Era el año del Señor de 1494 cuando en la Extremadura Alta, en la villa de Alcántara, nacía del gobernador don Pedro Garabito y de la noble señora doña Maria Villela de Sanabria un varón cuya vida había de ser un continuo milagro y un mensaje espiritual de Dios a los hombres, porque no iba a ser otra cosa sino una potente encarnación del espíritu en cuanto ello lo sufre la humana naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba hasta la entraña por la fuerza del movimienbo contrarreformista. Era el tiempo de los grandes reyes, de los grandes teólogos, de los grandes santos. En el cielo de la Iglesia española y universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa, Francisco de Borja, Juan de la Cruz, Francisco Solano, Javier... Entre ellos el Santo de Alcántara había de brillar con potentísima e indiscutible luz.
Había de ser santo franciscano. La liturgia de los franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien el Seráfico Padre estaba ya muerto, parecía como si en realidad estuviese vivo, por cuanto nos dejó copia de sí en Pedro, al cual constituyó defensor de su casa y caminó por todas las vías de su padre, sin declinar a la derecha ni hacia la izquierda, Todo el que haya sentido alguna vez curiosidad por la historia de la Orden de San Francisco se encontrará con un fenómeno digno de ponderación, que apenas halla par en la historia de la Iglesia: iluminado por Dios, se apoderó el Santo de Asís del espiritu del Evangelio y lo plasmó en una altísima regla de vida que, en consecuencia, se convierte en heroísmo. Este evangelio puro, a la letra, es la cumbre de la espiritualidad cristiana y hace de los hombres otros tantos Cristos, otros tantos estigmatizados interiores; pero choca también con la realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un constante estado de tensión, donde las tendencias hacia el amor que se crucifica y hacia la carne que reclama su imperio luchan en toda su desnuda crudeza. Por eso ya en la vida de San Francisco se observa que su ideal, de extraordinaria potencia de atraccion de almas sedientas de santidad, choca con las debilidades humanas de quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en puntos de perfección, masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo, como si el espiritu del fundador hubiese dejado en ellas una simiente de perpetuo descontento, una tremenda ansia de superación, y constantemente, apenas la llama del espíritu ha comenzado a flaquear, se levanta el espiritu hecho llama en otro hombre y comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo fue, de todos esos hombres, el más audaz, el más potente y el más avanzado. Su significación es, por tanto, doble: es reformador de la Orden y, a través de ella, de la Iglesia universal.
San Francisco entendió la santidad como una identificación perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una estrecha imitación. Asi introduce al alma en una total pobreza y renuncia de este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres, será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra realizada una triple muerte a si mismo: en el deseo de la posesión y del goce, en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de Cristo por su Iglesia: se hace alma victima y corredentora por su perfecta inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de Dios en lo creado: queda internamente edificada en sencilla simplicidad: vive una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.
Por estos caminos, sin declinar, iba a correr nuestro Santo de Alcántara. Nos encontramos frente a una destacadisima personalidad religiosa, en la que no sabemos si admirar más los valores humanos fundamentales o los sobrenaturales añadidos por la gracia. San Pedro fue hombre de mediana estatura, bien parecido y proporcionado en todos sus miembros, varonilmente gracioso en el rostro, afable y cortés en la conversación, nunca demasiada; de exquisito trato social. Su memoria fue extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia; ingenio agudo, inteligencia despejadisima y una voluntad férrea ante la cual no existían los imposibles y que hermanaba perfectamente con una extrema sensibilidad y ternura hacia los dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a pesar de su extrema dureza, atraía de manera irresistible a las almas y las empujaba por donde quería, sin que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando la penitencia le hubo consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer según testimonio de quienes le trataron un esqueleto recién salido del sepulcro: cuando la mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba de él, no obstante, una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se imponía a quien le trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.
Sus padres cuidaron esmeradamente de su formación intelectual. Estudió gramática en Alcántara y debía de tener once o doce años cuando marchó a Salamanca. Allí cursó la filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había ya hecho el primero de leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces coincidieron las dudas sobre la elección de estado con un periodo de tentaciones intensas. Un día el joven vió pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y marchó tras ellos, escapándose de casa apenas cumplidos los dieciséis años y tomando el hábito en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de Alcantara, en la raya portuguesa, año de 1515.
