Textos de L'Osservatore Romano Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote, trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de la Santa Sede. En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas le valieron el nombre de papa bueno. Juan Pablo II lo beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre. Fue canonizado por el Papa Francisco el 27 de abril de 2014.
Nació el día 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo (Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de Ángelo Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia vivía del trabajo del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo patriarcal. A su tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá él mismo su primera y fundamental formación religiosa. El clima religioso de la familia y la fervorosa vida parroquial, fueron la primera y fundamental escuela de vida cristiana, que marcó la fisonomía espiritual de Ángelo Roncalli.
Recibió la confirmación y la primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el seminario de Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales, que escribiría hasta el fin de sus días y que han sido recogidos en el "Diario del alma". El 1 de marzo de 1896 el director espiritual del seminario de Bérgamo lo admitió en la Orden franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de 1897.
De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio seminario romano, gracias a una beca de la diócesis de Bérgamo. En este tiempo hizo, además, un año de servicio militar. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons. Giácomo María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914, acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en múltiples iniciativas apostólicas: sínodo, redacción del boletín diocesano, peregrinaciones, obras sociales. A la vez era profesor de historia, patrología y apologética en el seminario, asistente de la Acción católica femenina, colaborador en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por su elocuencia elegante, profunda y eficaz.
En aquellos años, además, ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos Borromeo (de quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a la diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el entonces beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi, en 1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los miembros de las asociaciones católicas.
En 1915, cuando Italia entró en guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar de los soldados heridos que regresaban del frente. Al final de la guerra abrió la "Casa del estudiante" y trabajó en la pastoral de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del seminario.
En 1921 empezó la segunda parte de la vida de don Ángelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede. Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para Italia del Consejo central de las Obras pontificias para la Propagación de la fe, recorrió muchas diócesis de Italia organizando círculos de misiones. En 1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó durante toda la vida, era: "Obediencia y paz".
Tras su consagración episcopal, que tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza en Jesús crucificado y su entrega a él.
En 1935 fue nombrado delegado apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda guerra mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates. Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a muchos judíos con el "visado de tránsito" de la delegación apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo nombró nuncio apostólico en París.
Durante los últimos meses del conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones. Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a la oración y la meditación.
En 1953 fue creado cardenal y enviado a Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia.
Tras la muerte de Pío XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII. Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento, emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas "Pacem in terris" y "Mater et magistra", fue muy apreciado.
Convocó el Sínodo romano, instituyó una Comisión para la revisión del Código de derecho canónico y convocó el Concilio ecuménico Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma, sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de la bondad de Dios y lo llamó "el Papa de la bondad". Lo sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona, iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del 3 de junio de 1963.
Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre, recordando así que Juan XXIII inauguró solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962. Fue canonizado por el Papa Francisco el el 27 de abril de 2014.
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De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (3-IX-2000)
Contemplamos hoy en la gloria del Señor a Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por la afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de su corazón...
Ha quedado en el recuerdo de todos la imagen del rostro sonriente del Papa Juan y de sus brazos abiertos para abrazar al mundo entero. ¡Cuántas personas han sido conquistadas por la sencillez de su corazón, unida a una amplia experiencia de hombres y cosas! Ciertamente la ráfaga de novedad que aportó no se refería a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; era nuevo su modo de hablar y actuar, y era nueva la simpatía con que se acercaba a las personas comunes y a los poderosos de la tierra. Con ese espíritu convocó el Concilio ecuménico Vaticano II, con el que inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada valentía y con mayor atención a los signos de los tiempos. Realmente, el Concilio fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que inauguró, entre muchas dificultades, un tiempo de esperanza para los cristianos y para la humanidad.
En los últimos momentos de su existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: "Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad". También nosotros queremos recoger hoy este testamento, a la vez que damos gracias a Dios por habérnoslo dado como Pastor.
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Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que fueron a Roma para la beatificación (4-IX-2000)
El Papa Juan XXIII, además de las virtudes cristianas, tenía un profundo conocimiento de la humanidad con sus luces y sombras. Para ello, su pasión por la historia, cultivada a lo largo de mucho tiempo, le resultó de gran ayuda.
Ángelo Giuseppe Roncalli asimiló en su ambiente familiar los rasgos fundamentales de su personalidad. "Las pocas cosas que he aprendido de vosotros en casa -escribió a sus padres- son aún las más valiosas e importantes, y sostienen y dan vida y calor a las muchas cosas que he aprendido después". Cuanto más avanzaba en la vida y en la santidad, tanto más conquistaba a todos con su sabia sencillez.
En su célebre encíclica Pacem in terris propuso a creyentes y no creyentes el Evangelio como camino para llegar al bien fundamental de la paz. En efecto, estaba convencido de que el Espíritu de Dios hace oír de algún modo su voz a todo hombre de buena voluntad. No se turbó ante las pruebas, sino que supo mirar siempre con optimismo las diversas vicisitudes de la existencia. "Basta la preocupación por el presente; no es necesario tener fantasía y ansiedad por la construcción del futuro". Así escribió en 1961 en el Diario del alma.
Al dirigiros mi saludo a cuantos habéis venido especialmente de Bérgamo y de Venecia, con el cardenal Cé y el obispo Amadei, deseo que el ejemplo del Papa Juan os impulse a confiar siempre en el Señor, que guía a sus hijos por los caminos de la historia.
[Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 1 y del 8 de septiembre del 2000
Es el papa de la sonrisa, también llamado el papa de la bondad, y el «papa bueno», que convocó el Concilio Vaticano II –«guía de la Iglesia en el Tercer Milenio»– el 25 de enero de 1959, a 93 años de la anterior asamblea universal primera y que fue beatificado el día 3 de setiembre del 2000, en la misma ceremonia en que se subió a los altares a Pío IX, el papa que convocó el otro concilio Vaticano.
Su pontificado se consideró desde el principio como un papado de transición; y en verdad fue breve, sólo cuatro años y medio; pero supuso un cambio de rumbo en la Iglesia.
Fue el primer papa que rompió el pertinaz aislamiento del Vaticano, saliendo tanto para visitar niños en un hospital romano, como para ver a los presos en sus cárceles, y a sus fieles –porque era el obispo de Roma– de las parroquias ubicadas por los arrabales de la Ciudad Eterna.
Supo llamar la atención y ganarse la simpatía del mundo con su llamamiento a la paz durante la crisis cubana.
Dos de sus encíclicas hicieron historia: la conocida como Mater et Magistra (14-V-1961) y la llamada Pacem in terris (11-IV-1963).
Con su personalidad, pletórica de humanidad gruesa en lo físico, a la que acompañaba un carácter bondadoso y una cara siempre sonriente, se ganó el cariño de los romanos y del mundo.
Fue el Sumo Pontífice de los años comprendidos entre el 1958 al 1963 que rompió los moldes fríos, y rígidos del papado hasta entonces.
El trabajo diplomático en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia lo había preparado intelectual y espiritualmente para el desempeño de su misión. Pero donde aprendió la bondad fue en la casa de sus padres, en un hogar muy pobre de Sotto il Monte, a 64 kilómetros de Bérgamo, en la comarca de Bergamasco. Era el cuarto de catorce hermanos, que nació el 25 de noviembre de 1881. Allí, Giovanni Battista Roncalli y Mariana Mazzola pusieron los fundamentos de su conocida afabilidad, experimentada por los búlgaros, turcos, griegos –países le permitieron un contacto intenso con el mundo ortodoxo y musulmán que aprendió a amar como amaba a toda criatura humana y como amaba la paz– y por los franceses.
El que fue bautizado el mismo día de su nacimiento, ingresó en el seminario de Bérgamo en 1892; continuó sus estudios en Roma, en el Ateneo de San Apolinar desde 1901, donde obtuvo el doctorado en Teología en 1904. Se ordenó sacerdote el 10 de agosto del mismo año, cuando sólo tenía veintitrés; lo nombraron secretario del nuevo obispo de Bérgamo y profesor del seminario; fue movilizado en la Segunda Guerra Mundial para prestar servicios en enfermería y ejercer como capellán de la tropa; reincorporado a la diócesis, lo hicieron director espiritual del seminario.
Luego, fue consagrado obispo para que desempeñara en el Este europeo encargos de Visitador, Delegado y Administrador Apostólico, hasta que se le nombró Nuncio en París en diciembre del 1944, cardenal en 1953, y enseguida Patriarca de Venecia. Después de los veinte años de papado de Pío XII, se eligió papa a Angelo Guiseppe Roncalli, contando 77 años, el día 28 de octubre de 1958.
Murió el 3 de junio de 1963, a las 19,49.
Sí; cuando se le beatificó, Juan XXIII vivía todavía en el corazón de los italianos y en los de millares de personas de todo el mundo que habían tenido la suerte de conocerlo. Entre los asistentes a la ceremonia se encontraban su secretario personal –monseñor Loris Capovilla, a quien el papa legó su diario y sus escritos– y la hermana Caterina Capitán, de 56 años, curada milagrosamente por la intercesión del papa Juan, cuando el 25 de mayo de 1966, consumía sus últimas horas de vida con fiebre altísima y dolores intensos en el Hospital de la Marina de Nápoles, desahuciada a causa de una perforación gástrica con fístula por la que se le escapaban los alimentos. «Cuando estaba tumbada sobre el lado derecho sentí una mano y una voz que me llamaba: 'Sor Caterina'. Asustada –refiere la religiosa– me di la vuelta y vi de pie junto a la cama al Papa Juan que me sonreía y me dijo: 'Has rezado mucho y también tus hermanas. Me habéis arrancado del corazón este milagro: No tengas miedo. Se ha acabado todo. Estás curada completamente. Suena la campanilla y llama a tus hermanas que están rezando en la capilla, menos alguna que duerme'». Esto lo dijo con una sonrisa en los labios. Sor Caterina se levantó sin fiebre, comenzó a caminar de inmediato y a comer normalmente: la fístula había desaparecido sin dejar rastro. Dos días después abandonaba el hospital y, aunque han pasado treinta y cuatro años, lo recuerda como si fuera ayer.
Posiblemente el talante sencillo, bondadoso, servicial y sonriente de un papa nos anime a evitar los altivos estiramientos de los que somos menos importantes; esos engreídos aires de suficiencia que a bien poco conducen, salvo a marcar distancias.