28 de Septiembre

SAN SIMÓN DE ROJAS († 1624)

El Valladolid de 1552 fue el lugar del nacimiento del Beato. Allí, joven, vistió el hábito trinitario, al que se acogió con decidida vocación en el convento de la Orden. Este fue su primer peldaño en la escala hacia la santidad, si bien es verdad que su virtud se había delineado ya en aquellas sus aspiraciones en la adolescencia y en la niñez. Pero el anhelo de santidad cobra cuerpo cuando, joven, con plena responsabilidad, con valentía varonil, dispuesto a arrostrar y superar dificultades y contratiempos, se consagra a Dios en votos perpetuos, consagra su oblación en la primera misa y la reitera cada mañana en Ia subida diaria al altar del Señor que alegra su juventud, que es tanto como alegrar y sostener aquel primer y florido ofrecimiento de sus mejores años.

Versado en esta asignatura de la santidad, nada bueno ni grande extraña en él: cargos de responsabilidad superior en la Orden; correrías sin cuento en los puestos designados por la obediencia; apostolados ininterrumpidos dondequiera que la gloria de Dios o el bien del prójimo le colocaban. ¿Cómo nos va a extrañar nada de ello? ¿Cómo extrañarnos por sus milagros? Ni precisamos contarlos, tantos como se cuentan en sus biografías: si Dios estaba con él y con él guardaba Dios aquella amistad perfecta, lo extraño hubiera sido la apatía en el servicio del Señor, la indiferencia ante la indigencia del prójimo; extraño hubiera resultado que el Señor de los cielos no le hubiese ayudado con el milagro en todas aquellas coyunturas en que se ventilaba un mayor rendimiento de la gloria de Dios o un mejor remedio de apuros humanos.

Nada extraño se nos hace que, versado muy altamente en la práctica de las virtudes, pusiese su vista en él el rey Felipe III al objeto de que la compañía del Beato le resultase sedante piadoso entre los graves asuntos del reino y para que orientase la conciencia del futuro Felipe IV. Se explica su permanencia junto a los reyes y príncipes, y se explica el difícil equilibrio que supo guardar entre validos y palaciegos. Comprendemos, dada su virtud y santidad, se prestase a enjugar las lágrimas del de Lerma, caído en desgracia; supiese frenar la vanagloria del de Osuna, encumbrado, y consiguiese de don Rodrigo Calderón la aceptación resignada de la muerte en el cadalso ignominioso.

Todo, todo: milagros; difíciles y acertados asesoramientos; apostolados incansables e ininterrumpidos —el centro y sur de España fueron testigos de ellos—; conversiones de duros pecadores; lucro abundante de almas para Cristo... Todo se explica y comprende a la luz de la lámpara de santidad que brillaba en su persona. Todo es el resultante de su virtud eximia; de su trato de intimidad con Dios, que da omnipotencia al brazo humano y sagacidad superior a la inteligencia creada.

De por fuerza, el demonio le había de distinguir con preferencia particular de enemigo de talla excepcional y había de retarlo de continuo a singular batalla. Tampoco nos resulta extraño que demonio, mundo y carne se aliasen contra él, para contra el proceder en acción mancomunada: la tentación carnal, la intriga política, la sorna palaciega..., toda la gama de resortes de que el infierno dispone, se volcaron contra el Beato. Encontramos lógico este esfuerzo infernal. Pero siguió nuestro Beato firme en su todo lo puedo en Aquel que me conforta, y —lo dijimos— acertó con el bálsamo bendito que fortalece a los atletas de Cristo, restaña las heridas de gloriosas pasadas batallas y proporciona armas eficaces para las venideras.

