(1839 a 1846)
París, rue du Bac. La calle está hoy compartida. Una de sus aceras la ocupan casi íntegramente los inmensos almacenes Au bon marché. La otra acera conserva todavía un cierto aire del primitivo París. Una puerta humilde, que da a un estrecho callejón, conduce a una iglesia objeto de la veneración de todos los católicos del mundo: la capilla de las apariciones de la Virgen Milagrosa. Siguiendo por la misma acera encontramos otro edificio, también humilde en apariencia, pero de enorme significación en la historia de la Iglesia: el seminario de misiones extranjeras. Allí se forjó un nuevo estilo en la manera de concebir la tarea misional y allí, por vez primera, en forma orgánica, el clero secular forjó sus armas para salir a luchar las rudas batallas contra el paganismo.
El seminario llevaba ya muchos años funcionando cuando en 1831 se confiaba a sus alumnos un nuevo territorio de misión: la península de Corea. Territorio muy vasto, su extensión equivale prácticamente a la de Italia, y cuya evangelización habría de resultar muy penosa. Pese a estar a la misma latitud que España o Italia, el clima es duro, continental, extremado. Por otra parte, el país es pobre, y no podría resultar fácil la vida de los misioneros. En cambio iban a tener éstos una ventaja: les esperaban unas cristiandades que habían sufrido ya su bautismo de sangre y la terrible prueba de la persecución.
En efecto, en 1784, un intelectual coreano, bautizado en Pekín, consiguió introducir el cristianismo en Corea. Pero aquella naciente cristiandad sufrió una dura persecución y estuvo a punto de ser aniquilada. Sin embargo, cuando en 1794 un sacerdote chino vino de Pekín encontró todavía cuatro mil cristianos, tan fervorosos que en poco tiempo su número se duplicó. En 1801 se produce una nueva represión, y el sacerdote fue ejecutado con unos trescientos cristianos, entre quienes destacaba la noble figura de Juan Niou y su mujer Lutgarda, que habían contraído matrimonio sin usar nunca del mismo.
Treinta años después, la Sagrada Congregación de Propaganda erigía un vicariato apostólico en Corea y lo confiaba, según hemos dicho, al Seminario de Misiones Extranjeras, de París. Pese a que en 1815 y en 1827 había habido nuevas oleadas de persecución, el número de cristianos sobrepujaba ya los seis millares. Al frente del nuevo vicariato iba a ser colocado un fervoroso misionero de China: Lorenzo José Mario Imbert.
Su nombre es el primero y el más destacado de la larga relación de mártires cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en la diócesis de Aix-en-Provence. Su familia residía en Calas, y era harto pobre. Es conmovedor saber cómo aprendió a leer: un día encontró un centimillo en la calle, con el compró un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara las letras. Así, a fuerza de perseverancia, consiguió la preparación suficiente para poder ingresar, en 1818, en el seminario de Misiones Extranjeras. Después de dos años de estudios se embarca en Burdeos y marcha a trabajar a China.
En plena tarea apostólica le sorprende el nombramiento de vicario apostólico de Corea y su elevación al episcopado. En mayo de 1837 es consagrado en Seu-Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.
No era el primero en llegar. Le habían precedido ya otros dos misioneros, llamados a compartir el martirio con él. Los dos franceses: Pedro Filiberto Maubant, nacido en la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castán, nacido en la diócesis de Digne. El primero había venido directamente de Francia. El segundo había trabajado anteriormente en Siam.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante todo fue necesario aprender la lengua coreana, tributaria del chino, pero con muchas analogías con los dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de lleno al trabajo apostólico.
Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su vida: No permanezco mas que dos días en cada casa que reúno los cristianos, y antes de que amanezca el tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha hambre, porque después de haberme levantado a las dos y media de la madrugada, esperar hasta el mediodía y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un clima bajo y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a continuación doy clase de teología a mis seminaristas; después oigo confesiones hasta la noche. Me acuesto a las nueve sobre la tierra cubierta de una lona y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni mantas. He tenido, siempre un cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que con una vida tan penosa no tengamos miedo al golpe de sable que debe terminarla.
