En la semblanza literaria de San Nicolás de Tolentino han influido las dos corrientes espirituales que dieron fisonomía a la Orden agustiniana, de que fue miembro la eremítica y la apostólica.
Muchos panegiristas le pintan como puro contemplativo, terrible flagelador de la carne, sin gurruminerías con la naturaleza lapsa, como amigo de la soledad al escucho de las palabras interiores. Con todo, los testigos más antiguos, es decir, los que hablan en su proceso de canonización, descubierto modernamente, nos dan un santo más humano y social, en diálogo vivo con el mundo de las almas. No hay que decir que nuestras simpatías se van por esta estampa hagiográfica, más acorde con nuestra sensibilidad moderna y la historia. Nos place saber que San Nicolás se tomaba tres vasitos de vino muchos días, aunque desvirtuándolo con un poco de agua. Y más que el enfermo inflexible, que para no romper su propósito de abstinencia de carne, contra la prescripción del médico y el mandato del superior, con una bendición hizo volar del plato la perdiz asada que le presentaron, nos atrae el religioso dócil, que gusta un trocito del ave, y el resto lo pasa a otros enfermos del convento.
La Marca de Ancona, bella región de Italia, asomada al Adriático y oreada con las bendiciones de la Virgen de Loreto, conserva las huellas de la existencia terrena de nuestro Santo. En Castel Santángelo, dos cónyuges, Compañón y Amada, aureoladas en el citado proceso con alabanzas de vida muy ejemplar, lamentaban el vacío de su hogar. Sábete, Berardo, que mi padre y madre no eran personas de prestigio ni ricas. Pero deseaban tener prole. Esta confidencia hizo el mismo Santo al amigo que declaró en el proceso. E invocaban con ardor al gran taumaturgo, muy venerado en la región, a cuya tumba peregrinaron juntos: San Nicolás de Bari. Si nos das un varón, lo haremos religioso: si nos das una hija, ella será monja. Y vino el varón de los deseos, y el hijo del milagro, a quien pusieron el nombre de su bienhechor. La nueva criatura fue el ángel del hogar. Yo conocí a fray Nicolás durante doce años, y cuando estaba junto a él me parecía un ángel, declara una testigo, por nombre Giovannina.
Aunque nos atraen mucho los santos humanos, no se puede negar la existencia de criaturas muy angelicales, como el niño Nicolás. Su primer biógrafo, fray Pedro de Monterubiano, que le conoció en vida, nos conserva esta noticia: Yo mismo he oído al enfermero que le asistía lo siguiente: Un día nuestra conversación recayó sobre la inocencia de los niños y fray Nicolás me dijo: Hermano mío, la inocencia, de que hablarnos, se pierde con los años. En verdad, yo que soy un pecador, a quien tú bien conoces, en aquella inocente edad, asistiendo al sacrificio de la misa, veía con estos mis ojos un Niño todo vestido de blanco, lleno de resplandor, que a la elevación de la hostia me decía: Los inocentes y los buenos me son muy queridos. Con los años, quedé privado de aquella visión. Podemos pues hablar de la belleza angelical de la niñez de Nicolás. Y aunque se ocultó el Niño blanco de la Eucaristía, no perdió el ampo de su candor. Por eso a los diez o doce años, oyendo predicar a fray Reginaldo de Monterubiano, sintióse atraído por el hábito y la vida de los hijos de San Agustín.
Después de cinco años, preparación literaria y moral, hizo probablemente el noviciado en el convento de San Ginés, y al año siguiente la profesión. El estudio, el coro, el trabajo manual eran las ocupaciones ordinarias de los frailes de aquel tiempo. Sobre sus aptitudes mentales nada dicen los testigos del proceso. Mencionan su diligencia: No perdía un momento de tiempo, asegura un testigo. Los mandatos de los superiores los acogía con esta frase:
Libenter faciam: lo haré con gusto. Se hacen lenguas de la mortificación y abstinencia de la mesa, donde prefería los alimentos vegetales. En los conventos de San Ginés, de Cingoli y de Tolentino hizo, seguramente, los estudios, y al fin recibió las órdenes sagradas de manos del obispo de Osimo, tal vez en el año 1269.
