Con los santos populares de los primeros siglos la leyenda ha hecho estragos. De tal manera ha embrollado sus vidas, que ahora nos resulta poco menos que imposible desenmarañar la madeja.
Si fueron santos que, además, tuvieron mucho culto, que vieron surgir en honor suyo numerosas iglesias, que favorecieron con el beneficio de sus milagros a los fieles que se encomendaban a ellos, entonces la cosa se complica, hasta el punto de que podamos encontrarlos sufriendo el martirio en poblaciones distantes o hallar sus cuerpos enterrados en santuarios diferentes.
Todo se comprende partiendo de la devoción popular, que pedía detalles, anécdotas, referencias concretas, y si eran prodigiosas, mejor.
Y nunca faltaban quienes se prestasen a saciar este ansia de noticias. No con mala intención, sino simplemente para glorificar al santo bendito. Eran tiempos en que el concepto de lo histórico no tenía un significado tan riguroso como en nuestros días.
Por eso, al comenzar la semblanza de San Cosme y San Damián habremos de desbrozar primero el terreno para quedarnos con el hecho cierto de su existencia, atestiguado por la enorme extensión de su culto, que alcanzó de Oriente a Occidente.
Lo que refieren las gesta Cosmae et Damiani merece poco crédito. Queden como ejemplo típico de leyendas hagiográficas, a las que el padre Delehaye dio hace ya años el golpe de muerte. Es verdad que todavía las recoge el segundo nocturno de maitines de su oficio litúrgico. Eso quiere decir únicamente la penosa tarea que tiene delante la Comisión Histórica de la Sagrada Congregación de Ritos antes de proceder a una reforma del breviario. Actualmente nos sirven de resumen de las pasadas tradiciones, a través de las cuales se percibe lo fabuloso. Veamos lo que dice el martirologio romano de estos Santos:
En Egea, ciudad del Asia Menor, los dos santos hermanos Cosme y Damián, que en la persecución de Diocleciano sufrieron diversos tormentos, pues como hubiesen sido cargados de cadenas, arrojados a la cárcel, pasados por el agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin experimentar daño alguno gracias al auxilio divino, acabaron siendo decapitados hacia el año 300.
Las lecciones del oficio dicen además que eran médicos muy distinguidos, que tanto como por sus conocimientos en medicina curaban con la virtud de Cristo, aun aquellas enfermedades que se consideraban incurables.
La tradición constante los designa con el calificativo agua y por el fuego, crucificados y por fin asaeteados, sin exigir honores por sus servicios.
Pero aquí surge otra vez la duda: ¿fueron médicos en el sentido profesional de la palabra, o fueron más bien médicos sobrenaturales en virtud de las sanaciones milagrosas debidas a su intercesión después de muertos?
Esto segundo parece más probable y contribuyó eficazmente a la asombrosa propagación de su culto. Ya San Gregorio de Tours, en su libro De gloria martyrium, escribe:
Los dos hermanos gemelos Cosme y Damián, médicos de profesión, después que se hicieron cristianos, espantaban las enfermedades por el solo mérito de sus virtudes y la intervención de sus oraciones... Coronados tras diversos martirios, se juntaron en el cielo y hacen a favor de sus compatriotas numerosos milagros. Porque, si algún enfermo acude lleno de fe a orar sobre su tumba, al momento obtiene curación. Muchos refieren también que estos Santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer, y luego que lo ejecutan, se encuentran curados. Sobre esto yo he oído referir muchas cosas que sería demasiado largo de contar, estimando que con lo dicho es suficiente.
A pesar de las referencias del martirologio y el breviario, parece más seguro que ambos hermanos fueron martirizados y están enterrados en Cyro, ciudad de Siria no lejos de Alepo. Teodoreto, que fue obispo de Cyro en el siglo V, hace alusión a la suntuosa basílica que ambos Santos poseían allí. Desde la primera mitad del siglo V existían dos iglesias en honor suyo en Constantinopla, habiéndoles sido dedicadas otras dos en tiempos de Justiniano. También este emperador les edificó otra en Panfilia. En Capadocia, en Matalasca, San Sabas († 531) transformó en basílica de San Cosme y San Damián la casa de sus padres. En Jerusalén y en Mesopotamia tuvieron igualmente templos. En Edesa eran patronos de un hospital levantado en 457, y se decía que los dos Santos estaban enterrados en dos iglesias diferentes de esta ciudad monacal.
En Egipto, el calendario de Oxyrhyrico del 535 anota que San Cosme posee templo propio. La devoción copta a ambos Santos siempre fue muy ferviente.
En San Jorge de Tesalónica aparecen en un mosaico con el calificativo de mártires y médicos. En Bizona, en Escitia, se halla también una iglesia que les levantara el diácono Estéfano.
