1 de octubre

SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS (+ 1897)

Alençon, 1873. El 2 de enero ha nacido en aquella ciudad normanda una niña; el día 4 se la bautiza en Nuestra Señora. Es el primer encuentro misterioso con Jesús. Se trata de la última hija de Luis Martin y de Celia Guérin, un matrimonio ejemplar, cristianísimo, sencillamente heroico en el conjunto de sus virtudes sinceras. Con su estilo fin de siglo un poco cerrado, un poco romántico, un poco burgués. ÉI había trabajado como relojero y joyero. Ella dirigía una pequeña artesanía de encajes de Alençon. Es familia modesta, pero acomodada. A la pequeña precedieron otros ocho hermanos, de los cuales murieron cuatro de corta edad. Quedan: María, Paulina, Leona y Celina. A mediados de marzo hubo que enviar a la pequeña a Semallé para que la criase Rosa Taillé, y no volverá al hogar familiar hasta abril del año siguiente. Lo exigió así la debilidad de la niña y la falta de salud de la madre.

En casa se vive una intimidad entrañable y encantadora. La educación de las hijas se realiza cálidamente, exquisitamente, pero sin mimos. El ambiente es de intensa piedad y de una cultura relativa, pero apropiada a las condiciones de la familia y de los tiempos.

Por cierto que Teresita ofrece síntomas de nerviosismo exagerado a ratos. De pródromos de amor propio muy significativos. Y de cabeza despierta y de corazón nobilísimo también. Pero el cuidado de los suyos, su esfuerzo despierto desde muy pronto, y sobre todo la gracia de Dios, han logrado que aquellos defectos queden perfectamente superados y las cualidades magníficas orientadas hacia el bien. Ella podrá afirmar de sí misma con toda verdad esta frase tremenda:

Desde los tres años no he negado nada a Dios...

Es un caso de precocidad sobrenatural pocas veces igualado.

El 28 de agosto de 1877 moría madame Martín. De años venía soportando una dura enfermedad cancerosa. Su muerte fue la de una santa. Teresita, de cuatro años y medio, captó la emoción de aquellos días y de aquel trance. Pero su sensibilidad quedó afectada: durante diez años padecerá demasiado las impresiones pequeñas de la vida, aparecerá tímida, llorosa por cualquier pequeñez que le acaezca.

Al quedar huérfanas las dos hermanas pequeñas escogieron por madre a las mayores. Celina, a María; Teresa, a Paulina, La influencia de ésta en Teresita será enorme e indeleble, tanto en el mundo como después en el Carmelo.

Por noviembre de aquel año la familia Martin se trasada a Lisieux. Vive allí un hermano de la difunta madre, con su esposa y sus hijas, y así podían estar las cinco jóvenes un poco a la sombra de los tíos y más relacionadas. Don Luis compró una casita con jardín en las afueras casi de Lisieux: los Buissonnets. Un rincón delicioso y tranquilo, donde transcurrió la juventud de Teresa hasta su entrada en el Carmen. De 1877 a 1888.

Vida intensa familiar. Sin ser mimada será la reinecita de la casa, sobre todo para su padre, con quien pasea, a quien adora. Con su hermana Celina la unión es constante. Viven identificadas en ideales, en gustos, en detalles. También intima mucho con su prima María Guérin. Con Paulina... no hay que decir. Algunos viajes con los tíos o con su padre y hermanas a Trouville, a Alençon, a Deauville... En 1879 la primera confesión. Y hacia 1880 una visión misteriosa en el jardín: un hombre como su padre, con el rostro tapado. Proféticamente anunciaba el porvenir.

Desde octubre de 1881 empieza a frecuentar como mediopensionista la abadía de las benedictinas de Lisieux para recibir instrucción más completa, esa formación general que las jóvenes de su clase media recibían por entonces. Pero el 2 de octubre del año siguiente Paulina entraba en el Carmelo. Fue una segunda orfandad para Teresa, suplida en parte por los cuidados de la hermana mayor, María.

Y es entonces cuando surge la extraña enfermedad. Primero dolores continuos de cabeza, luego, desde el 25 de marzo de 1883, la virulencia del mal: obsesiones, ataques violentos, dolores y síntomas que no se saben calificar. Estuvo en peligro de morir. Pero el 13 de mayo, Pentecostés aquel año, se realizó el prodigio: la Virgen, desde la estatua que presidía su estancia, sonrió a Teresita y ésta quedó milagrosamente curada.

