17 de septiembre

SAN ROBERTO BELARMINO († 1621)

Se clausuró el magno concilio de Trento muy poco después que Belarmino se consagrara a Dios con sus primeros votos. Se seguían sus incidencias con pasión. Las conversaciones de los primeros años de vida religiosa de nuestro Santo tuvieron muchas veces que girar en torno al magno Concilio que había logrado estructurar los problemas básicos de teología en forma orgánica y dictaminar sabias medidas de auténtica reforma.

Lo que ahora urgía era llevar a la práctica los decretos. Esta fue la misión de Belarmino. Toda su vida girará en torno a la órbita de Trento.

Ya su vocación a la Compañía de Jesús había nacido bajo el signo de la renovación espiritual. Sobrino del papa Marcelo II, cuando más en auge estaba el nepotismo pontificio, amante de la literatura, música, arte, se sintió atraído hacia las bellezas del mundo clásico. Virgilio constituía sus delicias desde los primeros años.

Por su familia, talento y aficiones estaba destinado al fausto y brillo de la corte pontificia. Parecía llamado para brillar en el firmamento del Renacimiento italiano. Pero su santa madre, Cintia Cervina, velaba por él. Le hizo ver lo peligroso de aquella dorada escala. El mismo joven, con su característica ingenuidad, nos descubre sus reacciones íntimas. Estando durante mucho tiempo pensando en la dignidad a que podía aspirar, me sobrevino de modo insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales. Impresionado con estos sentimientos, llegué a concebir horror de tal vida y determiné buscar una religión en que no hubiera peligro de tales dignidades.

Misterios de Dios. La decisión firme de huir del episcopado y del cardenalato fue el móvil de la vocación religiosa del único santo jesuita obispo y cardenal.

Dios a este hombre sediento de humillaciones le deparó triunfos insólitos, como muy pocos hombres los han experimentado. Fue el ídolo de amplios sectores, recibió el aplauso frenético de la muchedumbre que salía de sí por oír su palabra y devoraba sus libros con avidez.

Ya en Florencia, Mondovi, y sobre todo Lovaina, antes todavía de ser sacerdote, se reveló como un orador excepcional. Llegó a escribir el superior a Roma que: "nunca hombre alguno había hablado como el joven Belarmino". Desde 1569 se convierte en el predicador nato de los universitarios. Profesores y estudiantes se apretujan en torno al púlpito del Santo. La iglesia entera estaba llena de gente. Su predicación retórica y recargada de metáforas al principio, conforme al gusto de la época, se transforma, gracias a un incidente fortuito -el extraordinario fruto que reportó de un sermón improvisado por fuerza-, en sencilla y eminentemente evangélica. Aun de naciones vecinas, e incluso de Inglaterra, venían herejes a oírle. Cada vez conseguía un fruto mayor. Conversiones, jóvenes se retiraban a ejercicios o decidían abrazar la vida de perfección.

La predicación, con todo, no pasó de ser una de sus facetas. Pronto comenzó a descollar como teólogo, primero en el mismo Lovaina y después en Roma. Las universidades principales de Europa, incluyendo la de París disputaban por contarle entre sus profesores. Pero los superiores juzgaron más conveniente que irradiase su saber desde el corazón de la cristiandad. Allá le esperaba su gran obra. Fundó la cátedra de controversias para pulsar el momento teológico y dar la verdadera doctrina sobre los errores que pululaban entonces por los centro universitarios.

El éxito provino principalmente del método que adoptó. Pasaba revista a los errores de los contemporáneos, pero no se limitaba a refutarlos. Los herejes quedaban más bien, como en la Suma de Santo Tomás, de marco de encuadre, servían únicamente para delimitar el planteamiento vital del problema. El iba derecho a la doctrina verdadera, exponía orgánicamente -siguiendo la estela del concilio de Trento- la verdad positiva, íntegra, total.

