Maqueronte, castillo, había tomado el nombre de Maqueronte, ciudad. Ciudad cercana. Castillo emplazado en el punto de declive en que la triste meseta del desierto declina hacia el mar Muerto. Horizontes calcáreos, polvo blanco, aridez, sol y tierras calcinadas. Pendiente inclinada hacia las desoladas orillas del mar de la maldición, declive que se fragmenta en diversas cimas, aisladas unas de otras. Por Flavio Josefo, el historiador judío, conocemos interesantes noticias y pormenores de esta fortaleza de Maqueronte. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza -según Plinio la más segura después de la de Jerusalén- servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos. Construcción fuerte y cómoda a la vez; era una de aquéllas que Herodes el Grande había edificado en diversos lugares de sus dominios. Se advierte en la morosidad y detalles de la prosa de Flavio Josefo un particular gusto en describirla. Dice que Herodes construyó en medio del recinto fortificado una casa regia, suntuosa por la grandiosidad y hermosura de sus departamentos y que la proveyó, además, de abundancia de cisternas y de toda clase de almacenes. Convenía a la aridez y apartamiento del lugar.
La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.
Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata como invencible víctima de ajenos placeres.
Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas? Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.
Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías. La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: No te es lícito tener la mujer de tu hermano. Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo -así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes-, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, -viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias- se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez -de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena- de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.
No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.
Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: -No es lícito.
Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey -así le llama en sentido lato San Marcos- los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.
La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico -el de varios años después- conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. Pídeme lo que quieras y te lo daré -le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida-. Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y corrobora la promesa con solemne juramento.
Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas -las mujeres no podían participar como comensales en estos festines-, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. ¿Qué le pido? Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute -ahora mismo, dice el texto evangélico-, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! La cabeza de Juan el Bautista. Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja -cogería una de las de la misma mesa-, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre.
La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al speculator, o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí. Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados -purísimos y viriles- del horror de tu lascivia.
La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes -lamentable fidelidad de crueles atavismos- la lengua del defensor de la castidad -así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón-, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. No dejes libre a este amonestador importuno, urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. La cabeza de un profeta -clama, lleno de espanto, San Ambrosio-, el premio de una danzarina.
En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.
Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro, añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.
Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el Mashaka, el palacio colgado, donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme. Tú te empequeñeces, Juan -le dirá San Agustín-, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz.
FERMÍN YZURDIAGA LORCA
Año 30 Señor: te rogamos por tantas parejas que viven sin casarse y en pecado. Perdónales y concédeles la verdadera conversión. Y te suplicamos que nunca dejes de enviarnos valientes predicadores, que como Juan Bautista no dejen a los pecadores estar tranquilos en su vida de pecado por que los puede llevar a la perdición, y que despierten las conciencias de sus oyentes para que cada uno prefiera morir antes que pecar.
El evangelio de San Marcos nos narra de la siguiente manera la muerte del gran precursor, San Juan Bautista: Herodes había mandado poner preso a Juan Bautista, y lo había llevado encadenado a la prisión, por causa de Herodías, esposa de su hermano Filipos, con la cual Herodes se había ido a vivir en unión libre. Porque Juan le decía a Herodes: No le está permitido irse a vivir con la mujer de su hermano. Herodías le tenía un gran odio por esto a Juan Bautista y quería hacerlo matar, pero no podía porque Herodes le tenía un profundo respeto a Juan y lo consideraba un hombre santo, y lo protegía y al oírlo hablar se quedaba pensativo y temeroso, y lo escuchaba con gusto.
Pero llegó el día oportuno, cuando Herodes en su cumpleaños dio un gran banquete a todos los principales de la ciudad. Entró a la fiesta la hija de Herodías y bailó, el baile le gustó mucho a Herodes, y le prometió con juramento: Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino.
La muchacha fue donde su madre y le preguntó: ¿Qué debo pedir?. Ella le dijo: Pida la cabeza de Juan Bautista. Ella entró corriendo a donde estaba el rey y le dijo: Quiero que ahora mismo me des en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista.
El rey se llenó de tristeza, pero para no contrariar a la muchacha y porque se imaginaba que debía cumplir ese vano juramento, mandó a uno de su guardia a que fuera a la cárcel y le trajera la cabeza de Juan. El otro fue a la prisión, le cortó la cabeza y la trajo en una bandeja y se la dio a la muchacha y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse los discípulos de Juan vinieron y le dieron sepultura (S. Marcos 6,17).
Herodes Antipas había cometido un pecado que escandalizaba a los judíos porque esta muy prohibido por la Santa Biblia y por la ley moral. Se había ido a vivir con la esposa de su hermano. Juan Bautista lo denunció públicamente. Se necesitaba mucho valor para hacer una denuncia como esta porque esos reyes de oriente eran muy déspotas y mandaban matar sin más ni más a quien se atrevía a echarles en cara sus errores.
Herodes al principio se contentó solamente con poner preso a Juan, porque sentía un gran respeto por él. Pero la adúltera Herodías estaba alerta para mandar matar en la primera ocasión que se le presentara, al que le decía a su concubino que era pecado esa vida que estaban llevando.
