Fue el siglo XI uno de esos siglos que presentan en la historia de la humanidad una caracterización bien determinada de lucidez e inquietud, de afán de renovación y de reforma.
Se había extendido el vaticinio de que el año mil señalaba el fin del mundo; el año apocalíptico y terrible en el que el mundo se desplomaría bajo el juicio de Dios. La humanidad temblaba ante la llegada de aquel año, en el que el tiempo daría su último latido y la eternidad comenzaría su decurso inacabable.
No sucedió nada de eso. La humanidad respiró a sus anchas ante el augurio fallido. Un nuevo impulso de vitalidad sacudió a las gentes: un afán de creación y de reforma, un loco deseo de sumirse en el gozo y en el placer. Ahuyentado el fantasma del fin del mundo, un reguero de frivolidad, de violencias, de crueldad y hasta de movimientos heterodoxos, que entraban ya de lleno en la herejía y el cisma, invadieron a la sociedad medieval. Añdamos a ellas la codicia y la simonía, la venalidad y ligereza de muchos elementos del clero y de las Ordenes monacales, que relajaban sus costumbres y la rigidez de sus primeras observancias.
Fue entonces también cuando voces poderosas y enfervorizadas por el amor a Cristo y a su Evangelio clamaron por la reforma de las costumbres, por la dignidad eclesiástica, por la libertad e independencia de la Iglesia frente a la codicia y a las intromisiones de los poderes públicos. Fue el siglo del gran Gregorio VII, de Pedro Damiano y de San Norberto. Fue también el de San Bruno, restaurador de la vida solitaria en el Occidente, fundador de una de las más antiguas y santas religiones de la Iglesia de Dios: la Orden cartujana, que desde sus principios hasta hoy ha dado abundantes y óptimos frutos de santidad.
En la ciudad de Colonia, en el lugar donde Agripina, madre de Nerón, había establecido la que se llamó Colonia Agripina, nació, hacia el año 1030, Bruno, de la noble y esclarecida estirpe de los Ubior. Cristianamente educado, agudo de ingenio y de inteligencia pronta y clara aprendió las primeras letras en su ciudad natal, pasando muy joven, a proseguir sus estudios en las escuelas de Reims, y luego en las de Paris, famosas en su tiempo. Vuelto a su patria, recibió la dignidad sacerdotal. Fue nombrado canónigo de la colegiata de San Cuniberto, en la que residió hasta que fue llamado por el arzobispo de Reims, que le hizo profesor y maestro de los estudios de aquella metrópoli, de la que poco tiempo después fue nombrado canciller.
Estando allí entró a ocupar la silla arzobispal Manasés, hombre de carácter ambicioso, que, abusando de su autoridad, comenzó a despojar a la Iglesia y a los monasterios de sus bienes en provecho propio, no respetando ni aun los ornamentos ni vasos sagrados. Por oponerse Bruno, valientemente, a los vicios y abusos del indigno arzobispo, denunciándolos ante el Papa, hubo de sufrir las represalias de aquél, que, desobedeciendo al legado pontificio, se resistió a abandonar su puesto hasta que el pueblo, cansado de sus abusos, se amotinó contra él, arrojándolo de la ciudad.
Bruno, que poseyó la virtud de la esperanza, sufrió la persecución, honrado con padecer por la gloria de Dios y de la Iglesia, y esperó el triunfo de la justicia.
Una piadosa tradición, que la Orden de la Cartuja ha conservado siempre entre las suyas, hace partir la vocación de San Bruno al estado religioso del siguiente suceso: celebrábanse en la Universidad de París los funerales de un famoso doctor llamado Raimundo, muy estimado por su saber y apreciado por su gran fama de virtud y santidad. Al llegar a cantarse la cuarta lección del oficio de difuntos, de labios del cadáver, allí presente, salió esta terrible confesión: Por justo juicio de Dios he sido acusado. Espantados los circunstantes, resolvieron aplazar la fúnebre ceremonia para el siguiente día. Al llegar, en el oficio, al mismo pasaje volvió a gritar el cadáver con voz más terrible: Por justo juicio de Dios he sido juzgado. Suspendido el acto y celebrado de nuevo por tercera vez, la muchedumbre, cada día más numerosa, quedó horrorizada al oír de boca del difunto la tremenda sentencia de su eterna condenación: Por justo juicio de Dios he sido condenado.