Belarmino no tenía carácter de polemista. Alma sencilla, casi ingenua, carácter compasivo, estaba hecho para la comprensión. El amor íntimo y apasionado a la Iglesia -supremo ideal de su vida- fue el gran motivo que le llevó a estudiar los errores de los heresiarcas.

Sus discípulos, que corrían a sus clases, como antes en Lovaina habían afluido a los sermones, le pedían insistentemente que diese a la imprenta su exposición. Llegó a editar hasta veinte veces en treinta años el libro de las Controversias. Penetró en todas las universidades europeas y llegó a los más apartados centros de enseñanza. San Francisco de Sales, en su gran campaña contra los calvinistas, subía al púlpito armado de la Biblia y de Belarmino, como se llamaba en todas partes al gran libro. Se dice que uno de los corifeos luteranos exclamó: Este libro nos ha perdido.

No se limitó el Santo con instruir a los doctos. Su amor a la Iglesia le llevó a atender también al pueblo sencillo, tan ignorante en el campo religioso. Para ellos compuso la Doctrina cristiana breve, dirigida directamente a los niños, y acompañada de otra Declaración más copiosa para los maestros. Ese pequeño libro alcanzó uno de los éxitos más sorprendentes, comparable al que han alcanzado los libros más leídos de la humanidad. Hasta casi nuestros días se ha ido editando sin cesar. Baste decir que se ha traducido a más de cincuenta lenguas y que las ediciones llegan a lo largo de tres siglos y medio a edición por año.

Las facetas de orador, profesor y escritor no agotaron la actividad de Belarmino. El general de la Compañía de Jesús, Claudio Aquaviva, quiso que los jóvenes jesuitas se beneficiaran de su consejo e influjo. Le designó para la dirección espiritual de los que estudiaban en el Colegio Romano y después para rector del mismo centro. Tuvo Belarmino la dicha de contar entre sus hijos espirituales a San Luis Gonzaga.

Iba creciendo de tal modo la estima del Papa para con el docto y santo jesuíta, que el padre general comenzó a temer que le nombrase cardenal. Para conjurar este peligro decidió sacarle de Roma y designarle provincial de Nápoles. No le valieron al padre Aquaviva estas medidas. Clemente VIII le creó cardenal. Le elegimos -dijo- porque no hay en la Iglesia de Dios otro que se le equipare en ciencia y sabiduría. Belarmino se negó al principio a aceptar la alta dignidad. Alegó la incompatibilidad de su voto. El Papa lo anuló con su suprema autoridad y le mandó aceptar el cardenalato en virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal. Por obediencia cambió su hábito, pero no el tenor de su vida. Con el mismo desinterés y abnegación de antes se dedicó al trabajo de las Comisiones cardenalicias. Intervino en las cuestiones más espinosas, como las de Galileo y la reforma del calendario. Trabajó febrilmente en la edición definitiva de la Vulgata. Asesoró al Papa en toda clase de negocios con plena franqueza. Llevado, sin duda, de su alma sencilla y recta, que no entendía de astucia diplomática y de dilaciones, expuso algunos pareceres con demasiada sinceridad. Parece que por ello cayó en desgracia del Papa, quien decidió alejarle de Roma y nombrarle arzobispo de Capua.

El nuevo pastor se dio a sus diocesanos con celo sin igual. Allá pudo simultáneamente predicar, enseñar, escribir, organizar, explicar la doctrina cristiana. Abrazó toda clase de actividades. Realizó una reforma comparable, en pequeño, a la de San Carlos Borromeo.

Entró en tres Cónclaves. Llegó a tener en uno hasta 14 votos para Papa. Tal vez le hubieran elegido si no hubiera sido jesuita. En esos momentos en que se hablaba de su ascensión al Trono, su jaculatoria favorita y su oración ininterrumpida era; Señor, elige al más apto y líbrame del Papado.