En los seis primeros años de su sacerdocio fue conventual en Valmanente, Recanati, Montegiorgio, Plaiolino, Treia, Montolmo y Fermo. Tal vez sus buenas prendas de predicador fueron la causa de sus viajes y cambios, según opina el padre Concetti. Estando en Valmanente tuvo una visión que da particular color a su fisonomía espiritual. Una noche le despertaron las voces lastimeras de un alma del purgatorio: la de su pariente fray Peregrino de Osimo. Te pido por favor que celebres la misa de difuntos para que me vea libre de las penas que padezco. Excusóse fray Nicolás, por ser a la sazón hebdomadario, encargado de la misa conventual, que debe celebrarse según el rito de cada día.
Y entonces fray Peregrino le invitó a dirigir la mirada a la gran llanura que daba a la ciudad de Pésaro, toda ella rebosante de almas en pena que le pedían misericordia. Fray Nicolás tuvo lástima de aquellas pobres almas, y obtenido el conveniente permiso, celebró un septenario de Misas por los difuntos, añadiendo grandes penitencias y ayunos en sufragio de las ánimas. Al séptimo día, con nueva aparición, fray Peregrino le alegró con la gran noticia: él y toda la multitud paciente, que había visto, gozaban de la eterna gloria. Tal es el origen del septenario de misas de San Nicolás aprobado por la Santa Sede, en sufragio de las ánimas del purgatorio.
Sin duda la celebración del sacrificio del altar fue el centro espiritual de fray Nicolás. El padre Natimbene declaró con juramento: Estuviese enfermo o sano, fray Nicolás todos los días celebraba la misa, a no ser que una extraña debilidad le imposibilitase a tenerse en pie. Antes de celebrarla, solía confesarse siempre y en la misa derramaba lágrimas. Lo vi yo y muchísimas veces estuve presente y con frecuencia se confesaba conmigo. Un testigo seglar dice: Conocí a fray Nicolás durante diez años antes de su muerte. Cuando iba a oír misa a la iglesia, lo veía entre los frailes con la capucha calada hasta los ojos. Con muy suaves modales decía todos los días misa, y cuando le aquejaba alguna enfermedad, salía al altar apoyado en un bastón. Muchas veces le vi y oí su misa, en la que lloraba.
En el año 1275, a los treinta años de su edad, se estableció para siempre en Tolentino.
En el Sumario de los procesos, apurando la esencia de todos los testimonios, se hace el siguiente retrato: Nicolás era puro, modesto, sin ambición, afable, comunicativo, tranquilo, enemigo de la envidia y del escándalo, moderado, recto, sabio, prudente, discreto, despreciador de la avaricia, diligente, atento para sus dependientes, hombre de buen sentido, leal, humilde, cortés, y aunque pálido, de una hermosura angelical, que resplandecía más en contraste con la negrura del hábito, que llevaba con decoro. Era tenido comúnmente como santo y respetado y venerado.
Dormía sobre una yacija de paja, sirviéndole el manto de cubierta. Tenía en la celda un saquito de habas, sobre el cual solía arrodillarse para orar. Lo guardaba escondido, para que no se lo vieran los frailes, pero no pasó desapercibido a la curiosidad de fray Mancino de Forte, como lo declaró en el proceso. Ayunó con mucho rigor durante su vida, según se lo permitían las enfermedades. Con agua fría desaboraba las legumbres y verduras cocidas.
Flagelaba su carne con ásperos instrumentos. El doctor Berardo Apillaterra, notario de Tolentino, confiesa: Cuando lavaron su cadáver, yo me hallaba presente. Y le vi en la espalda unas manchas lívidas, y preguntando a los frailes la causa del fenómeno, me dijeron que eran efecto de las flagelaciones. Iba modestamente por la calle, con la capucha calada, de modo que era difícil verle bien el rostro.
