El 6 de enero de 1802 y en el caserío de Puech, parroquia de Mongesty, diócesis da Cahors en Francia, la estrella de los Magos se vino a posar sobre el hogar de Pedro Perboyre y María Rigal, para iluminar la cuna de su primogénito y señalarle el camino de su vocación misionera en tierras de la gentilidad. Al día siguiente en el bautismo recibió los nombres de Juan Gabriel y desde entonces hasta que murió colgado en la cruz de Utchang, guardó el precepto que le impuso la Iglesia cuando le dijo por el sacerdote: Recibe este vestido blanco que has de presentar sin mancha ante el tribunal de Jesucristo. Todos los testigos de su vida están acordes en afirmar que la única mancha que cayó en este vestido fue la de su sangre vertida por Cristo.
Pero aquel hogar floreció otras siete veces y Dios descendió hasta él seis veces para llevar al jardín de San Vicente de Paúl a tres varones Juan Gabriel, Luís y Santiago para misioneros, y a dos hembras Antonieta y Mariana para Hijas de la Caridad, mientras que para el Carmelo se llevó a María junto con otra prima que murió en olor de santidad. Para demostrar el temple cristiano de esta familia que de sus ocho hijos entrega seis a Dios, basta consignar las palabras de María Rigal cuando recibió la noticia del martirio de su hijo: ¿Por qué he de vacilar en hacer a Dios el sacrificio de mi hijo? ¿No sacrificó la Santísima Virgen al suyo por mi salvación?...
Cuando Juan Gabriel tenía quince años, después de una infancia tan piadosa como angélica, ingresó en el seminario de Montauban, que pilotaba su tío Santiago Perboyre, C. M. No tardó en ocupar el primer puesto en la clase y en la conducta. Un día el profesor de retórica, repasando las composiciones de los alumnos, tropezó con una que llevaba por título: La cruz es el más bello de los monumentos, que firmaba Juan Gabriel. El profesor la seleccionó para ser declamada por su autor el día de la distribución de premios. Fue para el joven orador un día de triunfo. Todos le vieron transfigurado y radiante cuando pronunció esta frase en que hizo el retrato de toda su vida: ¡Qué hermosa es la cruz plantada en tierras de infieles y regada con la sangre de los apóstoles de Jesucristo!
Y, en efecto, toda su vida gira en torno de la cruz. Hasta 1825, tanto en Montauban, donde cursa humanidades, como en París, donde cursa filosofía y teología, es el discípulo de la cruz. El 23 de septiembre de 1825, en la capilla de las Hijas de la Caridad, que cinco años más tarde había de ser santificada con las apariciones de la Virgen Milagrosa, se ordena de sacerdote y desde este día, antes de subir al altar, dice a Cristo esta oración compuesta por él:
¡Oh salvador mío, a quien voy a dar un ser que ahora no tienes, el ser sacramentado!: ruégote que obres en mí la misma maravilla que yo voy a obrar sobre este pan en virtud de los poderes que Tú me has otorgado. Cuando yo diga: Este es mi cuerpo, di también Tú sobre este tu indigno siervo: Este es mi cuerpo. Haz por tu omnipotencia e infinita misericordia que yo sea mudado y totalmente transformado en Ti. Que mis manos sean tus manos, mis ojos los tuyos y mi lengua la tuya. Que mis sentidos y todo mi cuerpo no se ocupen en otra cosa que en glorificaros. Sobre todo transforma mi alma y mis potencias... de suerte que mis actos y sentimientos sean tan iguales a los tuyos, que tu Padre pueda decir de mí lo que dijo de Ti: Hoy te he engendrado, y Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto mis complacencias. Destruye en mí todo lo que no sea tuyo; para que pueda decir con el gran Apóstol: No soy yo quien vivo, sino que Cristo es el que vive en mí.
Desde entonces durante diez años fue el maestro de la cruz, primero en el colegio de Montdidier, luego en el seminario de San Floro y por fin en el seminario interno de los Paúles en París, donde se forman las generaciones nuevas de los misioneros.
Un día reunió a todos los novicios de los que era director y, presentándoles los vestidos ensangrentados del Beato Francisco Regis Clet, que había sido martirizado en China en 1820, les dijo: Ved los vestidos del señor Clet, ved la cuerda con que fue estrangulado. ¡Qué dicha la nuestra si tuviéramos igual suerte! Rogad a Dios para que mi salud se fortifique, a fin de que pueda ir a China a predicar allí a Jesucristo y morir por Él. Ya hacía diez años que venía importunando a los superiores para que le enviaran a recoger la herencia del Beato Clet; pero la respuesta era la misma: la falta de salud. La muerte de su hermano Luís en medio del océano, rumbo a China, vino a confirmar a los superiores en su decisión. Pero la víspera de la Purificación de 1835 el superior general decidió atenerse al parecer del médico y el médico dijo que no. Sin embargo, aquella noche el médico no pudo conciliar el sueño hasta que resolvió cambiar de parecer y el día 2 de febrero se decidió su partida. El día de la Purificación escribía, dando la noticia a su tío Santiago Perboyre me ha sido otorgada la misión de ir a China, lo que me inclina a creer que en este negocio debo mucho a la Santísima Virgen. El 21 de marzo salió de El Havre y llegó a Macao el 29 de agosto, siguiendo la ruta del Cabo de Buena Esperanza, Madagascar y Java.