Dios no le había hecho para el Pontificado. Tenía el Santo que realizar su última misión. Dar al mundo entero ejemplo de humildad y pobreza. Al recién elegido Gregorio XV le pidió como grande gracia el poderse retirar, al menos largas temporadas, al noviciado de los jesuitas. Tenía ya cerca de setenta y ocho años. Allá simultaneaba las actividades de cardenal con la vida de un novicio.

Desgastado en su lucha por la defensa de la Iglesia, sus fuerzas iban fallando. Con todo le quedó todavía un arma: la pluma. La piedad que rebosaba de su alma fue impregnando sus últimos opúsculos espirituales, llenos de suave unción.

Así se consumó la vida de este gran héroe. Había amado a la Iglesia con amor de enamorado. Dios le llamó a sí el 17 de septiembre de 1621. El Sacro Colegio quiso dejar constancia de los méritos del difunto cardenal. Escribieron en las Actas, entre otros elogios "Varón esclarecido, teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica, martillo de los herejes. Varón piadoso, discreto, humilde, extraordinariamente limosnero".

Pío XI le beatificó el 13 de mayo de 1923, le canonizó el 29 de junio de 1930 y le declaró doctor de la Iglesia el 17 de septiembre de 1931.

IGNACIO IPARAGUIRRE, S. I.

SAN ROBERTO BELARMINO († 1621)

Cardenal San Roberto Belarmino: Pídele a Dios que nos envíe sabios defensores de la Iglesia, que nos ayuden a librarnos de los ataques y erroresde los protestantes.

Roberto significa: el que brilla por su buena fama. (Ro: buena fama. Bert: brillar).

Belarmino quiere decir: guerrero bien armado. (Bel: guerrero. Armin: armado).

Este santo ha sido uno de los más valientes defensores de la Iglesia Católica contra los errores de los protestantes. Sus libros son tan sabios y llenos de argumentos convencedores, que uno de los más famosos jefes protestantes exclamó al leer uno de ellos: Con escritores como éste, estamos perdidos. No hay cómo responderle.

San Roberto nació en Monteluciano, Toscana (Italia), en 1542. Su madre era hermana del Papa Marcelo II. Desde niño dio muestras de poseer una inteligencia superior a la de sus compañeros y una memoria prodigiosa. Recitaba de memoria muchas páginas en latín, del poeta Virgilio, como si las estuviera leyendo. En las academias y discusiones públicas dejaba admirados a todos los que lo escuchaban. El rector del colegio de los jesuitas en Montepulciano dejó escrito: Es el más inteligente de todos nuestros alumnos. Da esperanza de grandes éxitos para el futuro.

Por ser sobrino de un Pontífice podía esperar obtener muy altos puestos y a ello aspiraba, pero su santa madre lo fue convenciendo de que el orgullo y la vanidad son defectos sumamente peligrosos y cuenta él en sus memorias: De pronto, cuando más deseoso estaba de conseguir cargos honoríficos, me vino de repente a la memoria lo muy rápidamente que se pasan los honores de este mundo y la cuenta que todos vamos a tener que darle a Dios, y me propuse entrar de religioso, pero en una comunidad donde no fuera posible ser elegido obispo ni cardenal. Y esa comunidad era la de los padres jesuitas. Y así lo hizo. Fue recibido de jesuita en Roma en 1560, y detalles de los misterios de Dios: él entraba a esa comunidad para no ser elegido ni obispo ni cardenal (porque los reglamentos de los jesuitas les prohibían aceptar esos cargos) y fue el único obispo y cardenal de los Jesuitas en ese tiempo.

Uno de los peores sufrimientos de San Roberto durante toda la vida fue su mala salud. En él se cumplía lo que deseaba San Bernardo cuando decía: Ojalá que los superiores tengan una salud muy deficiente, para que logren comprender a los débiles y enfermos. Cada par de meses tenían que enviar a Roberto a las montañas a descansar, porque sus condiciones de salud eran muy defectuosas. Pero no por eso dejaba de estudiar y de prepararse.