Fray Nicolás fue predicador de mucha reputación y guía de almas muy estimado. Conocía a fray Nicolás -dice Aldisia Giacomucci, devota suya- más de diez años. Era sumamente atrayente para los penitentes, a quienes instruía y daba consejos para evitar los pecados, ofreciéndose a hacer penitencia por ellos. Lo sé esto porque muchas veces me confesé con él, y me lo han contado las personas vecinas que también le confesaban sus pecados. Nina Jocarelli, otra penitente suya, declara también: Con frecuencia me confesé con fray Nicolás. Por lo que yo podía comprender, me parecía un santo, de muy buenos modales, humilde y cortés. Siempre que me confesaba con él y recibía su bendición, volvía a casa llena de consuelo, y me parecía haber recobrado la agilidad de un pájaro. Imponía ligeras penitencias, porque él mismo se ofrecía a satisfacer por los penitentes. Por eso, según atestigua fray Ventura, comúnmente los hombres y mujeres de Tolentino, así como los forasteros, corrían al confesonario de fray Nicolás, así como él era llamado particularmente al lecho de los moribundos. Según testimonio de otra devota, toda la población de Tolentino se confesaba con el, porque le tenían por un santo.
También alimentó mucho al pueblo con la doctrina evangélica, porque fray Nicolás fue predicador. Mas toda su vida era una predicación ejemplar. Como colector de limosna, llegaba a todas las casas el buen olor de su vida.
Cuando yo era fraile menor, dice el padre Pedro, obispo de Macerata, muchas veces vi a fray Nicolás pidiendo pan por las calles de Tolentino. Iba bajito y humilde. Su colecta era copiosa y con ella proveía también a muchos pobres de la ciudad. A los más indigentes iban sus mejores atenciones y socorros.
Ya se puede conjeturar que la vida de oración sostuvo a este gran contemplativo en sus muchos trabajos, penitencias, combates de espíritu y enfermedades corporales. Lo mismo que al Cura de Ars, el demonio le maltrató muchísimo, apaleándole y causándole graves heridas, hasta dejarle cojo.
Yo mismo le vi aquella herida grande y molesta, dice Nuccio de Rogerio, de la que tuvo en la pierna. Veinte días de cama tuvo que guardar en cierta ocasión, por los malos tratos del demonio. Su enfermero, fray Giovannino, observó lívidos rosetones en la cara, en los brazos y espalda.
Los últimos cinco años de su vida fueron de mucho trabajo y sufrimiento, si bien no dejó el apostolado. Sus devotos le regalaban pan fresco, y algunos manjares de alivio, pero todo iba a las manos de los pobres. Aun estando mal, un día, apoyado en un bastón y sostenido por un fraile, consoló y curó con una bendición, de su parálisis, a Hugo Corradi de Tolentino. En los postreros días le recreó la visión de la estrella, que se ha hecho emblema de su santidad. Un meteoro luminoso, moviéndose desde Castel Santángelo, iba a posarse en el oratorio donde solía orar y decir la misa, bañando de claridad a Tolentino. Apenas cerraba los ojos, para dormir, volvía a lucir la estrella, anunciando la futura gloria del siervo de Dios y de la ciudad, que vio sus fatigas y heroísmos.
Ocho días antes de morir le consoló igualmente la vista y contemplación de una imagen de la Virgen, que pidió llevaran a su cuarto.
El día 10 de septiembre de 1305, a los sesenta años, confortado con la absolución general y el viático, murió santamente, mientras fray Giovannino le repetía al oído el verso del salmo preferido del moribundo: Me ofrezco en sacrificio de alabanza a Vos, Señor.
