1 de Septiembre

SAN JOSUÉ Caudillo de Israel

A juzgar por el tiempo que sobrevivió a Moisés, nació en Egipto, durante la esclavitud de los hebreos. Llamábase Oseas (=Salvación), pero Moisés, al enviarle con los otros once exploradores a reconocer la tierra prometida, se lo cambió en el de Josué.

El Señor salva. Por su padre Nun o Non (en griego Nave) y a través de sus cinco ascendientes Elisama, Amiud, Ladán, Taan y Tale, hermano de Beria, Sara, Rafa y Resef, hijos estos cinco de Efraím, descendía Josué de José, hijo del patriarca Jacob. Realzan su persona tanto el cambio de nombre como el detalle de su genealogía conservada en la Biblia. Elisama, abuelo de Josué, era uno de los doce tribunos, representando en los actos solemnes a la tribu de Efraím.

Por demás significativos son los epítetos y las frases con que el sagrado texto ha querido reflejar las hermosas cualidades personales de Josué. Oigamos al Eclesiástico: Esforzado en la guerra fue Jesús (Josué) hijo de Nave (Nun), sucesor de Moisés en el don de profecía; grande según su nombre y más que grande como Salvador de los elegidos de Dios; vencedor de los enemigos de Israel y repartidor de la herencia de su pueblo. ¡Cuánta gloria alcanzó levantando su brazo y lanzando el dardo contra los muros del adversario! ¿Quién antes de él así combatió? Porque el Señor le puso en sus manos los enemigos... Fue siempre en pos del Omnipotente y en vida de Moisés hizo una obra muy buena junto con Caleb, hijo de Jefone, oponiéndose a la revuelta del pueblo para apartar de él la venganza divina y apaciguando el sedicioso murmullo y la maligna murmuración, resolviendo hacer frente al enemigo; estos dos fueron aquellos que del número de 600.000 hombres salieron salvos de todo peligro para conducir al pueblo a la posesión de la tierra que mana leche y miel. En efecto —se nos dice en los Números—, todos aquellos hombres que Moisés envió a reconocer la tierra, y a la vuelta hicieron murmurar al pueblo contra él, publicando falsamente que la tierra era mala, fueron heridos de muerte a la presencia del Señor. Solamente Josué, hijo de Nun, y Caleb, hijo de Jefone, quedaron con vida de todos los que fueron a explorar la tierra. La gran confianza, que en Dios tenía, le hizo clamar contra la infidelidad y perfidia de los otros; y así Josué por su obediencia llegó a ser caudillo de Israel, pudo escribirse en el libro primero de los Macabeos. Tuvo el espíritu de sabiduría por imposición de las manos de Moisés; y Flavio Josefo le llama varón de incomparable prudencia y elocuencia, así como fuerte y diligente en el mando supremo.

No es menos elocuente la narración de sus empresas políticas y militares, que llenan todo un libro de la Sagrada Escritura, al que se ha dado su nombre, considerándole muchos como su autor. Al primer encuentro bélico en Rafidín, cerca del Sinaí, con Amalec, que cortaba el paso a los israelitas, Moisés manda a Josué ponerse al frente de los soldados, mientras él con los brazos en cruz oraba en el monte. Esta designación de Josué como caudillo militar es aprobada por Dios, dándole la victoria y ordenando se escribiese para recuerdo perpetuo. Si Moisés asciende por mandato de Dios a la cumbre del Sinaí, es Josué el único que sube y baja con él y, como parece desprenderse de la narración bíblica, le acompaña también en la visión dentro de la nube. No en vano era para Moisés el principal, el íntimo, carísimo y familiarísimo; tan celoso de la gloria del Legislador que no pudo llevar en paciencia los carismas de Eldad y Medad, por temor a que su ejemplo suscitase la rebelión del pueblo. La misión política y militar de Josué tuvo dos partes: conquistar la tierra prometida y repartirla entre las tribus de Israel. El paso del río Jordán, la circuncisión de los que habían nacido en el desierto, la celebración de la Pascua, la aparición del ángel príncipe del ejército del Señor, la conquista de Jericó, de Hai, la sumisión de los gabaonitas y el sometimiento primero de la Palestina del norte y después de la Palestina del sur, con la victoria de 31 reyes, son los hechos culminantes de la primera parte de la misión de Josué. En la segunda, asentadas al otro lado del Jordán las tribus de Rubén, Gad y media de Manasés en vida de Moisés, quedó a Josué la tarea de inspeccionar, medir y repartir entre las demás tribus el territorio de la Palestina cisjordánica. Dio cuarenta y ocho ciudades a la tribu sacerdotal de Leví, estableció seis ciudades de asilo (tres a cada lado del río), promulgó las bendiciones y maldiciones en los montes Hebal y Garizín, celebró la fiesta de los Tabernáculos y el año sabático, y colocó en un sepulcro del campo de Jacob, cerca de Siquén (hoy Naplus), los restos de José traídos de Egipto.