Tal impresión causó en Bruno este hecho que le decidió a abandonar el mundo. Comunicó su pensamiento a algunos amigos y compañeros que también lo habían presenciado, y seis de ellos se decidieron a seguirle: Lauduino, doctor teólogo, natural de Luca, en Toscana; Esteban de Bourg y Esteban de Die, ambos canónigos regulares de San Rufo, en Aviñón; Hugo, llamado el Capellán, y dos piadosos seglares llamados Andrés y Guerino.
Sea cual fuere el valor histórico de esta tradición, lo cierto es que el temor a los inapelables juicios de Dios, los atropellos y los abusos que había presenciado y el deseo de huir de las humanas grandezas le movieron a abandonar totalmente el mundo para entregarse todo a Dios.
A través de Colonia, París y Reims, entre los elevados cargos que su bondad y sabiduría le depararon en la Iglesia y en la enseñanza, el ansia de una sabrosa soledad embargaba de continuo su alma ascética y contemplativa. Aspiraba a la vida de unión con Dios en la oración y en el silencio. La vida del mundo, con sus pasiones y luchas, rencillas y locuras, le entristecía y conturbaba. Y un día, juntándose con sus compañeros, y después de haber repartido sus bienes entre los pobres, abandonó la ciudad de Reims donde el clero, de acuerdo con el legado del Papa, quería elevarlo a la dignidad arzobispal. Primero se retiran a la abadía benedictina de Molesmes, en la que, bajo la dirección de San Roberto, hacen sus primeros ensayos de la vida religiosa. Pasan luego a Seche-Fontaine, dependencia más retirada del mismo monasterio. Pero, deseando Bruno y los suyos buscar un lugar más desierto y totalmente apartado de la vista de los hombres, se dirigen al macizo montañoso del Delfinado, en la diócesis de Grenoble No podía explicarse San Hugo, obispo de aquella diócesis, discípulo y amigo de Bruno, aquel misterioso sueño en el que vio descender siete estrellas sobre el desierto llamado de la Cartuja, en los confines de su diócesis, y a unos ángeles que levantaban en medio de él un templo. Se lo explicó, al día siguiente, cuando vio postrarse a sus pies a Bruno y a sus seis compañeros, que venían a pedirle licencia para retirarse a un lugar apartado donde darse de lleno a la oración y a la penitencia.
Su sueño quedaba explicado. Y el día de la Natividad de San Juan Bautista del año 1084, guiados por el santo prelado, partieron Bruno y sus discípulos a tomar posesión de aquellos bosques y quebradas peñas, hasta entonces sólo frecuentados por las fieras, donde levantaron unas celdillas de madera y una pequeña capilla dedicada a Nuestra Señora. Junto a la capilla hizo brotar el Santo, de la sequedad de la tierra, una fuente copiosa y reidora para alegrar la umbría del bosque, dar de beber al sediento y colmar de milagros, años después, a los devotos cartujanos. Así nació la Orden cartujana.
La historia, por aquellos días de la Natividad de San Juan Bautista del año 1084, tuvo un gesto de sorpresa y asombro. ¿Quénes eran aquellos hombres? ¿Qué pretendían aquellos anacoretas que hacían renacer en los montes de la Cartuja la vida solitaria, llena de recogimiento y austeridades de los antiguos padres de la Tebaida? ¿Qué silencio era aquel que buscaban con tanto afán aquellos seres singulares, mezcla de ermitaños y cenobitas, entre los riscos y los bosques casi impracticables de la Cartuja?... Un silencio hondo, maravilloso, los envuelve entre sacrificios y austeridades increíbles. Su abstinencia es rigurosa; el sueño, breve; sus vigilias, prolongadas; las disciplinas con que castigan sus cuerpos, frecuentes y dolorosas. Vestidos con ásperos sayales blancos, exponentes de la blancura y de la pureza de sus almas, alternan con la oración el trabajo manual y se consagran a las más altas contemplaciones...
La vida de San Bruno se hace más angélica que humana. Vive en este mundo como si no viviese en él, porque su unión con Dios por el amor es íntima y continua, y, rebosando su corazón la santa alegría que Dios le comunica, se le oye repetir constantemente aquella tan dulce y para él familiar jaculatoria: Oh Bonitas! (¡Oh bondad de Dios!). Y como el amor de Dios y el amor al prójimo, ramas nacidas de un mismo tronco, están tan íntimamente relacionadas, Bruno, que tuvo el primero en tan alto grado, en el mismo poseyó y ejercitó el amor para sus semejantes. Su caridad se dió a todos: su trato fue siempre dulce y apacible, modelo de desprendimiento de sí mismo y de amor a los demás.