Su cuerpo ostentaba las huellas de los malos tratos del demonio. Una devota suya y penitente le lavó los pies y manos y recogió y guardó el agua en una garrafa, donde se conservó limpia y milagrosa por muchos años. Al poco tiempo comenzaron los milagros y romerías a Tolentino, atraídos por el olor del Santo. Fue de mucha fama la resurrección de una muchacha de Fermo, de doce años, llamada Filipina. En los frescos del siglo XIV que adornan la capilla donde estuvo enterrado, se celebran estos y otros milagros, que le merecieron el título de taumaturgo. Se instruyó el proceso para su beatificación durante el pontificado de Juan XXII en el año 1327, a los veintidós de su muerte, incluyéndose en él 300 milagros, si bien por causas no puestas en claro aún, se retrasó un siglo la canonización, hasta que Eugenio IV, en 1446, le declaró Santo. Es célebre su reliquia del brazo, que ha sangrado más de veinticuatro veces, y su cuerpo se conserva en Tolentino, en la iglesia de los agustinos, donde tanto predicó, confesó y lloró, celebrando la misa. En el día de su fiesta se bendicen los llamados panecillos de San Nicolás.
Los grandes artistas italianos, el Perugino, Antoniazzo Romano, B. Loschi, V. Tamagni, A. Nucci y otros, le consagraron obras que se admiran en los museos de Italia, dándole por emblemas una azucena por la pureza de su vida, un libro por sus méritos de predicador, y un crucifijo por su amor a Cristo y a la penitencia. Es abogado de las almas del purgatorio, protector de la Iglesia, a la que amparó en grandes calamidades históricas, haciendo decir al papa Alejandro VII:
Verbi Dei sanguine praedicamus sanctam esse constructam Ecclesiam et sanguine Sancti Nicolai esse protectam: Pregonamos que la Iglesia fue fundada con la sangre del Verbo de Dios, y amparada con la sangre de San Nicolás. Alude con estas palabras a las diversas efusiones de sangre del brazo, con que anunció tribulaciones y males que amenazaban a la Iglesia.
VICTORINO CAPÁNAGA, O. R. S. A.
Patrono de las almas del purgatorio, predicador.
Infancia. Este santo recibió su sobrenombre del pueblo en que residió la mayor parte de su vida, y en el que también murió. Nicolás nació en San Angelo, pueblo que queda cerca de Fermo, en la Marca de Ancona, hacia el año 1245. Sus padres fueron pobres en el mundo, pero ricos en virtud. Se cree que Nicolás fue fruto de sus oraciones y de una devota peregrinación que hicieron al santuario de San Nicolás de Bari en el que su madre, que estaba avanzada en años, le había rogado a Dios que le regalara un hijo que se entregara con fidelidad al servicio divino. En su bautismo, Nicolás recibió el nombre de su patrón, y por sus excelentes disposiciones, desde su infancia se veía que había sido dotado con una participación extraordinaria de la divina gracia.
Cuando era niño pasaba muchas horas en oración, aplicando su mente a Dios de manera maravillosa. Así mismo, solía escuchar la divina palabra con gran entusiasmo, y con una modestia tal, que dejaba encantados a cuantos lo veían. Se distinguió por un tierno amor a los pobres, y llevaba a su casa a los que se encontraba, para compartir con ellos lo que tenía para su propia subsistencia. Era un niño de excepcional piedad.
Desde su infancia se decidió a renunciar a todo lo superfluo, así como practicar grandes mortificaciones, y, desde temprana edad, adoptó el hábito de ayunar tres días a la semana, miércoles, viernes y sábados. Cuando creció añadió también los lunes. Durante esos cuatro días solo comía una vez por día, a base de pan y agua.
El joven estudiante. Su mayor deleite se hallaba en leer buenos libros, en practicar sus devociones y en las conversaciones piadosas. Su corazón le perteneció siempre a la Iglesia. Sus padres no escatimaron en nada que tuvieran al alcance para mejorar sus geniales aptitudes.
Siendo aún un joven estudiante, Nicolás fue escogido para el cargo de canónigo en la iglesia de Nuestro Salvador. Esta ocupación iba en extremo de acuerdo con su inclinación de ocuparse en el servicio a Dios. No obstante, el santo aspiraba a un estado que le permitiera consagrar directamente todo su tiempo y sus pensamientos a Dios, sin interrupciones ni distracciones.
