30 de septiembre

SAN JERÓNIMO († 420)

La Iglesia ha reconocido a San Jerónimo como Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras. Tampoco se le puede negar el título de Doctor de los ayunos. Fue admirado ya por sus contemporáneos como el varón trilingüe, por sus conocimientos del latín, del griego, del hebreo. La Edad Media se entusiasmó con sus cartas ascéticas a clérigos, monjes, vírgenes y viudas, en las que trataba el ideal de la cristiana perfección. Hoy mismo, más que sus trabajos bíblicos, superados por el incesante avance de la ciencia, siguen deleitándonos sus epístolas y sus polémicas, sus vidas de Pablo, Malco e Hilarión, es decir, aquellos escritos en que se revela más espontáneamente —el estilo del hombre— el temperamento y la personalidad de San Jerónimo. Y aquí, precisamente, es donde radica la dificultad para tejer su semblanza crítica, no su panegírico.

Ya en el siglo XVI, el gran escritor español Juan José de Sigüenza, en su Vida de San Jerónimo —la primera escrita en castellano—, tuvo que defenderlo de quienes reparaban en que tiene mucha libertad en el decir, que es muy desenvuelto para santo. Por otra parte, se ha llegado a decir en nuestros días que algunos pasajes de sus obras completas quizá no hubieran sido aprobados en un proceso moderno de canonización.

Ciertamente, la vida de Jerónimo, seguida paso a paso a través de los abundantes fragmentos autobiográficos de su obra escrita, nos da la clave para interpretar su santidad de la mejor ley. En sus escandalosas invectivas, así como en sus criticas mordaces y sus polémicas ofensivas, había mucho de literatura, esto es, adornos retóricos para impresionar a los lectores. Si esto se juzga defecto o sombra, error o debilidad, habrá que achacarlos al hombre viejo, al literato ciceroniano que pugnaba por salirse a través de su pluma. En todo caso, su entusiasmo por la Iglesia y por la ciencia, su tenaz lucha por alcanzar la perfección monástica, su entrega total a las tareas bíblicas, renunciando a su innata vocación a la literatura profana, hacen de Jerónimo un santo extraordinario, único en su género, tal vez más admirable que fácilmente imitable.

Había nacido, en la primera mitad del siglo IV, en Stridón (Dalmacia). Su padre, Eusebio, gozaba de buena posición. Pudo, pues, enviar a su hijo a Roma para que estudiara allí con los mejores maestros. Jerónimo, casi un niño, destacó entre los alumnos del célebre gramático Elio Donato. Luego estudió retórica y filosofía. A medida que avanzaba en los saberes, crecía en él la afición a los libros. Comenzó entonces a formar su propia biblioteca; unas veces compraba los códices y otras era él mismo quien se los copiaba. Iba así aumentando su rica colección de autores profanos, su tesoro, como él reconocerá más tarde.

Durante esta época de estudiante romano, Jerónimo no estaba bautizado; era solamente catecúmeno y le gustaba visitar, con sus amigos, las catacumbas. Nada, empero, tiene de extraño que, lejos de las paternas miradas, se dejase arrastrar también, en alguna ocasión, por las malas influencias del ambiente. Las cenas entre amigos jóvenes, bien rociadas con vino, hacían peligrar la castidad de los ebrios. Jamás juzgaré casto al ebrio —escribía Jerónimo desde Belén—; dirá cada cual lo que quiera; yo hablo según mi conciencia: sé que a mí la abstinencia omitida me ha dañado, y recobrada me ha aprovechado.

Al terminar sus estudios, recibió en Roma el bautismo. Comenzó entonces una etapa viajera. Fue a Francia y entró en contacto con la colonia monástica de Tréveris. Estuvo luego en Aquilea. Súbitamente, se le ocurrió peregrinar a Jerusalén. Cortó de un tajo todos los lazos que le unían a Occidente: casa, padres, hermana, parientes; y —lo que aún le costó más— dejó la costumbre de una alimentación variada, para trocarla por una dieta de ayuno cotidiano. Sólo se llevó consigo sus libros, la biblioteca que con enorme esfuerzo y trabajo logré reunir en Roma.

