23 de septiembre

SANTA TECLA (Siglo I)

En el año 48 llegaron a Iconio San Pablo y San Bernabé, en su segundo viaje misional. Iconio, ciudad floreciente todavía, tenía en el comienzo del cristianismo una importante colonia judía. Un poco antes de entrar en ella —dice una de las más antiguas leyendas hagiográficas del cristianismo—, los dos apóstoles encontraron un hombre, que se postró delante de ellos y los invitó a hospedarse en su casa. Se llamaba Onesíforo. Pablo le siguió, y al llegar a la puerta, todos le recibieron con este saludo: Bienvenido seas, servidor del Dios verdadero. El apóstol entró, rompió el pan, dobló las rodillas y habló acerca de la continencia y la resurrección. Este relato no tiene nada de inverosímil, puesto que Onesíforo pudo conocer a San Pablo en sus años de Tarso.

Diariamente —continúa la leyenda— Pablo predicaba en la casa de un amigo con las puertas abiertas. Y había enfrente una casa grande y rica, y en la casa una joven hermosa, que no se cansaba de escuchar su palabra. Día y noche se la veía clavada a la ventana, sin pestañear, sin comer, sin moverse un instante. Tenía el nombre de Tecla, vivía con su madre Teoclia y con frecuencia iba a visitarla un joven, llamado Tamiris, a quien había sido prometida en matrimonio. Alarmada por la actitud de su hija, que seguía junto a la ventana en actitud de éxtasis, Teoclia llamó a Tamiris con urgencia, pero ni la venida del joven pudo sacarla de aquel extraño arrobamiento. En consecuencia, Pablo fue denunciado como embaucador y hechicero. Se le condenó y se le llevó a la cárcel. Tecla entonces salió de su casa, y soltando los aros de oro que rodeaban sus brazos, se los dio al portero. A la puerta de la cárcel se acordó de que llevaba un espejo de plata para comprar al carcelero. Entró rebosante de alegría, y sentada a los pies del prisionero, escuchaba horas y horas las grandezas de Dios. El amor de Tamiris se trueca en odio, la misma madre se hace acusadora de su hija delante del gobernador; Pablo es flagelado y desterrado; en la playa se enciende una inmensa hoguera para castigar a su discípula, pero Tecla se salva milagrosamente, huye en busca del hombre que le había enseñado la ciencia de la vida, e iluminada por la promesa de las bienaventuranzas, recorre el mundo presa de una embriaguez divina.

¿Qué hay de verdad en todo esto? Es difícil contestar, pero es un hecho que la figura de la virgen de Iconio ilumina y perfuma las primitivas comunidades cristianas. Se relatan sus visiones, sus raptos, sus viajes; se habla de su belleza y su sabiduría; se la presenta como la personificación viviente de la doctrina predicada por San Pablo. No obstante, parece como si la realidad se perdiese en el laberinto de la fábula. Desde principios del siglo II corre la novela de Los viajes de Pablo y Tecla, urdida con piadosos discursos, esmaltada de prodigios extravagantes, henchida de sucesos inverosímiles. Se dice que San Juan, que dirigía aún las iglesias asiáticas, protestó; y Tertuliano asegura en su libro De baptismo, cap. 17, que su autor, un sacerdote, fue despojado de su dignidad. Más tarde, San Jerónimo, coloca entre los apócrifos Ios viajes de Pablo y Tecla y toda la fábula del león bautizado (De viris illustribus, VII). No obstante, el apócrifo recorre el mundo en todos los lugares orientales, y la imagen de Tecla sigue brillando esplendorosa en el amanecer del cristianismo. Los mártires la invocan en las llamas, su sabiduría es celebrada en todo el Oriente, y los Padres de la Iglesia griega cantan sus virtudes y sus triunfos. A ella —dice San Metodio en el Banquete de las diez vírgenes— la más bella y florida de las coronas, porque brilló sobre todas en el heroísmo de la virtud, y el mismo San Jerónimo, que catalogaba su leyenda entre los apócrifos, cree que había en ella algo de verdad, puesto que, al terminar su carta a Eustoquio, evoca el día de la partida, en que María avance hacia el alma triunfadora y Tecla se apresure radiante para abrazarla, y en su Crónica, en el año 376, recuerda que Melania llegó a Jerusalén, donde sus virtudes hicieron de ella una nueva Tecla. Por la vida de San Martín sabemos que el Santo recibía frecuentemente la visita de Inés, Tecla y María, así como de los apóstoles Pedro y Pablo.