Ya de joven seminarista y profesor, y luego como sacerdote, Roberto Belarmino atraía multitudes con sus conferencias, por su pasmosa sabiduría y por la facilidad de palabra que tenía y sus cualidades para convencer a los oyentes. Sus sermones fueron extraordinariamente populares desde el primer día. Los oyentes decían que su rostro brillaba mientras predicaba y que sus palabras parecían inspiradas desde lo alto.

Belarmino era un verdadero ídolo para sus numerosos oyentes. Un superior enviado desde Roma para que le oyera los sermones que predicaba en Lovaina, escribía luego: Nunca en mi vida había oído hablar a un hombre tan extraordinariamente bien, como habla el padre Roberto.

Era el predicador preferido por los universitarios en Lovaina, París y Roma. Profesores y estudiantes se apretujaban con horas de anticipación junto al sitio donde él iba a predicar. Los templos se llenaban totalmente cuando se anunciaba que era el Padre Belarmino el que iba a predicar. Hasta se subían a las columnas para lograr verlo y escucharlo.

Al principio los sermones de Roberto estaban llenos de frases de autores famosos, y de adornos literarios, para aparecer como muy sabio y literato. Pero de pronto un día lo enviaron a hacer un sermón, sin haberle anunciado con anticipación, y él sin tiempo para prepararse ni leer, se propuso hacer esa predicación únicamente con frases de la S. Biblia (la cual prácticamente se sabía de memoria) y el éxito fue fulminante. Aquel día consiguió más conversiones con su sencillo sermoncito bíblico, que las que había obtenido antes con todos sus sermones literarios. Desde ese día cambió totalmente su modo de predicar: de ahora en adelante solamente predicará con argumentos tomados de la S. Biblia, no buscando aparecer como sabio, sino transformar a los oyentes. Y su éxito fue asombroso.

Después de haber sido profesor de la Universidad de Lovaina y en varias ciudades más, fue llamado a Roma, para enseñar allá y para ser rector del colegio mayor que los Padres Jesuitas tenían en esa capital. Y el Sumo Pontífice le pidió que escribiera un pequeño catecismo, para hacerlo aprender a la gente sencilla. Escribió entonces el Catecismo Resumido, el cual ha sido traducido a 55 idiomas, y ha tenido 300 ediciones en 300 años (una por año) éxito únicamente superado por la S. Biblia y por la Imitación de Cristo. Luego redactó el Catecismo Explicado, y pronto este su nuevo catecismo estuvo en las manos de sacerdotes y catequistas en todos los países del mundo. Durante su vida logró ver veinte ediciones seguidas de sus preciosos catecismos.

Se llama controversia a una discusión larga y repetida, en la cual cada contendor va presentando los argumentos que tiene contra el otro y los argumentos que defienden lo que él dice.

Los protestantes (evangélicos, luteranos, anglicanos, etc.) habían sacado una serie de libros contra los católicos y estos no hallaban cómo defenderse. Entonces el Sumo Pontífice encomendó a San Roberto que se encargara en Roma de preparar a los sacerdotes para saber enfrentarse a los enemigos de la religión. El fundó una clase que se llamaba Las controversias, para enseñar a sus alumnos a discutir con los adversarios. Y pronto publicó su primer tomo titulado así: Controversias. En ese libro con admirable sabiduría, pulverizaba lo que decían los evangélicos y calvinistas. El éxito fue rotundo. Enseguida aparecieron el segundo y tercer tomo, hasta el octavo, y los sacerdotes y catequistas de todas las naciones encontraban en ellos los argumentos que necesitaban para convencer a los protestantes de lo equivocados que están los que atacan nuestra religión. San Francisco de Sales cuando iba a discutir con un protestante llevaba siempre dos libros: La S. Biblia y un tomo de las Controversias de Belarmino. En 30 años tuvieron 20 ediciones estos sus famosos libros. Un librero de Londres exclamaba: Este libro me sacó de pobre. Son tantos los que he vendido, que ya se me arregló mi situación económica.