Fue precisamente en Antioquía de Siria, a mitad de la Cuaresma, cuando una gravísima avitaminosis —un beriberi— estuvo a punto de poner fin a su vida. Durante el delirio de su enfermedad, soñó que le azotaban por ser ciceroniano. Al despertar, sintió el dolor de las heridas y sus espaldas acardenaladas. Y él mismo se las había causado, en la agitación del ensueño, al chocar su piel adelgazada y ser comprimida entre el duro suelo y sus costillas. Juró Jerónimo en aquella ocasión no volver a leer más los códices paganos. Comprendió que era necedad ayunar para estudiar a Marco Tulio. Su vocación innata de escritor estaba en crisis. Había que renunciar a los caminos de la gloria humana que le brindaba su dominio de los clásicos latinos. Era preciso, para ser fiel a la nueva llamada, entregarse al estudio de la divina palabra. La decisión de Jerónimo fue inquebrantable: el literato en ciernes se transformaría en filólogo. Profundizó el estudio del griego y, más tarde, en la soledad del desierto, con un esfuerzo sobrehumano, aprendió el hebreo con un maestro judío. La gracia había venido en ayuda de la naturaleza. La literatura profana podía despedirse de contar un clásico entre sus filas; ganaban, en cambio, el cielo, al santo penitente, la Iglesia, al Doctor Máximo de las Escrituras; la literatura cristiana, al hombre más culto y erudito de su siglo.

Apenas repuesto de su beriberi, en la misma Antioquía, comenzó Jerónimo a escribir para el público de Occidente.

Fueron al principio cartas dirigidas a los amigos, pero destinadas a la publicidad. Poco después se trasladó al desierto de Calcis, donde hizo vida de anacoreta. Los primeros días, entregado de lleno a la oración y el ayuno, se vio envuelto en un mar de tentaciones. Su cuerpo, débil por las abstinencias y convaleciente de la avitaminosis, se estremecía con el recuerdo de las danzas romanas. La temperatura subnormal, típica del hambre, enfrió su cuerpo. Sin embargo, seguían hirviendo en su mente los incendios libidinosos. Esto indignaba al eremita y provocaba sus golpes de pecho, una noche tras otra, sin dormir apenas. Aquel fugaz episodio ha servido de inspiración para toda la iconografía jeronimiana. Lienzos y estatuas en iglesias y museos nos presentan al Santo semidesnudo, sarmentoso, golpeando con una piedra su pecho, el león a sus pies, la cueva por habitación, la soledad por paisaje. Sin embargo, aquellas vehementes tentaciones desaparecieron pronto; tan pronto como Jerónimo comenzó en serio el estudio del hebreo. Le costó, se desesperó, lo echó a rodar y, por la porfía de aprender, volvió a comenzarlo de nuevo. Reanudó, pues, sus tareas intelectuales; mandó buscar los libros que necesitaba; se rodeó de copistas, siguió escribiendo. De esta época son la Carta a Heliodoro, donde canta las excelencias de la vida solitaria, así como la Vida de Pablo, el primer ermitaño, en la que la fantasía del autor suplió maravillosamente la falta de información de las fuentes.

Poco más de treinta años contaría Jerónimo cuando se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquía, pero a condición de seguir siendo monje, esto es, solitario, y no dedicarse al servicio del culto. Después trató en Constatinopla con San Gregorio Nacianceno e hizo también amistad con San Gregorio de Nisa.

Hacia el año 382, invitado por el papa San Dámaso, Jerónimo se trasladó a Roma. Llegó a ser secretario del anciano Papa y hasta se habló de que sería su sucesor. Recibió el encargo de revisar el texto de la Sagrada Escritura. Ya no cesó de ocuparse de trabajos bíblicos. Hasta que se extinga su vida, en el retiro de Belén, irá acumulando códices, cotejando textos, para darnos su versión del hebreo.