Hay demonios que no se lanzan sino con la oración y el ayuno, nos advirtió nuestro Señor Jesucristo; y a fe que nuestro Beato supo esgrimir con destreza estas armas; fueron ásperos, muy ásperos, sus sacrificios, rígidas hasta el extremo sus penitencias; fue su cuerpo con frecuencia castigado por los duros golpes del cilicio, manejado por sus propios hermanos en religión, a quien él mismo impuso en virtud de obediencia aquella obligación. Fue rigurosa su observancia de la regla, austera su vida; su humildad le hizo sentirse gran pecador e indigno de los episcopados que se le ofrecieron. Su fuego de amor de Dios y del prójimo le llevó a la más exacta y rígida interpretación del mandamiento máximo de Dios, entendiendo en toda su precisión el amor de Dios como santidad, y el amor del prójimo como apostolado en toda la extensión e intensidad que entenderse pueda y en toda la infatigabilidad que el organismo humano se pueda permitir. Fue eximia su castidad, garantizada con protección especial de María.

Conversión de los pecadores, santificación mayor de los justos; redención purificativa de las almas del purgatorio: he aquí el tríptico apostólico de Simón de Rojas.

Unos pocos, muy pocos, libros, encontramos en su biblioteca, la de su celda conventual, donde la cama era un mueble de lujo inservible —dormía en el suelo—: las obras de Santo Tomás, las de San Bernardo, santo de su especial devoción; el libro de Tomás de Kempis y su devocionario. No es dato pequeño:non multa sed multum, nos legaron los antiguos: no muchas cosas, sino mucho; y de los libros reza el otro refrán de que hay que temer al hombre de un libro.

Merece especial mención su acendrada devoción a María, devoción que he llamado arriba bálsamo que prepara eficazmente para la victoria, dulcifica las heridas, hace intrépida e invencible la virtud apostólica y fácil la misma santidad.

Reza que te reza siempre a María: ¿Qué importa la calle pública o la soledad? ¿Qué la intriga o la paz? ¿Qué la dificultad o el riesgo? ¿Qué el sudor o la fatiga? ¿Qué suponen las asechanzas humanas, la tentación diabólica o la prueba divina? No pasa de ser todo un crisol en que probar la excelsitud del tesoro de virtud que acaparaba. Si omnipotente fue para todo con la gracia, todo le resultó suave y fácil con María. Ni esto está en contradicción con las asperezas que he señalado de sus penitencias: éstas fueron el camino para llegar a la Madre y para en estrecha unión con Ella mantenerse; éstas fueron el castigo a su cuerpo para completar en él lo que falta a la redención de Cristo, a fin de llevar su fruto salvador a otros.

Ave María; Ave María: cientos, cientos de veces cada día estas dos palabras estuvieron en su boca. Ni tenía otro saludo, ni otro pensamiento anidaba; ni otro anhelo suspiraba que la idea y el nombre de María. Propagar a todos la devoción a la Virgen fue su empeño mayor y más decidido: Mi mayor afán es fundar la Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María, dijo un día el Beato al rey de España: Préstele Su Majestad su anuencia y apoyo y haga la merced de escribir al Papa para que la apruebe y bendiga. Con fecha 27 de noviembre de 1601 quedó solemnemente fundada en Madrid la Congregación del Ave María, que tan grande y fructífero historial nos había de legar.

Simón de Rojas fue quien consiguió introducir el Oficio del Dulce Nombre de María, que había de rezarse primero en la Orden trinitaria, y que se extendió después a toda la Iglesia católica.

Discurrió su vida por esta trayectoria del acercamiento a Dios por medio de María, hasta que un 29 de septiembre, el del año 1624, cambió su lugar de residencia y, dejando en la tierra su cuerpo, fue su alma a habitar en el cielo.

Con su cuerpo quedó aquí el grato recuerdo de sus grandes hechos y virtudes; quedó su Orden trinitaria benemérita; quedaron los por él beneficiados testigos de su carrera en el mundo; se elevaron al Santo Padre de Roma continuadas peticiones y el día 13 de mayo de 1766 quedó Simón de Rojas proclamado Beato por el papa Clemente XIII.

Tratado de la oración y sus grandezas: éste es el libro que nos ha quedado del Beato; escribió mucho más, pero no ha llegado a nosotros.