Un sueño hecho realidad Con estos deseos de entregarse por entero a Dios, escuchó en cierta ocasión un sermón, de un fraile o ermitaño de la orden de San Agustín, sobre la vanidad del mundo, el cual lo hizo decidirse a renunciar al mundo de manera absoluta e ingresar en la orden de aquel santo predicador. Esto lo hizo sin pérdida de tiempo, entrando como religioso en el convento del pequeño pueblo de Tolentino.
Nicolás hizo su noviciado bajo la dirección del mismo predicador e hizo su profesión religiosa antes de haber cumplido los 18 años de edad. Lo enviaron a varios conventos de su orden en Recanati, Macerata y otros. En todos tuvo mucho éxito en su misión. En 1271 fue ordenado sacerdote por el obispo de Osimo en el convento de Cingole.
Su vida sacerdotal. Su aspecto en el altar era angelical. Las personas devotas se esmeraban por asistir a su Misa todos los días, pues notaban que era un sacrificio ofrecido por las manos de un santo. Nicolás parecía disfrutar de una especie de anticipación de los deleites del cielo, debido a las comunicaciones secretas que se suscitaban entre su alma tan pura y Dios en la contemplación, en particular cuando acababa de estar en el altar o en el confesionario.
Su ardor en el apostolado y en la oración. Durante los últimos treinta años de su vida, Nicolás vivió en Tolentino y su celo por la salvación de las almas produjo abundantes frutos. Predicaba en las calles casi todos los días y sus sermones iban acompañados de grandiosas conversiones. Solía administrar los sacramentos en los ancianatos, hospitales y prisiones; pasaba largas horas en el confesionario. Sus exhortaciones, ya fueran mientras confesaba o cuando daba el catecismo, llegaban siempre al corazón y dejando huellas que perduraban para siempre en quienes lo oían.
También, con el poder del Señor, realizó innumerables milagros, en los que les pedía a los recipientes: No digan nada sobre esto. Denle las gracias a Dios, no a mí. Los fieles estaban impresionados de ver sus poderes de persuasión y su espiritualidad tan elevada por lo que tenían gran confianza en su intercesión para aliviar los sufrimientos de las almas en el purgatorio. Esta confianza se confirmó muchos años después de su muerte cuando fue nombrado el Patrón de las Santas Almas.
El tiempo en que podía retirarse de sus obras de caridad, lo dedicaba a la oración y a la contemplación. Nicolás de Tolentino fue favorecido con visiones y realizó varias sanaciones milagrosas.
Pruebas. Nuestro Señor, por su gran amor a Nicolás, quiso conducir al santo a la cumbre de la perfección, y para ello, lo llevó a ejercer la virtud de distintos modos. Nicolás padeció por mucho tiempo de dolores de estómago, así como malos humores.
Los Panes Milagrosos. Hacia los últimos años de su vida, cuando estaba pasando por una enfermedad prolongada, sus superiores le ordenaron que tomara alimentos más fuertes que las pequeñas raciones que acostumbraba ingerir, pero sin éxito, ya que, a pesar de que el santo obedeció, su salud continuó igual. Una noche se le apareció la Virgen María, le dio instrucciones de que pidiera un trozo de pan, lo mojara en agua y luego se lo comiera, prometiéndole que se curaría por su obediencia. Como gesto de gratitud por su inmediata recuperación, Nicolás comenzó a bendecir trozos de pan similares y a distribuirlos entre los enfermos. Esta práctica produjo favores numerosos y grandes sanaciones.
En conmemoración de estos milagros, el santuario del santo conserva una distribución mundial de los Panes de San Nicolás que son bendecidos y continúan concediendo favores y gracias.
Última enfermedad. La última enfermedad del santo duró un año, al cabo de la cual murió el 10 de septiembre de 1305. Su fiesta litúrgica se conmemora el mismo día. Nicolás fue enterrado en la iglesia de su convento en Tolentino, en una capilla en la que solía celebrar la Santa Misa.