Pero la luz no debe ocultarse bajo el celemín. Conocedor el papa Urbano II, que había sido discípulo suyo en las escuelas de Reims, de las altas dotes de virtud y santidad de Bruno, le llama a Roma. Necesita de su consejo y de su colaboración para solventar dificultades que pesan sobre su pontificado. Los tiempos son duros y la nave de Pedro sufre las sacudidas de los temporales, que dificultan su rumbo.
Bruno, obediente a la voz del Papa, tuvo que dejar el desierto y trasladarse a Roma, adonde le siguen algunos de sus discípulos. Asiste a diversos concilios, preside embajadas pontificias cerca de los príncipes normandos establecidos en las costas meridionales de Italia, y hasta es nombrado arzobispo de Reggio. Pero la vida y ocupaciones de la gran ciudad le desazonan. Entre el azacaneo de la corte de Roma su pensamiento vuela de continuo hacia el silencio y la soledad de su Cartuja, adonde han vuelto ya sus compañeros. El, por obediencia al Papa, permanece en Roma, hasta que, rechazado humildemente el honor de la mitra, logra que el Papa le permita volver a la soledad, pero en la misma Italia, en Calabria, donde funda el monasterio de Santa María del Yermo o de la Torre. Crecen sus discípulos en número y santidad, y se hace preciso levantar otro monasterio, no lejos de allí, bajo el título de San Esteban del Bosque. Ambos reciben pingües dotaciones del conde Roger, a quien el Santo, por extraordinaria visión, avisó del peligro que corría su vida, librándole de una segura muerte que le tenían preparada unos soldados de su guardia. Muchedumbres de devotos acuden al Santo solicitando su protección y ayuda. Una nueva luminaria brilla con luz inmarcesible en el cielo de la Iglesia. En las nuevas fundaciones se observan rigurosamente las austeras enseñanzas del fundador, que, en 1127, recopilará Guigo, quinto prior de la Cartuja, dando a su trabajo el nombre de Costumbres.
La soledad y el silencio forman el ambiente propio en el que se desenvuelve la vida de la Cartuja. Un silencio único en el que sólo se oyen los latidos de la naturaleza y el susurro de las oraciones, el canto de los pájaros y la salmodia de los monjes, y en donde la campana conventual llama constantemente a los montes y a los ocasos a cantar las alabanzas de Dios y de María.
Rodeado de uno de esos silencios maravillosos muere el santo fundador de la Cartuja el 6 de octubre del año 1101. Fue enterrado en su monasterio de Santa María del Yermo, en Calabria, el año decimoséptimo de su vida religiosa, y trasladado, al año siguiente, a la iglesia de San Esteban. Y el agua, que tantas veces dió música a sus soledades con el murmullo y la risa de sus espumas, quiso también acompañarle en su sepulcro, brotando milagrosamente a su lado, en una fuente que tenía la virtud de curar a los enfermos que invocaban al Santo.
El papa León X, en 1514, autorizó viva voce el culto público de San Bruno, y Gregorio XV, en 1623, mandó incluir su rezo en el Breviario Romano, extendiendo su culto a toda la cristiandad.
Rogámoste, Señor, que nos auxilie la intercesión de tu santo confesor Bruno: y pues gravemente hemos ofendido a tu Majestad con nuestras culpas, por sus méritos y súplicas consigamos el perdón de nuestros pecados. Por Nuestro Señor Jesucristo Así dice la oración de la misa del santo fundador de la Cartuja. Que él nos ayude, en todo momento, a perseverar en la vida de la gracia y que nos haga amar, como él amó, la soledad y el silencio, en los que florece la vida interior que conduce a las almas a las cimas de la santidad.
ANTONIO GONZÁLEZ
De vez en cuando se corren las voces que señalan una determinada fecha para el fin del mundo. Cuando se acercaba el año mil fue todo un clamor de negros presagios; pero pasó la fecha fatídica y no ocurrió el fin. Tras el augurio feliz vino una ola vitalista que agradecía la nueva propina de vida. Para unos tomó alas el espíritu creativo, los más se pierden en ansia de placer que deja tras sí un reguero de violencia, frivolidades y herejías; por muchas partes hay simonía (pecado consistente en comprar y vender bienes eclesiásticos o dignidades como si fueran churros), ligereza en el clero y relajo en la observancia de Ordenes que hasta entonces fueron modelo de fidelidad.
