8 de septiembre

NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

Al nacer María, la linda hija de dos israelitas estériles, llegó al mundo la luz, aquella que se había ocultado en el jardín de las Delicias.

Traía la niña un mensaje de redención que no guardaría oculto en su alma. Ella lo había de depositar en Aquel a quien después le diera la vida.

La lglesia quiso destacar en la lista de sus conmemoraciones la festividad del nacimiento de María. Y fue instituida la fiesta para recordar a los cristianos la singular predestinación de la Madre del Salvador. María anunció al mundo un nuevo gozo y en la liturgia del día, en el himnario de maitines, se exclama: Nace María, salud de los creyentes, y su nacimiento es verdaderamente salvación de los que nacen.

El día 8 de septiembre el santoral nos habla de la entrada de la Virgen en el mundo y en nosotros se despierta una gran curiosidad, razonable, al fin y al cabo, por saber detalles de su nacimiento.

Los evangelistas, de quien María fue su guía, nada dicen en concreto de la Natividad. Cristo absorbió toda su preocupación. Dando a conocer al Hijo, de rechazo, dieron a conocer a la Madre. Sólo nos cuentan pasajes y divagaciones de este día glorioso los evangelios apócrifos, sobre todo el Protoevangelio de Santiago, uno de los libros de más difusión en los primeros siglos del cristianismo. Más tarde hacen estudios acerca de este punto San Epifanio San Juan Damasceno, San Germán de Constantinopla, San Anselmo, San Eutimio, patriarca de Constantinopla, y todos los teólogos medievales, así como los santos y mariólogos de los siglos más cercanos.

Pero los evangelios canónicos guardan silencio. Silencio alrededor de Ella. Dios ha comenzado la obra, Él la terminará. Ese será en todo momento el sello de la Virgen. La Madre de la palabra eterna nació en el silencio.

No obstante, algo se sabe por lo que la tradición nos va conservando.

¿Quiénes fueron sus padres? —Nació de Joaquín y Ana, dos israelitas ancianos. Fue de sangre real y de estirpe sacerdotal, así lo repite la antífona de la misa de la Natividad.

Ana era hija del sacerdote Mathan y de María. Tenía dos hermanas: María, que se caso en Belén y dio a luz a Salomé, y Sobe, que engendró a Isabel, la madre del Bautista.

Algunas narraciones afirman que los padres de María eran ricos y poderosos, como correspondería al linaje de los hijos de David. Según narra el Protoevangelio, Joaquín era rico y pagaba duplicados los impuestos de la ley. Mas esta afirmación de su desahogo económico no parece probable teniendo en cuenta que aquella estirpe regia se había sumergido en una existencia obscura y no quedaban del solar de Belén, patria de David, ni restos de grandeza. Sus habitantes se habían diseminado por la Judea y la Galilea, en donde buscaron medios propios de vida. David, muerto desde hacia nueve siglos, había dejado muchos hijos que se repartieron todo. Su gloria era casi únicamente la promesa del Mesías.

Según consta en los evangelios canónicos, María perteneció a la estirpe de David y tenía como antepasados a Leví y Aarón. Conforme a la bendición que Jacob hizo a Judá, la flor saldría de esta familia reducida, pero regia, pues Joaquín venía de Barpanther, descendiente de Natham.

No puede apoyarse la opinión de los escritores apócrifos que afirman que los padres de la Virgen no eran sólo ricos, sino opulentos y hasta aseguran que sus ascendientes rigieron toda la Palestina. Eran pobres, porque de lo contrario no hubieran consentido que su hija se casase con un artesano. Después de casada, María no tuvo medios de fortuna; vivió del trabajo de su esposo, que era carpintero. Tampoco encontraron albergue en Belén la noche de su llegada, con ocasión del empadronamiento, porque no tenían amigos ni siquiera medianamente acomodados a los que acudir, cosa que hubiesen aceptado dados los momentos especiales por los que Ella pasaba.

Joaquín y Ana fueron los padres de María, y la genealogía, basada en registros públicos conservados en Jerusalén, que San Lucas inserta en su evangelio (3, 23-38), parece ser la de María, así como la que ofrece San Mateo (1, 1-17) corresponde a San José, como cabeza de familia.