Visitó Simón de Rojas a Santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes; y en la Santa piensa el lector cuando repasa el Tratado del Beato; piensa en ella sobre todo el lector cuando ve al Beato explayarse en los altos conceptos de meditación y contemplación; cuando escribe el Beato sobre la oración, universal escuela en la cual se enseña y aprende toda virtud y bondad.

Además de en Santa Teresa piensa el lector, con el libro del Beato Simón de Rojas en la mano, en San Juan de la Cruz, contemporáneo también del Beato; piensa en el Beato Juan de Avila, que, a la distancia de unos pocos años, le había precedido en su apostolado por Andalucía. Cuando en el Beato Simón de Rojas se leen aquellas páginas sobre el amor divino que dilata y ensancha el corazón y sobre cómo toda criatura nos enseña a amar, salta a la memoria el recuerdo de San Francisco de Asís, tan observador de la naturaleza y fino cantador de ella. Cuando se medita sobre el amor de nuestro Beato a los hombres, piensa el lector en San Juan de la Cruz, que moría cuando nacía aquél.

AGUSTÍN ARBELOA EGÜES

Simón de Rojas, fundador (1552-1624)

Español vallisoletano que nació el 28 de octubre del año 1552, y murió otro día 28, en setiembre del 1624. Su padre era Gregorio Ruiz Navamuel, perteneciente a la nobleza de segunda categoría, y fue su madre Constanza Rojas.

En su propia ciudad estudió artes; luego se aplicará a la filosofía y ciencias teológicas en la universidad de Salamanca. Mostró deseos de ingresar en la vida religiosa y entrar en el monasterio de la Santísima Trinidad. Con sus 20 años iba desde Valladolid a Salamanca para hacer el noviciado trinitario; pasó nueve días en el seminario de Nuestra Señora de las Virtudes (Medina del Campo) como en una «vela de armas»; como era bastante tartamudo y veía en este defecto una dificultad para su futuro ministerio, pidió a la Santísima Virgen verse libre del defecto y quedó milagrosamente curado. Al parecer, desde entonces, y por agradecimiento, antes de hablar con cualquiera y para cualquier asunto, decía: «Ave María».

Con el paso del tiempo, fue recibiendo sucesivos encargos; responsabilidades de gobierno, que le exigieron recorrer los conventos de Cuéllar, Talavera de la Reina, Cuenca, Ciudad Rodrigo y Medina del Campo, dejando en todos ellos honda huella de su pasajera presencia.

Nombrado visitador de su Orden, va a cumplir su misión por los conventos de Granada, Málaga, Jaén, Andujar y Úbeda; renueva con celo la fidelidad al espíritu primero, dando ejemplo de virtud y admirando a sus hermanos trinitarios con su vida penitente y austera, y con la observancia estricta de la Regla. El centro y sur del Reino se benefician del apostolado incansable e ininterrumpido de este hombre de Dios que saca las fuerzas de la oración donde trata asiduamente al Señor. De su virtud salen acertados y difíciles consejos.

Su preocupación traspasa los límites de los conventos que tiene encomendados. Está atento a las necesidades de todos los que se encuentra sin tener en cuenta su cultura o ignorancia, su riqueza o pobreza; trata a intelectuales, enfermos, pobres, mujeres perdidas y políticos que tienen también un alma que salvar. A todos intenta llevar a Dios.

Felipe III requiere la presencia de  Simón de Rojas en la Corte. Quiere recabar de él un dictamen sobre la cuestión morisca; después de pensado el delicado asunto, se pronuncia a favor de la expulsión. Su figura de asceta y hombre recio gana la confianza del rey Felipe III que le eligió para confesor de la reina y princesas, confiándole también la tutoría del príncipe heredero. Pero como trataba mucho con los pobres, le advirtió del riesgo de contagio y le sugirió que abandonara a los pobres para tratar a la familia real. Ante esta situación el P. Simón le replicó: «Ave María, Majestad; si me obliga a escoger, me quedo con los menesterosos». El rey le pidió disculpas.

