Bien ganado tenía la madre Teresa de Jesús este conventual sosiego con que se regala en Avila después de las andaduras y desventuras de aquel año 1570.
La fundación de Pastrana le puso el corazón en aprietos de sangre ante el dramático destino de sus pobres monjas, entregadas al turbio albedrío de la princesa de Éboli. Con su único ojo bello, inquietante y sutil, quiso doña Ana Mendoza de la Cerda envolver sus extravíos en el lirio celeste de la blanca capa del Carmelo. Y como todo eran embelecos de fantasía y antojos de viuda, aún verde, muy pronto colgó penitencias, silencios y hábito. Pero ni aun así placían la devoción y el recogimiento en aquel Carmen, acosado, desde fuera, por las impertinencias priorales de la Éboli. Total, que la Santa procuró por cuantas vías pudo, suplicando a Perlados, que quitaran de allí el Monasterio, como se hizo. Y Teresa de Jesús, baldada de carretas y de muleros, dio con su amargura en la Encarnación de Avila, peregrinando penosamente los caminos de Madrid, Toledo y Escalona.
Se entiende muy bien toda su vida, a la luz de aquel ardoroso anhelo de San Pablo: suplir, con el sacrificio de su carne, lo que resta a la Pasión de Jesucristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia. Y a tan altos arrobos le sube su corazón enamorado —su muero porque no muero— que muchas veces refresca los ardores de su angustia con la memoria de aquel ansia adolescente de martirio que le empujaba a irse para cristianizar las tierras de moros. ¡El martirio! Y ahora, en el silencio de su clausura apacible, cuando el verano implacable de Castilla pone los cielos transparentes, como el purísimo cristal donde se mira la gloria de Dios. 15 de julio de 1570. Teresa canta los finos latines del salterio de Vísperas, en honra de su Madre del Carmen, que es también la Virgen Capitana del mar. Y es su oración tan honda y tan quieta, que luego se sale, sí, extática y luminosa, a la contemplación de los divinos secretos inefables. Jesucristo le va a compensar sus fracasos de Pastrana. Y, de pronto, le muestra una falange de jesuitas, con sus estolas de sangre y sus palmas de martirio, que suben glorificados a la eterna beatitud del cielo. Queda la Santa absorta, enajenada de gozo, embebida en la luz del cortejo, que viene desde la mar océana, desconocida y distante; y aun le parece que la espuma de las olas pone un escabel de pleitesía a los bienaventurados; que canta con ellos un tedéum de oro y de cristal, hasta que se pierden en la gloria de Dios.
Cuando torna en sí confiere a su confesor y consejero, padre Baltasar Alvarez, el regalo de aquella visión misteriosa que tan altas consolaciones le diera: porque la sangre de los mártires —lo sabe ella muy bien— ha sembrado en el mundo el buen trigo de Dios para colmar los graneros de la Iglesia. Pero ni fraile ni monja atinan a esclarecer el mensaje de la visión. Pasaría aún mucho tiempo hasta que Lisboa y Madrid conocieran la aventura de un navío que, por las mismas rutas del Descubrimiento, dio testimonio de los destinos misionales de España, para vergüenza de muchos colonialismos que vendrían después. Y esta historia admirable os la voy a referir muy puntualmente, para la mayor gloria de Jesucristo.
Todo el negocio anda entre santos. La primavera de 1569, recibe San Francisco de Borja, en su curia generalicia romana, al padre Ignacio de Acevedo, jesuita portugués, insigne por su piedad y sabiduría. Retorna, desde el Brasil, a traer informes sobre la encomienda de visitador que el tercer general de la Compañía le diera en 1566. Sus noticias son francamente alentadoras.