Dice San Juan Evangelista que la Virgen tuvo una hermana, que permaneció junto a Ella en la cruz. Se llamaba María y era esposa de Cleofás. Otros autores hablan de que no era hermana carnal sino política, o porque Cleofás era hermano de San José, o porque ella misma era hermana de San José. Además, resulta raro que las dos llevaran el mismo nombre.

Algunos autores estudian los nombres de Joaquín y Ana y aseguran que no eran los verdaderos, sino que fueron simbólicos. Mas la tradición afirma que eran sus verdaderos nombres y que Ana quiere decir gracia y Joaquín preparación del Señor.

Se distinguieron los padres de la Virgen por su piedad y santidad de vida. Dada su misión, convenía que floreciesen en toda clase de virtudes y así lo fue en realidad. La conducta integra de estos esposos destacaría, aún más, en aquellos momentos en que Israel era un centro de corrupción y escándalo. El reinado de Herodes llevó un sello de depravación y falta de piedad hasta en los ambientes judíos. El matrimonio vivía feliz, con una sola pena, la de carecer de hijos, bendición de un hogar israelita. Cuenta la tradición que Joaquín fue rechazado del templo cuando presentaba su ofrenda y sólo a causa de su esterilidad. El judío Rubén se enfrentó con él y le dijo: Tú no tienes derecho a presentarte el primero en el templo con tus ofrendas, puesto que no has producido retoño de Israel. Consultó Joaquín los anales de las doce tribus y se cercioró de que desde Abraham todos los justos de Israel habían tenido sucesión. Se retiró al desierto con el corazón oprimido y allí le consoló un ángel con la divina promesa de una hija maravillosa.

También Santa Ana vivía triste; todo cuanto se presentaba a sus ojos con fecundidad le hacía pensar en su ultraje; hasta que un día el ángel del Señor le dijo: Ana, Ana; el Señor ha escuchado tus ruegos; concebirás y darás a luz y en todo el mundo se hablará de tu descendencia. Ana respondió: Por la vida de mi Dios y Señor, lo que yo tuviere, sea un hijo o una hija, lo entregaré en ofrenda al Señor mío Dios.

Estas versiones parecen verosímiles, dice San Juan Damasceno, porque no iba a faltarle a la Virgen una prerrogativa de la que disfrutaron muchos santos antes de su nacimiento, entre ellos el mismo precursor San Juan Bautista.

Así quedaba palpable el que María había sido engendrada por la gracia celestial, que ayudaba a la naturaleza impotente, y con un milagro se iniciaban todos los que más tarde iban a sucederle.

¿Cómo fue concebida? —Natural y prodigiosamente. Esto último por haber sido concebida de hombre anciano y de mujer estéril.

Fue concebida como lo hubieran sido los hijos en el estado de inocencia, esto es, sin movimiento de la concupiscencia, y nació como hubieran nacido los hijos en dicho estado, es decir, sin que su madre sintiera los dolores del parto, los cuales, aunque naturales en sí, fueron pena del pecado. Dios, en el estado felicísimo en que crió a nuestros primeros padres, eximió a Eva de tales dolores, exención que perdió para si y para todos sus descendientes al infringir la Ley divina.

Por lo que respecta a los padres de la Virgen, estaba muerta en ellos la voluptuosidad y usaron del matrimonio movidos de amor de Dios y no de la concupiscencia, y agrega en su libro Santa Brígida: porque mejor hubieran querido morir que usar del matrimonio con amor carnal.

San Bernardo, en su Tratado de María, centra bien el problema y afirma: Hay que rechazar el que la Virgen fue engendrada con un ósculo de paz —como quieren asegurar algunos— y no por cópula conyugal. Nadie diga esto porque sería inaudito.

María era hija de Adán. —Convenía que trajera, por generación, origen de Adán para que pudiera decirse que el Hijo de Dios era de condición humana.

Si María hubiera nacido de madre virgen, podría decirse que la suya no era carne humana, sino cosa diferente, y sería difícil probar la Humanidad de Jesús.

Santa Ana no fue virgen. Su concepción tuvo lugar por generación seminal. Se realizó mediante el concurso de hombre y mujer.

¿Y la sombra fecundante del Espíritu Santo? —Vino después a Ella, pero no con Ella.