Ahora comienza una nueva fase de su vida apostólica. En medio de las idas y venidas palaciegas, supo enjugar las lágrimas del duque de Lerma cuando pierde el valimiento real, lo mismo que frenar la arrogancia del encumbrado de Osuna, igual que la aceptación de la deshonrosa muerte en el cadalso de Don Rodrigo Calderón. Su respuesta a la vocación cristiana, sacerdotal y religiosa no fue fácil tampoco dentro de los ajetreos de la vida del palacio; allí tuvo que rechazar firmemente graves tentaciones carnales, y mantener su visión de las cosas desde el irrenunciable prisma sobrenatural  ante las intrigas políticas y la sorna  –cuando no burla–  palatina.

Con el favor del rey Felipe III, fundó la Real Congregación de los Esclavos del Dulce Nombre de María, más conocida como la Congregación del Ave María que quedó formalmente constituida en Madrid por bula papal el 27 de noviembre de 1601, y cuya  casa madrileña aún hoy reparte diariamente más de un centenar de comidas a los pobres necesitados. La reina Margarita fundó, también en Madrid y por consejo del P. Simón, el convento de Agustinas Recoletas de la Encarnación. Estando muy enferma la reina, Felipe III le llamó porque Margarita estaba como muerta. Al llegar el P. Simón la saludó como siempre: «Ave María, señora», y la reina le contestó «Gratia plena, Padre Rojas». Así pudo recibir los sacramentos, porque aún vivió algunos días más. También fue nombrado confesor de la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV.

Quizá convenga resaltar en esta pequeña hagiografía, que resume mínimamente su vida y obras, la actitud de franca humildad que le llevó a rechazar varias veces las sedes episcopales que se le propusieron.

Entresacadas de sus escritos, tuvo tres ideas fijas en la cabeza que supo poner en marcha a lo largo de su vida: Buscar  'hacer mejores a los buenos', porque sabía bien que Dios los llamaba para que tendieran a la perfección arraigando cada día más en ellos las virtudes cristianas; 'procurar la conversión de los pecadores', siempre cercanos en cualquiera de las etapas de su vida; y por último, 'ayudar en su purificación a las almas del Purgatorio' con el ofrecimiento de sufragios personales ofrecidos por ellas.

Los instrumentos útiles para su fecundo apostolado fueron los que se encontraron a su muerte en la celda que ocupaba: la penitencia y austeridad rigurosa –la cama era sólo un mueble inservible porque habitualmente utilizó el suelo para dormir–, las obras de santo Tomás, las de S. Bernardo, el libro La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, y su devocionario personal.  Pero, si hubiera de destacarse un pilar todavía más firme donde hacer reposar la fuente de toda su energía sobrenatural, éste fue el amor a la Virgen Santísima a la que trataba de modo constante con filial confianza.

Dejó escrito un Tratado de la oración y sus grandezas que rezuma el mismo espíritu –con expresiones coincidentes en la literalidad con las que emplearon los santos de la época– de Teresa de Jesús (a quien quiso visitar en Alba de Tormes), de san Juan de la Cruz, y de san Juan de Ávila, que fue su precursor apostólico en las tierras de Andalucía.

Murió el 28 de setiembre de 1624. Lo beatificó el papa Clemente XIII el 13 de mayo de 1766. Finalmente, ha sido canonizado para gloria de Dios, bien de la Iglesia universal y alegría de la iglesia local de Madrid, el 3 de julio de 1988, por Juan Pablo II.

¿Sabías que Simón de Rojas fue uno de los transmisores del «totus tuus» –fórmula consecratoria a la Virgen María–  que constituye el lema pontifical del papa que lo ha canonizado, y que, según parece,  utilizó por primera vez san Metodio de Olimpo, a finales del siglo III, en su tratado El Banquero, en griego?