Hay santos de los que es más fácil conocer la misión que les cabe ejercer desde el cielo que la que cumplieron en la tierra. En este caso están muchos de los antiguos héroes cristianos, de los cuales la historia nos ha guardado muy poco, la leyenda algo más, pero de los que la devoción popular, ancha como un río, ha escrito secularmente su cometido de valedores e intercesores a favor de un pueblo o una época de la cristiandad. La continua intervención sobrenatural de San Jenaro en la vida de las gentes de Nápoles nos recuerda al Jesús clemente y poderoso que acallaba las tempestades y se compadecía de las muchedumbres; que vivía con los hombres y para los hombres y era oprimido a veces por las avalanchas del fervor popular. Nápoles, uno de los pueblos más vivaces y expresivistas de la tierra, asentado en esa maravilla que es la bahía partenopea, tierna y alegre como un nido, ha vivido bajo la amenaza del Vesubio, el siniestro volcán vecino, el monstruo nunca muerto, aunque con frecuencia dormido o dormitante. Nápoles, cantora y jovial, donde la naturaleza es exuberante y muelle, la temperatura maravillosa, la vida humana fácil y cómoda, pertenece a esas ciudades cuya psicología ha sido moldeada por el secreto terror a la desgracia, que siempre se cierne sobre ellas en la lontananza. Ante los vestigios de las antiguas erupciones, ante el recuerdo de las ciudades vecinas desaparecidas bajo la lava, ante el respiro periódico del volcán que se corona con la clásica humareda o fumata, era lógico que Nápoles buscara -como Tebas- un exorcismo de sus zozobras. Nápoles es una de las ciudades donde son más abundantes los telesmata, objetos mágicos que se enterraban al poner los fundamentos de las murallas o de las primeras edificaciones. La leyenda virgiliana encierra también un significado de protección de la ciudad. Nápoles cristiana encontró, por fin, el verdadero símbolo y sacramento en la sangre del mártir San Jenaro. La historia de la devoción a San Jenaro es la historia toda de Nápoles.
Es rigurosamente histórico el martirio de San Jenaro, hacia el año 305, así como que sus restos reposan en la catedral de Nápoles. San Jenaro era obispo de Benevento, ciudad de la Campania, como Nápoles, cuando se desencadenó la persecución de Diocleciano, la última que sufrió la Iglesia antes de la paz de Constantino. Pertenece, pues, San Jenaro a la misma promoción martirial que San Vicente, Santa Eulalia, San Severo, Santa Engracia y los innumerables mártires de Zaragoza. Refiere la tradición que San Jenaro fue reconocido y apresado por los soldados del gobernador de Campania cuando se dirigía a la cárcel a visitar a los cristianos en ella detenidos. Según la misma tradición, Jenaro y sus compañeros habrían sido arrojados a un horno encendido del que salieron milagrosamente ilesos. De todos modos, pronto fueron conducidos a Puzol (Puteoli, en latín; Pozzuoli, en italiano), la primera tierra italiana que pisara San Pablo camino de Roma, y donde había desde antiguo una crecida comunidad cristiana. Refiérese que en el anfiteatro de esta ciudad fueron expuestos a las fieras, que, como anteriormente las llamas, también respetaron a los cristianos. El gobernador ordenó finalmente que fueran degollados. Eran los mártires, además del obispo Jenaro, los diáconos Sosio, Próculo y Festo; Desiderio, que había recibido el orden del lectorado, y Eutiquio y Acucio.
La leyenda cuenta que un anciano había pedido al obispo antes del martirio un recuerdo y que al día siguiente San Jenaro se le apareció ofreciéndole un lienzo ensangrentado: el pañuelo con que los verdugos solían vendar los ojos de las víctimas antes de descargar el golpe. Los cristianos recogieron, como tenían por costumbre, un poco de la sangre de los mártires para colocarla en unas ampollas o anforitas de cristal ante la tumba de éstos. Se sabe que los restos de San Jenaro recibieron sepultura primero en Puzol, en el Campo de Marte. Luego en Nápoles, y aquí, en las catacumbas (que después fueron designadas con el nombre del Santo) hay, documentos arqueológicos que atestiguan la existencia de una devoción antiquísima y singular. Entre ellos está la pintura de San Jenaro, que data del siglo V, en la que aparece el santo obispo con un nimbo en que figura el anagrama de Cristo y la inscripción: sancto Ianuario. A ambos lados, dos fieles cristianas, una adulta y la otra niña, las dos con los brazos levantados en actitud orante. En el siglo IX las reliquias fueron trasladadas a Benevento y más tarde a Monte de la Virgen (Montevergine). Pero en 1497 encontraron sepulcro definitivo en la catedral de Nápoles, en una capilla hermosísima que los napolitanos construyeron en 1608 en cumplimiento de un voto formulado por ellos casi un siglo antes, en 1527, con ocasión de una peste que asoló a la región, pero de la cual el Santo libró a la ciudad.