Su veneración. En el cuarentavo año después de su muerte, su cuerpo incorrupto fue expuesto a los fieles. Durante esta exhibición los brazos del santo fueron removidos, y así se inició una serie de extraordinarios derramamientos de sangre que fueron presenciados y documentados.
El santuario no tiene pruebas documentadas respecto a la identidad del individuo que le amputó los brazos al santo, aunque la leyenda se ha apropiado del reporte de que un monje alemán, Teodoro, fue quien lo hizo; pretendiendo llevárselos como reliquias a su país natal. Sin embargo, sí se sabe con certeza que un flujo de sangre fue la señal del hecho y fue lo que provocó su captura. Un siglo después, durante el reconocimiento de las reliquias, encontraron los huesos del santo, pero los brazos amputados se hallaban completamente intactos y empapados en sangre. Estos fueron colocados en hermosas cajas de plata, cada uno se componía de un antebrazo y una mano.
En el correr de los siglos Nicolás de Tolentino fue canonizado por el Papa Eugenio IV, en el año 1446. Hacia finales del mismo siglo XV, hubo un derramamiento de sangre fresca de los brazos, evento que se repitió 20 veces; el más célebre ocurrió en 1699, cuando el flujo empezó el 29 de mayo y continuó hasta el 1ro. de septiembre. El monasterio agustino y los archivos del obispo de Camerino (Macerata) poseen muchos documentos en referencia a estos sangramientos.
Dentro de la Basílica conocida como el Santuario S. Nicolás Da Tolentino, en la Capilla de los Santos Brazos, del siglo XVI, se encuentran reliquias de la sangre que salió de los brazos del santo. En un cofre ubicado encima del altar de plata, se halla un cáliz de plata del siglo XV, que contiene su sangre. Una urna del siglo XVII, hecha de piedras preciosas, tiene en exhibición, detrás de un panel de vidrio, el lino manchado de sangre que se cree que fue la tela que usaron para detener el flujo que hubo en el momento de la amputación.
Los huesos del santo, con excepción de los brazos, estuvieron escondidos debajo de la basílica hasta su redescubrimiento en 1926, fecha en que los identificaron formalmente y los pusieron en una figura simulada, cubierta con un hábito Agustino. Los brazos incorruptos, todavía en sus cubiertas o cajas de plata del siglo XV, se hallan en su posición normal al pie de la figura. Las reliquias se pueden apreciar en un relicario bendecido por el Papa Pío XI.
San Nicolas fue uno de los santos (junto a San Juan Bautista y San Agustín), que vinieron del cielo para llevar a Sta. Rita al convento. Ella también fue de la orden agustina.
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Autor: P. Angel Amo.
Patrono de las almas del purgatorio. San Nicolás de Tolentino nació en Castel Sant' Angelo, el actual Sant' Angelo in Pontano, en 1245, y murió en Tolentino el 10 de septiembre de 1305.
Fray Pedro de Monte Rubiano, su biógrafo, nos cuenta que su vida estuvo entretejida de singularísimas experiencias místicas y de hechos prodigiosos, confirmados en el proceso de canonización, que se abrió a los veinte años de su muerte y concluyó en 1446. En ese proceso fueron declarados auténticos 301 milagros.
A San Nicolás de Tolentino lo invocan los que sufren injusticias, o están en peligro de perder la vida o la libertad, y también se lo invoca como protector de la maternidad y la infancia, de las almas del purgatorio, de la buena muerte, y hasta contra los incendios y las epidemias.
Fue asceta, austero pero no excéntrico, riguroso consigo mismo, pero dulce y atento con todos. En 1256 entró donde los agustinos y se ordenó en 1269 en Cingoli; durante seis años peregrinó por varias ciudades y después fijó su residencia en Tolentino en donde ejerció su apostolado sobre todo en el confesionario. Su santificación personal maduró en la sombra, haciendo fructificar los recursos espirituales que le brindaba la vida religiosa: la obediencia incondicional, el absoluto desapego de los bienes terrenales y la profunda modestia. Así se santificó, y al final de su vida pudo exclamar: Veo a mi Señor Jesucristo, a su Madre y a San Agustín que me dicen: Muy bien, siervo bueno y fiel.