Cuando pidieron la cabeza de Juan Bautista el rey sintió enorme tristeza porque estimaba mucho a Juan y estaba convencido de que era un santo y cada vez que le oía hablar de Dios y del alma se sentía profundamente conmovido. Pero por no quedar mal con sus compinches que le habían oído su tonto juramento (que en verdad no le podía obligar, porque al que jura hacer algo malo, nunca le obliga a cumplir eso que ha jurado) y por no disgustar a esa malvada, mandó matar al santo precursor.
Este es un caso típico de cómo un pecado lleva a cometer otro pecado. Herodes y Herodías empezaron siendo adúlteros y terminaron siendo asesinos. El pecado del adulterio los llevó al crimen, al asesinato de un santo.
Juan murió mártir de su deber, porque él había leído la recomendación que el profeta Isaías hace a los predicadores: Cuidado: no vayan a ser perros mudos que no ladran cuando llegan los ladrones a robar. El Bautista vio que llegaban los enemigos del alma a robarse la salvación de Herodes y de su concubina y habló fuertemente. Ese era su deber. Y tuvo la enorme dicha de morir por proclamar que es necesario cumplir las leyes de Dios y de la moral. Fue un verdadero mártir.
Una antigua tradición cuenta que Herodías años más tarde estaba caminando sobre un río congelado y el hielo se abrió y ella se consumió hasta el cuello y el hielo se cerró y la mató. Puede haber sido así o no. Pero lo que sí es histórico es que Herodes Antipas fue desterrado después a un país lejano, con su concubina. Y que el padre de su primera esposa (a la cual él había alejado para quedarse con Herodías) invadió con sus Nabateos el territorio de Antipas y le hizo enormes daños. Es que no hay pecado que se quede sin su respectivo castigo.
Autor: Itunet
Juan el Bautista era hijo de san Zacarías y santa Isabel. Casi toda su vida transcurrió en el desierto. Allí se preparó con la oración y el ayuno para la misión de precursor que Dios le había escogido ya antes de su nacimiento.
A los treinta años de edad recorrió el valle del Jordán predicando, a fin de preparar la llegada del Mesías. Cuando Jesús se acercó a Juan para que lo bautizase, éste presentó ante sus discípulos al Maestro. Y cuando el Salvador comenzó su vida púbIica, Juan continuó su camino, predicando.
Reinaba entonces en Judea el tetrarca Herodes Antipas, hijo de aquel otro Herodes llamado Ascalonita que ordenó la matanza de los inocentes. Estaban con él Herodías y su hija Salomé. En su madurez, durante un viaje a Roma, capitaI del Imperio, Herodes Antipas había arrancado Herodías a su medio hermano Filipo, para vivir con ella, llevando ambos una vida licenciosa.
El país todo se indignó, pero nadie tuvo el valor de reprochar al tetrarca su conducta escandalosa. Nadie, excepto un hombre: Juan el Bautista, quien, apersonándose repetidamente al rey, le enrostraba: No te es lícito tener a la mujer de tu hermano. Herodes no se decidía a tomar medidas en contra de él, pero Herodías clamaba a su lado pidiéndole que eliminara a aquel hombre que la humillaba. Por último, abrumado, el tetrarca mandó prenderlo y lo aherrojó a la cárcel.
Al llegar la fiesta de su cumpleaños, Herodes invitó a un banquete a los grandes de su corte, a los jefes de las tropas y a la gente de mayor prestigio social de Galilea.
La magnificencia, eI lujo y el derroche campeaban en el festín. Los esclavos circulaban entre los invitados con bandejas cargadas de pIatos raros y exquisitos vinos procedentes de las regiones más apartadas del Imperio.
Entró, por último, Salomé, la hija de Herodías; bailó y agradó tanto a Herodes, que éste dijo a Ia joven: Pídeme cuanto quieras, que te lo daré. Y añadió con juramento: Aunque sea la mitad de mi reino.
Salió entonces ella de la sala y fue a una contigua, donde se hallaba su madre con las otras mujeres.
- ¿Qué pediré? le preguntó.
Respondió ésta: - La cabeza de Juan el Bautista.
Se entristeció Herodes; mas se creyó obligado por el impío juramento. Momentos después, Juan agregaba a sus palabras el testimonio de su sangre, siendo martirizado en la cárcel de Maqueronte. Su cabeza ensangrentada apareció en la sala traída en una bandeja por el verdugo. La tomó Salomé y se la entregó a su madre, quien se ensañó con ella, según refiere san Jerónimo.
Tenía san Juan Bautista treinta y dos años de edad y corría el año 31 de nuestra era.
Aquí terminan las noticias ciertas sobre los personajes de este drama.
El nombre de Herodes ha quedado como sinónimo de horror. Y no es para menos. Hubo un Herodes, llamado el Grande, que mandó nada menos que degollar a todos los niños menores de dos años que vivieran en la región de Belén, cuando tuvo noticias del nacimiento de Jesús; pasados unos años, vino otro Herodes, su hijo, conocido por Herodes Antipas, que mandó cortar la cabeza de Juan el Bautista en medio de un banquete de cumpleaños. ¿Qué quieres? Al mencionar el nombre, a uno, aunque ya no es un niño, se le remueven los jugos internos. De este último es de quien hablamos en torno al martirio de Juan.