Si los napolitanos tardaron bastante tiempo en cumplir su promesa, la verdad es que, por fin, la cumplieron con munificencia y esplendidez. Debemos dedicar unas líneas a la descripción de esta capilla porque es, además, el marco adecuado e ideal para la devoción popular a las reliquias del mártir. Su planta tiene forma de cruz griega; las paredes están todas revestidas de mármol, y de mármol son también las 42 columnas que la decoran. Hay en ella siete altares, con cuadros pintados por el Dominiquino sobre cobre plateado y con muchos dorados y pinturas al fresco. Pero no sólo el célebre Dominiquino; todos los nombres del barroco de Campania parecen darse cita en ella, para honrar al santo patrón de Nápoles. El arquitecto de la capilla fue el religioso teatino Francisco Grimaldi; el altar mayor, todo de pórfido y con adornos de bronce dorado, fue diseñado por Solimena; Juliano Finelli es el autor de la mayor parte de las esculturas, y, entre los pintores, hay que nombrar, además del Dominiquino, a Lanfranco y al español Ribera. No es exagerado decir que este recinto es una de las más bellas muestras del arte del 700, y que su plástica guarda correspondencia perfecta con la espiritualidad a que sirve de expresión. A él acuden los fieles en sus necesidades espirituales ordinarias y en toda clase de calamidades públicas.
Ya quedó mencionada la peste de 1597, pero hemos de referirnos a otras dos ocasiones en que la protección del Santo es recuerdo imborrable para los napolitanos. La primera es la erupción del Vesubio de 1631, una de las más espantosas de este volcán y que sólo puede compararse con la que destruyó las ciudades de Pompeya y Herculano en el año 79 de nuestra era. Durante tres días de fragor apocalíptico y tinieblas densísimas que sólo permitían ver las llamas rojizas y los torrentes de lava que descendían de la cumbre, los creyentes se apiñaron en torno al sepulcro de su Santo en oración incesante y concluyeron sacando en procesión el sagrado cuerpo. Muchas localidades vecinas quedaron destruidas, pero la ciudad, una vez más, se salvó. La segunda gran ocasión memorable tuvo lugar el año 1884, en que el cólera devastó muchas regiones. Pero también en casos de guerras o desventuras entre las gentes de mar la fe de los devotos no ha conocido límites.
Ahora bien, si la devoción de San Jenaro es conocida en el mundo entero, ello no se debe -hay que confesarlo- a nada de lo dicho anteriormente, sino al portento de la licuefacción de la sangre del mártir. Todos los años el día de hoy, 19 de septiembre, y en otras varias ocasiones, la sangre de San Jenaro, que se conserva en dos ampollas o frasquitos de vidrio donde la recogieron los cristianos después del martirio y donde está seca, en estado sólido, de ordinario, tórnase líquida y de color rojo vivo, como si estuviera recién vertida por el mártir. La licuefacción tiene lugar dentro de una ceremonia brillantísima en la que se muestra a las autoridades eclesiásticas y civiles y luego a los fieles la teca o estuche donde se contienen las ampollas de sangre. Esta teca es de metal, con dos cristales transparentes y semeja a un viril para las exposiciones del Santísimo. La sangre entonces pasa al estado líquido sin precisar temperatura determinada, cambia de color y de volumen y de peso hasta alcanzar el doble y sin guardar proporción constante en el uno y el otro. La muchedumbre prorrumpe en aclamaciones y con entusiasmo delirante la teca es devuelta al tesoro de la catedral para su custodia hasta la próxima exhibición. Naturalmente, el prodigio había de tropezar con la incredulidad de muchos, y las polémicas en torno a la naturaleza del fenómeno menudearon, sobre todo y como fácilmente puede suponerse, durante el siglo XIX. Más de veinte hipótesis se han formulado buscando una explicación natural, algunas de ellas por católicos, pero se ha de decir que ninguna resulta satisfactoria respecto de la totalidad de los fenómenos. Mucho menos se ha conseguido reproducirlo. El 15 de septiembre de 1902 el contenido de las ampollas fue sometido a examen espectroscópico ante testigos. Escribe el científico Sperindeo, que llevó a cabo la experiencia, que se vio aparecer... detrás de la línea D, la banda obscura característica de la sangre, seguida de otra en el verde, y entre las dos una zona clara. No cabe duda de que se trata de sangre humana y que en ella se verifican los efectos antes descritos. Pero no cesarán, a buen seguro, los intentos de darle una interpretación que no rebase la esfera de lo natural. La devoción, sin embargo, seguirá viendo un signo por el que San Jenaro testimonia su misión de representar ante el trono de Dios a sus fieles, y ante éstos, la misericordia y el perdón divinos. La sangre de San Jenaro es la sangre del sacerdote de Cristo, viva y fresca en el recuerdo de Dios, clamando mejor que la sangre de Abel, y viva también en el recuerdo de los hombres por los que fue derramada, porque sin sangre no se verifica redención ninguna. A esa sangre, que en cada época histórica sale de venas de los elegidos para juntarse con la de Cristo, se debe y se deberá que el ángel exterminador pase de largo envainando su espada muchas veces y el perdón se extienda a todo lo que ella ha rociado: las manos del verdugo lo primero.