Todo esto había que hacerlo con el mayor secreto. Las quince o veinte personas a las que había atendido cada día: confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, etcétera, tenían que retirarse antes de la aurora. Aun así, aquella vida no pudo prolongarse mucho tiempo. Dos años después de su llegada, el 11 de agosto de 1839, monseñor Imbert era detenido por los perseguidores.
Comprendió bien que había llegado el final de su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías a los fieles seguidores, invitar a sus dos compañeros a entregarse. La tarjeta enviada por el obispo, que era una invitación al martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la transmitió a su compañero el padre Castán. Ambos obedecieron sin vacilar. Cada uno redactó una instrucción para uso de sus fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el Cardenal Prefecto de Propaganda Fide y una carta a sus hermanos de las Misiones Extranjeras para encomendarles a sus neófitos. En esta carta es donde alegremente, como si quisieran aliviarles la pena, dicen que el primer ministro Ni, actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar tres grandes sables para cortar cabezas.
Todo esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y una vez terminados los preparativos, los dos misioneros se unieron a su obispo. Los tres europeos comparecieron ante el prefecto y confesaron noblemente su fe: Por salvar las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los diez mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir. Aquel mismo día 15 de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones. Otra nueva les esperaba, después de un interrogatorio similar, el día 16. Por fin, el día 21 tuvo lugar el suplicio final.
Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas, les colmaron de heridas y, por fin, los rociaron de cal viva. Después de obligarles a dar por tres veces la vuelta a la plaza, mostrándose al público que se burlaba de ellos, se les hizo arrodillarse. Los soldados empezaron a correr en su derredor y al pasar les golpeaban con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al recibir el primer golpe. Después se arrodilló junto a sus dos compañeros, que estaban inmóviles. Al poco tiempo, los tres habían muerto.
Pero no eran ellos solos. Antes y después iban a perecer en aquella misma persecución otros muchos cristianos.
El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre Andrés Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del seminario de Misiones Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron, el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.
En la misma persecución murieron también diez catequistas y una muchedumbre de fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a quienes hoy veneramos en los altares: setenta y cinco héroes nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de la religión santísima. Para tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos más refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los sufrieron todos con invicta fortaleza. Tales son las palabras del Decreto de beatificación expedido por el papa Pío XI. Porque, como ya anteriormente se había escrito en el Decreto de tuto, aquella muchedumbre, en la que había incluso niños de quince y trece años, mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de los jueces impíos, ni la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires.
No es extraño que muy pronto se extendiera por todo el mundo la fama de su admirable ejemplo. Por eso, el papa Pío XI, superando las dificultades de tipo jurídico que se oponían a su beatificación, pues resultaba muy difícil recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico, teniendo en cuenta que había certeza absoluta de la realidad del martirio, los beatificó solemnemente en 1925. Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea, al menos en su parte Sur, libre del comunismo, es una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo el Extremo Oriente.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA
Algunos laicos introdujeron la fe cristiana en Corea en el siglo diecisiete y formaron una vigorosa comunidad que se mantuvo firme y organizada, sin la presencia de sacerdotes hasta dos siglos después. De esta comunidad cristiana brotaron, durante tres épocas de persecución, 103 mártires, de entre los cuales destacan Andrés Kim Taegon, primer sacerdote y celoso pastor, y Pablo Chong Hasang, laico. Los demás eran laicos de todas clases y estados, jóvenes y mayores, que con su muerte sembraron a manos llenas el pujante desarrollo de la Iglesia en Corea.
A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar las realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc.
Andrés Kim, Pablo Chong y compañeros, Mártires Autor: P. Angel Amo
Andrés Kim Tae-Gon, nació el 21 de agosto de 1821 en Solmoe (Corea). Sus padres eran Ignacio Kim Chejun y Ursula Ko. Era niño cuando la familia se trasladó a Kolbaemasil para huir de las persecuciones. Su padre murió mártir el 26 de septiembre de 1839. También su bisabuelo Pío Kim Chunhu había muerto mártir en el año 1814, después de diez años de prisión. Tenía quince años de edad cuando el padre Maubant lo invitó a ingresar al seminario.
