El catolicismo no es laxitud, pero tampoco es rigidez inhumana. Cuenta con las debilidades de los hombres, como contó con ellas su Divino Fundador, Jesús, que no quebraba la caña cascada, ni apagaba el leño todavía humeante. Es curioso observar cómo la Iglesia condenó con idéntico celo la depravación de las costumbres que el rigorismo moral: las ideas desorbitantes como las demasiado alicortas. Ya desde los primeros siglos de la era cristiana fueron fulminadas con el anatema todas las doctrinas que suponían al hombre fuera del quicio de su debilidad. Estúdiense las condenaciones de encratitas, novacianos, jansenistas, etc., y se verá que los rostros ceñudos y demasiado alargados por la rigidez no caben en la Iglesia. Y es que ésta se sitúa siempre en el fiel de la balanza: entre el ángel y la bestia: entre los hombres. Yerran, por tanto, quienes intentan deshumanizar al hombre con el pretexto de elevarlo hacia las altas cimas de Dios. ¿Condescendencia de la Iglesia? En cuanto que aprueba el mal, no; pero sí en cuanto que lo supone. Bien considerado todo esto, queda bien claro que no hay por qué rasgarse las vestiduras cuando la Iglesia -Esposa purísima de Cristo- rechaza palabras como reforma, puritano, cátaro (= puro), pietista, etc. (todas ellas con un evidente significado de pureza), por estar marcadas de herejía. El refrán latino dice que in medio, consistit virtas (en el medio está la virtud), y la Iglesia se mantiene en ese medio humano evitando los extremos de rigorismo o laxitud.
Y todo esto, a propósito de San Cornelio. Porque este Santo fue uno de los que -desde el timón de la nave de San Pedro- supieron sortear los escollos del más y del menos, quedando en el justo medio.
En efecto, el nombre del papa Cornelio va asociado en la historia eclesiástica al del cisma o herejía de los novacianos. Frente a la intransigencia de éstos, San Cornelio vio que el leño todavía humeaba... ¿Por qué, pues, apagarlo? En la célebre cuestión de los lapsi (o caídos en la apostasía) veremos que San Cornelio representa la auténtica mentalidad de la Iglesia.
No es demasiado lo que se sabe sobre este Papa, pero es suficiente e históricamente válido.
A la muerte del papa Fabián, martirizado en el comienzo de la persecución de Decio (20 de enero del 250), la sede romana quedó vacante durante dieciséis meses. En este largo período gobernaron la Iglesia romana los sacerdotes de la ciudad, entre los cuales se significó en todo momento un tal Novaciano, autor de diversas obras y hombre rigorista, Y éste, parecía ser el candidato para ocupar la cátedra de San Pedro, cuando, al amainar la persecución, se trató de elegir nuevo Papa. Sin embargo, la mayoría de los votos designó al sacerdote Cornelio (abril del 251), que fue reconocido como Romano Pontífice, frente a un grupo de presbíteros que apoyaban a Novaciano. La ambición de éste hizo que pronto surgiera un cisma en Roma. De hecho, Novaciano se hizo consagrar como obispo de Roma y envió cartas a las demás iglesias para que le reconocieran como Papa. Pero prevaleció pronto el buen sentido, y Cornelio vio que su designación era aceptada como válida, no sólo por la mejor parte del clero y del pueblo de Roma, sino también por las grandes lumbreras de la época, Dionisio de Alejandría, Cipriano de Cartago, así como por el resto de la cristiandad.
La actividad de este Pontífice se centró principalmente en la condenación del rigorismo de Novaciano en la cuestión de los lapsi. Ya desde muchos años atrás se venía discutiendo si los cristianos que habían apostatado de la fe (=lapsi) podían ser admitidos en el seno de la Iglesia, previa una sincera conversión. Esto, en definitiva, no era sino un caso particular de la gran cuestión que había agitado a los pontificados de Ceferino (198-217) y de Calixto (217-222) sobre la admisión en la Iglesia o la exclusión perpetua de la misma de los grandes pecadores. Los obispos de Oriente se inclinaban más bien por el rigorismo; aunque no fue esto general, pues ya hemos dicho que por lo menos San Dionisio de Alejandría se inclinó hacia San Cornelio. El problema, como se ve, adquirió dimensiones extraordinarias y turbó durante años a algunas cristiandades. Concretamente, San Cipriano hubo de maniobrar entre el rigorismo desesperante y la indulgencia excesiva, inclinándose al fin y abiertamente hacia la doctrina del papa Cornelio, como lo testimonia la correspondencia sostenida con el Pontífice Romano por el gran obispo de Cartago. Esta correspondencia tiene, por otra parte, una importancia nada despreciable para demostrar la primacía de la Iglesia romana.