El 8 de mayo del año 1884 la primera comunión, que recibe en el colegio. Su preparación fue esmeradísima. Y el suceso íntimamente impresionante.

¡Ah, qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma! Fue un beso de amor, me sentía amada, y le decía también: Yo os amo, me entrego a Vos para siempre...

Este día no fue sólo una mirada, sino una fusión, ya no eran dos; Teresa había desaparecido, como la gota de agua que se pierde en el Océano. Cuando el 14 de junio del mismo año, recibe la confirmación de manos de monseñor Hugonin, obispo de Bayeux, su comunión del Espíritu Santo, fue tan fervorosa como había sido la del Verbo encarnado.

En 1885 y 1886 sufre un largo período de escrúpulos, que maduran su alma. María es su sostén. Pero ésta entra también en octubre en el Carmelo. Y entonces sus hermanitos del cielo, invocados por ella, le obtienen la paz.

Más aún el 25 de diciembre de aquel año 1886 recibe la gracia que ella llama de su conversión: su hipersensibilidad queda instantáneamente dominada. Para siempre vivirá bajo este aspecto en la más equilibrada normalidad.

Más gracias. En julio del 87, ante una estampa del Crucificado, se despierta en su alma el deseo de salvar las de sus hermanos los hombres. Esta sed no hará más que crecer a lo largo de su vida. Con ella morirá abrasada. Ahora desde el cielo la sacia en una lluvia de conversiones maravillosas. La primera por la que se interesa es por la del criminal Prancini, que morirá en el cadalso besando el crucifijo.

El Carmelo. Desde los dos años empezó a sentir la llamada. Ahora ya es apremiante. Es allí, enclaustrada, contemplativa, como siente que Dios la pide ser misionera, ganarle almas, vivir en el Carmelo teresiano el ideal que la gran reformadora española le había consignado. Teresita iba a encarnar el ideal de la madre Teresa como nadie después de ella lo había realizado.

He venido (al Carmen) para salvar las almas y sobre todo a fin de rogar por los sacerdotes.

Pero tenía entonces ¡quince años! Las dificultades no se hicieron esperar. Heroicamente se dispuso a vencerlas. El 29 de mayo de 1887 pide el permiso a su padre, que le concedió emocionado. Sin embargo, no pudo entrar en el Carmen hasta el 9 de abril de 1888. Los superiores eclesiásticos resistieron. Viajes a Bayeux, a Roma... Porque del 4 de noviembre al 2 de diciembre irá con su padre y Celina en peregrinación a Roma, para pedir al Papa el anhelado permiso. El día 20 fue la audiencia papal. Se ha prohibido decir nada al Papa, pero ella habla, insiste, hasta que la arrancan de los pies de León XIII. Este sólo pudo dejarle caer unas vagas palabras de aliento... Pero el obispo, monseñor Hugonin, daba el 28 de diciembre la deseada autorización. Con todo, hasta el abril siguiente no fue recibida en el arca santa.

Nueve años en el Carmelo de Lisieux. Después... el cielo. Las fechas de los actos oficiales de su vida monástica son las siguientes: entrada como postulante el 2 de abril de 1888. Toma de hábito (preside monseñor Hugonin) el 10 de enero de 1889. Por cierto que aquella mañana, inesperadamente, nevó, porque la Esposa tuvo aquel capricho y el Esposo, delicadamente, se lo concedió. El 8 de septiembre de 1890 profesión (se la retardaron varios meses porque sí, quizá por sus pocos años todavía). El 24 de septiembre del mismo mes toma del velo negro.

El Carmelo de Lisieux era en conjunto, por aquellos años, mediocre nada más. No relajado, pero tampoco modélicamente fervoroso. Vive aún una de las fundadoras, la madre Genoveva de Santa Teresa, alma santa, pero ya retirada. Es priora la madre Maria de Gonzaga, mujer corriente y vulgar, susceptible, envidiosa, autoritaria, cambiable. Pero no exageremos. Todo ello en un tono como suele darse con frecuencia en muchas mujeres, al mismo tiempo virtuosas. A Teresita la trató con cierta severidad. E hizo bien. Para que así no resultase la niña bonita de la comunidad. En los últimos años de la Santa supo estimarla y hasta ponía en ella confianza, lo cual no ha de admirarnos, dada la delicadísima caridad de la hermanita. A Teresita la envolvió un poco, sin ser personalmente contra ella, la animosidad que un grupo de religiosas (las de la madre Gonzaga) abrigaba contra las hermanas Martin, que por sus cualidades estupendas empezaron a pesar en la vida de la comunidad.