Pero tal vez el más célebre de los santuarios orientales era el de Egea, en Cilicia, donde nació la leyenda llamada árabe, relatada en dos pasiones, y es la que recogen nuestros actuales libros litúrgicos.
Estos Santos, que a lo largo del siglo V y VI habían conquistado el Oriente, penetraron también triunfalmente en Occidente. Ya hemos referido el testimonio de San Gregorio de Tours. Tenemos testimonios de su culto en Cagliari (Cerdeña), promovido por San Fulgencio, fugitivo de los bárbaros. En Ravena hay mosaicos suyos del siglo VI y VII.
El oracional visigótico de Verona los incluye en el calendario de santos que festejaba la Iglesia de España.
Mas donde gozaron de una popularidad excepcional fue en la propia Roma, llegando a tener dedicadas más de diez iglesias. El papa Símaco (498-514) les consagró un oratorio en el Esquilino, que posteriormente se convirtió en abadía. San Félix IV, hacía el año 527, transformó para uso eclesiástico dos célebres edificios antiguos, la basílica de Rómulo y el templum sacrum Urbis, con el archivo civil a ellos anejo, situados en la vía Sacra, en el Foro, dedicándoselo a los dos médicos anárgiros.
Tan magnífico desarrollo alcanzó su culto, por influjo sobre todo de los bizantinos, que, además de esta fecha del 27 de septiembre, se les asignó por obra del papa Gregorio II la estación coincidente con el jueves de la tercera semana de Cuaresma, cuando ocurre la fecha exacta de la mitad de este tiempo de penitencia, lo que daba lugar a numerosa asistencia de fieles, que acudían a los celestiales médicos para implorar la salud de alma y cuerpo. Caso realmente insólito, el texto de la misa cuaresmal se refiere preferentemente a los dichos Santos, que son mencionados en la colecta, secreta y poscomunión, jugándose en los textos litúrgicos con la palabra salus en el introito y ofertorio y estando destinada la lectura evangélica a narrar la curación de la suegra de San Pedro y otras muchas curaciones milagrosas que obró el Señor en Cafarnaúm aquel mismo día, así como la liberación de muchos posesos. Esta escena de compasión era como un reflejo de la que se repetía en Roma, en el santuario de los anárgiros, con los prodigios que realizaban entre los enfermos que se encomendaban a ellos.
El texto de la misa que acabamos de referir, cuyas oraciones son del sacramentario Gelasiano, debió de ser el empleado en la dedicación de la iglesia de los gloriosos taumaturgos, como lo abona la lectura de la epístola, tomada de Jeremías, en que se reprende la actitud de los judíos, que sólo veían en su templo de Jerusalén una gloria nacional, sin percibir que la presencia divina se hace más cercana para aquellos que cumplen los mandamientos y practican sobre todo la caridad con el prójimo. Esta misa debió de ser la usada primitivamente el 27 de septiembre, transferida después a la estación cuaresmal del jueves de la tercera semana. La actual para hoy tiene también muy en cuenta el poder milagroso de los dos hermanos, pues la lectura del evangelio nos presenta a Cristo rodeado de las turbas, que querían tocarle, porque salía de Él una virtud que curaba a todos. A pesar de la restauración un tanto bárbara que llevó a cabo el papa Barberini, Urbano VIII, en 1631, la iglesia de San Cosme y San Damián en el Foro es una de las más hermosas de Roma. En la actualidad es título cardenalicio. En el ábside, un antiguo mosaico de fondo obscuro con nubes rojas nos presenta a Cristo con unos ojos grandes, que miran a todas, partes, como dice el epitafio de Abercio, llenando con su presencia toda la sala de la asamblea. A uno y otro lado están los hermanos médicos, prontos a escuchar las súplicas de sus devotos.
Cabría preguntarse: ¿Por qué hoy estos Santos gloriosos no obran las maravillas de las antiguas edades? Tal vez la contestación podría formularse a través de otra pregunta: ¿Por qué hoy no nos encomendamos a ellos con la misma fe, con esa fe que arranca los milagros?
También podría entrar en la providencia divina el reservar cada época a determinados santos, y así tenemos que en el sepulcro del monje Charbel Makhlouf, muerto en 1898, vecino libanés de los médicos sirios, parecen renovarse los prodigios que de éstos nos refieren los historiadores.
Pero lo que conviene es que no se apague la fe, que la mano del Señor no se ha contraído. Y si San Cosme y San Damián continúan siendo patronos de médicos y farmacéuticos, bien podemos seguirles invocando con una oración como ésta, de la antigua liturgia hispana: ¡Oh Dios, nuestro médico y remediador eterno, que hiciste a Cosme y Damián inquebrantables en su fe, invencibles en su heroísmo, para llevar salud por sus heridas a las dolencias humanas haz que por ellos sea curada nuestra enfermedad, y que por ellos también la curación sea sin recaída.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
Dos hermanos santos desde los primeros tiempos; mártires y popularísimos patronos de médicos y boticarios. Dicen que curaban sin pedir dinero y que, después de muertos, repartieron salud a manos llenas sobre quienes recurrieron a su intercesión.