Los protestantes, admirados de encontrar tanta sabiduría en esas publicaciones, decían que eso no lo había escrito Belarmino solo, sino que era obra de un equipo de muchos sabios que le ayudaban. Pero cada libro lo redactaba él únicamente, de su propio cerebro.

El Santo Padre, el Papa, lo nombró obispo y cardenal y puso como razón para ello lo siguiente: Este es el sacerdote más sabio de la actualidad.

Belarmino se negaba a aceptar tan alto cargo, diciendo que los reglamentos de la Compañía de Jesús prohiben aceptar títulos elevados en la Iglesia. El Papa le respondió que él tenía poder para dispensarlo de ese reglamento, y al fin le mandó, bajo pena de pecado mortal, aceptar el cardenalato. Tuvo que aceptarlo, pero siguió viviendo tan sencillamente y sin ostentación como lo había venido haciendo cuando era un simple sacerdote.

Al llegar a las habitaciones de Cardenal en el Vaticano, quitó las cortinas lujosas que había en las paredes y las mandó repartir entre las gentes pobres, diciendo: Las paredes no sufren de frío.

Los superiores Jesuitas le encomendaron que se encargara de la dirección espiritual de los jóvenes seminaristas, y San Roberto tuvo la suerte de contar entre sus dirigidos, a San Luis Gonzaga. Después cuando Belarmino se muera dejará como petición que lo entierren junto a la tumba de San Luis, diciendo: Es que fue mi discípulo.

En los últimos años pedía permiso al Sumo Pontífice y se iba a pasar semanas y semanas al noviciado de los Jesuitas, y allá se dedicaba a rezar y a obedecer tan humildemente como si fuera un sencillo novicio.

En la elección del nuevo Sumo Pontífice, el cardenal Belarmino tuvo 14 votos, la mitad de los votantes. Quizá no le eligieron por ser Jesuita (pues estos padres tenían muchos enemigos). El rezaba y fervorosamente a Dios para que lo librara de semejante cargo tan difícil, y fue escuchado.

Poco antes de morir escribió en su testamento que lo poco que tenía se repartiera entre los pobres (lo que dejó no alcanzó sino para costear los gastos de su entierro). Que sus funerales fueran de noche (para que no hubiera tanta gente) y se hicieran sin solemnidad. Pero a pesar de que se le obedeció haciéndole los funerales de noche, el gentío fue inmenso y todos estaban convencidos de que estaban asistiendo al entierro de un santo.

Murió el 17 de septiembre de 1621. Su canonización se demoró mucho porque había una escuela teológica contraria a él, que no lo dejaba canonizar. Pero el Sumo Pontífice Pío XI lo declaró santo en 1930, y Doctor de la Iglesia en 1931.

Roberto Belarmino, cardenal y doctor de la Iglesia (1542-1621)

Montepulciano de Tosacana lo vio nacer el 4 de octubre de 1542. Murió en la Ciudad Eterna el 17 de setiembre del 1621. Vivió 79 años dedicados al servicio incondicional al papado y a la Iglesia. Intelectual, teólogo, pastor, polemista, escritor, predicador, autor devoto y probablemente uno de los hombres más cultos de la Iglesia en su tiempo que siempre actuó con una independencia de criterio admirable. El papa Clemente VIII dijo de él al nombrarle cardenal: «En la Iglesia de Dios no hay quien le iguale en saber».

Sus padres fueron Vicente Belarmino y Cintia Cervini, hermana del papa Marcelo II que sólo lo fue 27 días. Desde niño estuvo condicionado por su débil salud física, pero tenía un espíritu bien dotado. Estudió en los jesuitas de Montepulciano. Entre la familiaridad con los clásicos le nació la vocación, entrando en el 1560 en el noviciado de Roma. Estudió en el Colegio Romano del que llegaría a ser Rector más tarde. Tenía lugar la tercera convocatoria del Concilio de Trento. Fue profesor en Florencia donde había de intervenir con moderación y tacto en el primer proceso de Galileo. Hizo filosofía en Padua, Roma y Lovaina, donde estaba enseñando Bayo reiteradamente censurado por sus tesis sobre la justificación y la gracia.

