17 de Octubre

SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA (+ 107)

Si pudiera hablarse de patronazgos en el martirio o se tratara de elegir un modelo perfecto, como símbolo del testimonio máximo del cristiano, habría que proponer para ocuparlo a San Ignacio de Antioquía. Su amable figura, amasada de dulzura, de mística y de valentía que desconoce el miedo al dolor y a la muerte, resplandece, desde los tiempos apostólicos, como un faro y una invitación a cuantos tienen que sufrir por ser fieles a Jesucristo. Su estampa está envuelta en luz celestial, no por lo extraordinario de los milagros o de cualquiera forma de prodigios, sino por la sobrenatural sencillez de su conducta, moviéndose totalmente en el mundo de la fe, desde el cual adquiere una lógica incontrastable lo que, a nuestros ojos humanos, parecen aterradoras perspectivas de dolor.

Además de esto, San Ignacio es, sin pretenderlo, el cantor de su propio martirio. Sus cartas apasionadas, de estilo único, siguen vivas, estremeciendo al lector, que percibe en ellas el rugido de las fieras, el zarpazo sangrante, el crujir de los huesos triturados, todo el horror del circo romano, en el que perecían las primicias del cristianismo, convertidas en simiente de sangre, cuya espléndida cosecha recogió la historia. Pero estos horrores pierden en San Ignacio sus tonos repulsivos, para convertirse en canto de gloria. No es la muerte cruel, sino el martirio por Jesucristo; no es el sufrimiento, sino la ofrenda de una hostia pacífica, lo que allí se retrata. La crueldad queda sepultada en la caridad, la muerte es entrada triunfal en la vida eterna, la ignominia de la condenación queda convertida en apoteosis de inmortalidad. Las cartas del santo obispo de Antioquía, que hoy nos conmueven ciertamente constituyeron, para los cristianos de los siglos de persecución, para aquellos que se sabían destinados a la muerte violenta, una arenga de combate, una fuente pura de fortaleza y de esperanza, porque en ellas estaba presente la eternidad, iluminando el tránsito tenebroso de esta vida hacia la otra.

Ignacio lleva como sobrenombre Theophoros, portador de Dios. El Martyrium que relata su vida atribuye al santo obispo, al presentarse voluntariamente en Antioquía a Trajano, orgulloso por su triunfo militar sobre los dacios, el siguiente diálogo, que, si históricamente no parece genuino, refleja la verdad de su vida. Trajano le pregunta:

- ¿Quién eres tú, demonio mísero, que tanto empeño pones en transgredir mis órdenes y persuades a otros a transgredirías, para que míseramente perezcan?

Respondió Ignacio:

- Nadie puede llamar demonio mísero al portador de Dios, siendo así que los demonios huyen de los siervos de Dios. Mas, si por ser yo aborrecible a los demonios, me llamas malo contra ellos, estoy conforme contigo, pues teniendo a Cristo, rey celeste, conmigo, deshago todas las asechanzas de los demonios,

Dijo Trajano:

- ¿Quién es el Theophoros o portador de Dios?

Respondió Ignacio:

El que tiene a Cristo en su pecho...

Nada sabemos con certeza de los primeros años de Ignacio. La leyenda, sin embargo, aureolando su figura, vio en él aquel niño que cuenta San Mateo: En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús, diciendo: ¿Quién será el más grande en el reino de los cielos? Sí, llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos, y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe; y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mi, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaron al fondo del mar (Mt 18, 1-6).

San Juan Crisóstomo, que cantó en Antioquía las glorías del mártir, ante sus reliquias, afirma que convivió con los apóstoles. Tampoco esto parece cierto. Pero nada estorba la rigurosa crítica histórica a la realidad espiritual de nuestro Santo: su fe sencilla y vigorosa es la fe de niño que el Evangelio exige para el seguidor de Cristo, y el alma de San Ignacio es apostólica en la máxima pureza primera, bebida en la fuente fresca de Pentecostés. El evangelista San Juan, el apóstol de la caridad, y San Pablo, el batallador ardiente de Jesucristo, se aúnan en el espíritu que llenó el alma de San Ignacio. Sus cartas están dictadas como glosa y fruto de ambas doctrinas entrelazadas. El amor joanístico inspira su holocausto de hostia viva. Cristo y su Iglesia constituyen el leitmotiv de sus exhortaciones a los cristianos, a quienes dirige sus cartas.