En el origen del mundo, según dice el Génesis (1, 2). El espíritu de Dios se movía en las aguas, las fecundaba y proporcionaba las simientes. Lenguaje solemne que refleja la grandeza de la obra que iba a cumplirse: la Creación. Esa sombra fecundante, ese espíritu de Dios actuará de nuevo. Sólo espera escuchar un sí, el de la Niña que ahora nace, y comenzará otra gran obra: la Redención.

¿Cómo nació? —El nacimiento de María fue proporcionado a su concepción. Nació de una manera natural, en cuanto a lo substancial del nacimiento, y de una manera prodigiosa, en cuanto a ciertas circunstancias.

María quedó sujeta en su nacimiento a la ley natural. El momento quiere expresarlo Santo Tomás de Aquino en la Mística Ciudad de Dios (II n. 325) con estas palabras: Santa Ana, postrada en oración, pidió al Señor la asistiese con su gracia y protección para el buen suceso de su parto. Sintió luego un movimiento en el vientre, que es el natural de las criaturas para salir a la luz. Y la dichosa niña María al mismo tiempo fue arrebatada por providencia y virtud divina, en un éxtasis altísimo, en el cual, absorta, abstraída de todas las operaciones sensitivas, nació al mundo sin percibirlo por el sentido, como pudiera conocerlo por ellos si, junto con el uso de razón que tenía, los dejaran obrar naturalmente en aquella hora. Pero el poder del muy alto lo dispuso de esta forma para que la Princesa del cielo no sintiese la naturaleza de aquel suceso del parto.

La bienaventurada Virgen no proporcionó dolor alguno a Santa Ana en el momento de nacer. No puede imaginarse que aquel nacimiento que había de llenar de alegría y gozo a todo el mundo empezase con el dolor de una madre. Y así, en este caso de la venida de esta Niña Redentora, Dios derogó la pena impuesta a la mujer.

El gran amante de María, San Bernardo, quiere convencernos de esta posibilidad recordando que si algunos santos nacieron sin causar dolor a su madre, ¿cómo no es de creer que esta gracia se le otorgase a la Santísima Virgen? (Trat. de la Virgen 2).

Reconstruyendo la escena del nacimiento saltan hasta nosotros estos momentos de inmensa alegría. ¡Qué gozo tomar entre los brazos el cuerpecito de María! Debió ser inefable encontrarse con Ella hecha carne. Los ancianos padres llorarían de dicha. Esta Niña, que se parece físicamente a las otras, que aparentemente es incapaz de hablar y casi de abrir los ojos, que sólo sonríe dulcemente, es la madre del Mesías, del Salvador del mundo. Lo que aquellos ancianos saben es que es la hija de la promesa, y Ana sobre todo se siente orgullosa de recoger aquel fruto que también la hace grande a ella a los ojos de su Señor.

Su nacimiento, el más grande de la historia de todos los siglos, se ha realizado con la sencillez y ternura que acompañara su vida.

Su cuerpo fue perfecto. —Fue creada con la perfección natural, con aquélla con la que pudieron nacer los hijos inocentes de Adán. Por lo tanto nació con la perfección de sus órganos.

Santo Tomás dice que a nadie le parecerá peregrino que se afirme que si Ella no empezó a hablar inmediatamente después de nacer y a usar de todos sus órganos corporales, manifestándose como una criatura que gozaba del uso perfecto de todas las potencias, fue porque era providencia divina que apareciese ante los hombres, al menos por entonces, como criatura ordinaria.

Un cuerpo proporcionado en sus miembros debía acompañar a un alma perfectísima. Aquella Niña era hermosa. Sus facciones proporcionadas y su cuerpo bello. Si Jesús, según canta el salmista, fue el más hermoso de los hijos de los hombres, ¿por qué no admitir lo mismo en favor de su Madre? De la extraordinaria belleza de Jesús es lógico deducir la extraordinaria belleza de María. No hay duda —dice H. San Víctor— de que el fuego del amor divino, allá donde Ella intervenía, se manifestase en todo su exterior de modo que, poseyendo una pureza angelical, angelical era también su rostro.

Su alma fue perfecta. —Desde que nació tuvo uso de razón y plena libertad.

Si Dios no ha negado a la Santísima Virgen gracia alguna de las que ha concedido a las criaturas, no puede negarse que María tuvo uso de razón y libre albedrío desde el instante de su concepción. Dotada de tal facultad adquirió inmediatamente el conocimiento de Dios, y por tanto, con un simple deseo de su albedrío se lanzó con todo el afecto de su corazón hacia Él, cumpliendo un acto perfectísimo de amor. De este modo, mediante su acción personal, se dispuso a su propia santificación.