De tantos triunfos militares y políticos obtenidos con el divino auxilio, según la palabra del Señor, que le dijo: Ninguno podrá resistiros en todo el tiempo de tu vida; como estuve con Moisés, así estaré contigo: no te dejaré ni te desampararé, es necesario destacar cuatro hechos por su evidente carácter sobrenatural: el paso a pie enjuto del río Jordán, el estrepitoso derrumbamiento de las murallas de Jericó, la lluvia de piedras en Betorón y la detención del sol en Azeca. Mañana ha de obrar el Señor maravillas entre vosotros, dijo al pueblo Josué la víspera de pasar el Jordán. En efecto, siendo el tiempo de la siega, el Jordán había salido de madre y, sin embargo, sus aguas se dividieron y las que bajaban se detuvieron, elevándose a manera de un monte, hasta que pasó todo el pueblo protegido por el Arca de la Alianza.

Al séptimo día de rodear procesionalmente con el Arca de la Alianza el recinto murado de Jericó, levantando el grito todo el pueblo y resonando las trompetas, luego que la voz y el estruendo penetró los oídos del gentío, de repente cayeron las murallas. ¿No es así que al ardor del celo de Josué se detuvo el sol, por lo que un día llegó a ser como dos? Invocó al Altísimo todopoderoso mientras le estaban batiendo por todos los lados sus enemigos y el grande, el santo Dios, oyendo su oración, envió un furioso granizo de piedras de mucho peso.

Murió Josué de ciento diez años y fue sepultado en su ciudad de Tamnasaret, coincidiendo su historia probablemente con el año 1440 antes de J. C.

De la santidad de Josué dan testimonio, en primer lugar, las sagradas letras. Ellas dicen que fue hombre de espíritu, que siempre anduvo en pos del Omnipotente, y en los días de Moisés mostró piedad y no se apartaba del Tabernáculo. Flavio Josefo termina su elogio con estas palabras: Era en la paz bueno y generoso y además en toda virtud eximio. Josué ha sido tenido por los Santos Padres como figura y tipo de Jesucristo en su nombre y en sus hechos, y San Juan Crisóstomo le llama Josué casto.

San Roberto Belarmino, reduciendo a compendio las virtudes de este general hebreo, se expresa de este modo: Viniendo ya a las virtudes y privilegios de San Josué, diré: Fue el caudillo Josué de una inocencia igual a la del patriarca José, cuyo descendiente era. Otra virtud, y ella singularísima en nuestro Josué, fue la castidad virginal, en la que superó a la castidad del patriarca José y la de su señor y maestro Moisés. En cuanto a la fe en Dios, no sé que haya existido otro mayor que él, y lo mismo creo se puede afirmar de su esperanza y amor a Dios y al prójimo. A todos son notorias su prudencia y fortaleza.

En la literatura medieval se le cuenta entre los 24 ancianos del Apocalipsis, figurando su nombre al lado de Moisés. Su sepulcro, según San Jerónimo, fue venerado por Santa Paula en su visita a los Santos Lugares de Palestina; los árabes de esta región celebran también su fiesta iluminando el cenotafio tenido en Tibne por el sepulcro de Josué.

Y, para que nada falte a honrar su memoria, San Gregorio de Tours refiere que se curaban los leprosos bañándose en las aguas termales, que se creían de Josué, de Lévida, ciudad distante unas doce millas de Jericó. El mismo autor escribe que su padre, acudiendo a la intercesión de San Josué, curó de las fiebres y gota que padecía.

Coptos, griegos y el martirologio Romano le nombran el 1 de septiembre, como también Usuardo y Abdón, quienes le dan el título de Profeta. Un calendario antiguo, llamado Juliano, le pone el 30 de abril y los musulmanes de Siria acuden a la ciudad de Trípoli en el Líbano para venerar el sepulcro de Josué, que ellos creen estar allí.

JULIÁN CANTERA ORIVE

Josué, conquistador (A. T.)

Nació en Egipto durante la esclavitud que soportaron los hebreos por más de tres siglos. Sus buenos padres le pusieron por nombre Hosea que quiere decir «salvación», pero Moisés le cambiará el nombre por el de Josué «el Señor salva», cuando lo envíe a explorar la tierra Prometida. Es hijo de Num y el sexto descendiente de José, hijo de Jacob, el Patriarca. Recibió el espíritu de sabiduría por la imposición de las manos de Moisés y le sucedió igualmente en el don de profecía, mostrándose como el salvador de los hijos de Dios.

