8 de septiembre

SANTO TOMAS DE VILLANUEVA († 1555)

Existen en la historia apelativos que acompañan inseparablemente a determinados nombres y, que nos adentran en la raíz de la personalidad de muchas figuras: el Cruel, el Magnánimo, el Grande, el Piadoso. Tomás de Víllanueva fue justamente bautizado, ya en el acta de canonización, con el de Limosnero. A la hora de hacer el saldo final de una vida humana nada hay, en definitiva, tan glorioso como el haber dejado en el mundo una estela de bondad. Un 8 de septiembre de 1555 moría en su arzobispado de Valencia en medio de la máxima pobreza y desprendimiento. Su gesto final fue de generosidad extrema. Se distribuyeron en dos jornadas cinco mil ducados de limosna por mandato del santo prelado: Dense prisa —decía casi agonizante—, por que no quede ni un céntimo; no me esté en casa ese dinero. Hasta la cama en que iba a morir se podía decir prestada, pues la había regalado a un criado que no estuvo presente en el reparto de muebles entre sus servidores.

El corazón noble es a su vez limosna que recibimos del cielo. Este fue generoso con Tomás de Villanueva, quien ya desde su infancia hizo gala de tiernas entrañas para con el pobre, desprendiéndose largamente de sus dineros, meriendas y vestidos. Pero el cielo le hizo este favor por caminos llanos y sencillos. Me refiero al clima familiar, sosegado y pródigo, y particularmente al influjo recibido de su santa madre. Los santos tienen apellido, con todo lo que esto significa, aunque los apellidos los ennoblezcan y dignifiquen las personas que los llevan. Tomás García y Martínez de Castellanos, nacido en los campos de Montiel, en Villanueva de los Infantes, respiró con profundidad el calorcillo aromático del molino familiar, pero más aún su atmósfera acogedora para el necesitado. El molino puede ser una casa de usura o casa de misericordias y hogar de santos. No en vano el pan, dádiva humilde y humana, es el símbolo irremplazable de la caridad.

Pero aquel hijo de molineros que naciera un 1488 estaba llamado a ser él mismo pan, que, con la misma naturalidad con que se da éste, se diera a sí mismo en su siglo glorioso. Sus bienes raíces serían su ciencia y doctrina, su gobierno paternal de la Orden agustina, su continuado desgaste en la sede valenciana.

Limosna fue su breve magisterio en la cátedra de Artes de Alcalá. Dios reclamaba su persona y, secundando su llamada, ingresó en los agustinos de Salamanca a sus treinta y ocho años, tomando el hábito el año 1516. Escasa fue su participación en la tarea magisterial y en el campo de la cultura. Mas alimentado con la palabra de Dios y con la de santos como San Agustín, San Bernardo y Santo Tomás, y considerando el saber humano desde la alta atalaya de la sabiduría sabrosa de Dios, nos legó como testamento cultural aquella preciosa frase: Enorme fatuidad la de quienes pretenden resplandecer mucho con la lámpara de la cultura desprovista del óleo de la caridad. Sólo el ungido penetra los arcanos del universo... Noche y día andamos enfrascados en los libros... Dejamos el cultivo de la piedad para lo último. ¡Oh si estimásemos tanto el aceite como la lámpara! Queremos resplandecer, lucirnos como Lucifer, pero no arder. Creedme, amantes de la cultura, si queréis brillar, ungíos y compungíos íntimamente.

Limosna fue la predicación encendida del fraile de rostro moreno y ascético, de ojos obscuros y melancólicos. El pueblo de Salamanca, la abigarrada turba de universitarios, nobles y magistrados, hasta Carlos V con su corte, escucharon con regalo a quien creía lo que predicaba y predicaba lo que vivía. Su legado espiritual nos llega a nosotros en los seis tomos de sus sermones, que son voces de su alma.

Limosna fue el gobierno de su Orden, al que le levantó su cultura y su celo, a pesar de normas contrarias. Prior por duplicado en Salamanca, Burgos y Valladolid. Provincial también dos veces de Castilla y Andalucía. Comisario, visitador y reformador de sus hermanos. Quiso levantarlos con su palabra y su ejemplo, al culto litúrgico, noble y hermoso, al estudio continuado y a la caridad perfecta.