La fe en San Ignacio es completa, con formulaciones de un credo que preludia ya el símbolo de Nicea: Así, pues, cerrad vuestros oídos, escribe a los trallenses, cuandoquiera se os hable fuera de Jesucristo, que es del linaje de David e hijo de María; que nació verdaderamente y comió y bebió: fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato y verdaderamente crucificado y muerto, a la vista de los moradores del cielo y de la tierra y del infierno. El cual verdaderamente también resucitó de entre los muertos por virtud de su Padre, quien, a semejanza suya, nos resucitará también a nosotros que creemos en Él. Sí, su Padre nos resucitará en Jesucristo, fuera del cual no tenemos la vida verdadera (Trall. IX).

Sus cartas pueden considerarse como la segunda formulación doctrinal cristiana; en ellas se refleja lo que pensaban los cristianos de la segunda generación, la inmediatamente posterior a los apóstoles. Hay en ellas toda la doctrina evangélica y paulina, elaborada, profundamente compartida y aceptada, matizada ante los ataques de las primeras desviaciones heréticas, deseosas de romper la unidad, tanto jerárquica como doctrinal. La semejanza de doctrina no es tanto una repetición de textos cuanto un espíritu idéntico, del cual brotan las fórmulas sin citas, pero con la coincidencia exacta de quien vive en el alma la misma fe y las mismas verdades, todas emanadas de la misma fuente, Jesucristo.

Por eso, el pensamiento de San Ignacio está centrado en la unión con Cristo dentro de la Iglesia: Como el amor no me consiente callar acerca de vosotros, de ahí que he determinado exhortaros a que corráis a una hacia el pensamiento de Dios. Y, en efecto, al modo de Jesucristo, vida nuestra inseparable, es el pensamiento del Padre, así los obispos, establecidos por los confines de la tierra, están en el pensamiento de Jesucristo (Eph. III,3).

El es el inventor de la palabra católica aplicada a la Iglesia. En las cartas de Ignacio -escribe Grandmaison- se enlaza por primera vez el epíteto glorioso de católica al nombre de la Iglesia: Donde apareciere el obispo, allí está también la muchedumbre, al modo que, donde estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia Católica (Smyrn. VIII,2). De esta manera, el obispo encarna su iglesia particular, absolutamente como la gran Iglesia es la encarnación continuada del Hijo de Dios. ¿No creeríamos estar leyendo uno de los campeones de la unidad eclesiástica de nuestro tiempo, a un Adán Moehle, un Jaime Ralmes, un Eduardo Pie? (Jésus Chist II p.634).

Nos demuestra así San Ignacio que en su tiempo, fines del siglo I, la estructura y él pensamiento sobre la Iglesia es completo y maduro. Obispos, presbíteros y diáconos constituyen la jerarquía tripartita, sobre la cual se apoya toda la realidad del cristianismo. Es preciso permanecer unidos a esta jerarquía para vivir dentro del espíritu de Cristo. Por consiguiente a la manera que el Señor nada hizo sin contar con su Padre, hecho como estaba una cosa con Él -nada, digo, ni por sí mismo ni por sus apóstoles-; así vosotros nada hagáis tampoco sin contar con vuestro obispo y los ancianos; ni tratéis de colorear como laudable nada que hagáis a vuestras solas, sino reunidos en común; haya una oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, que es Jesucristo, mejor que el cual nada existe (Mag. VII,1). Sin esta jerarquía no existe la Iglesia: Por vuestra parte, escribe a los trallenses, todos habéis también de respetar a los diáconos como a Jesucristo. Lo mismo digo del obispo, que es figura del Padre, y de los ancianos (presbíteros), que representan el senado de Dios y la alianza o colegio de los apóstoles. Quitados éstos, no hay nombre de Iglesia (Trall III,1).

Ignorarnos los años que rigió la iglesia de Antioquía, como segundo sucesor de San Pedro, lo mismo que los motivos concretos que provocaron su detención y condenación a muerte, Nerón había puesto a los cristianos fuera de la ley. Cualquier delación o el capricho de un gobernador bastaba para hacerles sufrir el rigor de la persecución: la acusación de ser cristiano era suficiente para ello. Plinio el Joven, gobernador, por aquellos años, de Bitinia, escribía a su amo Trajano: A los que fueron delatados les interrogué si eran cristianos; si confesaban que sí, los sometía a nuevo interrogatorio, con amenaza de suplicio. A los que aun así perseveraban los mande ejecutar.