Fue enviado al seminario de Macao. Hacia el año 1843 intentó regresar a Corea con el obispo Ferréol, pero en la frontera fueron rechazados.
Se ordenó diácono en China en el año 1844. Volvió a Corea el 15 de enero de 1845. Por su seguridad sólo saludó a unos cuantos catequistas; ni siquiera vio a su madre quien, pobre y sola, tenía que mendigar la comida. En una pequeña embarcación de madera guió, a los misioneros franceses hasta Shangai, a la que arribaron soportanto peligrosas tormentas.
En Shangai recibió la ordenación sacerdotal de manos de monseñor Ferréol el 17 de agosto de 1845, convirtiéndose en el primer sacerdote coreano. Hacia fines del mismo mes emprendió el regreso a Corea con el obispo y el padre Daveluy. Llegaron a la Isla Cheju y, en octubre del mismo año, arribaron a Kanggyong donde pudo ver a su madre.
El 5 de junio de 1846 fue arrestado en la isla Yonpyong mientras trataba con los pescadores la forma de llevar a Corea a los misioneros franceses que estaban en China. Inmediatamente fue enviado a la prisión central de Seúl. El rey y algunos de ministros no lo querían condenar por sus vastos conocimientos y dominar varios idiomas. Otros ministros insistieron en que se le aplicara la pena de muerte. Después de tres meses de cárcel fue decapitado en Saenamt’õ el 16 de septiembre de 1846, a la edad de veintiséis años.
Antes de morir dijo: ¡Ahora comienza la eternidad! y con serenidad y valentía se acercó al martirio.
Pablo Chong Ha-Sang nació en el año 1795 en Mahyon (Corea) siendo miembro de una noble familia tradicional. Después del martirio de su padre, Agustín Chong Yakjong, y de su hermano mayor Carlos, ocurridos en el año 1801, la familia sufrió mucho. Pablo tenía siete años. Su madre, Cecilia Yu So-sa, vio cómo confiscaban sus bienes y les dejaban en extrema pobreza. Se educó bajo los cuidados de su devota madre.
A los veinte años dejó su familia para reorganizar la iglesia católica en Seúl y pensó en traer misioneros. En el año 1816 viajó a Pekín para solicitar al obispo algunos misioneros; se le concedió uno que falleció antes de llegar a Corea. Él y sus compañeros escribieron al papa para que enviara misioneros. Finalmente gracias a los ruegos de los católicos, el 9 de septiembre de 1831 se estableció el vicariato apostólico de Corea y se nombró su primer obispo encargando a la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París la evangelización de Corea.
Pablo introdujo al obispo Ímbert en Corea, lo recibió en su casa y lo ayudó durante su ministerio. Monseñor Ímbert pensó que Pablo podía ser sacerdote y comenzó a enseñarle teología... Mientras tanto brotó una nueva persecución. El obispo pudo escapar a Suwon. Pablo, su mamá y su hermana Isabel fueron arrestados en el año 1839.
Aguantó las torturas hasta que fue decapitado a las afueras de Seúl el 22 de septiembre. Poco después también su madre y su hermana sufrieron el martirio.
En el año 1784 introdujo el cristianismo en la península de Corea un intelectual coreano bautizado en Pekín. Por los misteriosos caminos que sólo Dios conoce, encontró su semilla un campo excepcionalmente bien dispuesto. Abundaron las conversiones y, como la administración del bautismo no está monopolizada por el sacerdocio, allí crecieron en número y calidad, aunque sin jerarquía. Vino también la persecución sangrienta hasta el punto de que temieron desaparecer los cristianos de Corea.
A los diez años llegó desde Pekín un sacerdote chino para atender a los cuatrocientos cristianos que allí quedaron; era el año 1794. A comienzos del siglo XIX se ha multiplicado por dos aquella pequeña cristiandad; pero vuelve otra vez la persecución que se lleva por delante al presbítero que la conducía, al matrimonio formado por Juan Niou y Lutgarda y a tres centenares más de cristianos.