El Evangelio nos habla de este uso de razón en el Bautista. Y si a él se lo dio, ¿le negaría Dios algo que le era debido a su dignidad? ¿Permitiría que su Madre fuese inconsciente de lo que el Altísimo obra en Ella? ¿No es lógico que desde el primer instante se ofreciese a Dios como corredentora?

Plenitud de gracias en el instante de su concepción. —Dios al crearla olvida la medida.

Si la Santísima Virgen tuvo el uso de razón y la libertad desde el momento de su concepción, es lógico que tuviera ciencia y, lo que es todavía mejor, que en ocasiones tuviera visión beatífica.

Hay muchas opiniones sobre esta visión beatífica, pero coinciden los teólogos en que le fue concedida varias veces: al nacer, en la Encarnación, y en la Resurrección de Jesús.

En cuanto a la ciencia infusa per se, le fue dada de una manera habitual y permanente. Así se explica que desde que nació y durante toda su infancia tuvo uso de razón acerca de las cosas divinas; que su alma desde su creación no interrumpiese sus actos de amor de Dios, y que aún durante el sueño tuviese altísima contemplación.

También tuvo ciencia infusa per accidens, que es perfeccionamiento de la anterior, ya que la tuvo Adán desde su nacimiento y habitualmente. Recibió, infusas, desde su concepción, las virtudes morales naturales, las cuales necesitan para su perfeccionamiento de las virtudes intelectuales naturales.

De la ciencia adquirida dicen los teólogos que, teniendo uso de razón desde el momento de su concepción pasiva, sus facultades sensibles se pondrían al unísono con las facultades intelectuales y desde que nació empezó a adquirir ciencia con su propio trabajo.

Desde su concepción hasta la de su Hijo no cometió tampoco pecado mortal ni venial. Para algunos autores no fue confirmada en gracia, es decir, hecha impecable, hasta que tomó carne en sus entrañas el Verbo divino, y para otros desde su concepción fue confirmada en el bien y en la gracia.

La Santísima Virgen no tuvo imperfección voluntaria desde su nacimiento, ya que ésta tiene parentesco con el pecado venial, y jamás lo cometió.

Y en cuanto a las imperfecciones morales involuntarias, debidas a la irreflexión o la ignorancia, si no tuvo fomes peccati, tampoco puede decirse que las tuvo.

Fue exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción y recibió, por consiguiente, la gracia santificante.

La gracia actuó en su alma y la preparó para la divina Maternidad.

Ni los ángeles ni los santos recibieron en su concepción más gracias. Jamás amó Dios a nadie como a Ella, y como El da tanta bondad como amor tiene a una persona, a María le dio más que a ninguna.

La Virgen María recibió, en su concepción, más gracia que la gracia final que recibiera cualquier ángel o cualquier santo. Algunos mariólogos divagan sobre este punto, pero considerando que la gracia está en razón directa de la unión con Dios, de las relaciones que se tienen con El, verdadera fuente, ¿cabe unión más íntima y estrecha que la de Dios y María?

Recibió en su primera santificación todas las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo: la fe, la esperanza y la caridad, así lo dice el concilio Tridentino, y lo mismo sucede con las virtudes morales.

¿Dónde nació María?. —La opinión más común es que Joaquín Y Ana vivían en Jerusalén. Su patria anterior fue Séforis (la actual Saffuriye), siete kilómetros al norte de la solitaria Nazaret. Su casa distaba como unos treinta metros de la piscina Betesda, tan frecuentada por Jesús y en la que curó al paralítico. No es cierto que naciera la Virgen en Nazaret, donde luego estuvo. Los Padres antiguos llamaban a María Virgo ierosolymitana.

Ciertamente no fue su cuna de madera de cedro, ni de entarimado de ciprés, ni trono de oro sobre columnas de plata como se habla de la esposa del Cantar de los Cantares. Su cuna fue sencilla, pero digna y mecida por un verdadero amor.

Santa Ana esperaba el momento con ansiedad. El nacimiento de un niño en Palestina era un acontecimiento feliz, pero interrumpía por poco tiempo las labores domésticas de la madre. Asistían en este trance a la madre unas mujeres especializadas, como sucede todavía hoy.