Tres años duró esta estancia de Jerónimo en Roma y durante ella pasó un verdadero calvario. Al principio, con fama de sabio y de santo, todos se inclinaban respetuosamente a su paso. Pero quiso extender su apostolado a un grupo de damas pertenecientes a la nobleza romana. Ayunar diariamente, abstenerse de carne y de vino, dormir en el suelo, es decir, el más severo ascetismo oriental implantado en el corazón de Roma. Tal era el programa de las penitencias exteriores a las que se sometieron gustosas las viudas Marcela y Paula, así como la hija de ésta, Eustoquio. Por otra parte, llevado de su amor a las Escrituras, Jerónimo dio a sus discípulas lecciones bíblicas; les enseñó el hebreo para que pudieran cantar los Salmos en su lengua original; les aconsejó que tuvieran día y noche el libro sagrado en la mano. Las murmuraciones fueron surgiendo solapadamente. Jerónimo, ajeno a la tempestad que le rodeaba, quiso corregir los escándalos que veía a su alrededor. En la Carta sobre la virginidad, que escribió a su discípula Eustoquio, lanzó críticas mordaces sobre los abusos del clero romano. La tormenta estalló cuando murió la joven Blesila, otra hija de Paula. Era una viuda muy joven, y cuando todos esperaban que se volvería a casar, fue convertida por Jerónimo. Su noviciado, por decirlo así, sólo duró tres meses, porque murió apenas iniciada su vida ascética. En sus funerales, el público gritó contra el detestable género de los monjes y le acusó de haber provocado con los ayunos la muerte de la amable y noble joven.

Jerónimo, consternado, tuvo que abandonar Roma y emprender el camino de Jerusalén. Poco después, se reunía en Oriente con Paula y Eustoquio, quiera o no el mundo, mías en Cristo. Juntos visitaron los Santos Lugares; llegaron a Alejandría, al desierto de Nistria. Hacia el año 386 se establecieron definitivamente en Belén. Con el rico patrimonio de Paula pudieron construir tres monasterios femeninos y uno de hombres, dirigido por Jerónimo. Se agregó más tarde una hospedería para los peregrinos y una escuela monacal, en la que Jerónimo explicaba los autores clásicos.

Aquellos siete lustros pasados en el retiro de Belén fueron de incansable actividad literaria. Rodeado de una magnífica biblioteca, el sabio penitente seguía leyendo y escribiendo día y noche. Sólo cuando las repetidas enfermedades, avitaminosis ocasionadas por sus abstinencias, le impedían escribir, dictaba a vuela pluma a sus taquígrafos, sin retocar el escrito. Junto a sus trabajos bíblicos sobre el texto de la Sagrada Escritura, que culminaron en la versión del hebreo, hay que señalar sus comentarios a los profetas, a San Pablo, al evangelio de San Mateo. Fue también traductor excelente de Orígenes, de la Crónica de Eusebio, de Dídimo el Ciego, de las reglas de Pacomio. Las polémicas en que se vio envuelto Jerónimo no tienen parangón en la literatura cristiana. Escribió contra Elvidio, que negaba la perpetua virginidad de María; contra Joviniano, que negaba la superioridad del estado virginal sobre el matrimonio y proclamaba la inutilidad de las prácticas ascéticas; contra Vigilancio, que atacaba el culto de los santos y de las reliquias; contra los pelagianos; contra su antiguo amigo Rufino y contra Juan de Jerusalén, en aquella desdichada controversia origenista. En esas paginas polémicas es donde abundan las invectivas que ensombrecen los escritos del monje de Belén.

He aquí una muestra en el libro contra Joviniano: Sólo nos resta —escribía Jerónimo al fin de la polémica— que nos dirijamos a nuestro Epicuro, metido en su jardín, entre adolescentes y mujerzuelas. Te apoyan los gordinflones, los de reluciente cutis, los que visten de blanco...; a cuantos viere guapetones, a cuantos se rizan el cabello, a los que vea con cara sonrosada, de tu rebaño serán, o mejor, gruñen entre tus puercos... Tienes también en tu ejército muchísimos que añadir a la centuria...: los gordos, los peinados y perfumados, los elegantes, los charlatanes, que te pueden defender con sus puños y sus patadas. A ti te ceden el paso en la calle los nobles; los ricos besan tu cabeza. Porque, si tú no hubieras venido, los borrachos y los que eructan no podrían entrar en el paraíso. Cierto que en estos insultos personales hay mucho de retórica para desarmar con el ridículo al hereje; es verdad también que el tono oratorio se prestaba a exagerar las frases para que produjeran mayor efecto en los lectores. Muchos enemigos se creó, empero, el erudito por aquellos desahogos de su cáustica pluma. Lo que no podemos dudar un momento es de la buena intención con que Jerónimo luchó siempre en defensa de la ortodoxia, de la virginidad, del ascetismo.