Claro que pronto sonaron clarines que llamaban a una reforma para centrar los ánimos en lo esencial. Hacía falta limpiar las costumbres, volver a recuperar su tono la vida eclesiástica, hacer libre a la Iglesia de las intromisiones del poder civil. Bruno fundará la Orden de los Cartujos y restaurará con ello el monacato en Occidente.
Nació hacia el 1030 en Colonia, en la familia de los nobles Ubior. Estudió en Reims y en París. Se ordenó sacerdote en Colonia y pronto fue canónigo de la Colegiata de San Cuniberto, profesor y Canciller. Todo un personajillo eclesiástico que prometía aún llegar a más. Pero como fue hombre de bien no tuvo más remedio que cantar las cuarenta al arzobispo Manasés que se mostró despiadado, cruel y ambicioso; con palpable injusticia intentaba posesionarse de los bienes de los monasterios, incluidos los cálices y vasos sagrados. Era el metropolita uno de esos hombres que, amparados por su alta dignidad clerical, pensaban que todo era tan suyo como los amos lo son de sus cortijos; había perdido el sentido de servicio que comportaba su oficio y con todas las razones del mundo, pretendía administrar a su favor. Tuvo que denunciarlo al papa y así pasó lo que pasó. La represalia fue sonada, porque no siempre acompañan al poder la humildad y el honor.
Asistiendo a unos solemnísimos funerales en París por el alma de un tal Raimundo que había sido doctor eminente y muy apreciado por su saber y virtud, pasó un hecho insólito que influyó de manera decisiva en Bruno y en otros más que estuvieron presentes. Al menos así se cuenta. Resulta que en un determinado momento de la liturgia funeraria, el muerto habló. No se puede ni imaginar el asombro y revuelo de los presentes, porque eso no sucede todos los días; lo normal es que cuando uno se muere y se le va a enterrar, bien muerto está. Por si fuera poco, lo que el muerto dijo ponía los pelos de punta: «Por justo juicio de Dios he sido acusado». Quien presidía las honras fúnebres decidió dar por concluida la ceremonia y aplazarla para el día siguiente. Hizo bien; ¡cualquiera podía continuar con aquello hasta el final! Pero al día siguiente, en el mismo momento de la ceremonia, se repitió la escena con la misma proclamación. Y lo mismo aconteció un día más ante la muchedumbre de gente curiosa que se juntó.
Ni siquiera sé si la historia cuenta más, ni si terminaron por enterrar al muerto o no. Pero aquella triple escena removió tanto el ánimo de Bruno que pensó más ¡y muy en serio! en los inapelables juicios de Dios; como estaba tan escamado de las injusticias de los hombres y era bien consciente del poco mérito de su ampulosa vida, decidió con otros seis compañeros tocados por el milagro presenciado, dejar todas las grandezas humanas y entregarse a Dios por entero.
Después de unos tanteos en varios lugares y monasterios para vivir en soledad y silencio tratando a Dios, terminaron en el año 1084, en el desierto que llaman de la Chartreuse o Cartuja, cerca de Grenoble, en los Alpes del Delfinado, Bruno, Laudino que era doctor y teólogo de Luca, en Toscana, Esteban de Burg y Esteban de Die, canónigos regulares de San Rufo, en Avignon, Hugo el Limosnero y los seglares Andrés y Guerino. Allí construyeron unas celdillas de madera y una capilla dedicada a la Virgen, y comenzó la Orden de los Cartujos. Viven con austeridad, penitencia y abstinencia completa; visten ásperos sayales blancos; llenan el día entre la oración contemplativa y el trabajo manual con el que solucionan las pocas necesidades de su vida en pobreza; vida solitaria y común: mitad de eremita, mitad de cenobita.
El papa Urbano II que había sido discípulo de Bruno en Reims y conocía su pensamiento, lo manda llamar a Roma para que sea su consejero. Lo hace asistir a concilios, presidir embajadas pontificias y termina por nombrarlo arzobispo de Reggio. Pero como el deseo de Bruno es la oración en soledad y silencio, se le acepta la renuncia por su terca insistencia y ahora será en Italia donde vivirá su amada soledad contemplativa. Funda el monasterio de Santa María del Yermo y San Esteban del Bosque donde cantará alabanzas a Dios y a su Madre.
Murió el 6 de octubre del 1101 en Calabria, en el monasterio de Santa María del Yermo.
Traer a la memoria el pensamiento de la propia muerte y del juicio de Dios ayuda a plantearse la vida presente y a administrarla con rectitud de cara a Dios. Porque, guste o no, habrá que dar cuenta al final de cómo lo hicimos ¿no?