Cuando la Virgen naciera se la atendería como ordenaba la Ley. El Talmud dice que lo que más le gusta a los niños es un baño de agua caliente. Según Feldman, en un estudio sobre las costumbres palestinianas, después del baño se frotaba a la criatura con sal y se la envolvía en unos lienzos. La sal se empleaba por sus propiedades antisépticas, aunque esto no se reseña en el Talmud. Así la sal hacía que la piel se le pusiera más espesa y sólida. Algunos autores antiguos hablan de un masaje con bicarbonato y sosa que hacían espuma, pero no parecen confirmarlo las costumbres hebreas. Inmediatamente de estar limpio el niño venía un masaje con aceite y la asistenta de la madre le daba a la criatura unos masajes en la cabeza con el fin de que tuviera buena forma. También usaban una hierba llamada anibe yenuka, con la que se limpiaba la boca del infante. Las vendas eran indispensables para enderezar el cuerpo delicado del recién nacido.

Cuenta E. W. Heaton en su historia, la costumbre israelita de que las mujeres amamantasen a sus hijos, aunque en ocasiones, y si la familia era rica, les ponían una nodriza, que entraba a formar parte del círculo familiar.

No lo dicen expresamente los Evangelios, pero Santa Ana sería atendida por las mujeres de su familia y la Niña María bañada, espolvoreada con sal, recubierta de aceite y envuelta en vendas. Estamos seguros que así se la presentaron a su madre, que lloraría de gozo.

¡Una escena indescriptible! Unos momentos imborrables en la vida de la humanidad.

A falta de representación histórica los artistas han interpretado a su modo el nacimiento. La expresión plástica más antigua aparece en el siglo XI. Es una miniatura que data del año 1025 en un códice griego de la Biblioteca Vaticana. Aparece Santa Ana recostada en un lecho y San Joaquín con su Hija en brazos. Durante la Edad Media fue devoción de los pintores representar este momento histórico; así lo hicieron Giotto, en una capilla de Padua, y algunos artistas en los mosaicos de Santa María in Trastevere, de Roma. Los pintores del Renacimiento de todos los países le dedican tablas a la Natividad de María. Una de las más hermosas es la de Filippo Lippi, que adornó el fondo de su Madona y el Niño con el nacimiento de María, cuadro que se encuentra hoy en la galería Pitti, de Florencia.

Para enaltecer el lugar de la Natividad de la Virgen se levantó en Jerusalén un templo llamado Santa María de la Natividad, que cambió más tarde su nombre por el de Santa Ana. En 1856 el sultán se lo cedió a Francia y fue restaurado por Napoleón III y encomendado a los padres misioneros de Argel. El papa León XIII concedió el privilegio de decir todos los días dos misas votivas en aquel santo lugar, en honor de la Inmaculada Concepción y de la Natividad de María.

Se desconoce cuándo pasó la Virgen a vivir a Nazaret.

Tal vez a la muerte de sus padres, bien en sus desposorios con San Jose o con ocasión de algún acontecimiento familiar.

Lo cierto es que en Jerusalén, cabeza del pueblo israelita y centro codiciado del mundo romano, fue engendrada María, y nació en la pequeña casa próxima a la piscina. Así lo refiere la tradición y así lo apoya San Juan Damasceno, el mayor admirador de María.

La Iglesia honró siempre con magnificencia la Natividad de la Virgen. En la liturgia ocupaba lugar destacado.

La razón por la cual su fiesta fue fijada para el 8 de septiembre se ignora. Su origen, como el de todas las fiestas mayores marianas, se encuentra en Oriente, probablemente en Palestina.

El Protoevangelio de Santiago, de fines del siglo II, da algunos detalles.

San Agustín habla en sus escritos de que no existía en su tiempo una fiesta litúrgica particular dedicada a este acontecimiento. Poco después, en el concilio de Efeso (431) y en el de Calcedonia (451), se hace una referencia. El martirologio jeronimiano lo inserta en sus páginas y traduce, claramente, la profunda razón teológica de esta celebración.

Muchos sermones patrísticos orientales exaltan el nacimiento de María y también los más grandes poetas litúrgicos bizantinos. Por San Andrés de Creta la fiesta del Nacimiento es una verdadera tradición.