El hecho es que en pocos meses la verdad se impuso sobre el error. San Cornelio, espíritu recto aunque flexible, supo demostrar que hay momentos en que no es posible ceder. Así le ocurrió a él, cuando supo sellar su fe con el martirio en Centumcellae (actual Civitavecchia) en el año 252.
La muerte de San Cornelio tuvo lugar en el mes de junio; pero la traslación de sus restos a Roma, desde la cercana ciudad, a donde había sido desterrado y donde sufrió el martirio, se verificó probablemente el 14 de septiembre, fecha de la muerte de San Cipriano, cuya memoria va asociada a la de nuestro Santo en una fiesta común. Fue enterrado en una cripta próxima al cementerio de San Calixto. Su epitafio no está escrito en griego, como el de los papas del siglo III; dice simplemente Cornelius martyr, E. P., ¿no es más que suficiente título de gloria este del martirio? Su sucesor fue el papa Lucio.
De la carta de San Cornelio a Fabián de Antioquía se desprenden unos datos interesantes para conocer el estado de la Iglesia de Roma, todavía no desarrollada por completo: los presbíteros eran, en aquella sazón, cuarenta y seis, siete diáconos, siete los subdiáconos, cuarenta y dos los acólitos y cincuenta y dos los exorcistas, lectores y ostiarios. Cifras, en verdad, muy modestas para las que había de alcanzar con el correr del tiempo la Urbe, pero que revelan ya la pujanza del cristianismo en medio de la persecución.
De la vida de San Cornelio podemos sacar una enseñanza, a saber, que hay que estar dispuestos a sellar la fe con el testimonio de la sangre, pero, a la vez, hay que tener comprensión con los débiles, con los que reniegan con su conducta de la fe o con los que no han recibido de Dios todavía esa luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (San Juan).
FAUSTINO MARTÍNEZ GOÑI.
Las actitudes extremosas acaban creando fricciones y calentamientos que casi siempre tienen un difícil y costoso arreglo. La figura del papa Cornelio es una de las que, desde la segunda mitad del siglo tercero, señaló pautas de comportamiento para la futura marcha de la Iglesia. Y se trataba nada más y nada menos que de conjugar dos principios básicos con sus correspondientes consecuencias prácticas –la misericordia y la justicia– en los que no era posible ceder ni olvidar; tampoco se podía permitir que, al hacer incidencia en uno de ellos, quedara el otro relegado al olvido.
Al papa Cornelio se le presentaba una tarea ardua. Se trataba de dilucidar la actitud práctica que había de seguir la Iglesia con los lapsi. ¿Que quienes eran éstos? Aquellos cristianos que no tuvieron fuerzas morales para mostrarse firmes en el tiempo de las persecuciones y prefirieron amar más su propia vida que los intereses de Dios; sacrificaron a los ídolos y condescendieron con el poder civil, salvando así el pellejo. Además, se les añadían los reos de otro tipo de pecado, siempre grave –adulterio y asesinato–.