La vida externa de Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz en el convento se resume en pocas líneas: Observancia perfecta y amorosa de las reglas y constituciones de la Orden. Generosidad hasta en los más mínimos detalles en la obediencia y en la caridad con sus hermanas religiosas. Pobreza delicada y minuciosa. Sonrisa en los labios siempre. Alegría en la recreación. Igualdad de trato con todas. Allí están tres de sus hermanas carnales (Celina entrará en septiembre de 1894). Pero Teresita no concederá ni lo más mínimo a su naturaleza. Y sus hermanas llegarán casi a extrañarse de la aparente indiferencia de su hermanita. Es más: cuando su madrecita Paulina, ahora Inés de Jesús, sea priora (1893-1896), Teresa será la religiosa que menos disfrute del trato y conversación de la misma.

A poco de la entrada de Teresa en el monasterio comienza la enfermedad que repercutía en el uso de las facultades mentales de su padre, tan amado. Morirá en 29 de julio de 1894 entre sus cuñados y atendido por Celina que se ha quedado siempre con él. Todos esos años Teresita sufrió terriblemente con las diversas alternativas. La misión profética, habida en su infancia, se cumplía ahora doloridamente.

Cuando, en febrero de 1893, fue elegida priora su hermana Inés, ésta nombró maestra de novicias a la madre Gonzaga, pero la dió como ayudante a sor Teresita. Y cuando, en marzo de 1896, vuelve la madre Gonzaga a ser priora, reteniendo el cargo de maestra a la vez, siguió sirviéndose de la Santa igualmente. Hasta la confió prácticamente el noviciado. Fué así, sin título, maestra efectiva de novicias hasta morir. En ese cargo delicado dio muestras de una prudencia extraordinaria y sobrenatural.

Poco más puede añadirse si no es la enfermedad y la muerte. El 2 y 3 de abril de 1896 las primeras hemoptisis que denunciaban la tuberculosis pulmonar. Lentamente avanzará ésta hasta quitarle la vida, el 30 de septiembre del año siguiente. Luego volveremos sobre ello.

Pero estos datos, ¿no podrían contarse poco más o menos de otras muchas religiosas fervientes de por ahí? ¿Por qué Teresita de Lisieux es una santa? ¡Una santa! La más célebre de los tiempos modernos, y quizá de toda la historia de la cristiandad. La que ha provocado un huracán de gloria como ninguna otra. La de los milagros y conversiones sin número. La de los millones de ejemplares de su autobiografía, vertida en docenas de idiomas, el libro más leído y multiplicado en el siglo actual...

Es un misterio de lo sobrenatural. Pero esta monjita fue enviada por Dios al mundo trayendo en sus manos un mensaje del cielo. Así, por este medio tan humanamente humilde. Son... ¡cosas de Dios!... Ese mensaje nos lo ha entregado ella en unas páginas sencillas, literariamente abandonadas: unos cuadernos que la madre Inés de Jesús y la madre María de Gonzaga le hicieron escribir. Algunas cartas, sobre todo una de septiembre de 1896, a su hermana María del Sagrado Corazón. También algunos dichos recogidos por las que la rodeaban. Y unas cuantas poesías para los recreos y fiestas de las monjitas. Y todo ello hecho vida en su vida, encarnación de su propio mensaje, la idealidad pura del mismo hecho en ella realidad transparente y maravillosa. Resumirlo aquí y ahora es de una extrema dificultad.

Mensaje de amor... En la carta antes aludida, Teresita ha trazado en unas páginas sublimes su llameante aspiración de amor, alma de su vida. Por su vocación de carmelita ella se siente esposa de Jesucristo y madre de las almas. Pero eso se explícita en ella en una multitud de vocaciones que le queman el alma: vocación de guerrero por Cristo, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir... Era imposible vivirlo externamente todo. Pero los capítulos 12 y 13 de la Carta primera a los Corintios le dió la solución.

