13 de septiembre

SAN AMADO (†ca. 630)

Sobre el abad del célebre monasterio alsaciano de Remiremont, San Amado, nos informa ampliamente una Vita antigua, escrita unos cincuenta años después de su muerte. Su autor se muestra gran entusiasta del Santo, pero mezcla en su biografía multitud de cosas, por las que da claramente a entender que se trata de adiciones más o menos legendarias. Sin embargo, si bien se mira, en el fondo de la exposición es enteramente digno de fe, y por lo que se refiere a la descripción de la vida monástica del tiempo, coincide substancialmente con otras obras clásicas de Luxeuil y Bobbio.

Así, pues, conforme a esta Vita, nació Amado hacia el 565 en un arrabal de Grenoble, en Francia, de una familia galo-romana, y siendo todavía niño fue conducido por su padre hacia el año 581 a Agauno (St. Moritz), donde se inició en la vida monástica; se ordenó de sacerdote y pasó treinta años en la práctica de la oración y de la vida religiosa. Con todo esto fue creciendo cada vez más en él el ansia de la soledad y de la vida eremítica, por lo cual escapó del monasterio y se internó en la montaña, donde se entregó a una vida completamente solitaria. Indudablemente, en los detalles que refiere la biografía sobre el modo como realizó esta huida a la soledad y lo que ocurrió durante los años siguientes, hay aditamentos propios de la leyenda; pero lo que aparece claramente a través de toda la narración es el espíritu eminentemente contemplativo de Amado, que deseaba vivir en la más absoluta soledad. Semejante fenómeno ocurría frecuentemente en los grandes monasterios medievales, como por ejemplo en Montserrat, donde se construyeron para este efecto celdas solitarias, a donde podían retirarse estos anacoretas y llevar allí una vida de contemplación y penitencia.

Una vez localizado el lugar de su retiro, tomó el monasterio de Agauno el cuidado de proporcionarle lo indispensable para vivir, y, a semejanza de los antiguos anacoretas de Egipto, continuó durante algunos años llevando aquella vida de soledad y contemplación. La Vita acumula en este lugar diversos hechos más o menos milagrosos, que debieron ocurrir en este tiempo. Tales son, por ejemplo: que al llevarle cierto día el monje Berino la pequeña cantidad de agua y el pan, que debía sustentarlo durante tres días, un cuervo derramó el agua y se llevó el pan, a lo que añade el biógrafo que, al observarlo el santo solitario, exclamó: Gracias, Señor, pues reconozco tu voluntad de que prolongue mi ayuno. Más aún. Con el fin de librar al monje Berino del trabajo de traerle aquel alimento, él mismo cavó un poco de tierra en torno a su celda y cultivó algo de cebada, que luego molía con unas piedras, y de este modo se proporcionaba el nutrimento necesario, y al mismo tiempo, golpeando la roca con su bastón, hizo brotar el agua que necesitaba.

Estas y otras anécdotas, aun admitiendo su carácter legendario, nos dan a conocer la vida de paz y tranquilidad y de entrega absoluta a la oración y penitencia que llevaba Amado en la soledad próxima al monasterio de Agauno, semejante por completo a la de otros solitarios que dependían de algunos monasterios. Respecto de la vida que allí llevaba, se nos dice que iba vestido de una piel de cordero; que no se bañaba más de dos veces al año, por Navidad y por Pascua; que observaba riguroso ayuno durante todo el año, particularmente en la Cuaresma. En medio de una vida de tanta austeridad, como había sucedido con los antiguos solitarios, trató el demonio por diversos medios de vencer su virtud. Así se refiere que, habiéndolo visitado en cierta ocasión el obispo y dejado sobre la mesa algunas monedas de oro, se aprovechó de ello el enemigo para tentarlo; pero él las tomó con decisión y arrojó inmediatamente al fondo de un precipicio. Y en otra ocasión, furioso el demonio por la virtud heroica del ermitaño, lanzó una enorme roca contra su celda con el fin de que la destruyera matando al mismo tiempo al solitario; pero Dios detuvo milagrosamente la roca, y no ocurrió nada.