San Ignacio fue detenido y condenado a ser devorado por las fieras en Roma. Oída la sentencia, el Santo contesta: Te doy gracias, Señor, porque te dignaste honrarme con perfecta caridad para contigo, atándome, juntamente con tu, apóstol Pablo, con cadenas de hierro... (Mart. II,8). No hay en esta actitud nada parecido al orgullo del revolucionario o al tesón del rebelde. No existe la menor partícula de protesta contra los poderes temporales, ni siquiera contra las leyes. La disposición del mártir cristiano es algo inédito y único en la historia. Es la serenidad y el valor mantenidos por una visión sobrenatural interna, en la conciencia de cumplir una misión: la de ser testigos, eso significa mártir de Jesucristo, haciéndose semejantes a Él en su sacrificio. Así lo afirma nuestro obispo escribiendo a los fieles de Efeso: Apenas os enterasteis de que venía yo, desde la Siria, cargado de cadenas, por el nombre común y nuestra común esperanza, confiando que, por vuestras oraciones, lograré luchar en Roma contra las fieras para poder de ese modo ser discípulo, os apresurasteis a salirme a ver. (Eph.I,1).

Desde el momento de su detención, podemos seguir paso a paso los de San Ignacio, gracias a la preciosa colección de sus siete cartas auténticas, escritas durante su peregrinación encadenada. Con Zósimo y Rufo, otros dos cristianos condenados como él, y custodiados por un pelotón de soldados, embarcan en Seleucia, puerto de Antioquía, para arribar a las costas de Cilicia o Panfilia, siguiendo desde allí el viaje por tierra. Estos ásperos caminos del Asia Menor, pocos años antes recorridos por San Pablo, haciendo sementera de cristiandades, serían para San Ignacio nuevas pruebas de su ansiada semejanza con el gran Apóstol. Las fervorosas comunidades de aquellas tierras convierten el viaje en ronda triunfal de admiración y de caridad.

Al llegar a Esmirna, toda la comunidad cristiana, presidida por su obispo San Policarpo, discípulo personal de San Juan Evangelista, sale a recibirle y le rinde homenaje como si fuera el mismo Jesucristo. Por este recibimiento les escribirá más tarde: Yo glorifico a Jesucristo. Dios, que es quien hasta tal punto os ha hecho sabios; pues muy bien me di cuenta de cuán apercibidos estáis de fe inconmovible, bien así como si estuvierais clavados, en carne y en espíritu, sobre la cruz de Jesucristo, y qué afianzados en la caridad por la sangre del mismo Cristo. Y es que os vi llenos de certidumbre en lo tocante a nuestro Señor (Esm. I). Otras comunidades vienen a saludarle y ayudarle con máxima caridad. Algunas de ellas quedan enriquecidas con sus cartas: Efeso, Trales, Magnesia. Desde el mismo Esmirna las escribe, junto con la enviada a los fieles de Roma. Esta carta, documento único e impresionante de la literatura universal, merece mención aparte.

Tuvo San Ignacio conocimiento de que los romanos trataban de interponer toda su influencia para salvarle la vida y se alarma profundamente, porque esa caridad es apartarle de su martirio, de su anhelada nieta. Para conjurar esta posibilidad escribe la famosa carta. Renán mismo se vio obligado a escribir: La más viva fe, la sed ardiente de la muerte, no han inspirado jamás acentos tan apasionados. El entusiasmo de los mártires, que fue, por espacio de doscientos años, el espíritu dominante del cristianismo, ha recibido del autor de esta pieza extraordinaria su expresión más exaltada (Les Huangiles, p.489, cit. por Daniel Ruiz Bueno, Los Padres apostólicos: BAC, p.425). Seria necesario transcribir la carta entera, pero, no siendo posible, unos párrafos darán idea de su altura celestial.