Al pasar el momento de peligro o de ofuscación, los lapsi quieren volver a participar de los misterios cristianos. Pero ¿cómo podrán ser recibidos, aún después de hacer penitencia, en la comunidad de los santos y en la celebración de los misterios de la fe, cuando tantos habían quedado sus vidas en la arena de los circos, en las llamas, o bajo el corte de las espadas, por no querer dejar la fe ni sus exigencias, como era el caso de tantos mártires cuya memoria y recuerdo era tan cercano y cuyos familiares estaban entre las filas de los cristianos? ¿No habíamos quedado que el amor a Jesucristo y al Dios que nos ha revelado están por encima de todos los bienes terrenos, incluida la propia vida? ¿No sería mejor dar escarmiento a aquellos que fueron cobardes? ¿No pedía la justicia ser implacable con quienes habían claudicado? ¿No era muestra de debilidad darles el perdón, cuando el dolor que acompaña a los muertos está ahora mezclado con la euforia santa de tener en la familia a los héroes mártires? El hecho de otorgarles el perdón ¿no sería interpretado por muchos como una condescendencia de la Iglesia con aquellos lapsi? Incluso, llevando las cosas hasta sus más escondidas consecuencias, ¿no podría plantearse como algo cuestionable el hecho mismo martirial puesto que, luego, en la práctica, los que consiguieron seguir vivos con su mentira, volvían a ser miembros de pleno derecho en la Iglesia? Dicho de otro modo, ¿no quedaría ridiculizada la actitud de quienes prefirieron morir por el hecho de ser cristianos a ofender a Dios? Si hasta podrían pasar los martirizados por llegar a ser considerados como unos intransigentes ofuscados que se extralimitaron en el amor a Dios que se demuestra con las elecciones libres que exige su honor.
Por otra parte, recibir o no a los lapsi era mucho más que una cuestión práctica o de buen gobierno para colmar las inquietudes y satisfacciones de los cristianos. La decisión práctica que se adoptara no sería más que la consecuencia de los principios morales y de otros teológicos que no podrían ser puestos en tela de juicio. ¿Tenía restricciones la capacidad de perdonar que Jesucristo había dejado a su Iglesia? ¿Podía ella perdonar toda clase de pecados? ¿Incluido el de apostasía? ¿Podía ella negar el perdón de Dios al pecador arrepentido? ¿No sería ello falta de misericordia? ¿No significaría el abandono del Maestro que vino a salvar a todos y que no hizo ascos a los peores pecadores, mandando amar incluso a los enemigos? ¿Habría de ser la Iglesia más dura que el propio Jesús que rogó por quienes le ajusticiaban? ¿No tenía ahora la ocasión de demostrar compasión con la debilidad humana?
Tanto Cornelio como Novaciano eran sacerdotes de Roma que empleaban su tiempo y consumían sus energías en la predicación de la misericordia de Dios con los pecadores, dando aliento a los cristianos y bautizando a los que se convertían a la fe en la mitad del siglo III. Había muerto el papa Esteban, martirizado mientras celebraba el culto en las catacumbas, hacía ya dieciséis meses y, por la persecución, no se había podido elegir papa. Pasado el apuro, eligieron a Cornelio para la Sede de Pedro. Y no supo aguantar el tirón la ambición y soberbia de Novaciano, que llegó a hacerse consagrar como obispo de Roma.
Cisma hubo en la Iglesia al levantarse Novaciano con la bandera de los puros, rigoristas, exigentes, puritanos y pietistas frente al papa Cornelio que se mostraba inclinado al perdón, a la compasión con los débiles y a recibir a los verdaderamente arrepentidos que hicieran penitencia.
Cornelio tuvo que condenar a Novaciano y su rigorismo desesperante. Lo sucedido en esta ocasión no era más que un caso particular más de la ya antigua y gran cuestión que había conmovido a la Iglesia, –en los pontificados de Ceferino (198-217) y en el caso entre el papa Calixto e Hipólito (217-222), ambos santos y mártires– sobre la admisión en la Iglesia de los pecadores o su exclusión a perpetuidad.
Mostró el papa Cornelio el verdadero sentir de la Iglesia, abriendo las abundantísimas fuentes inagotables del perdón y de la misericordia con los pecadores y débiles. Por si algún lector llegara a formarse la idea de que este papa antiguo se dejó llevar de la blandura por no aplicar correctivos a quienes claudicaron, conviene asegurar que dejó muy clara la doctrina: hay ocasiones en las que no se puede ceder en la fe, aún con la aceptación de la muerte violenta; de hecho, culminó su vida entregándola en martirio; sucedió en Centumcellae (la actual Civitavecchia), en el año 252.