Aunque no se notaba exteriormente la penitencia a la que se sometía, sabemos por el testimonio de sus cohermanos que cuatro días a la semana su alimento consistía en sólo pan y agua, y los otros tres días no tocaba alimentos sustanciosos como carne, huevos, o fruta. No dormía sino tres o cuatro horas y el resto lo dedicaba a la oración.
Después de largas horas que pasaba en el confesionario, se dedicaba a visitar a los pobres, a los que les llevaba, con el permiso de sus superiores, ayudas materiales en los casos más urgentes. Los prodigios que hizo en vida y sobre todo después de la muerte tenían la finalidad de aliviar las miserias humanas.
Cuarenta años después de su muerte, fue encontrado su cuerpo incorrupto. En esa ocasión se le quitaron los brazos y de la herida salió bastante sangre. De esos brazos, conservados en relicarios de plata desde el siglo XV, ha salido periódicamente mucha sangre. Esto contribuyó a la difusión de su culto en toda Europa y en América.
Artistas italianos como el Perugino, Antoniazzo Romano, B. Loschi, V. Tamagni, A. Nucci y otros se ocupan en sus obras maestras de este santo con lo que se aprende la devoción que suscitó y el rastro de santidad que supo dejar tras de sí. Emblemas de su vida son: la azucena por la pureza, el libro por predicador, y el crucifijo por su amor a Cristo y a la penitencia. Abogado de las almas del Purgatorio y protector de la Iglesia.
Nació en 1245 en Fermo (Italia). La mayor parte de su vida la pasó en el convento agustino de Tolentino, cerca del lugar donde nació.
Es un santo milagrero y popular.
El mismo hecho de su nacimiento fue una gracia del Santo Nicolás de Bari a sus padres, Compañón y Amada, que no se resignaban a tener, año tras año, vacío su hogar; de ahí que agradecidos al santo lo nombraran Nicolás.
Recibió las sagradas Órdenes en el año 1269. Aunque predicaba con el ejemplo, las buenas prendas de predicador le llevaron de un lado a otro. Tuvo visión de las almas del Purgatorio que solicitaban sufragios. Guía de almas muy estimado, llamaba al concurrido confesonario «el lecho de los moribundos» y siempre estuvo dispuesto a dar el perdón de los pecados, imponiendo penitencias suaves mientras él se reservaba completarlas después en su cuarto. Dormía en jergón de paja y tenía como cubierta sólo su manto. Flagelaba su carne con ásperos instrumentos, reconociendo sus huellas, después de muerto, los notarios. También, como al Cura de Ars, le maltrató el Demonio muchas veces, apaleándole, causándole heridas y dejándolo finalmente cojo. Lo mejor de las limosnas que recibía lo daba a los pobres. Los últimos años de su vida fueron de mucha enfermedad y aún así, ayudado por un hermano y apoyado en una muleta, curó de su parálisis a un enfermo con una bendición. Durante varios días, un meteoro luminoso que alumbraba a todo Tolentino predijo su muerte... y su gloria en los días últimos de su vida. Una vez muerto, el agua con que lavaron sus manos se conservó limpia y curandera. Célebre fue, más que otros, la resurrección de la joven de Fermo. La reliquia de su brazo ha derramado sangre más de dos docenas de veces.
Resalta en esta vida ejemplar, tan llena de amor de Dios y dedicación a los hombres, el apoyo fontal que para él fue la Eucaristía. Se preparaba para la Misa con el dolor de los pecados y la confesión sacramental incluso diaria. Refieren los testigos tanto religiosos como laicos que no dejó de celebrar la Santa Misa aún con los achaques de la enfermedad, repetidas veces se acercaba apoyado en un bastón y otras, llevado en volandas, a peso. Era frecuente el don de lágrimas ante el Santísimo Sacramento.
Confortado con el Viático, murió en el 1305.