Sin discutir, pues, la veracidad de estos acontecimientos, deducimos de todo ello que Amado llevó durante algunos años una vida ejemplar de soledad y penitencia, que llegó a causar la admiración, no sólo del monasterio de Agauno, sino también de las regiones vecinas. Así se explica lo que ocurrió después del año 614 y constituye la tercera y última etapa de la vida de San Amado; pues, llenos los monjes de admiración por su extraordinaria virtud y deseando sacar el mayor provecho espiritual de ella, lo nombraron abad del nuevo monasterio, fundado en Remiremont, que gobernó durante unos quince años, dando admirable ejemplo de todas las virtudes religiosas.

Tal es el hecho substancial en que se resume la vida de nuestro Santo durante sus últimos años.

Pero nuestra biografía nos presenta estos hechos con un conjunto de circunstancias, más o menos objetivas o legendarias, dignas de tenerse en cuenta. Refiere, en efecto, que pasando por Agauno el abad de Luxeuil, San Eustaquio, camino de Italia, quedó prendado de la virtud de Amado, a quien visitó y con quien tuvo interesantes conversaciones en su soledad; por lo cual, al volver de Roma en 614, se lo llevó consigo diciendo que no debía permanecer oculta aquella maravillosa lumbrera que Dios había enviado al mundo, y así, durante algún tiempo, Amado se dedicó a predicar en el territorio de Austrasia, donde arrastraba a los hombres con su ejemplo y produjo extraordinario fruto.

Pues bien, en una de sus misiones se encontró con un gran señor, llamado Romarico, ansioso de fundar un monasterio en sus dominios de Remiremont, en la región de los Vosgos. Conducido, pues, por Amado al célebre monasterio de Luxeuil, hízose él mismo monje, y con la aprobación y consejo de Eustasio fundaron el nuevo monasterio de Remiremont, del que fue nombrado abad el mismo Amado. La vida monástica arraigó rápidamente. Bien pronto quedó organizado un monasterio de religiosas, que mantenían el Laus perennis, como se hacía en Agauno. Amado dejó a Romarico al frente de los monjes, retirándose él a una gruta solitaria, donde se entregó de nuevo a la vida de contemplación, que constituía sus delicias. Solamente los domingos volvía al monasterio doble de Remiremont, donde daba interesantes instrucciones ascéticas a los religiosos y a las religiosas.

Finalmente, rodeado éste de la mayor veneración de todos, después de haberse distinguido en la dirección de los religiosos y religiosas que la Providencia le había confiado, sufrió con heroica paciencia durante un año las molestias de una horrible enfermedad, y viendo que se acercaba su fin, pidió humildemente perdón de sus faltas, y entregó su alma a Dios hacia el año 630. El aroma de sus virtudes y del buen ejemplo que había dado en las tres etapas de su vida, como simple monje en Agauno, en el más exacto cumplimiento de la regla y vida monástica, como solitario en su vida de contemplación y penitencia, y como abad de Remiremont con la acertada dirección de los religiosos y religiosas y yendo delante de todos en la práctica de todas las virtudes, todo esto apareció más claramente después de su muerte. Por esto se extendió rápidamente la fama de su santidad, y en el siglo IX fue ya incluido en el martirologio romano.

La iglesia de Saint-Amé, cerca de Remiremont, ha sido construida junto a la gruta donde murió. No lejos de Agauno, una capilla señala el lugar probable de su primer retiro.

BERNARDINO LLORCA, S. I.

Amado, abad (565-630)

No mucho hay que contar de la vida de este hombre que tal como nos ha llegado está plena de leyendas. De la antigua Vita, maraña de enredadas fábulas, se entresacan datos de los que puede el hagiógrafo sacar el perfil de su existencia.