Limosna fue, en fin, larga y copiosa su paso por la sede de Valencia. Arrastrado por fuerza a tan señera cima, entró en la ciudad el 1 de enero de 1545. Vivió en austeridad, con hábitos pobres, que remendaba por su mano. Todo era sobrio y desnudo en su casa: el dormitorio, el despacho, la comida. Yo soy pastor y, como tal, me debo enteramente a mis súbditos, era su lema. Para satisfacción de esta deuda de caridad, entregó a los suyos su doctrina y su palabra, su consejo, su solicitud penosa, todos sus dineros y su persona toda. Predicó continuamente. Se acercó a cárceles y hospitales. Visitó las parroquias de la ciudad y del arzobispado. Clamó contra los abusos, corrigió a los descaminados, satisfizo por ellos con su penitencia. Gimió mucho ante Dios pidiendo más luz y fuego para la Iglesia.

Cristo, María y los sacramentos eran fuentes de su espíritu. La confianza en Dios, la reforma personal y la oración inflamada, los cauces del mismo. Y como vivencia suprema de esta total entrega, su consagración absoluta al pueblo en admirable ejemplo de caridad. A su casa, siempre abierta al pobre, acudían centenares de necesitados, los propietarios, según él, de las rentas del arzobispado, de las que él era sólo tesorero. Al incalculable cuento de ducados que esparció a voleo y sin tasa a familias menesterosas y a doncellas casaderas, añadió él la recogida de niños expósitos y el sustento de sus nodrizas, la creación de un cuerpo de médicos y cirujanos que asistiesen a los miserables y la fundación de un seminario en que se educasen los futuros sacerdotes.

¡Amad, oh ricos, a los pobres, hermanos vuestros, redentores vuestros! La vida es red inextricable en que unos a otros mutuamente nos empujamos o distraemos de la salvación. Tomás de Villanueva fue limosnero pródigo de dineros, de consuelo, de doctrina, de ejemplo. En cada pormenor echó todo su hombre de adentro. Por eso dejó un vacío sin límites al morir santamente un 8 de septiembre de 1555. Pero, elevado a los altares en 1618, su dulce figura continúa por siempre —como lo pintan los artistas— benignamente inclinada hacia las miserias humanas. San Agustín, su padre en el espíritu, nos habla de los ricos pobres y de los pobres ricos. Porque no son las cosas, sino las almas las que se encierran en egoísmo despreocupado o se abren mansamente a la misericordia. La caridad cubre la muchedumbre de los pecados, dice la Escritura Santa (1 Petr. 4, 8). Pero cuando en limosna damos la vida completa, en unos borbotones de sangre o derramada suavemente como aceite, hemos llegado a la plenitud del amor (Io. 15, 13) y podemos llamarnos con gozo verdaderos hijos de Dios (1 Io. 3, 1s.).

JOSÉ IGNACIO TELLECHEA IDÍGORAS

Tomás de Villanueva, obispo (1486-1555)

Se gritó con furia por la reforma que era más necesaria que comer. Y se clamaba por ella desde hacía ya mucho tiempo. Unos decían que «in membris», otros que «in capite», los osados que «in capite et in membris». Palabras, palabras o cuento con poca decisión para dar remedio. La Iglesia se rompía, papas y príncipes no estaban de acuerdo. Trabas, retrasos y tapujos iban haciendo gran mal. Un agustino, Lutero, se lanzó por su cuenta a la Reforma; rompió con lo divino apoyado en lo humano, y quiso cambiar lo de fuera sin mudar lo de dentro. Otro agustino, de origen manchego como Don Quijote pero no idealista quimérico, salió decidido a los caminos para ser fiel a la Iglesia, reformarse a sí mismo primero y después a los demás. Su actitud contribuyó a frenar al desenfreno.

Cuando era pequeño solía desprenderse de sus pocos dineros, de las copiosas meriendas y de los buenos vestidos para dárselos a los pobres. Como no cambió, sino que mejoró con los años, se murió siendo arzobispo de Valencia y con la presteza propia de quien sabe que tiene poco tiempo, impuso a sus colaboradores próximos la entrega de todos los bienes que le pertenecían y los del obispado a los pobres. Hasta la propia cama en la que reposaba en aquel momento la regaló a un criado que le atendía. Le caía bien el apelativo «limosnero». Murió en 1555.