Precisamente en sus cartas de Belén y en las homilías que predicaba a sus monjes se nos aparece un Jerónimo menos impulsivo, menos irónico, más moderado, más humano, más deseoso de vivir en paz que lo que muestran sus polémicas. La bella Epístola a Nepociano sobre los deberes de los clérigos, los panegíricos de sus amigos difuntos, sobre todo el de la viuda Paula; las cartas de dirección a monjes y vírgenes, forman una corona de prudentes consejos, de sabias enseñanzas, de cálidas exhortaciones a la virtud y a la perfección.

Me pides a mí, carísimo Nepociano, en carta de la otra parte del mar, que redacte para ti, en un pequeño volumen, los preceptos del vivir y con que proceder aquel que, abandonada la milicia del siglo, tratare de ser monje o clérigo, debe ir por el recto camino a Cristo para no ser arrastrado a los apartaderos de los vicios. Y líneas más abajo: Imponte solamente el modo de ayunar que puedas tolerar. Por experiencia he aprendido —dice en otra de sus cartas— que el asnillo, cuando se fatiga en el camino, busca el pesebre. Y en la carta a Demetríades: No te imperamos, en verdad, los ayunos inmoderados ni las enormes abstinencias de los alimentos, con las cuales se quebrantan en seguida los cuerpos delicados y empiezan a enfermar antes de que echen los fundamentos de la santa conversión...; el ayuno no es la perfecta virtud, sino el fundamento de las demás virtudes.

Con idéntica moderación va señalando Jerónimo, en esos escritos de dirección de las almas, los peligros de la vida solitaria, la necesidad de un director experto, del vencimiento del orgullo, de las buenas obras, sin las cuales las mismas vírgenes, según la parábola del Evangelio, son excluidas, por tener sus lámparas apagadas.

Las invasiones de los bárbaros, la ruina del Imperio, el asalto de su propio monasterio por los herejes, la repentina muerte de su cara Eustoquio, fueron dejando huella en el anciano septuagenario. Murió hacia el 20 de septiembre del año 420. Así fue, en efecto, la vida y la obra de aquel dálmata fogoso, que logró domeñar sus pasiones con las más severas abstinencias y acertó a encauzar su ambición literaria convirtiendo su pecho en la biblioteca de Cristo.

JOSÉ JANINI

Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia (340- 420)

Doctor máximo en la exposición de la Sagrada Escritura. Habría que añadirle también el título de doctor en «ayunos y penitencias» y así de flaco y seco lo dejó pintado el Greco. Gran conocedor del latín, del griego y del hebreo, tanto que merecería otro «doctorado en clásicas» por esto.

Las cartas que escribió a sus amigos y a conocidos no tan amigos hicieron furor en la Edad Media y trajeron de cabeza a todos los que estaban empeñados en seguir de cerca de Jesucristo de modo radical. En ellas expone su ideal de perfección.

Fue un gran polemista. Las Vidas de Pablo, Malco e Hilarión son escritos que manifiestan su duro temperamento. ¿Era claro en el decir? Alguno dijo de él que era demasiado expresivo para ser santo. Y es verdad que maneja con maestría las invectivas escandalosas, las críticas mordaces y las frases ofensivas. Algún analista bondadoso termina diciendo, ante la evidencia de su dureza, que sólo es una forma un tanto retórica de expresar el pensamiento, como quien dice enojado «ahora me vas a oír». Otros, menos generosos, se quedan perplejos ante la duda de si esas maneras eran secuelas del hombre viejo o signo de la libertad que suelen gozar los santos por no tener nada que perder ni apetecer gloria humana. También hay quienes acaban con la frase que suena a renuncia: «es santo para admirar y no para imitar».

Nació en Stridon (Dalamacia) en el siglo IV. Su padre, Eusebio, era rico y  lo mandó a Roma a estudiar con los mejores maestros. Hizo retórica y filosofía. Aún no es cristiano, sólo un catecúmeno que suele visitar las catacumbas. La mayor parte del tiempo que no dedica al estudio de Cicerón lo emplea en las fiestas y distracciones paganas en las que está tan enfrascado como los amigos y compañeros de academia. Y se ha despertado en él un desconocido afán por hacerse con libros y códices que comienza a coleccionar y copiar.