Se refiere que nació Amado en los alrededores de Grenoble, en torno al año 565, en una familia galo-romana. Joven aún, cuando apenas había cumplido los dieciséis años, ingresó en el monasterio de Agauno (St. Moritz) donde se formó como monje, se ordenó sacerdote y pasó treinta años en escrupulosa observancia religiosa. Cualquiera que lo conociera pensaría que habría de terminar sus días como monje ejemplar dentro de los muros del monasterio; pero no fue así.  Vivió al amparo del claustro hasta que se escapó para lanzarse a vivir en el monte con el deseo de estar lo más solitario posible, dedicado –en la más alta contemplación– a la penitencia y a la oración. Los detalles del modo de salir del monasterio y de vivir en austeridad están muy llenos de añadiduras y adornos ejemplarizantes, muy propios de las narraciones de las Vitas, poco verosímiles, y más empeñados en resaltar la eminencia de sus virtudes que en referir hechos verídicos.

De todos modos, la manera de vivir como eremita solitario, debió impresionar bastante a sus contemporáneos y llamar mucho la atención porque los monjes de Agauno tomaron muy en serio proporcionarle los medios imprescindibles para vivir, una vez que localizaron su cueva ubicada entre las peñas. Como había sido monje durante un periodo tan largo y había dado más que pruebas  y señales de su santidad, no quisieron correr el riesgo de que este irreprochable monje muriera por falta de agua o alimentos y se comprometieron a llevarle una vez por semana legumbres y agua.

La fama de santidad que por aquellos contornos se corría era tal que le nombraron abad del recién construido monasterio de Remiremont que gobernó por espacio de quince años, en la etapa final de su vida, dedicándose a organizar la vida monástica que arraigó profundamente en torno a su figura, a dirigir espiritualmente a sus monjes y a otro monasterio de mujeres que desearon vivir del mismo modo que lo hacían los varones bajo su cayado abacial. El que fuera visitado por san Eustaquio, abad de Luxeuil, cuando se dirigía a Roma en el 614,  que se admirara de su santidad y sabiduría y que fuera él quien le animara a lanzarse al mundo de Austrasia para predicar con gran éxito, provocando conversiones en las masas de sus oyentes, entra dentro de lo verosímil. Se cuenta que, como consecuencia de una de esas pláticas, el opulento Romarico se sintió llamado a abandonar su vida placentera, a abrazar la vida monástica, y a fundar en sus dominios de Remiremont el monasterio del que fue nombrado abad Amado; y también que, una vez asentado el buen gobierno, quedara al frente Romarico, mientras que el primer abad volviera a sus andadas de retirarse a la soledad del campo donde terminó sus días allá por el año 630, dejando una estela de santidad ejemplar tan extendida que en el siglo IX se le incluyó en el Martirologio Romano.

Que el autor del relato de su vida cuente su permanente y continuado ayuno diario y que no comía en cuaresma, me conmueve por la imposibilidad personal de imitarlo. Puede parecer verosímil el relato de que uno de los días en que el buen monje Berino le llevaba desde el monasterio de Agauno frugalidades para la semana y un colmado jarro de agua, el demonio se enfureciese, rompiera el tiesto del agua y se precipitaran al vacío las verduras que le hubieran servido de alimento, porque uno sabe cómo se las gasta el de los cuernos cuando se enfada. Que Amado se dedicara desde el día del susto a plantar un poco de tierra con cebada de cuyo fruto se alimentaría en adelante para evitar semejantes sobresaltos a los pobres monjes, me parece honesto. Que hiciera brotar agua de la roca golpeándola con su bastón, me sabe a mosaico. Que fuera salvado milagrosamente de una piedra desprendida del monte que parecía intentar aplastarlo junto con su cabaña, me sugiere un simple hecho de providencia ordinaria que no necesita el recurso al necesario milagro para justificar que aquel desprendimiento natural haya de ser irrefutablemente atribuido al odio diabólico. Y de lo que no estoy totalmente convencido de que merezca ser propuesto como modelo de virtud es el hecho de que Amado sólo se lavara dos veces por año, justo para celebrar las fiestas de Navidad y Pascua, porque además de para beber y regar, Dios hizo el agua para algo; pero ¡en fin!, aunque digan que Amado no invertía tiempo en la toilette, el caso es que reza como santo.