La Sagrada Congregación de Propaganda Fide crea el Vicariato Apostólico de Corea y confía al seminario de Misiones Extranjeras su atención espiritual y evangelización. Nombra vicario al sacerdote secular francés Lorenzo José Mario Imbert a la sazón misionero en China y lo consagra obispo.
Había nacido Lorenzo José en Aix-en-Provence en el seno de una familia muy pobre; tanto que, aprendió a leer por la compra de un abecedario que se adquirió un día con una moneda caída en la calle y con la ayuda de una vecina que le enseñó. Su afán de aprender le llevó por la vía autodidacta a capacitarle para entrar en el Seminario de Misiones Extranjeras y una vez ordenado sacerdote, embarcar en Burdeos para China, donde le sorprendió su nombramiento en el 1837 para el vicariato de Corea. Al llegar a la misión coreana le esperaban ya los dos sacerdotes franceses Filiberto Maubant, de la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castan, de la de Digne.
Ahora es preciso habituarse al clima continental, extremadamente frío y caluroso y a las costumbres del lugar. Se suceden los meses de oración y aprendizaje; pasan hambre. El obispo tiene su poca salud metida en un cuerpo débil, pero eso no le impide el cuidado de sus seminaristas que incluye dirección espiritual y clases de teología. ¿Pastoral? Administra bautismos y confirma, confiesa, celebra la Misa con harta piedad, asiste a matrimonios. Claro que todo esto había de hacerse no sólo en la clandestinidad, sino hasta en secreto para evitar en lo posible lo que era fácil temer que pudiera pasar. En efecto, a los dos años, justo el 11 de agosto de 1839, lo detuvieron; dispuso del tiempo justo para avisar a los sacerdotes Filiberto y Santiago que se apresuraron a escribir –antes de ser apresados– unas cartas, y redactar memorias dirigidas a la Sagrada Congregación y al Seminario de Misiones, documentos que están datados con fecha 6 del mes de setiembre.
El interrogatorio del día 15 no se montó para dilucidar acerca de su culpabilidad ni sobre la determinación de la pena que había de imponérseles; ambos extremos estaban previamente decididos; lo que les interesa ahora a los miembros del tribunal es conseguir una formal denuncia de los que han dado el paso a la nueva religión. Piden nombres que con total firmeza y claridad se niegan a dar los tres pastores. Recibieron una cruel paliza que se repetirá al día siguiente y otras veces más hasta el 21 de setiembre, día en que son asaeteados, cortadas las orejas, atravesados los oídos, metidos en cal viva y atravesados por los sables.
Pero Corea da para más.
Preocupados por el porvenir de la iglesia coreana y de su evangelización, ya habían dejado los misioneros la herencia sacerdotal en un nativo: Andrés Kim. En la misma clandestinidad, mandó llamar más misioneros y se hizo cargo de la misión. Lo sorprendieron en este oficio que dejó para ser encarcelado, torturado y muerto en 1846, junto con diez catequistas y una muchedumbre de fieles cristianos entre los que se entresacan setenta y cinco que son venerados como mártires, de toda condición, sexo y edad. El papa Pío XI, en el discurso de canonización del 1925, dice que aquella muchedumbre «mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos cruelísimos, ni el hambre y la sed con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de aquellos jueces impíos, ni la edad juvenil o la ancianidad, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires».
Claro que la noticia se desparramó por todo el mundo que quedó horrorizado al conocer la cerrazón de la sin-razón, la verdad.
Lo que no tengo yo muy claro es si estos hechos tuvieron suficiente fuerza como para que los contemporáneos ilustrados occidentales –tan listos ellos y cristianizados desde diecinueve siglos atrás– llegaron a caer en la cuenta de que la sola razón –por más que se la deifique– es incapaz de conducir al hombre al extremo de dignidad que lleva hasta dar la vida completa por la fe en Cristo, que es la Verdad. Ni tampoco sé si hoy estamos convencidos de que enfrentar la razón y la fe, haciéndolas irreconciliables, tiene como consecuencia directa limitar en el hombre su capacidad de conocer a Dios y de amarle.