Fue el hombre fiel a Moisés; y esa actitud suponía mostrar fidelidad a Dios, por ser Moisés el mediador elegido por Yavé en todo lo que hacía referencia a la liberación del pueblo. Le acompañó por cuarenta días, cuando Dios le llamó para establecer la Alianza y darle las Tablas en el Sinaí, quedándose en el campamento Aarón y Jur. Moisés mismo le dio en el desierto el encargo de ponerse al frente de los guerreros, como caudillo, para pelear contra los amalecitas, que les cortaban el paso junto al Sinaí, mientras el Libertador se ponía a rogar a Dios por el triunfo de Israel; cuenta el libro sagrado que, en esta ocasión, mientras Moisés oraba con las manos en alto, el pueblo vencía, y, como cuando Moisés –cansado–  bajaba los brazos, los enemigos prosperaban; por eso,  hubieron de soportar a Moisés en actitud orante para vencer. Josué era un hombre piadoso; su sentido de lo sagrado le llevaba a mostrarse amante de permanecer junto a la tienda que guardaba el Arca de la Alianza. En tiempos de Moisés siempre se mostró decidido a sofocar las rebeliones de aquel pueblo tan desconfiado y descontento: no soportó los carismas de Eldad y Meldad por temor a que la gente se rebelase; tampoco dejó de intervenir cuando se extendió por el campamento la desilusión y el descontento, a la vuelta de explorar la tierra que Dios les daba en herencia, al comprobarse la muerte de diez de los exploradores  –quedaban sólo Josué y Caleb–  y el pueblo, temeroso y acobardado, comenzó a murmurar ante la nueva aventura de conquistar una tierra que, además de ser un sequedal, estaba ocupada por unos moradores poderosos.

Ya era la hora de poseer la tierra que Dios prometió a los israelitas al sacarlos de Egipto. Han pasado cuarenta años desde que sucedieron aquellos acontecimientos salvadores. Ahora es un pueblo joven el que está en las proximidades de Canán. Son los hijos de los que Yavé sacó con mano poderosa. Se han curtido en el inhóspito desierto donde han vivido del mimo de Dios y presenciando a diario sus grandezas. Tienen esculpida en su alma la idea de que sólo siendo fieles a la Alianza tienen garantía de la protección de Dios. Josué es un varón pletórico de fe y casto, joven y fuerte, que mantiene la seguridad de que será Dios quien vencerá a los poderosos habitantes de la tierra que se les da en posesión. Tienen que pelearla, pero sólo Dios les dará la victoria.

Han aprendido que aquella tierra que «manaba leche y miel» existía sólo en la poesía  y en la imaginación de la gente; sus habitantes les parecían gigantes y la herencia de Dios no vendría caída del cielo. Jericó es la plaza fuerte que les abrirá las puertas a la conquista. Posee murallas duras y sus habitantes están aprestados a defenderla. Es  Dios quien habla ahora con Josué, como antes lo hiciera con Moisés, dándole instrucciones para la empresa. No se le pedirá pasividad, sino una disposición absoluta al misterio. La táctica guerrera sugerida es la más impensada y la menos descrita en las praxis de la guerra: hay que dar vueltas a la ciudad, cantando y tocando las trompetas. Así se caerán las potentes murallas de defensa.

Pero no sólo se trataba de conquistar. Es también preciso que Josué cuide el reparto o distribución de las nuevas tierras entre las doce tribus y propicie su asentamiento. Además, se debe continuar la tradición legislativa mosaica para el bien del pueblo, cuidando las normas de convivencia en lo tocante a mantener el espíritu de la Alianza. Por mandato de Josué se circuncidaron los hijos de Israel que habían nacido en el desierto, se concretaron las celebraciones de las fiestas de la Pascua y la de los Tabernáculos y Josué pronunció bendiciones y maldiciones en los montes Hebal y Garizin.

No faltaron intervenciones prodigiosas de Dios en la conquista de la tierra y en el asentamiento del pueblo: pasaron el río Jordán de modo milagroso, a pie seco, como antes hubiera sucedido, allá en las orillas del mar Rojo; se conquistó Jericó con el estrepitoso derrumbamiento de sus murallas por favor divino; vino la oportuna protección de Dios que hizo caer del cielo oportunamente granizo en Betorón, cuando sufría el acoso de los enemigos; igual que –por la oración de Josué– se detuvo el curso del sol en Azaca. Este conquistador terminó por someter a la treintena de reyes madianitas.

Respetuoso con las tradiciones de familia, colocó en un sepulcro del campo de Jacob, cerca de Siquén, los restos de José, traídos de Egipto.

Murió a los ciento diez años y sus restos recibieron sepultura en Tamnasaret,  en torno al año 1440 antes de Cristo.

Josué no puso un «pero»  a los planes de Yavé por más que la conquista de la Tierra Prometida pudiera parecer una gesta que desbordaba sus posibilidades y las de su pueblo. Hace lo que Dios quiere con la presteza que origina la fe y termina sucediendo como Dios dice. Y es que Dios se ríe de las encuestas; la lógica humana se ve superada con su poder y las estadísticas de los hombres se tornan enanas en su presencia.  La fe hace que se caigan las más altas murallas de la tierra.