En Roma penetró la fiesta hacia la mitad del siglo VII, junto con la de la Purificación, Anunciación y Asunción de María, por obra de los monjes orientales que en tal época emigraban en masa de las regiones caídas bajo el yugo mahometano.

Sergio I (687-701) estableció que la fecha de conmemoración fuese distinta y se celebrara una solemne procesión desde la Curia Senatus a Santa María la Mayor, de Roma.

En la misa propia se leía al principio la historia de la Visitación, sustituida en seguida por la genealogía que ahora figura. La lección varió con San Pío V.

Por lo que se refiere a la difusión de la fiesta fue lenta y desigual. Durante el cónclave, después de la muerte de Gregorio IX, los cardenales insistieron con el nuevo Papa para que instituyese la octava de la fiesta, cosa que realizó después Inocencio IV, con la aprobación del concilio de Lyón. Gregorio XI instituyó una vigilia con ayuno, pero cayó pronto en desuso.

En el ciclo mariológico la Natividad de María no es fiesta de precepto. La Iglesia nos invita a meditar este suceso para traer cada año un frescor marial y el buen olor del capullo en la casa del rey David.

Dios realizó una obra maestra con su Madre; la llenó de gracia, hizo que penetrase en Ella todo lo divino: en su alma por todas sus facultades, en su cuerpo en todos sus miembros y sentidos. La plenitud fue el acento vigoroso con el que Ella empezó a existir y la santidad se hizo en su vida temporal de fidelidad y de entrega a Dios y a los hombres.

Para María somos todavía niños que aspiran a la vida de la gracia. Y esta vida de Dios puede aumentar en nuestra alma hasta el último instante de la vida. Si nos dejamos formar, hará de nosotros nuevos Cristos, será otra vez Madre de los hombres.

CARMEN ENRÍQUEZ DE SALAMANCA

LA NATIVIDAD DE LA VIRGEN MARÍA

No se trata en esta fiesta del nacimiento de Jesús; tampoco hablamos de la Inmaculada Concepción de la Virgen; sí hablaremos del nacimiento de la que habría de ser la Madre de Dios ocurrido nueve meses después. La Iglesia quiso destacar esta fiesta mariana, dentro de sus celebraciones, y la situó en el ocho de setiembre.

Los cristianos, enamorados, han mostrado siempre una curiosidad razonable a la hora de conocer detalles en torno al nacimiento de la Señora; han estudiado, investigado, escrito y predicado sobre su nacimiento; pero, como los datos aportados sobre santa María por los evangelistas son parcos porque lo que les interesa es transmitir los dichos y los hechos de Jesucristo, ya adelanto el resultado: no se sabe nada de él. Los santos indagaron sobre la Natividad de la Virgen: Epifanio, Juan Damasceno, Germán de Constantinopla, Anselmo, Eutimio, etc... y quieren abundar los teólogos medievales y los mariólogos posteriores. Pero, a falta de datos revelados, sólo se llega a un «posible» por parecer verosímil. Repetimos, como conclusión última, el resultado de tanto esfuerzo: Dios no quiso decirnos nada sobre la Natividad de la Señora. Y lo aceptamos con humildad.

Sí se puede hacer un paseo por los evangelios apócrifos, nunca oficiales y jamás reconocidos; son libros pletóricos de divagaciones e inexactitudes, llenos de figuras, amantes de lo maravilloso y plenos de imaginación. Acerca de la Natividad de María es conveniente el recurso al Evangelio de Santiago que fue el que consiguió entre los apócrifos mayor difusión.

Sobre sus padres.  Claro que algún nombre habían de tener; los que han prevalecido fueron los de Joaquín y Ana; pero no es seguro. Los apócrifos hablan de que eran estériles, de sangre real y muy ricos. Claro que todo esto, antes de concederlo, es buena cosa matizarlo.

¿Estériles? Que fueran piadosos y santos parece que es bueno y justo concederlo por el modo habitual de obrar Dios. Pero la idea difundida de que eran ancianos y estériles carece de fundamento revelado y quizá se expuso para resaltar la maravillosa intervención divina al estilo de Isaac o del Bautista. Un asunto sólo posible.