Una idea de la extensión de su devoción la dan los numerosos lugares de culto que llevan sus nombres casi siempre inseparables. De Oriente a Occidente fue pasando la veneración: Constantinopla, Panfilia, Matalasca en Capadocia, Jerusalén y Mesopotamia. Patronos del Hospital de Edesa, donde san Sabas transformó la casa heredada de sus padres en basílica en honor de los santos. En Egipto testifica su culto el calendario Oxyrhynco del año 535. También entre los coptos se extendió su devoción y en Tesalónica hay un mosaico con sus figuras. San Gregorio de Tours escribió sobre los dos hermanos en De gloria martyrum; San Fulgencio promueve su culto en Cagliari (Cerdeña); Rávena conserva mosaicos de ellos que se remontan hasta los siglos VI y VII y el santoral visigótico Veronense los incluye entre los santos que celebra la iglesia en España. Más de diez templos llevan sus nombres en la ciudad de Roma. Una aclamación tan popular no podía menos de terminar con sus nombres incluidos nada menos que en el Canon de la Misa.
Cosme y Damián murieron, según parece, a finales del siglo III o comienzos del IV.
Remontando la historia hasta allá, se nota que la leyenda ha ido sedimentando en torno a su indudable existencia histórica y final martirial capas y más capas de afirmaciones y sugerentes posibilidades que llegaron a tomarse como verdades; se fueron contando de ellos anécdotas más o menos verosímiles y referencias prodigiosas que los devotos oyentes escuchaban gozosos entre la sorpresa y la admiración.
Era lógico que un culto tan ampliamente extendido acabara por crear en torno a las figuras de los supuestos médicos y hermanos una aureola formada por las respuestas que siempre alguien estuvo dispuesto a dar con la sana intención de saciar la curiosidad sana de los fieles seguidores de los santos. No intentaron mentir; sí hubo voluntad de ensalzar; la fantasía transmite lo posible como verdadero y de ahí no es difícil llegar a la exageración. Y más, todo eso se da en un tiempo y circunstancias en los que no importaba demasiado el actual criterio de historicidad.
¿Qué queda entonces de las lejanas figuras de estos santos?
Parece ser que los dos eran hermanos, que entendían cosas de la medicina de su tiempo y la ejercían, que conocieron el cristianismo y recibieron el don de la fe. Luego llega su bautismo y el martirio final.
No es ni mucho ni poco. A mí me parece suficiente.
Alguien se atrevió a describir su martirio diciendo que sufrieron diversos tormentos, que fueron cargados de cadenas, metidos en cárceles, pasados por agua hirviendo y fuego, crucificados y luego asaeteados sin que sufrieran daño alguno, hasta morir decapitados en el año 300. Pero estas Gesta Cosmae et Damiani no merecen mucho crédito por ser leyenda hagiográfica y conocerse bien su género.
El éxito de sus intervenciones posteriores, como son las milagrosas curaciones que se le atribuyen, está en dependencia del querer de Dios y de la fe de quien las pide. El siempre agobiante problema de la salud humana no está sometido a la evolución de la Historia ni del tiempo. Como hubo enfermos siempre, y, como se cuenta que estos santos fueron médicos, entra dentro de la lógica humana que la riada de débiles-físicos-creyentes-verdaderos acudiera entonces a ellos y algunos se curaran.
La manía del escéptico de todos los tiempos se pregunta: «¿y por qué no se dan esas curaciones ahora?». Sin conceder la pregunta que supone negación, tengo una respuesta pronta y formulada a lo gallego: «¿Se pide con la fe de ayer, con agradecida disposición al cambio de vida, o se pone hoy más la confianza en el diagnóstico por imagen de los sofisticados medios técnicos de que disponen los médicos?».
Algún santo que difundía su devoción, sin negar las curaciones de las que hablaba sin miedo, puede sugerir otra pista sobre la salud que protegen los santos mártires desde el Cielo: daba el salto y afirmaba –por altura– que la salud verdadera que propician Cosme y Damián consiste en llevar a la conversión a quienes les rezan con fe. ¿O es que no es mejor vivir cerca de Dios, con alegría y sin salud, que vivir pletórico de fuerzas y lejos de Dios? Un cristiano está convencido de que vale más que el bien físico estar sano por dentro.
Bastan para creer los milagros del Evangelio: los ciegos que ven, los paralíticos que saltan, los leprosos que sanan, los endemoniados que empiezan a gozar y hasta los muertos que resucitan. Pero aún esos mismos –históricos– no son más que expresión imperfecta de la definitiva salud que Cristo trajo al hombre enfermo. Sí, ese que somos tú y yo, y el vecino, y la novia, y el abuelo.