Durante los tres primeros meses de su residencia en la capital —Bahía de Todos Santos— se había detenido el padre para reavivar el verdadero espíritu de Loyola entre sus hermanos jesuitas de la primitiva fundación, hecha diecisiete años antes. En aquel tiempo —leemos en una crónica antigua— la provincia misionera del Brasil recibió, con Acebedo, el alma de la Compañía, ya que hasta entonces había regido según criterio de los distintos superiores, diferentes en talentos y espíritu, y con diverso influjo sobre los súbditos. Como es natural, le costó muchas penas y trabajo esta reforma interior, hasta configurarles con la imagen de San Ignacio, que él guardaba fielmente en la norma de su corazón y de su vida. Y lo hizo, según las viejas memorias, con suma prudencia, celo ancho y encendida caridad, virtudes poco comunes a su edad joven.
Tenía asegurada la base inconmovible de aquellas difíciles misiones: los obreros de la mies. Pero la mies era mucha: una selva virgen que escondía terribles misterios de sangre. Los fundadores se habían establecido cautamente, a los principios, por todas las orillas del mar, en la desembocadura de los grandes ríos, donde la presencia de los soldados portugueses les guardaba de morir entre las bocas hambrientas y salvajes de los antropófagos. Algunos, sin embargo, cristianizaban la selva. Y a todos visitó Acevedo, superando las penalidades de tantos caminos arriesgados. Fundó escuelas de enseñanza, y aquellas magníficas reducciones, como primera conquista del orden social, para alivio de pobrezas y estímulo del trabajo. Con licencias del rey don Sebastián erigió en Río de Janeiro el Colegio Real, de altos estudios, verdadero martillo de la herejía calvinista, que contaba allí con innumerables prosélitos.
Y ahora, en esta dulce primavera romana de 1569, entrega a Francisco de Borja el brillante informe de su visita al Brasil. Hay una petición justa, celosa, instante. Que se le autorice una leva de misioneros portugueses y españoles, como urgente estrategia para la conquista cristiana de las tierras recién descubiertas. Accede Borja, porque la Compañía sólo busca la mayor gloria de Dios. Y, para que esta recluta de soldados de la Iglesia cuente con las máximas bendiciones del cielo, le presenta al papa San Pío V, que emocionadamente acoge aquella empresa de la catolicidad española. Hay un detalle misterioso. El Pontífice concede a Acevedo la licencia singularísima de sacar dos copias de aquella Madona de San Lucas venerada en Santa María la Mayor, para que les acompañe. Y mediante estas imágenes, la Señora, que es Reina de los apóstoles, va a jugar en la aventura marina del martirio el papel protagonista de Columna de toda fortaleza.
Al retorno de Roma encontramos a Acevedo en Zaragoza, en plenas faenas de completar su expedición de sesenta y nueve voluntarios jesuitas. No viene perdido, sino atado a la fama de virtudes y enorme temple de un coadjutor humilde, que le llegó hasta la Ciudad Eterna. Se trata de Juan de Mayorga, el navarro. Y diciendo navarro ya se comprende la reciedumbre de un carácter, decidido a las más duras conquistas y batallas por la defensa de la fe. Mucho tiempo estuvo abierta una disputa histórica sobre su origen incierto. Pero las recientes investigaciones del insigne padre Pérez Goyena han devuelto a Mayorga su bautismo de navarro verdadero. La controversia tenía sus razones. Porque precisamente en el mismo año en el que nace —1530—, en San Juan de Pie de Puerto, nuestro césar Carlos abandona el regimiento de aquella Sexta Merindad, atribuida siempre a la Corona de Navarra. Bastante lógico que los historiadores franceses, con muy débiles argumentos, le hicieran francés. Pero ahora son abrumadoras sus credenciales de legitimidad navarra y española.
Sabemos de él que tenía un subjeto sano y robusto, común entre la raza vasca; que era pintor, y que fue admitido en la Compañía, a la edad de treinta y cinco años, el 22 de julio de 1566. Sería un artista modesto, piadoso desde siempre en su oficio, pues ignoramos los calibres de su maestría, aunque es fama que sus pinturas obraron prodigios, y fueron muy solicitadas, después de su martirio.