¿De sangre real? Que Jesús es de la estirpe de David es cierto por el testimonio de los evangelios de verdad y porque en él se cumplieron las profecías. Pero la conexión con la familia real davídica de igual modo le pudo venir a Jesús por línea materna, como por el matrimonio verdadero de María con José, que era el padre legal de Jesús. Desde luego, las genealogías a quien mencionan  es a José; otra cosa es que se preste atención a la opinión que afirma la costumbre que tenían los jóvenes de contraer matrimonio con miembros de la misma tribu y hasta de la misma familia.

¿Tan ricos como para llegar a pagar el doble de los impuestos? Parece que esta sugerencia contrasta con el hecho de la pobreza real sufrida en Belén al nacer Jesús donde no tuvieron ni un pariente, ni una casa. La riqueza que dejó David nueve siglos antes fue la promesa del Mesías, y el hecho de casarse María con un artesano, parece contradecir la suposición de potentados a los padres de la Virgen. Por este capítulo, parece que hay que afirmar que la supuesta riqueza de los padres de Joaquín y Ana más que una realidad, es un deseo. (A no ser que se sugiera de modo figurado otro tipo de riqueza: la sobrenatural).

Con respecto al resto de la FAMILIA, parece que el evangelista san Juan quiso dar algún dato en el que se apoyaron elocuentes predicadores y sabios escritores para afirmar que la Virgen tuvo una «hermana», la mujer de Cleofás. Pero a pesar de la claridad de la afirmación joánica, no está tan claro el asunto de su parentesco con la Virgen. Verás. Es cierto que la afirmación del evangelista puede interpretarse como que fuera hija de Joaquín y Ana, y entonces fuera hermana de sangre de la Virgen; pero ¿no resulta algo extraño que llevaran dos hijas el mismo nombre –María–, dentro de la misma familia?. También pudiera interpretarse el dato evangélico como hermana «política» y, en ese caso, Cleofás sería un hermano de sangre de María, hijo de Joaquín y de Ana, o también sería posible que Cleofás fuera hermano de José, o que ella misma lo fuera. El resultado es: inseguridad.

¿Qué cómo fue concebida? Era la pregunta que se hacían muchos por aquello de que su concepción fue Inmaculada, es decir, sin el pecado original. A falta de otro dato, queda afirmar que fue concebida de modo natural que es lo previsto, querido por Dios y hecho santificador en la vida de los esposos. Atreverse a afirmar que fue concebida mediante «un ósculo de paz» responde a torcida y equivocada concepción del matrimonio, con resabios maniqueos.

Decir, afirmando, que nació «en altísimo éxtasis» de santa Ana no pasa de ser ficción y no tiene sentido asegurarlo como muy probable, aunque se haga con el intento de enseñar que fue parida sin dolor.

Los  teólogos quisieron saber más. Pensaron –sesudos ellos– en asuntos profundos sobre la situación del alma de la Virgen cuando nació: ¿tuvo, o no tuvo, pleno uso de razón?, y ¿ciencia infusa?, y ¿plena libertad?, y ¿fue confirmada en gracia desde su nacimiento, o sólo desde la Anunciación? ¡Sutilezas de enamorados ansiosos de saber más para amar mejor! Sí que es dogma –y por tanto verdad– que «llena de gracia» afirma plenitud: virtudes infusas, dones del Espíritu Santo, ausencia de pecado original, y tanta gracia que ni los Angeles, ni ningún santo llegó a poseer por estar en dependencia del amor a Dios y unión con Él.

Aún seguían preguntando los curiosos por el ubi, en el intento de conocer lo más posible sobre el nacimiento –Natividad–  de la Madre de Dios: ¿DÓNDE nació?. Los santos padres antiguos se inclinaban por Jerusalén, por aquello de que es la ciudad del Templo. Otros dijeron que Nazaret, el lugar de la Anunciación, donde vivió. Alguno habló de Séforis. Sin saber lugar concreto, todos miramos a Oriente donde esa estrella nació y donde probablemente fue atendida por las mujeres vecinas y parientes que la lavaron en agua caliente, la frotaron con sal, la perfumaron con hierbas y la aseguraron con vendas según la usanza habitual, sin saber que el misterio les rondaba en aquella labor feliz y normal.

Mucho han hecho los artistas para plasmar el acontecimiento de la Natividad de María; después del códice del siglo XI en la Biblioteca Vaticana, cabe resaltar a Giotto en la Edad Media y a Filippo Lippi en el Renacimiento.