Nació en 1486 en Fuenllana. Era hijo de uno de los molineros de Villanueva de los Infantes. En su familia, no había muchos bienes, pero trabajo no faltaba y se ganaba lo necesario para no pasar apuros, porque quien no pagaba con dinero lo hacía en especie con el porcentaje acordado por la molienda. Así que en su casa aprendió a compartir lo que tenía con los que pasaban hambre y allí le enseñaron a ser generoso con los necesitados.

Se formó en la universidad de Alcalá, donde llegó a ser maestro insigne, por su vasta competencia de las ciencias humanas y sagradas. Se hizo agustino en el 1516 en Salamanca, donde, aquel fraile parecía aprender entre los muchos estudios, más que lecciones de ciencia, caridad. Y en ese saber hizo su especialidad. Pasa su tiempo dedicado al estudio serio, hondo y continuo y a poner máximo cuidado en la Liturgia que ello era el modo de tratar a Dios.

Fue prior de Salamanca, Burgos y Valladolid  donde el mismo Carlos V –el emperador intentó tomarlo como consejero– y su Corte lo escucharon con  agrado porque sabían bien que de su boca salía lo que vivía, por creérselo.

Lo hicieron Provincial en Castilla y Andalucía.

También lo nombraron para Visitador de sus hermanos.

Su obra escrita son voluminosos libros con sermones aprendidos del padre Agustín, san Bernardo  y santo Tomás.

Nombrado casi a la fuerza arzobispo de Valencia, entra a tomar posesión de su sede el primero de Enero de 1545. Allí lo vieron pobre hasta en el vestido que él mismo quería coser y zurcir cuando lo necesitaba.  Dijo «soy pastor y me debo a mis súbditos» y aquello, más que una frase hermosa o un proyecto utópico fue real. Si el clero bajo estaba deshecho, él visitó todas las parroquias, cosa poco frecuente, y donde detectó la presencia de abusos puso el remedio de la corrección con seriedad, dulce e inflexible.  Como las cosas iban de mal en peor y el pueblo había perdido el norte por la ignorancia y el descuido, resulta un predicador de fuego, pero sobrio, ajustado, exigente a la hora de formar, aconsejar y animar. Visitó las cárceles y los hospitales donde estaban los miembros sufrientes de su comunidad.

Las fuentes de nutrición y referencia para el obispo de Valencia son las de siempre: profunda y sincera  piedad que le lleva a la oración continua, buscando el trato asiduo con  Jesucristo, la Virgen María, y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

Fundó un seminario, atendió a las familias menesterosas, se ocupó de expósitos y de huérfanos, sacó adelante un hospital bien dotado de medios con material, médicos y cirujanos, ayudó a jóvenes casaderas contribuyendo a formar la dote... ¿para qué quería él los ducados? La casa del obispo está abierta al pobre, aunque haya muchos y acudan por cientos. Él es el tesorero de sus rentas, los dueños de ellas son los pobres.

Su reforma fue a la contra de la que pretendía su hermano de religión: Optó por la fidelidad a la Iglesia, con una caridad sin límites, con una enorme exigencia personal. Se cuenta de él la anécdota que mejor retrata el modo de proceder del agustino Tomás, el anti-Lutero, al toparse con los que se rebelaban contra la Iglesia. Se  encerró con ellos en su despacho de arzobispo y comenzando a azotarse las espaldas ante un crucifijo, les decía: «Hermanos, mis pecados tienen la culpa de todo, es justo que sea yo quien sufra el castigo».

Las otras opciones con respecto al desprendimiento de los bienes materiales y la entrega que de ellos hizo a los pobres fueron propias de fraile santo y tan generosa que llegó hasta su mismísima destrucción. Repartió los bienes propios –con los que, claro está, podía hacer lo que quisiera– y los del obispado –que sólo le correspondía administrar, no enajenar–. ¿Qué comería el obispo que le sucedió cuando se encontró con la despensa vacía? Si acertó o no Dios lo sabe. Optó por los pobres y eso es cosa buena ¿verdad? Fue canonizado el año 1658.

El «rico» y el «pobre» no siempre coinciden con el que tiene y con el que carece; hay casos en los que quien tiene es pobre por su alma y el que carece es rico por su ambición. Mirar el uso de lo que hay y la actitud ante lo que se carece puede ser la buena clave para entrar en el Reino; porque, a la postre, sólo lo tendrán los pobres.