No estaba Mayorga huérfano de paisanaje en aquella fulgurante leva del padre Acevedo por España y Portugal. En el colegio de Plasencia se alistó entre los misioneros otro navarro —Esteban de Zudaire—, puro en sus diecinueve años, como un lirio de sus ricas montañas de la Améscoa. Entonces precisamente salía de unos fervorosos ejercicios espirituales, en los que le fue revelada su vocación al martirio. Era sastre de artesanía. Pero, en aquella empresa de cristianizar a los infieles, un artista podía traerlos a la fe y religión de Cristo con la hermosura y la gracia de sus colores, y el buen sastre cubrir castamente los pecados de la carne pagana y desnuda.
Para marzo de 1570 ya tenía Acevedo asentada en Lisboa la expedición de sesenta y nueve jesuitas, en espera de hacerse a la mar. Como tanto le urgía su arribo inmediato al Brasil, contrata pasaje con el capitán de la carabela Santiago, bajo la promesa de aparejar, en tres semanas, todo lo necesario para tan larga y peligrosa travesía. Los futuros compañeros de viaje eran mercaderes —corazones avaros, sin religión ni justicia—: y se convino en acomodar media nave, a forma de clausura, para que los religiosos, allí, pudieran libremente cumplir sus rezos y su regla. Todo perfecto, admirable. Pero luego saltaron penosas trifulcas con el capitán, dilaciones y dilaciones, a lo largo de cinco meses.
El 5 de junio la Santiago se hacía a las aguas, desde Lisboa, agregada a una flota de ocho carabelas bien armadas, para conducir al mismo destino al nuevo gobernador, don Luis de Vasconcellos. Los misioneros fueron distribuidos de esta suerte: veinte en la nao capitana; tres como ángeles custodios de una turba de niños, huérfanos por la peste de Lisboa, que iban a posesiones de ultramar: siete como capellanes del resto de la flota y treinta y nueve, con el padre Acevedo, en la Santiago. Pero sobre este único y grande camino del mar Dios traza otro misterio de caminos, que se enfilan hacía su gloria. ¿Quién pensara entonces, cuando la primavera madura ponía en la cornisa de las playas lisboetas un triunfo de gaviotas, de rosas de sal y de canciones, que allí arriba, entre las brumas de La Rochelle, un hombre perjuro de su fe católica, cínico y pirata, reunía sus carabelas para cazar a los cristianos? Sólo Dios.
Santiago Soria se tituló general de los mares de aquella doña Juana de Navarra, reina sin reino, oprobio de mujeres y calvinista. Era rico, por sus asaltos afortunados a naves venecianas y portuguesas. Pero ahora no le atraían las joyas ni los doblones de oro, sino aquel placer de la venganza. A todo viento de sus velas impacientes planta su flota, como un diabólico atlante, en la misma ruta del gobernador Vasconcellos, y le veja con sus mensajes altaneros y desvergonzados. Es buen estratega, astuto y valiente.