ANGEL ZORITA
Muere aprox. 305 A.D.
Obispo de Benevento, Mártir, Patrón de Nápoles Fiesta: 19 de septiembre Milagro de la Sangre de San Genaro.
Historia de San Genaro San Genaro, patrón de Nápoles, es famoso por el milagro que generalmente ocurre cada año desde hace siglos, el día de su fiesta, el 19 de septiembre. Su sangre, se licúa ante la presencia de todos los testigos que deseen asistir. (Mas sobre este milagro en la segunda parte de esta página)
Nápoles y Benevento (donde fue obispo) se disputan el nacimiento de San Genaro y Benevento.
Durante la persecución de Dioclesiano, fueron detenidos en Pozzuoli, por orden del gobernador de Campania, Sosso, diácono de Miseno, Próculo, diácono de Pozzuoli, y los laicos Euticio y Acucio. El delito era haber públicamente confesado su fe.
Cuando San Genaro tuvo noticias de que su amigo Sosso y sus compañeros habían caído en manos de los perseguidores, decidió ir a visitarlos y a darles consuelo y aliento en la prisión. Como era de esperarse, sus visitas no pasaron inadvertidas y los carceleros dieron cuenta a sus superiores de que un hombre de Benevento iba con frecuencia a hablar con los cristianos. El gobernador mandó que le aprehendieran y lo llevaran a su presencia. El obispo Genaro, Festo, su diácono y Desiderio, un lector de su iglesia, fueron detenidos dos días más tarde y conducidos a Nola, donde se hallaba el gobernador.
Los tres soportaron con entereza los interrogatorios y las torturas a que fueron sometidos. Poco tiempo después el gobernador se trasladó a Pozzuoli y los tres confesores, cargando con pesadas cadenas, fueron forzados a caminar delante de su carro. En Pozzuoli fueron arrojados a la misma prisión en que se hallaban sus cuatro amigos. Estos últimos habían sido echados a las fieras un día antes de la llegada de San Genaro y sus dos compañeros, pero las bestias no los atacaron. Condenaron entonces a todo el grupo a ser echados a las fieras. Los siete condenados fueron conducidos a la arena del anfiteatro y, para decepción del público, las fieras hambrientas y provocadas no hicieron otra cosa que rugir mansamente, sin acercarse siquiera a sus presuntas víctimas.
El pueblo, arrastrado y cegado por las pasiones que se alimentan de la violencia, imputó a la magia la mansedumbre de las fieras ante los cristianos y a gritos pedía que los mataran. Ahí mismo los siete confesores fueron condenados a morir decapitados. La sentencia se ejecutó cerca de Pozzuoli, y en el mismo sitio fueron enterrados.
Los cristianos de Nápoles obtuvieron las reliquias de San Genaro que, en el siglo quinto, fueron trasladadas desde la pequeña iglesia de San Genaro, vecina a la Solfatara, donde se hallaban sepultadas. Durante las guerras de los normandos, los restos del santo fueron llevados a Benevento y, poco después, al monasterio del Monte Vergine, pero en 1497, se trasladaron con toda solemnidad a Nápoles que, desde entonces, honra y venera a San Genaro como su patrono principal.
Muchos se cuestionan la autenticidad de los hechos arriba mencionados y de la misma reliquia porque no hay registros sobre el culto a San Genaro anteriores al año 431. Pero es significante que ya en esa época el sacerdote Uranio relata sobre el obispo Genaro en términos que indican claramente que le consideraba como a un santo reconocido. Los frescos pintados en el siglo quinto en la catacumba de san Genaro, en Nápoles, lo representan con una aureola. En los calendarios más antiguos del oriente y el occidente figura su nombre.