Por fin encontré el descanso. Analizando el Cuerpo místico de la santa Iglesia, no me veía incluida en ninguno de los miembros citados por San Pablo, o más bien pretendía reconocerme en todos. La caridad me dió la clave de mi vocación. Entendía yo que, si la Iglesia posee un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más excelente de todos los órganos: pensaba que ella tenía un corazón y que este corazón ardía en llamas de amor. Veía claro que sólo el amor pone en movimiento sus miembros, porque, si el amor se apagaba, los apóstoles no anunciarían el Evangelio, los mártires rehusarían verter su sangre... Comprendí que el amor abarca todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor trasciende todos los tiempos y lugares porque es eterno. Entonces, delirante de gozo, exclamé: Mi vocación es el amor. Sí; he encontrado mi lugar en el seno de la Iglesia, y este lugar, ¡oh Dios mío!, es el que Vos me habéis señalado: en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor... Así serán realizados mis ensueños.

¡El amor! A ese amor, a esa caridad misericordiosa del Señor, se había ella consagrado como víctima. Fue el 9 de junio de 1895. Fue una verdadera inspiración: consagrarse no precisamente a la justicia, como otras almas han hecho, sino al amor... Pocos días después el 14 de junio, al hacer el ejercicio del vía crucis en el coro, sintió su alma herida, abrasada, sumergida totalmente en el amor. Fue una gracia mística de valor inestimable.

Pero esta vocación Teresa la ha vivido según una fórmula que ella ha hecho universalmente famosa: la de la infancia espiritual. El secreto es viejo como el Evangelio. Pero Teresa ha recibido la misión de llamar la atención en nuestros días sobre ese caminito, que es, en definitiva, el de todos. Reconocernos como niños ante Dios, nuestro Padre. Y, por tanto, ser humildísimos, sencillos, y confiar sin límites en su bondad y misericordia infinitas. Esa infancia espiritual es la pobreza de espíritu de la Sagrada Escritura: es la doctrina de las nadas de San Juan de la Cruz. En el Evangelio y en San Juan de la Cruz su padre y su maestro preferido bebió ella a raudales su doctrina del amor y de la humildad perfecta, que con su gracia personal ha ofrecido a nuestro siglo, el cual, con razón ha reconocido allí la quintaesencia de la perfección cristiana en su más pura y exquisita sencillez. Sin accidentalidades, ni extraordinarios, ni nada raro. Solamente lo substancialmente sobrenatural a secas, con toda su belleza y enorme fuerza vital. Y nuestros tiempos, atormentados y en angustia, se han impresionado hondamente ante esa bocanada de aire sano de confianza y de amor que les venía de Lisieux...

Teresita recibió esa misión. Y la vivió en su vida. Su entrega de amor la hizo víctima de amor. Su marco externo será maravillosamente sencillo, humilde, desconocido, nazaretano: un pobre monasterio carmelita sin relieve especial. Allí será ella una monjita perfecta, ideal, que hará por amor purísimo de Dios todas sus acciones sencillas, pero así maravillosamente valiosas. Sufrirá siempre mucho, porque su rica sensibilidad de alma y de cuerpo la han hecho apta para sufrir.

Sin embargo, los últimos años serán terribles de dolor siempre envolvente. Tenía que sufrir para hacer fecundo su mensaje. Tenía que morir el grano para que diese mucho fruto. Tenía que ser corredentora de millares y millares de almas. La tuberculosis apareció en abril de 1896. Poco a poco, todo lo invadió. Sufrió calladamente cuanto pudo. Llegó en los últimos meses al último extremo. Todo estaba herido: pulmones e intestinos. Las curas de botones de fuego, la sed abrasadora (¡Cuando bebo agua es como si vertiese fuego sobre fuego), la fiebre asfixiante... La consumación llegó al término de perforar los huesos la piel hecha llagas. El cuidado..., el de entonces, y la priora más bien fue corta en ello, no, desde luego, por mala intención, sino por criterio miope.