El 13 de junio la expedición cristiana pone sus proas a la isla de Madera, donde se toman un descanso. Los naturales del país avisan a Vasconcellos que el corsario Soria navega por las alturas de la Gran Canaria, y entonces decide detenerse hasta que pasen los peligros de un asalto pirata. Para Acevedo el problema es duro, pavorosa la prueba. Los mercaderes de la Santiago urgen proseguir, porque la suerte de la propia vida pesa menos que los doblones de oro que han de amontonar con el tráfico de sus mercaderías. El bendito padre Ignacio se recoge a ayunos y a oración: celebra ante sus compañeros una misa del Santo Espíritu, declarándoles, en una encendida arenga, los términos reales del peligro que corren si se hacen a la mar de nuevo. Aceptan todos, menos cuatro, que se reemplazan con otros cuatro valientes. Y el 9 de julio boga la Santiago, con buen temple de vientos, hasta la vista de La Palma. Pero entonces, a la luz borrosa del alba, un marinero grita desazonadamente: ¡Naos a la vista! Es Soria, fanfarrón de sus cuatro carabelas, veloces y fuertes de artillería, que levanta su bandera intimando la rendición de la Santiago. ¡Pero qué española la respuesta! Una seca descarga de morteros y arcabuces, que pone un escalofrío de odio y de rabia en la carne morena del corsario. Después, una rápida maniobra de envoltura al navío cristiano... ¡y al abordaje!, mientras él increpa desde el puente de la nao capitana: Perros sarnosos, que abrís por el Brasil juicios de inquisición y de tortura para mis amigos luteranos, ¡A morir sin piedad, sin óleos, como los perros! Hay un confuso griterío de blasfemias, cruzarse de picas y de espadas, jadeos de sudor, oraciones, crujidos de huesos rotos, entrañas al desnudo, tufo de sangre caliente... ¡Horrible la tortura y las matanzas! ¿Y cómo el cielo permanece azul, apacible, confundido con las aguas quietas que ya son de pura sangre? Acevedo cayó en primer lugar. Quisieron arrancarle aquella Madona de San Lucas, pero sus manos, como garfios de acero, sostenían en alto la divina imagen. Y allí quedó sobre las olas, para sostener el martirio de los compañeros. A Mayorga le partieron materialmente por la cintura, rotas ya las articulaciones, para que su robustez de Vasco no le salvase, nadando a la desesperada. Y aún bendecía a sus verdugos, con el crucifijo, cuando la tumba piadosa del mar acogía sus despojos sangrientos. La muerte de Zudaire fue más rápida, pero más expresiva: le segaron casi la cabeza del cuerpo, y, cuando le arrojan a las aguas, aquellos labios limpios y jóvenes, que perdonan, cantan un tedéum de triunfo, que luego repiten y agrandan las caracolas, los ángeles y los vientos, para que todos los triunfadores, que oficiaron su propio sacrificio, entren en la gloria de Dios.
¿Por qué Teresa de Avila contempla, este mismo atardecer, el gozo celeste de estos bienaventurados jesuitas? Acaso las voces de la sangre. Porque, al fin de la matanza, indultado el hermano cocinero con el designio de ponerle al servicio del pirata, un sobrinillo del capitán de la Santiago —San Juan de apellido y con estirpe, en su sangre, de la Santa— toma una sotana de los mártires y, revestido de jesuita, se ofrece —como una rosa encendida, su carne de niño— para cerrar la cuarentena de la corona triunfal de este martirio. Como en Sebaste de Armenia, misteriosamente.
Invita a pensar la historia. Estos esforzados atletas de Cristo —obscuros y humildes, como Zudaire y Mayorga— entregaron, en testimonio de su fe, la existencia por la esencia, sin miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no alcanzan a destruir los alcázares inmortales del alma.
Las doctrinas de Cristo en su Evangelio, y su obra de redención, perennemente viva en el alma de su Iglesia, han de padecer hasta el fin. Porque Él se nos ha revelado como el signo de contradicción y piedra de toque para el bien y para el mal.
En nuestro tiempo, junto a sutiles persecuciones y opresiones físicas, que han levantado una muchedumbre de testigos del Señor Jesús, con el tributo martirial de sangre y haciendas, cunde otro más dramático combate: el del materialismo dialéctico y técnico, que convierte al hombre, descristianizado, en una helada máquina de rencor, de tedio y de angustia. Es llegada la hora de definir nuestra vida en un sentido sacro de testimonio, en defensa de las verdades de nuestra fe, de la moral católica y de los derechos y libertades de nuestra madre la Iglesia.
Testigos de la verdad del Evangelio, el intelectual y el profesional, el artista y el artesano, dentro de la casa y en medio de las trepidaciones angustiosas de nuestra calle moderna.
Como esta noble falange jesuita de mártires del Brasil, que en su lejanía de siglos nos enseñan, con temple muy español, a cuánto nos obliga nuestro bautismo de cristianos, FERMÍN YZURDIAGA LORCA