El milagro permanente. Mientras que muchos se cuestionan sobre la historicidad de San Genaro, nadie se puede explicar el milagro permanente que ocurre con la reliquia del santo que se conserva en la Capilla del Tesoro de la Iglesia Catedral de Nápoles. Se trata de un suceso maravilloso que ocurre periódicamente desde hace cuatrocientos años. La sangre del santo experimenta la licuefacción (se hace líquida).
La reliquia es una masa sólida de color oscuro que llena hasta la mitad un recipiente de cristal sostenido por un relicario de metal. En varias ocasiones durante el año, relacionadas con el santo: la traslación de los restos a Nápoles, (el sábado anterior al primer domingo de Mayo); la fiesta del santo (19 de septiembre) y el aniversario de su intervención para evitar los efectos de una erupción del Vesubio en 1631 (16 de diciembre), un sacerdote expone la famosa reliquia sobre el altar, frente a la urna que contiene la cabeza de san Genaro.
Los fieles llenan la iglesia en esas fechas. Es de notar entre ellos un grupo de mujeres pobres conocidas como zie di San Gennaro (tías de San Genaro). En un lapso de tiempo que varía por lo general entre los dos minutos y una hora, el sacerdote agita el relicario, lo vuelve cabeza abajo y la masa que era negra, sólida, seca y que se adheria al fondo del frasco, se desprende y se mueve, se torna líquida y adquiere un color rojizo, a veces burbujea y siempre aumenta de volumen. Todo ocurre a la vista de los visitantes. Algunos de ellos, en el santuario, pueden observar el milagro a menos de un metro de distancia. Entonces el sacerdote anuncia con toda solemnidad: ¡Ha ocurrido el milagro!, se canta el Te Deum y la reliquia es venerada por la congregación y por el clero.
El milagro ha sido minuciosamente examinado por personas de opiniones opuestas. Se han ofrecido muchas explicaciones, pero basado en las rigurosas investigaciones, se puede afirmar que no se trata de ningún truco y que tampoco hay, hasta ahora, alguna explicación racionalista satisfactoria. En la actualidad ningún investigador honesto con experiencia, por racionalista que sea, se atreve a decir que no sucede lo que se asegura que ocurre.
Sin embargo, antes de que un milagro sea reconocido con absoluta certeza, deben agotarse todas las explicaciones naturales, y todas las interrogantes deben tener su respuesta. Es por eso que la Iglesia no se opone a la investigación.
Fruto de las investigaciones.
Entre los elementos positivamente ciertos en relación con esta reliquia, figuran los siguientes:
1 -La substancia oscura que se dice ser la sangre de San Genaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente encerrada dentro del recipiente de cristal que está sujeta y sellada por el armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi por completo el recipiente y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.
2 -Al mismo tiempo que se produce esta variación en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años, ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.
3 -El tiempo más o menos rápido en que se produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente. Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30º centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5º a 8º centígrados más bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.
4 -No siempre tiene lugar la licuefacción de la misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido burbujea, se agita y adquiere un color carmesí muy vivo, en otras oportunidades, su color es opaco y su consistencia pastosa.
Aunque no se ha podido descubrir razón natural para el fenómeno, la Iglesia no descarta que pueda haberlo. La Iglesia no se opone a la investigación porque ella busca la verdad. La fe católica enseña que Dios es todopoderoso y que todo cuanto existe es fruto de su creación. Pero la Iglesia es cuidadosa en determinar si un particular fenómeno es, en efecto, de origen sobrenatural .
La Iglesia pide prudencia para no asentir ni rechazar prematuramente los fenómenos. Reconoce la competencia de la ciencia para hacer investigación en la búsqueda de la verdad, cuenta con el conocimiento de los expertos.
Una vez que la investigación establece la certeza de un milagro fuera de toda duda posible, da motivo para animar nuestra fe e invitarnos a la alabanza. En el caso de los santos, el milagro también tienen por fin exaltar la gloria de Dios que nos da pruebas de su elección y las maravillas que El hace en los humildes.
El milagro de licuefacción también ocurre con la sangre de San Pantaleón
Cuando se pronuncia Jenaro se está hablando del popularísimo patrón de Nápoles.