Pero, además, pocos días después de las primeras hemoptisis su alma se vió sumergida en una prueba mística atroz: desapareció de ella todo sentimiento de fe y surgió avasallador el contrario... Fueron dieciocho meses (hasta morir) de un verdadero martirio. La santa de la confianza sin medida se sentía como si tal realidad no existiera. Lo sentía..., porque su fe y su confianza fueron cada día más grandes y esforzadas. En su angustia la sonrisa florecía en su rostro. Y la intención apostólica de tal prueba la alentaba a sufrir. Las páginas en que ella describe su tormento son realmente impresionantes. Y la finalidad heroica expresada del mismo:

Pero, Señor, vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz, ella os pide perdón por sus hermanos, ella acepta comer todo el largo tiempo que Vos queráis el pan del dolor y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura donde comen los pobres pecadores antes del día que Vos habéis señalado... ¡Oh Jesús!, si es necesario que la mesa manchada por ellos sea purificada por un alma que os ame, yo quiero comer sola el pan de la prueba hasta que os plazca introducirme en vuestro reino luminoso. La sola gracia que os pido es la de no ofenderos jamás.

Así, deshecha, crucificada en cuerpo y alma, pero rebosando amor y paz, la encontró la muerte. Su alma vivía y comulgaba al misterio de la Santa Faz, su devoción predilecta. Y se abría proféticamente a los inmensos horizontes de su fecunda futura misión.

Yo no he dado a Dios más que amor. Él me devolverá amor. Después de mi muerte haré caer una lluvia de rosas. Amar, ser amada, y volver a la tierra para hacer amar al Amor. Presiento que mi misión va a comenzar: la misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de enseñar mi caminito a las almas. Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra...

Así hasta el final. En el repecho del Calvario ella, que, comentando el salmo 22, había dicho:

Allí estaba toda mi alma!

Recorría ahora su senda de la infancia espiritual, de la confianza y del total abandono... El 29 de septiembre pudo exclamar:

Lo he dicho todo... Todo está cumplido. ¡Sólo cuenta el amor!

El 30 fue una larga agonía.

No me explico cómo puedo sufrir tanto si no fuese por mi ardiente deseo de salvar almas... No, yo no me arrepiento de haberme entregado al Amor...

La Virgen de la sonrisa velaba junto a su hijita. ¡Cuánto y qué delicadamente había ella amado a María! Ahora la miraba con un ansia especial... A las siete y minutos de la tarde el postrer grito:

¡Oh..., le amo! ¡Dios mío..., os amo!

Luego un éxtasis maravilloso, celestial... Duró poco más de un credo. El último golpe ¡lo daba el Amor!

Después, la publicación de sus escritos. La lluvia de rosas, de milagros, de gracias de todo género. La beatificación en 1923. La canonización en 1925. El patronato sobre todas las misiones en 1927. La apoteosis universal...

BALDOMERO JIMÉNEZ DUQUE

Teresa de Lisieux, religiosa carmelita (1873-1897)

Ha sido un regalo de Dios a la sociedad actual tan perdida en la ampulosidad de la verborrea político-social, ufana por adelantos técnicos y con el racionalismo metido en los tuétanos. Su vida ignorada impactó de modo fulminante a los sencillos y a los que se metían entre los «listillos», a pesar de que, con la mejor de las intenciones, la hayan transmitido con tintes de cursilería, comenzando por llamarla por el diminutivo Teresita o La florecilla de Jesús. Lo suyo fue una vida silenciosa, ignorada, falta de salud, no demasiado bien vista por sus compañeras de convento,  en un ramplón convento de provincia, pero con una confianza ilimitada en Dios. Sólo veinticuatro años bastaron para que Dios hiciera de ella una flor. La Iglesia reconoció lo sublime de su sencilla vida y la hizo Patrona universal de las misiones en 1927.

Nació en Alençon en 1873, el 2 de enero. La bautizaron el día 4. Es la última de los nueve hijos del matrimonio de Luis Martin y Celia Guérin. Él es relojero y joyero; ella hace y vende encajes en su pequeña tienda. Son una familia acomodada. La señora Martin muere de cáncer en 1877, cuando tiene Teresa cuatro años y medio, provocándole el desarrollo de una extremada hipersensibilidad. Hay cambio de domicilio familiar buscando el calor de parientes próximos y mejora en las perspectivas de relación social; desde ahora es Lisieux donde transcurrirá la niñez y juventud de Teresa, sin más cosas notables a señalar salvo el especial trato con su hermana Celina con quien coincide en gustos y detalles, su formación de cultura general en la abadía de las cistercienses, y los sacramentos de la primera confesión, comunión y confirmación por el obispo de Bayeux, monseñor Hugonin, recibidos en esa época.