En Macao empleó unos meses en chinizarse, que va desde saber la lengua hasta saber comer arroz con palillos, y desde el atuendo hasta las ceremonias sociales. Y así camuflado se metió en el interior para ser lo que había soñado: apóstol de la cruz, y hacer lo que tanto había deseado: plantar la cruz en los países de infieles.
En 1699 pisaba tierra de China el primer paúl Luís Apiani, comisionado por el Papa para visitar las misiones de China y fundar el seminario indígena, y con él Juan Mullener, que años más tarde fue nombrado vicario apostólico de Sutchuen. En 1712, el tercer paúl, Teodorico Petrini, era nombrado en Pekín maestro de música del palacio imperial. En 1780 los paúles portugueses y franceses sucedieron a los jesuitas en todas las misiones de China. Cuando Juan Gabriel llegó a China, terminaba la época imperial de las misiones y empezaba la de los vicariatos. De las diecisiete provincias del Imperio, siete las misionaban los paúles; los portugueses el obispado de Macao, con las dos provincias próximas del continente, más los de Nankin y Pekín, y los franceses, los vicariatos apostólicos de Mongolia, Kiagsi, Tchekiang y Honan. A Juan Gabriel le tocó evangelizar las de Honan y Hupé, recorriéndolas durante cuatro años, en que reorganizó las cristiandades y las dotó de los instrumentos más necesarios para su desarrollo religioso. Estos años de duros trabajos le maduraron y pusieron a punto para ser triturado en el lagar del martirio. Pero antes de entrar en esta carrera Cristo bajó hasta él para dorarle en el horno de la noche oscura. Parecíale que estaba condenado y angustiábase hasta el agotamiento ante el pensamiento de no poder amar a Cristo en la otra vida. La Virgen, el crucifijo y la Eucaristía, misterios consoladores, antes abiertos a su amor y contemplación, se volvieron mudos para él y surgían acusadores ante su conciencia atormentada. Así durante tres meses. Diríasele Cristo en el huerto. Y Cristo, como ángel confortador, se le apareció en la cruz y le dijo: ¿Por qué temes? ¿No he muerto yo por ti? Mete tus dedos en mi costado y deja de temer tu condenación. Y con esto huyeron las sombras y las angustias y brillaron la luz y la paz. Y aquí empieza la pasión de Juan Gabriel, que parece un calco de la de Cristo. El 15 de septiembre de 1839, misioneros y cristianos celebran en Chayuen los Dolores de la Virgen. De pronto ven acercarse ciento cincuenta soldados del Vire de Utchang, teniendo que dispersarse por los bosques y montes vecinos. Los soldados saquean, incendian y buscan. Juan Gabriel se refugia en un bosque vecino de bambúes y un catecúmeno pregunta al capitán: ¿Cuánto me dais si os lo descubro? Treinta taels le prometen. Y con alma de judas, el catecúmeno los conduce al bosque y les señala a Juan Gabriel. Los cristianos quieren defenderle, pero él se lo estorba y se entrega. Le cargan de cadenas, le despojan de los vestidos y, a empellones, le arrastran a los tribunales civiles y militares de Koangyintan, Kutchin, Siangyan y Utchang, con un total de sesenta leguas de recorrido y más de treinta interrogatorios, en los que se le urgía a apostatar, y, al negarse, se le sometía al tormento de los azotes en el rostro con cuarenta correazos, de palizas con cañas de bambú en todo el cuerpo, de la terrible máquina de Hangsté, de la que colgaba durante horas por los índices y cabellos, y de las cadenas de hierro y fragmentos de tejas y cristales sobre los que estaba de rodillas durante las sesiones y días enteros. Ni le ahorraron injurias, ni calumnias, ni tormentos del alma, como hacerle pasar sobre la cruz trazada en el suelo, o revestido de los ornamentos sagrados echarle en cara que quería hacerse proclamar rey por los cristianos y burlarse de tal realeza. Con un estilete candente grabaron en su frente los caracteres chinos de su crimen: Propagador de una religión abominable. Le dieron a beber la sangre de un perro para deshacer la virtud de un pretendido talismán que le hacía insensible al dolor. Y así durante un año, hasta que el 11 de septiembre de 1840 llega de Pekín el decreto imperial confirmando la sentencia del virrey de morir estrangulado. Le sacaron de la prisión con siete criminales, le cargaron el instrumento del suplicio con la sentencia escrita en él y, corriendo, salió de la ciudad y subió a la cumbre de la montaña Roja, en donde, decapitados los criminales, le colgaron en la cruz, atados sus brazos hacia atrás y las piernas en el palo vertical. El verdugo apretó por tres veces la soga que traía al cuello y un soldado le dio un puntapié en el lado izquierdo. Era viernes, a las tres de la tarde, y una gran cruz luminosa apareció en el cielo. Fue beatificado por León XIII, el 30 de mayo de 1889.
JOSÉ HERRERA, C. M