Con sangre –la de Jesús– se comenzó; sangre se derramó en el primer siglo, sangre siguió vertiéndose en cualquier época y no iba a ser menos el final del segundo milenio. La fe católica se ha extendido y mantenido por el universo mundo siempre con la misma entereza. Esa que nos hace falta contemplar con frecuencia en nuestro momento, inmerso en un piélago de placer buscado que nadie se para a pensar a donde lleva, pero que resta valor a los ideales –cuando los hay– y presta todos los elementos necesarios para que agüen y se conviertan en descafeinados los empeños por ser fieles a Cristo de los que afirmamos que le seguimos.
En Turón, pequeña localidad asturiana, llevaban adelante su labor con la juventud los Hermanos de la Salle, en 1934. Eran turbios tiempos, pero ellos seguían errre que erre con sus clases, su enseñanza, su afán de formar hombres íntegros que pudieran ser alguien en su sociedad el día de mañana. Así lo entendían aquellos padres y madres de familia que les confiaban sus hijos. Clases teóricas y prácticas, conocimiento de oficios honrados, amueblar la cabeza con orden y capacitar las manos para ganarse el pan familiar futuro en el marco de la honradez. No hacían otra cosa, ni otra cosa querían que hicieran. Los chicos que están en su ámbito docente necesitan principios morales y atención moral para su espíritu, ¡claro que les hablan de Dios! Porque un hombre sin Él tiene la desgracia de tronchar lo más noble de su ser racional que, en grito silencioso, le está hablando del Creador.
En aquella ocasión estaban preparando el primer viernes de mes, para lo que hacía falta contar con sacerdote para la confesión y la celebración de la Eucaristía. Han invitado al padre Inocencio que es pasionista. Así, en esta sencilla y pacífica labor fueron sorprendidos por el pelotón que los llevó a la cárcel.
Eran el Hermano Cirilo Bertrán (se llamaba José Sanz Tejedor); había nacido en Lerma (Burgos) en 1888 en una familia de trabajadores; tenía el cargo de director. Hermano Marciano José (Filomeno López y López), de El Pedregal (Sigüenza-Guadalajara), nacido en 1900 de padres trabajadores. Hermano Victoriano Pío (Claudio Bernabé Cano), nacido en San Millán de Lara (Burgos) en 1905, su familia se dedicaba a las labores del campo. Hermano Julián Alfredo (Vilfrido Fernández Zapico), de Cifuentes de Rueda (León), que nació en 1903 y vivió al cuidado de un tío sacerdote, después de la muerte prematura de su madre. Hermano Benjamín Julián (Vicente Alonso Andrés), nacido en Jaramillo de la Fuente (Burgos), en 1908, no muy dotado para los estudios y sí pletórico en sencillez y simpatía. Hermano Augusto Andrés (Román Martínez Fernández), que nació en Santander en 1910, su padre era militar y él estaba habituado a la precisión y tenía gran sentido del orden. Hermano Benito de Jesús (Héctor Valdivieso Sáez), nacido en Buenos Aires en 1910, hijo de padres españoles emigrantes que tuvieron que regresar a España por la mala racha de los negocios y que se afincaron en Briviesca (Burgos). Hermano Aniceto Adolfo (Manuel Seco Gutiérrez), nacido en Celada Marlantes (Santander) en 1912, que tenía otros dos hermanos en el Instituto lasaliano. Por último, el Padre pasionista Inocencio de la Inmaculada (Manuel Canoura Arnau), nacido en el Valle de Oro, Mondoñedo, (Lugo) en 1887.
Los concentraron en la Casa del Pueblo de Turón y esperaron la decisión del Comité revolucionario. Los condenaron a muerte. Todo el mal que habían hecho era ocuparse de la formación de los chicos de Turón y sus alrededores, siendo religiosos, Hermanos de la Salle.
Al padre pasionista lo detuvieron junto con los Hermanos por ser educadores de la fe.
Los metieron en la cárcel hasta esperar la decisión del Comité Revolucionario. Los sacaron de la cárcel en grupo, por la noche, a la una de la madrugada del día 9 de octubre, separándolos de los otros detenidos. Poco tardaron –ocho o diez minutos– en trasladarlos al cementerio; ante una fosa de unos nueve metros les dispararon dos cargas de fusilería cuando el jefe dio la orden; después los fueron rematando con tiro de pistola. Aquellos no pudieron encontrar entre las gentes de Turón a nadie que estuviera dispuesto a apretar al gatillo, por más que allí hubiera personas que comulgaban con las ideas revolucionarias, provenientes de modo especial de la masonería y del comunismo que pretendía hacerse con el poder e intentaba hacer desaparecer la tradición religiosa; se vieron forzados a buscar asesinos en otros sitios para tamaña barbaridad pensada y decidida por tanto odio a la fe.
Los paisanos de Turón los consideraron mártires desde el primer día. Los favores y gracias obtenidos pos su intercesión son muchos. El 21 de noviembre de 1999, casi a punto de comenzar el tercer milenio de la redención, los canonizó el papa Juan Pablo II en la basílica de San Pedro.
En la misma ceremonia, también canonizó el papa a otro mártir de la Institución de los Hermanos de la Salle, al Hermano Hilario Jaime (Manuel Barbal Cosán) martirizado algo más tarde, en 1937, en Tarragona, ya en plena guerra civil española.
Para la beatificación de un mártir sólo se necesita probar que lo mataron por odio a la fe; que el mártir muera por motivo religioso o en defensa de la fe, y que haya muerto cristianamente, rezando y perdonando a sus verdugos. Para la canonización se necesita, además, la prueba un milagro. En el caso presente, es tan poco el tiempo transcurrido que vive aún la persona beneficiada con un milagro que ella –es una mujer– atribuye a los santos mártires de Turón a los que se encomendó el mismo día en que eran beatificados. Rafaela Bravo Jirón, natural de León (Nicaragua), de profesión maestra, que tenía un tumor altamente maligno e incurable, se sintió con notable mejoría y luego milagrosamente curada, después de haber pedido con mucha fe y devoción su salud. Los exámenes médicos no pueden explicar por medios científicos el hecho de su repentina y total curación y ya han pasado diez años desde su restablecimiento.