Después de la marcha a la vida religiosa de su hermana Paulina, que se fue a las monjas carmelitas de la ciudad, vivió una segunda orfandad. A raíz de este acontecimiento se declara en Teresa una extraña enfermedad que no saben muy bien diagnosticar los médicos. Otra hermana, esta vez María, se hace también carmelita. Y Teresa, en el mes de julio del 1887, ante la contemplación de una estampa del crucificado, se siente movida en ansias de salvar a todos los hombres.

Ella también quiere entrar en el Carmelo. Pero sólo tiene quince años y aunque ha obtenido el permiso paterno entre apuros, hay dificultades eclesiásticas. Por fin, el obispo Hugonin dará su permiso después del viaje que hizo Teresa con su padre a Roma, donde tuvieron que arrancarla de los pies de León XIII, mientras le pedía el favor de que le franqueara las puertas sin obtener más que una sonrisa y una respuesta vaga.

El 2 de abril de 1888 es la fecha de su entrada en el convento nada especial y más bien mediocre de Lisieux. En 1890 toma el velo negro, siendo priora la madre María de Gonzaga, mujer corriente, vulgar, susceptible e irritable, con ánimo cambiante, que se las arregló para tratar a Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz con cierta severidad. Allí ya hay tres hermanas Martín y una cuarta, Celia, que se ingresará en 1894. Pero no hacen clan.

De Teresa no hay cosa especial que mencionar en sus primeros años de monja;  es una religiosa como deben ser las demás: fiel, observante con delicadeza, alegre, jovial, y de buen trato. El cargo más alto que tuvo en el convento fue de ayudante de la maestra de novicias; nada más. Por dentro iba Dios moldeando su alma a su gusto en el juego misterioso y profundo de la vida interior. En la lectura de la primera carta a los Corintios descubre su puesto en la Iglesia; comprende que su vocación es amar. Se le han abierto insospechados mundos de confianza sin límites en Dios, de ponerse en sus manos, de situarse en una rendida actitud de humildad y de servicio. Lo suyo es el Amor. Y lo madura en la recia doctrina –que le embelesa–  de san Juan de la Cruz. No es nada nuevo; está en lo más genuino del Evangelio lo que le lleva a saberse y sentirse hija de Dios y a vivir con coherencia lógica aplastante la infancia espiritual que a ella le gustaba llamar con tono infantil caminito. Los sacerdotes y su santidad, las misiones, la conversión de los pecadores son asuntos de amor a Dios y a la Iglesia que hieren profundamente su sensibilidad.

Prueba de que lo que vive con gozo es real y verdad se refina en la tuberculosis que la llevó a la muerte en el amor. Hemoptisis, fiebres, ronquera, vómitos, pérdida irrecuperable de peso hasta llegar a romper los huesos su piel haciendo llagas que se infectan, terrible dolor y, la más dura prueba: desaparición del sentimiento y desolación total. Sólo quiere lo que quiere Dios y lo que pide es no ofenderle jamás. Así maduran la fe y la confianza; con el abrazo fuerte a la voluntad de Dios que la conduce al rendimiento absoluto y total. Alentada a sufrir por el apostolado, recibe la muerte tras los 18 meses de enfermedad, con sonrisa en el rostro. Cambió de casa el 30 de setiembre de 1897.

La beatificaron en el año 1923 y a los dos años fue canonizada. Comparte con Juana de Arco el Patronazgo de Francia.

La publicación de unos cuadernos –no excesivamente cuidados– que escribió por mandato de la superiora y llamados Historia de un alma –una de las autobiografías espirituales más leída de todos los tiempos– han hecho furor en la primera mitad de nuestro siglo, han contribuido a la conversión a muchos lectores y ayudado a replanteamientos nuevos sobre el sentido de la vida y el modo de emplearla. Quizá estos hayan sido los más preciados milagros entre los muchos que se le atribuyen y el cumplimiento de su misteriosa promesa «después de mi muerte dejaré caer una lluvia de rosas».