Después de saludar a la iglesia de Roma, testimoniando su jerarquía, al decirle que preside en la capital del territorio de los romanos y puesta a la cabeza de la caridad, títulos preciosos para probar que la iglesia de Roma era considerada ya como cabeza de la cristiandad, dice: Por fin, a fuerza de oraciones a Dios, he alcanzado ver vuestros rostros divinos, y de suerte lo he alcanzado, que se me concede más de lo que pedía. En efecto, encadenado por Jesucristo, tengo esperanza de iros a saludar, si fuere voluntad del Señor hacerme la gracia de llegar hasta el fin. Porque los comienzos, cierto, bien puestos están, como yo logré gracia para alcanzar sin impedimento la herencia que me toca. Y es que temo justamente vuestra caridad, no sea ella la que me perjudique. Porque a vosotros, a la verdad, cosa fácil es hacer lo que pretendéis; a mí, en cambio, sí vosotros no tenéis consideración conmigo, me va a ser difícil alcanzar a Dios... El hecho es que ni yo tendré jamás ocasión semejante de alcanzar a Dios, ni vosotros, con sólo que calléis, podéis poner vuestra firma en obra más bella. Porque, si vosotros calláis respecto de mí, yo me convertiré en palabra de Dios; mas, si os dejáis llevar del amor a mi carne, seré otra vez una mera voz humana. No me procuréis otra cosa fuera de permitirme inmolar por Dios, mientras hay todavía un altar preparado, a fin de que, formando un coro por la caridad, cantéis al Padre por medio de Jesucristo, por haber hecho Dios la gracia al obispo de Siria de llegar hasta Occidente después de haberle mandado llamar de Oriente. ¡Bello es que el sol de mi vida, saliendo del mundo, trasponga en Dios, a fin de que en Él yo amanezca!

Por lo que a mí toca, escribo a todas las iglesias, y a todas las encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis para conmigo una benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Halagad más bien a las fieras, para que se conviertan en sepulcro mío y no dejen rastro de mi cuerpo, con lo que, después de mi muerte, no seré molesto a nadie. Cuando el mundo no vea ya ni mi cuerpo, entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Suplicad a Cristo por mí, para que por esos instrumentos logre ser sacrificio para Dios. No os doy mandatos como Pedro y Pablo. Ellos fueron apóstoles; yo no soy más que un condenado a muerte: ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo. Mas si lograre sufrir el martirio, quedará liberto de Jesucristo y resucitará libre en ti. Y ahora es cuando aprendo, encadenado como estoy, a no tener deseo alguno.

Desde Siria a Roma vengo luchando ya con las fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado que voy a diez leopardos. Es decir, un pelotón de soldados, que hasta con los beneficios que se les hacen, se vuelven peores. Ahora que, en sus malos tratos, aprendo yo a ser mejor discípulo del Señor, aunque no por esto me tengo por justificado.

¡Ojalá goce yo de las fieras que están para mi destinadas y que hago votos por que se muestren veloces conmigo! Yo mismo las azuzaré para que me devoren rápidamente, y no como algunos, a quienes, amedrentadas, no osaron tocar. Y si ellas no quisieren al que de grado se les ofrece, yo mismo las forzaré. Perdonadme, yo sé lo que me conviene, ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible ni invisible, se me oponga, por envidia, a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo.

Porque ahora os escribo vivo con ansias de morir. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: Ven al Padre. No siento placer por la comida corruptible ni me atraen los deleites de esta vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, del linaje de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible.

¿Qué se puede añadir a estas expresiones sublimes? Cualquier glosa las empobrecería: son para meditar en silencio, con sobrecogida consideración de lo que es el amor sobrenatural llevado hasta las cumbres de la mística más pura.

Partiendo de Esmirna, toca en Alejandría de Troas, desde donde escribe a los filadelfios, a los esmirniotas y a Policarpo, su obispo. Sigue su viaje, parándose también en Filípos; atraviesan Macedonia. Vuelven a embarcar en Dirraquio, rodean el sur de Italia, desembarcando en Ostia.

En Roma tocaban a su fin unas fiestas nunca vistas, para conmemorar el triunfo de Trajano sobre los dacios en el año 106. Duraron ciento veintitrés días y en ellas murieron diez mil gladiadores y doce mil fieras. El 18 de diciembre del año siguiente, 107, fueron arrojados a las fieras Zósimo y Rufo, los dos compañeros de San Ignacio, y a los dos días siguientes, el 20 de dicho mes, el santo obispo de Antioquía.

Sus pocas reliquias corporales fueron enviadas a Antioquía. Pero sus verdaderas reliquias inmortales fueron sus cartas, de las cuales escribe el P, J. Huby: Ignacio, entregado a las fieras bajo Trajano, es el tipo del pontífice entusiasta y el modelo del mártir. Es la realización viva de las palabras apostólicas: Vivo, pero no vivo yo, si no que es Cristo quien vive en mí... Deseo ser disuelto y estar con Cristo. Sus acentos no conmovieron a la Iglesia menos que los de San Pablo, y en ciertas frases, mil veces citadas, parece estar concentrado todo el espíritu de los mártires (Chrístus p. 1031-32).