Recibió en bautismo. Pone fin a los estudios y comienza a viajar por Francia, convive con los monjes de Tréveris, y fue a Aquilea y Jerusalén, llevando como única compañía sus libros y ejercitándose en el ayuno tanto que cae enfermo grave. Con su recuperación física viene la decisión de abandonar a los filósofos paganos y dedicarse el estudio de la Palabra de Dios más acorde con su nueva condición cristiana. Comienza así el estudio del griego y encuentra un maestro judío que le enseña el hebreo.

Se curte con los rigores de la vida eremítica en el desierto de Calcis entre oración y las grandes penitencias que le llevan a golpearse el pecho con piedras a la hora de las grandes tentaciones carnales que tuvo que soportar. Es una etapa de maduración interior con la lucha entre el desaliento y la entrega. Escribe la Cartas, como la de Heliodoro, donde expone las excelencias de la vida solitaria y la Vida de Pablo, el primer ermitaño, donde cubre con abundante fantasía la falta de datos históricos.

Cuando tiene treinta años, lo ordenó sacerdote el obispo Paulino de Antioquía.

Otra etapa de su vida comienza en el año 382, cuando el papa Dámaso lo llama personalmente desde Roma con el ruego de que marche allá para revisar el texto bíblico y pudiera salir la  Biblia para el pueblo que hoy llamamos Vulgata. Como secretario papal pasó tres años que fueron para él un verdadero calvario porque, aunque en la Ciudad Eterna crece su fama de santo, el hecho de que desarrollara un apostolado específico con un grupo de damas nobles a las que anima con vehemencia a vivir el más duro ascetismo no fue del agrado de todos, principalmente de los eclesiásticos a los que les parecía locura enseñar el ayuno diario, abstenerse de vino y carne, dormir en el suelo y hacer otras penitencias con mucha oración. Tuvo que responder al clero romano con Cartas sobre la virginidad. Entre sus fieles seguidoras destacan Marcela, Paula y su hija Eustoquio. Aunque organizó clases de Biblia para despertar amor al libro santo, no disminuyeron las críticas, sino que aumentaron por la incomprensión o rechazo del rigor ascético que proponía. La muerte de otra hija de Paula, Blesila, hace que se dispare contra él la animadversión, al señalarle como culpable por su extremada penitencia.

Decide abandonar Roma y marcha a Jerusalén donde se le reunirán más tarde Paula y Eustoquio. Con ellas visitará piadosamente los Santos Lugares y la fortuna de Paula sirve, en el 386, para fundar monasterios de mujeres y de varones, levantar una hospedería para peregrinos y sacar adelante una escuela monacal donde Jerónimo enseña.

Más de treinta años vivió en Belén. Dispone de una magnífica biblioteca. Reza con penitencia, estudia y escribe. Es en Belén donde termina la traducción de la Biblia desde el hebreo y donde hace sus formidables y múltiples Comentarios a los textos santos. No le falta una nube de taquígrafos a los que dicta cuando la salud no le deja escribir.

El sabio Jerónimo tradujo también a Orígenes, Eusebio, Dídimo el Ciego y la Regla de San Pacomio. Su peleón espíritu se manifiesta en lengua afiladísima, temible y certera cuando polemiza contra Elvidio, defendiendo la perpetua virginidad de María, contra Joviniano que consideraba inútiles las prácticas ascéticas y sobrevaloró el matrimonio por encima de la virginidad, contra Vigilancio para defender el culto a las reliquias y a los santos, y contra los herejes pelagianos a los que lanza abundantes invectivas de las que no se vio libre ni el obispo Juan de Jerusalén. Supo emplear con la misma altura otro estilo literario diferente en sus homilías parenéticas, en los consejos a los monjes y en las cálidas y vehementes exhortaciones plagadas de serenidad, bondad, ternura y sensatez lanzando a las almas por las alturas de Dios. No es extraño que la iconografía lo represente con la legendaria figura del león que bien lo define.

Murió en el 420, cuando ya contemplaba  –aburrido– la ruina del Imperio por las invasiones bárbaras y sin haber podido asimilar la muerte de Eustoquio.