del Cielo. Dejó de llorar y se dirigió a donde estaba su amigo que tenía en sus manos el Evangelio. Decidieron convertirse y ambos fueron a contar a Santa Mónica lo sucedido, quien dio gracias a Dios. San Agustín tenía 33 años.
San Agustín se dedicó al estudio y a la oración. Hizo penitencia y se preparó para su Bautismo. Lo recibió junto con su amigo Alipio y con su hijo, Adeodato. Decía a Dios: Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. Y, también: Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera. Su hijo tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió un tiempo después. Él, por su parte, se hizo monje, buscando alcanzar el ideal de la perfección cristiana.
Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. En el año 391, fue ordenado sacerdote y comenzó a predicar. Cinco años más tarde, se le consagró Obispo de Hipona. Organizó la casa en la que vivía con una serie de reglas convirtiéndola en un monasterio en el que sólo se admitía en la Orden a los que aceptaban vivir bajo la Regla escrita por San Agustín. Esta Regla estaba basada en la sencillez de vida. Fundó también una rama femenina.
Fue muy caritativo, ayudó mucho a los pobres. Llegó a fundir los vasos sagrados para rescatar a los cautivos. Decía que había que vestir a los necesitados de cada parroquia. Durante los 34 años que fue Obispo defendió con celo y eficacia la fe católica contra las herejías. Escribió más de 60 obras muy importantes para la Iglesia como Confesiones y Sobre la Ciudad de Dios.
Los últimos años de la vida de San Agustín se vieron turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso.
A los tres meses, San Agustín cayó enfermo de fiebre y comprendió que ya era el final de su vida. En esta época escribió: Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él.
Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al servicio de Dios.
Con él se lega a la posteridad el pensamiento filosófico-teológico más influyente de la historia.
Murió el año 430.
¿Qué nos enseña su vida? A pesar de ser pecadores, Dios nos quiere y busca nuestra conversión.
Aunque tengamos pecados muy graves, Dios nos perdona si nos arrepentimos de corazón.
El ejemplo y la oración de una madre dejan fruto en la vida de un hijo.
Ante su conflicto entre los intereses mundanos y los de Dios, prefirió finalmente los de Dios.
Vivir en comunidad, hacer oración y penitencia, nos acerca siempre a Dios.
A lograr una conversión profunda en nuestras vidas.
A morir en la paz de Dios, con la alegría de encontrarnos pronto con Él.
El más grande de los Padres de la Iglesia y uno de los hombres más fuera de serie de la humanidad fue por su propio testimonio «hijo de las lágrimas de su madre». Y si él lo afirma ¿quién le quitará la razón? Era africano. Nació en una pequeña población de Numidia –la actual Argelia–, llamada Tagaste, de padre pagano y madre cristiana; el padre se llamaba Patricio y la madre lucía el nombre de Mónica, dechado de madres santas.
Dotado de ardiente imaginación y con un temperamento apasionado, sobresalía por su vivísima inteligencia. Gusta y saborea el triunfo en Cartago como entendido en literatura, elocuencia, arte y filosofía, pero aquel chorro de gloria le desvía de los principios cristianos que su madre le inculcó cuando era niño; se dejó arrastrar por el fresco y acariciante viento de las pasiones (vivió catorce años con una mujer, de la que tuvo un hijo, Adeodato), desviándose hacia los errores, entre ellos, el maniqueísmo, dejándose engañar por la aparente rectitud, pureza y austeridad que proclamaba. Lo dejó, defraudado, por ser un hombre hecho para la verdad, cuando se dio cuenta de que allí no estaba, como tampoco la vio entre los poetas, los retóricos ni en las antiguas teogonías.
Marcha a Roma, dejándose acompañar por su madre, en el 383. Abre en Milán una cátedra de elocuencia que él llamará luego «tienda de verbosidad y vanielocuencia». Escuchó a san Ambrosio y se aplicó al estudio de las Sagradas Escrituras. Llegó a verter lágrimas al escuchar el canto de los fieles que le traían la paz. Pero sigue atormentándole la búsqueda de la verdad que se acrecienta con las muchas incertidumbres descubiertas en el estudio de los filósofos académicos. Platón y Plotino le descubrieron insospechados horizontes, pero su cambio profundo se produjo cuando se entregó de lleno al estudio de San Pablo, derribándose el castillo de sus vanidades de modo definitivo.