CÉSAR VACA O. S. A.

Ignacio de Antioquía, mártir, obispo y Padre de la Iglesia (c.a. 40-107)

En Roma hay unas fiestas jamás vistas. Se conmemora la victoria del año 106 que tuvo el emperador Trajano sobre los dacios. Duran ciento veintitrés días y cuentan los anales que en ellas vio el pueblo morir a diez mil atletas gladiadores y más de doce mil fieras. También adornaron aquel circo las muertes de Ignacio de Antioquía y dos días antes las de sus acompañantes, Zósimo y Rufo, que también murieron por ser cristianos.

Las actas que narran el juicio de estos campeones de la fe y del amor a Jesucristo son tardías, muy probablemente nada reconciliables con la ciencia histórica, llenas de piedad cristiana y blanda fábula. De sus primeros años no sabemos nada. Quizá fue de origen sirio. La leyenda afirma algo nada comprobable por la Historia como decir que llegó a conocer a Jesús en su vida aún mortal, que fue aquel niño que el Señor tomó y puso en medio del corro de discípulos cuando dijo: «En verdad os digo que ni no os volviereis y os hiciereis como niños...», pero huele a leyenda piadosa. San Juan Crisóstomo, al cantar las glorias del mártir en Antioquía ante sus reliquias, lo considera discípulo directo de los Apóstoles con los que convivió, pero ni siquiera esto puede demostrarse como cierto.  Tampoco sabemos cuando lo hicieron obispo de Antioquía donde fue el segundo sucesor de san Pedro, ni los años que estuvo allí, ni el motivo de su condena a morir por las fieras; la verdad es que no hacían falta muchos después del edicto de Nerón que condenaba a los cristianos como enemigos públicos del Imperio; era suficiente cualquier denuncia o mal ánimo de cualquier gobernador para ser condenado a muerte. 

Otra cosa es lo que sí se conoce como totalmente cierto por el propio testimonio fijado en las siete imponentes cartas escritas desde que salió de Seleucia, puerto de Antioquía, encadenado y custodiado por un pelotón «los diez leopardos» como él dice, camino de Roma y pasando por las costas de Asia Menor y Grecia, con una parada en Esmirna: a los tralianos y a los de Éfeso, a Magnesia, Roma, Filadelfia, Esmirna y al obispo Policarpo, discípulo directo de San Juan.

De ellas se entresacan las disposiciones internas de aquel hombre que va a ser entregado a las fieras. Se advierte una absoluta ausencia del espíritu revolucionario propio de los fanáticos,  ninguna protesta contra los que detentan el poder que le condena, ninguna aversión a las leyes. Su fortaleza de ánimo es algo inédito, no se descubre en sus escritos el más mínimo lamento. Por el contrario, hay una conciencia clara de estar cumpliendo una misión deseada: ser testigo  –eso significa mártir–  de Jesucristo; y la mejor manera es asemejarse a él en el sacrificio.

De la carta que escribió a los romanos se extraen párrafos y afirmaciones que manifiestan la madurez de la fe a muy pocos años de la redención como son la consideración de la iglesia de Roma como cabeza de toda la Cristiandad; fue el primero que utilizó la palabra «católica» para designar a la Iglesia Universal; tiene la convicción firme de que la comunidad cristiana se forma y vive en torno a la figura de su obispo; y hace una profesión de fe tan clara y completa que bien podría ser su credo la redacción, anticipada en más de doscientos años, del de Nicea.

Temía que estos fieles romanos hicieran valer ante las autoridades su influencia para librarlo de la pena letal que sobre él pesaba; escribe con tonos firmes, amables, pletóricos de fe y hasta con tonos dramáticos que no actúen en su contra porque el martirio es «la herencia que me toca. Que vuestra caridad no me perjudique (...) estoy pronto a morir de buena gana por Dios (...)  no me lo impidáis. Permitidme ser pasto de las fieras. Trigo soy de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras a fin de ser  presentado como limpio pan de Cristo. Yo mismo las azuzaré (a las fieras) para que me devoren rápidamente. Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible ni invisible se oponga (...) a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, descoyuntamiento de mis miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo caigan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo»

Sabía lo que quería.

Aunque a nuestros ojos, tan pesadamente cargados de humanidad, esta lectura les parezca algo aterrador, a los de Theophoros, tan llenos de lo sobrenatural, la muerte en esas circunstancias –la crueldad–  es la apoteosis del amor que triunfa.