Se ordenó sacerdote en 1570. Profesor de teología en Lovaina, en el Colegio de los Jesuitas fundado como reacción a las enseñanzas heterodoxas de la universidad. Su docencia, basada en la Sagrada Escritura, los Santos Padres, los Concilios y la Historia Eclesiástica, demostró gran altura académica y brillantez a pesar de los continuos problemas que le daba su salud delicada.

Por once años se dedicó a cuidar del Colegio Romano como Rector y a refutar los errores luteranos. Hacía falta rechazar con ciencia de altura las tesis adversarias por el daño que suponían para la Iglesia y el mal que podían ocasionar a los eclesiásticos. Pudo hacerlo con éxito gracias a su profundo saber teológico y a sus conocimientos de Historia. Formó trío con Pedro Canisio y César Baronio para la exposición y defensa de la fe.

Roberto era conocido por su carácter templado, conciliador, libre y profundo al dar enseñanza y solucionar dificultades en los temas capitales: Cristo, el Romano Pontífice, los Concilios, la Iglesia y sus instituciones básicas, el culto a los santos y a sus imágenes, los sacramentos, la gracia, el pecado, la libertad y la justificación.

Publicó «Controversias» obra que al tiempo que suscitaba verdadera polémica en los ambientes intelectuales, servía a muchos  –entre ellos san Francisco de Sales que llegó a afirmar haber predicado durante cinco años sin otro apoyo que la Biblia y las obras de Roberto Belarmino–  para seguir la pauta del genuino pensamiento católico.

Hizo trabajos científicos con Salmerón, tuvo parte en la Reforma del Calendario y del Martirologio. También acompañó a Gaetano, legado pontificio para Francia.

Esta carrera y nombre suscitó envidias, como siempre, en Roma. Al papa Sixto V le llegaron denuncias por aquello de que enseñaba el poder sólo indirecto del papa en las cuestiones de orden temporal. El papa cayó en la trampa y, a pesar de haberse mostrado Roberto como defensor incondicional del Papado, metió sus obras en el Índice por considerarlas peligrosas. En esta ocasión, Roberto actuó con libertad y valentía señalando los límites del poder espiritual del papa y esto no debió agradar mucho al Pontífice. Muerto Sixto V; su sucesor Urbano VII levantó la censura que no había llegado a ser publicada.

Intervino en la versión latina de la biblia llamada Vulgata que el concilio tridentino anhelaba proponer como versión oficial.

También fue director espiritual de santos, como es el caso de san Luis Gonzaga durante el segundo período de rector del Colegio Romano.

Clemente VIII lo nombra Cardenal el 3 de Marzo  de 1599, a la muerte de Francisco de Toledo, a pesar de la franca y fuerte resistencia  de Roberto que sólo pudo ser vencida por la imposición del papa.

Escribió su Catecismo, la obra más notable, precedido de un breve del papa Clemente VIII, libro seguro en el aprendizaje y explicación de la fe católica que estuvo en  vigor en los Estados Pontificios hasta Pío X.

Para que no faltara nada, se vió envuelto en la controversia teológica sobre el modo de conciliar la naturaleza (libertad) y la gracia entre los dominicos con Báñez y los jesuitas con Molina.

Murió en el noviciado de san Andrés el día 17 de setiembre de 1621.

Sus restos se trasladaron a la iglesia de San Ignacio de Roma.

El  papa  Benedicto  XIV  le  dio  el  sobrenombre  de  «martillo  de  los  herejes».  Fue un santo –canonizado muy tardíamente, en 1930–  más bien incómodo, y que fue capaz de los más difíciles equilibrios: jesuita y cardenal, situación nunca vista hasta entonces, durísimo en las controversias y también ecuánime y bondadoso, afectivo. Dos veces estuvo a punto de que le eligieran papa.