El mundo de la literatura ha dejado constancia de este terrible suceso del siglo XV en los alrededores de Toledo. Lope escribió El Niño Inocente y Quevedo se ocupó de él, proponiendo en carta escrita al rey se dignase disponer las cosas para que el santo Niño compartiera el patronato de España con Santiago; afirmaba que «puede interceder a Dios, como no puede otro alguno, por la pasión que Cristo pasó por él y por la que él pasó por Cristo».
Ya en el año 1501 hay referencias a los lugares de culto en los que se le venera que son los mismos en los que sufrió y fue enterrado. La Guardia lo tomó por Patrón y señala el día de su fiesta. El cardenal Siliceo apoya en 1547 su estatuto de limpieza en la devoción que se presta al Santo Niño. Consta la veneración que los reyes Fernando V, Carlos I y Felipe II le tuvieron. Y se sabe que el papa Pío VII confirmó su culto en 1805.
El siglo XV está plagado de problemas enconados y agudos suscitados por los conversos del judaísmo; motivaron la predicación de Vicente Ferrer y de otros muchos; salieron a la luz disposiciones eclesiásticas y leyes civiles porque hubo persecuciones con matanzas. Se produce un repetido intento sincero para facilitar conversiones al cristianismo; partía la iniciativa de un verdadero afán apostólico, pero al tener siempre pobres o nulos resultados, ni el poder político ni el militar pudieron mantenerse al margen ni sustraer la atención a los hechos. Hubo falsos conversos que seguían practicando un judaísmo casero con repercusiones en el orden social. Los Reyes Católicos, fracasados los esfuerzos persuasorios del 1478, solicitaron del papa Sixto IV la bula para establecer la Inquisición; en el 1480 ya quedaba nombrado el tribunal, pero no por ello estaba asegurado el orden; estaban implicadas personas judías poderosas en dinero y número, como se hizo patente en el complot de Sevilla, el asesinato en Zaragoza del inquisidor Pedro de Arbués en 1485, la resistencia a la entrada de los inquisidores en Teruel, en Barcelona y Valencia. Los alborotos de Jaén y Córdoba del 1467 se repitieron con mayor virulencia en la ciudad de Toledo entre 1486 y 1488.
En los hechos luctuosos de Toledo que terminaron con el martirio del Niño intervinieron once personajes; cinco eran judíos y seis judaizantes. El médico de Tembleque, Yuçá Tazarte, era tenido por judío experto en sortilegios; Benito García de las Mesuras era un judío bautizado y fue quien raptó al niño; Jucé Franco, el zapatero de Tembleque, es judío y relator de los hechos; Fernando Rivera hizo de Pilato; Juan Gómes era el sacristán de La Guardia; los demás se llaman Ça Franco, Alonso Franco, Pedro García, Iohan, Lope y David de Perejón.
En Toledo se van produciendo periódicamente en los dos últimos años actos de penitencia pública humillante con lectura ante todos de los modos probados de haber judaizado. Los penitenciados se cuentan por miles, después de haber confesado su mal obrar. Ya ha habido un centenar de muertos. La situación es verdaderamente triste. Hay pánico inmenso ante tanto espectáculo amargo; los que han judaizado son presa de un miedo inmenso, rezuman odio que les sale por todos los poros del cuerpo y cavilan toda clase de tentativas para salvarse.
A mitad del 1487 o del 1488 Alonso Franco tuvo que hacer penitencia pública en castigo por haber judaizado; ante todos sonaron las disciplinas que rasgaron su carne. Se sintió tan humillado que, en compañía de sus hermanos, concibe un plan de venganza, y pretende inútilmente dar fin a los métodos empleados. Como se decía que el médico de Tembleque conocía el remedio, van verle y a pedirle consejo; les dice que se hagan con un muchacho. Raptaron en la puerta del Perdón de la Catedral de Toledo al niño de 4 años, hijo de Alonso de Pasamontes (en algún lugar reza como Alonso Martín de Quintanar) y de Juana la Guindera. ¿Qué intentan? Se han confabulado para reproducir en la criatura toda la Pasión de Cristo. Era una diabólica idea que andaba errática por la Europa del tiempo y que acarreó la muerte injusta y cruel de muchos niños.
Lo llevaron al lugar llamado La Hoz de la Guardia y precisan la fecha: el Viernes Santo. Allí, a la luz de la lumbre, abofetean a la criatura, le escupen, le ponen corona de espinas y azotan sus espaldas. El rito se hace pronunciando sortilegios blasfemos. Crucifican al niño, le sacan el corazón con un cuchillo, y llevan su cadáver a enterrar en secreto a un lugar próximo a Santa María de Pera. La forma consagrada para el rito sacrílego mágico que conminaba la muerte de los inquisidores –y de todos los cristianos– rabiando, la facilitó Juan Gómez, sacándola de la iglesia que tenía bajo su custodia.
No conseguido el efecto intentado, deciden llevar el corazón del niño con otra ostia consagrada a Zamora donde saben que vive un importante judío sabio para que realice el sortilegio de manera eficaz. Sorprendidos en el camino, confesaron el hecho. Resultado: Sólo el octogenario judío Ça Franco fue perdonado. Tres ya habían muerto. De siete restantes, fueron quemados, unos vivos, y otros –confesos y arrepentidos–, ya estrangulados, en el «Brasero de la Dehesa» de Ávila.
Fue un tristísimo hecho más de la Historia que acentuó el encono de las posturas religiosas hasta el punto de disponer la autoridad protección para los judíos amenazados de muerte en todas las partes del Reino. El martirio del niño de La Guardia tuvo influencia en la expulsión de los judíos del 1492.