Murió jovencito; pero esto es lo que menos cuenta, porque la edad de las personas no es síntoma inequívoco ni definitivo de su madurez.
De los militares suele decirse que «mueren con las botas puestas» cuando dan su vida en acto de servicio, resaltando la fidelidad a la misión encomendada. Esa muerte es considerada por todos –especialmente más valorada por los compañeros de armas que son los que muy de verdad entienden la peligrosidad y la grandeza del asunto–, como una prueba de sacrificio conseguido por el férreo esfuerzo de la disciplina militar, exponente de una voluntad pronta, y fruto de una decisión incorruptible. Así se forjan los héroes.
Si el Vicario Tranquilino hubiese sido militar, a pesar de su nombre cuya raíz sugiere paz y serenidad, se hubiera ganado a pulso por su comportamiento la condición de héroe. Y eso es lo que es. No un héroe cuyo retrato adorne las galerías de los prohombres de armas; sí un héroe cristiano, un hombre-sacerdote que supo estar a la altura de las circunstancias más difíciles, esas que necesitan virtudes heroicas.
Había nacido en Zapotlán el Grande, Jalisco, diócesis de Ciudad Guzmán, el 8 de julio de 1899. Su obispo lo hizo Vicario con funciones de párroco en Tepatitlán, también Jalisco, y diócesis de San Juan de los Lagos.
Fue uno de los infatigables y abnegados misioneros en los tiempos difíciles de la persecución. Nada le detenía para ir, lleno de caridad, a administrar los sacramentos y a sostener la vida cristiana de los fieles celebrando la Eucaristía en casas particulares.
A principios del mes de octubre de 1928 fue a Guadalajara a comprar lo necesario para el Sacrificio Eucarístico. Alguien le hizo ver que su campo pastoral estaba enclavado en la zona de mayor peligro: «Ya me voy a mi parroquia; a ver qué puedo hacer y si me toca morir por Dios, ¡Bendito sea!».
Cuando una noche preparada la celebración de la Eucaristía y la bendición de un matrimonio, fue hecho prisionero y condenado a morir ahorcado en un árbol de la alameda, a las afueras de la ciudad.
Con entereza cristiana bendijo la soga, instrumento de su martirio, y a un soldado que se negó a participar en el crimen, le dijo, repitiendo las palabras del Maestro: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Era la madrugada del día 5 de octubre de 1928.
Lo canonizó el papa Juan Pablo II el día 21 de mayo del año jubilar 2000, en Roma.
Su comportamiento heroico sólo fue una consecuencia normal –la última– de la elección hecha. Ni más ni menos. La voluntad sincera de ser sacerdote en respuesta a una vocación divina da coherencia a la vida entera porque se cimienta en el Amor y no tiene marcha atrás. ¡Gracias, Sr. Vicario Tranquilino! Aunque no llegaste a Párroco lo hiciste muy bien, cuidando a tu rebaño sin abandonos, cuando todos los vientos traían olor a lobo.