Quizá sea conveniente una clarificación del entorno para mejor comprender la historia, porque hablamos de historia, no de relatos más o menos lejanos que pudieran estar envueltos en la imprecisión, la épica o cualquier tipo de género negro literario.
Juan, el personaje principal, es aquel hijo del sacerdote del templo de Jerusalén que se llamaba Zacarías y de su esposa Isabel, la parienta de la Virgen; santificado en la Visitación, se entregó al hacerse adulto y madurar a cumplir la misión que Dios le había confiado como Precursor; vivía con una austeridad desconocida en el desierto, predicaba las verdades con una fuerza que arrebataba, llamaba a todos a la conversión y a la penitencia, logrando que la buena gente formara colas para ser bautizadas por él en el río Jordán. Todo un tipo.
Herodes Antipas era por el momento tetrarca, reinando en Galilea y Perea, desde que murió su padre. Un reyezuelo pequeño con poco quehacer; a lo más, vigilar las fronteras para que no se le acercaran demasiado los nabateos vecinos. Está sometido al poder de Roma. Pasa temporadas largas en la fortaleza de Maqueronte donde se ha hecho edificar una residencia dispuesta con todo el lujo propio del paganismo romano y abundando en refinamiento oriental. Allí se dedica a la vida cómoda y disfruta del ocio entre sedas, perfumes, copas y mujeres; tiene de todo y en abundancia.
Un hermano suyo es Arquelao, rey de Judea, Idumea y Samaría. También tributario de los romanos.
Otro hermanastro –sólo hermano de padre– es Filipo. Este fue muy mal visto por los judíos al enamorarse de su sobrina Herodías y casarse con ella, por problemas de consanguinidad; vive en la capital del Imperio, como oscuro particular.
Herodías, otro de los personajes importantes, es nieta de Herodes el Grande y, por tanto, sobrina de Antipas y Arquelao; por línea paterna, es también sobrinastra de Filipo, al tiempo que cuñada de Herodes Antipas. Altiva, dominante, ambiciosa, goza con la intriga, vive en fantasías de grandezas y está ansiosa de fausto.
En Roma está asentado el paganismo y, entre los importantes, todo son afanes de placer. Por eso va frecuentemente Antipas allá, con la excusa de informar a su amigo Tiberio del modo de actuar los gobernadores romanos en su reino. Se hospeda en casa de Filipo y, desde allí, se pasa a los distintos ambientes el grado de superlujo que ha creado en su fortaleza-palacio-harén de Maqueronte. Con tanta y frecuente intimidad, surge la pasión de Filipo por Herodías y salta la chispa porque a Herodías le deslumbra lo que oye de fastuosidades y está anhelante de poder. Lo tienen difícil de cara a casarse, porque de una parte, también Herodes tiene por esposa legítima a la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos –la que aburrida y cansada terminó huyendo a refugiarse en la corte de su padre–, y de otra parte, los rabinos judíos son duros y exigentes en este asunto.
Pero acaban triunfando pasión y ambición. Herodías abandona a su esposo, toma a su hija y se va en busca de la fastuosidad y el boato de Maqueronte. Cuantas más fiestas, mejor se olvida la tensión nabatea por el orgullo herido del rey, y una ocasión especial se presenta con el cumpleaños de Antipas. Pero son meses los que lleva en la mazmorra Juan el Bautista. Se le ocurrió al poco tiempo de llegar, decirle secamente y sin fisura al rey: «no te es lícito vivir con la mujer de tu hermano». Y se molestó la dama. No lo pudo aguantar y se puso furiosa con el de piel de camello. Pidió y exigió la cárcel para callar aquella voz que le parecía insolente. Conseguido el primer paso, forja un plan para el cumpleaños, cuando todos estuvieran movidos por el licor y excitados por la sensualidad al contemplar el contorneo de su hija que ella se encargaría de motivar.
Presente la nobleza, los importantes jefes palaciegos y militares, los aduladores y los trepas; otros sólo son comilones y juerguistas, pero hay muchos invitados. La fiesta es grande, va de más a mejor, tendiendo a lo apoteósico. En el apogeo no actuarán hoy las bailarinas asalariadas; será la mismísima hija de la querida del tetrarca a la que Flavio Josefo llama Salomé. Ondulaciones, giros y carácter impúdico de aquella que tiene juventud y arte. Se estremece Herodes y jura: «Te daré lo que pidas». La consulta a la madre tiene una respuesta maquinada: «Ahora mismo, la cabeza del Bautista». Dice el Evangelio que Herodes tuvo pena; pero, si la hubo, fue tan ineficaz como cobarde. Rodó por el suelo la cabeza y la pusieron con mal gusto en un plato como regalo.
Sucedía que al molestar una boca, los grandes de aquella época la hacían callar con su enorme poder. Los medios sólo están en dependencia del refinamiento y del gusto.