Junto a su figura indudablemente histórica del mártir se mezclan elementos que bien han podido ser adicionados por la fábula y la imaginación de sus devotos al tiempo que han ido pasando los siglos. No hay que olvidar que, junto a la continua intercesión sobrenatural sobre los napolitanos que le invocan de modo continuo, hay todo un mítico mundo creado en torno a la imponente masa del Vesubio que condiciona todo el existir en la bahía partenopea. Ciertamente, sus habitantes han nacido y vivido siempre bajo la amenaza del volcán nunca muerto, aunque con frecuencia dormido, y su sicología está moldeada por ese secreto terror a la desgracia que se cierne sobre la ciudad en lontananza. Los primitivos habitantes de esa tierra y hasta los mismísimos paganos del Imperio dispusieron de amuletos protectores para apartar de ellos, de sus tierras y familias, todo lo que consideraban maléfico presagiado por la humareda. La ciudad de Nápoles, ya cristiana, aprendió a ver en Jenaro a su protector y supo hacer de él todo un símbolo.
Dato histórico es la muerte de Jenaro en el año 305. Los restos del mártir se conservan en la catedral napolitana. Fue uno de los obispos de Benevento, en la Campaña. Lo denunciaron, lo reconocieron y lo apresaron cuando él mismo iba a visitar a los cristianos que estaban presos.
Puede ser historia o quizá sea fábula. Cuentan que fue arrojado a un horno encendido con sus compañeros; pero salieron milagrosamente ilesos. Luego fue conducido a Puzzol donde había una nutrida comunidad cristiana desde que san Pablo puso su pie en aquella primera tierra europea, cuando iba camino de Roma; allí los expusieron a las fieras que, sin saber por qué, los respetaron. Como parecían ser hechos a prueba de muerte, decidieron por fin degollarlos. A varios de ellos nombra la lista: Con el obispo Jenaro o Januarius murieron los diáconos Sosio, Próculo y Festo, el lector Desiderio y, además, Eutiquio y Acucio.
La leyenda añade que un anciano que profesaba la fe de Cristo, le pidió un recuerdo cuando pasaba la comitiva de presos hacia el martirio y se le apareció Jenaro entregándole un pañuelo ensangrentado.
Cuando murieron, un grupo de cristianos recogió un poco de su sangre para ponerla en unas ampollas y colocarla junto a su tumba. Después tomaron los restos y los depositaron en el «Campo de Marte» de Puzzol. Luego, lo trasladaron a las catacumbas de Nápoles, donde se conserva como testimonio una pintura mural del siglo V. Hubo sucesivos traslados a Benevento y a la Catedral napolitana en 1479. Allí le construyeron una capilla en el año 1608 en cumplimiento del voto que hizo toda la ciudad para agradecerle su protección durante la epidemia de peste del 1527 que asoló toda la región y de la que el santo mártir libró a la ciudad.
Al santo salvador de naufragios, también le atribuyen los napolitanos haberse salvado de la erupción del Vesubio del año 1631, una de las más formidables y espantosas, comparable a la que arrasó a Pompeya, Herculano y Stabia en el año 79 de nuestra era; aquella que fue horripilante y tenebrosa con tintes apocalípticos. Apurados, sacaron su cuerpo y organizaron una procesión por la ciudad con rogativas especiales entre miedo y espantos; la innegable liberación la atribuyeron a la intercesión de Jenaro.
Hay algo misterioso, inexplicable y con posibilidad de ser constatado en nuestra época de fuerte incredulidad: la licuefacción de su sangre cada 19 de setiembre. Se diría que el Cielo hace un milagro a plazo fijo, aunque no es dogma de fe. ¡Y viene sucediendo desde hace siglos! La sangre del mártir, que presenta de ordinario un aspecto de sangre seca y sólida de color terroso, se cambia –sin que se sepa cómo ni por qué– en líquida y roja como recién vertida, en una ceremonia brillante y ostentosa, devota y abierta, en presencia de autoridades eclesiásticas y civiles, con fieles devotos mezclados entre curiosos e incrédulos, en su expositor de metal con cristal trasparente. No es precisa una temperatura precisa y determinada para que se dé el cambio de color, volumen y peso, casi hasta el doble, ni guarda el fenómeno una proporción constante entre el cambio del estado sólido y el líquido. El resultado final es el habitual: entre los devotos, una explosiva acción de gracias en medio de un entusiasmo delirante y para los agnósticos pertinaces que sólo tienen actitudes racionalistas, la ira, la rabia y el sarcasmo.
La ciencia constata que es sangre humana, que se verifica el cambio y que se comprueban los fenómenos descritos. ¿Explicaciones? Ninguna, sólo constata el hecho. Más, hoy, ni dice, ni sabe.
Como revive la sangre que voluntariamente se derramó por y para la vida eterna, ¿no será este hecho hoy inexplicable una broma en la que Dios quiere gozarse para escandalizar sobrenaturalmente a los «sabios»?