Nació en Montegranaro, Italia, y a los diez años, Félix cuidaba los corderos de un campesino de su pueblo, lo cual le aseguraba el alimento y tener tiempo para rezar todo el día. Después fue peón de albañil, pero su vocación estaba muy clara: deseaba ser monje. Después de muchos trabajos, logró entrar a la Orden de los Capuchinos.
A pesar de su ignorancia y rusticidad, pronto asombró a todos por sus virtudes, sus éxtasis y sus milagros. Él, que no había leído nunca un libro, leía en las conciencias. Quien sólo servía para plantar coles en el jardín, explicaba el Evangelio como si el Espíritu Santo hubiese venido a comentárselo.
Aunque favorecido por tantas gracias extraordinarias, fue probado durante largos años con desconsuelos interiores que cesaron en la recta final de su vida. Seis años después de su muerte, el papa Pablo V permitió que encendieran lámparas en su tumba, lo cual presagiaba que un día sería elevado a los altares.