El centro del culto de la protomártir semejante a los apóstoles, estaba en Meriamlik, cerca de Selefkie o Seleucia. La basílica de la Santa, uno de los más concurridos santuarios de la antigüedad, era una construcción monumental, magníficamente decorada. Bajo el templo se encontraba la gruta en que Tecla habría terminado su vida antes de desaparecer tras de la roca, que se cerró para ocultar su cuerpo. Lo propio de este culto es que en él falta la tumba. San Basilio, en el libro de los Milagros, nos habla de las impresiones de los peregrinos del siglo V. Uno ensalza el esplendor de las fiestas, otro la inmensa multitud de los visitantes, otro el gran número de Ios obispos, otro la elocuencia de los oradores, otro la belleza de la salmodia, otro la concurrencia de los fieles a los oficios de la noche, otro la magnificencia de las ceremonias, otro la piedad de los asistentes, o los apretujones de la multitud, o el calor sofocante, o el oleaje de los que entran y salen, los gritos, las disputas, el desorden y hasta las disputas por ocupar los primeros puestos durante la celebración de los santos misterios. Entre los milagros que nos cuenta el obispo de Seleucia hay algunos que nos recuerdan casos parecidos de los templos paganos, como este que antaño se había atribuido a Asclepios: Una madre presenta ante la Santa a su hija, que estaba a punto de perder un ojo; la lleva al parque de las aves, y mientras la niña juega con ellas, un ganso le pica en el ojo enfermo. Hubo gritos y lamentos, pero pronto pudo verse que el ave había hecho reventar un abceso, con lo cual la paciente sanó rápidamente.

El poder de la Santa atraía peregrinos de todas las regiones del Imperio. Allí se postró Gregorio de Nacianzo; allí se presentó muchas veces Tarasio, corresponsal de San Isidoro de Pelusio; allí llegó también, en 415, la monja española Eteria, que oró junto al martyrium, y mandó luego que la leyesen las actas de la Santa. Jerusalén tenía también su iglesia de Santa Tecla, situada en Bethfagé; la tenían también Antioquía y Constantinopla, y en Chipre había cinco localidades con el nombre de Hagia-Thekla, con ferias el 24 de septiembre, que era, según los calendarios orientales más antiguos, el día de su fiesta. En 1320, el brazo de la Santa, lo único que había quedado al desaparecer detrás de la roca, fue trasladado de Armenia a Tarragona, cuya catedral está consagrada a su memoria. De aquí el culto que se le rinde en el Levante español. Un primitivo de la escuela levantina, tal vez Jacomart, representa a San Martín hablando con Nuestra Señora, con Santa Tecla y Santa Inés, inspirándose en el relato de Sulpicio Severo.

JUSTO PÉREZ DE URBEL, O. S. B.

Tecla, mártir (s. I)

En su segundo viaje apostólico, hacia el año 48, san Pablo visita Iconio acompañado de Bernabé. Es una ciudad de Asia Menor que hoy forma parte de Turquía.

Al entrar en la ciudad es invitado cortés y amablemente por Onesíforo a hospedarse en su casa.

Las puertas están abiertas a quien quiera escuchar el anuncio del Evangelio. A la casa van acudiendo las gentes. Pero, aparte de los que se reúnen, alguien más escucha la Palabra. Se proponen doctrinas nuevas que resultan inauditas y apasionantes como la continencia y la resurrección.

Frente a ese punto de encuentro tiene su hogar una familia noble y rica. Allí vive Tecla con sus dieciocho años. Es la hija bellísima y casadera que se embelesa con lo que le llega de la predicación del Apóstol. Su  madre está inquieta y sumamente molesta porque sólo vive para escuchar lo que se está diciendo en la casa de enfrente; la ha visto como en éxtasis, ausente... ni siquiera come, día y noche está sin pestañear clavada en la ventana, no pierde detalle. Termina por comunicar a Tamiris, novio de Tecla, su preocupación. Todos los esfuerzos familiares se han aunado para hacerla desistir de su actitud y todos los razonamientos  resultan vanos a la hora de intentar que la joven se olvide de lo que está escuchando. Ella ha tomado la resolución de abandonar su vida cómoda y sus planes de futuro matrimonio, sólo quiere seguir a Jesús de quien Pablo habla.

Entre los amigos primero y entre conocidos después, va de boca en boca corriendo la noticia de lo que pasa a Tecla por escuchar a ese predicador acerca de un judío resucitado. La clase alta de la ciudad se conmueve hasta tomarse la resolución de acusar a Pablo a las autoridades por brujería y hechizos.

Pablo es encarcelado y Tecla, sobornando al carcelero, entra loca de alegría en la cárcel y escucha horas y horas las grandezas de Dios, sentada en el suelo junto a los hierros del preso. Pablo fue azotado cruelmente y penado con el destierro. El delicado amor de Tamiris se trueca ahora en desesperación y odio contra quien fue su amada y se prepara una hoguera donde Tecla va a ser castigada. Es salvada milagrosamente  de las llamas y marcha de Iconio tras aquel hombre que inflama con el ardor de lo que predica. Ella misma va transmitiendo a todos –llegando a ser un ejemplo de apostolado laical realizado siempre fuera de las reuniones litúrgicas– el porqué de su modo de vivir, que es el Amor.

Muy anciana ya Tecla es tragada por la tierra.

Una novela forjada entre la verdad histórica y los entresijos de la fábula fue alimento en el amanecer del cristianismo para las primitivas comunidades de discípulos. La dulce virgen doncella de Iconio, de la que no hay constancia en los escritos neotestamentarios, fue contemplada como la doctrina de Pablo personificada. Este apócrifo recorre el mundo cristiano oriental y occidental sin que se pueda acertar a  establecer dónde está la historia y dónde la poesía o invención, pero en cualquier caso Tecla es paradigma de la entrega a Dios y de la fidelidad a su Palabra. Ya en el siglo XIV, una reliquia suya llegó de Armenia a Tarragona de la que es patrona.