En el 386 se entrega al estudio metódico –para que no hubiera lagunas– de las verdades cristianas, y se sintió ganado para la fe con la disposición de ser consecuente con la verdad sin reparar en lo costoso. Ahora entra la etapa de la meditación. Renuncia a la cátedra e inicia sólo con su madre y algunos amigos el retiro de Casiciaco, cerca de Milán, entregándose a la contemplación; va descubriendo que sólo vale la pena vivir para la verdad, el alma y Dios. Pone en ello toda su fogosidad temperamental. ¿Esfuerzo? Mucho. Entre lo humano y lo divino, entre la libertad y la gracia, entre la rebeldía de la carne y el anhelo del alma. Culmina con la recepción del bautismo administrado por san Ambrosio de Milán el 23 de abril del año 387.
Decide el regreso a África. En Ostia le sobreviene a Mónica la muerte. A su llegada a Tagaste se nota el cambio por la venta de todos sus bienes cuya cuantía distribuye entre los pobres; comienza con sus amigos a vivir retirado en la contemplación, la oración y el estudio; probablemente fue el germen de la futura regla monacal que lleva su nombre.
Fama de santidad aclamada por las voces de la gente. Se ordena como presbítero y en el año 396 sucede en el episcopado de Hipona a Valerio; en su casa episcopal establece el modo de vivir monacal.
Su actividad como obispo es extremadamente grande. Atiende a sus fieles con dedicación sin límite; predica y polemiza, cuida de sus pobres, preside concilios. Da criterios acertados para la solución de problemas de sus fieles después de haberlos madurado en la oración y a la luz de la Escritura santa. De todas las iglesias locales, próximas y lejanas, le llueven preguntas y cuestiones de la más diversa índole, pidiendo luz y consejo para los problemas de fe más arduos. Tuvo que intervenir en la explicitación de la fe verdadera ante las dificultades filosófico-teológicas que planteaban las herejías, principalmente las del maniqueísmo, arrianismo, pelagianismo y priscilianismo rechazados, con claridad y fuerza, empleando un lenguaje apasionado y cálido, expresivo y personal que a la vez que facilita el convencimiento, seduce.
El pensamiento moderno lo considera como principal portador e impulsor del pensamiento cristiano que lo lleva en su época a cimas jamás alcanzadas en temas antropológicos y soteriológicos, expresando con una gran claridad y precisión al tiempo que abre sorprendentes expectativas a la contemplación.
Entre la muchedumbre de sus escritos portadores del saber de su tiempo, se señalan como obras capitales Confesiones (genial historia de su vida narrada con la humildad de quien mascó el error y gozó de la misericordia divina, como primera autobiografía de la literatura universal), La ciudad de Dios (en donde explica la Historia desde la perspectiva de la Providencia con ocasión de la invasión bárbara y la caída de la civilización occidental). Las obras teológicas son exposiciones clarificadoras de las polémicas, Sobre la Trinidad, Sobre la Libertad, Sobre la naturaleza y la gracia.Magistrales se muestran los comentarios a la Sagrada Escritura, entre otros, sus Comentarios a los Salmos, Comentarios al Génesis, los Tratados sobre san Juan, las Epístolas y los Sermones.
Insiste en la necesidad de la razón para llegar a penetrar en los dogmas de la fe, al tiempo que afirma y reconoce que la fe en sí misma ayuda a comprender. Pero tanto la fe como la razón encontrarán verdadera eficacia sólo si están vivificadas por la caridad que las hará operantes.
Murió el genio con el santo el año 430.
Quizá por su intenso vivir humano, tan pleno de espíritu, se ha clamado por el recurso a él principalmente en los períodos de mayor oscuridad al contemplar la necesidad de firmeza y de doctrina.