Fray Juan de Guadalupe habia fundado en 1494 una reforma de la Orden conocida comúnmente con el nombre de la de los descalzos. Esta reforma pasó tiempos angustiosos, combatida por todas partes, autorizada y suprimida varias veces por los Papas, hasta que logró estabilizarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura y más tarde provincia descalza de San Gabriel. Exactamente el año en que San Pedro tomó el santo hábito.
La vida franciscana de éste fue precedida por larga preparación. Desde luego que nos enfrentamos con un individuo extraordinario. De él puede decirse con exactitud que Dios le poseyó desde el principio de sus vías. A los siete años de edad era ya su oración continua y extática; su modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de limosna, servía a los enfermos, y era tal la modestia de su continente que, cuando los estudiantes resbalaban en conversaciones no limpias y le veían llegar, se decían: El de Alcántara viene, mudemos de plática.
Claro está que solamente la entrada en religión, y precisamente en los descalzos, podía permitir que la acción del espíritu se explayase en su alma. Cuando San Pedro, después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar, llamó a la puerta del convento de los Majarretes, encontró allí hombres verdaderamente santos, probados en mil tribulaciones por la observancia de su ideal altísimo, pero pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el dedo de Dios.
Apenas entrado en el noviciado se entregó absolutamente a la acción de la divina gracia. Fue nuestro Santo ardiente amador y su vida se polarizó en torno a Dios, con exclusión de cualquier cosa que pudiese estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad, donde Dios se revela viviente y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión de Cristo; la Virgen concebida sin mancha de pecado original, eran misterios que atraían con fuerza irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el principio más bien pareció ángel que hombre, pues vivía en continua oración. Dios le arrebataba de tal forma que muchas veces durante toda su vida se le vió elevarse en el aire sobre los más altos árboles, permanecer sin sentido, atravesar los ríos andando sin darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en el ininterrumpida coloquio interior. Como consecuencia que parece natural, ya desde el principio se manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de los sentidos. Nunca miró a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban por la voz; ignoraba los techos de las casas donde vivía, la situación de las habitaciones, los árboles del huerto. A veces caminaba muchas horas con los ojos completamenbe cerrados y tomaba a tientas la pobre refacción.
Gustaba tener huertecillos en los conventos donde poder salir en las noches a contemplar el cielo estrellado, y la contemplación de las criaturas fue siempre para su alma escala conductora a Dios.
Como es lógico, esta invasión divina respondía a la generosidad con que San Pedro se abrazara a la pobreza real y a la cruz de una increíble mortificación. Esta fue tanta que ha pasado a calificarle como portento, y de los más raros, en la Iglesia de Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso y no se explica sin una especial intervención divina.
Si en la mortificación de la vista habia llegado, cual declaró a Santa Teresa, al extremo de que igual le diera ver que no ver, tener los ojos cerrados que abiertos, es casi increíble el que durante cuarenta años sólo durmiera hora y media cada dia, y eso sentado en el suelo, acurrucado en la pequeña celda donde no cabía estirado ni de pie, y apoyada la cabeza en un madero. Comía, de tres en tres días solamente, pan negro y duro, hierbas amargas y rara vez legumbres nauseabundas, de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho días sin probar alimento, sin que nadie pudiese evitarlo, pues, si querían regalarle de forma que no lo pudiese huir, eran luego sus penitencias tan duras que preferían no dar ocasión a ellas y le dejaban en paz .
Llevó muchísimos años un cilicio de hoja de lata a modo de armadura con puntas vueltas hacia la carne. El aspacto de su cuerpo, para quienes le vieron desnudo, era fantástico: tenia piel y huesos solamente; el cilicio descubria en algunas partes el hueso y lo restante de la piel era azotado sin piedad dos veces por dia, hasta sangrar y supurar en úlceras horrendas que no había modo de curar, cayéndole muchas veces la sangre hasta los pies. Se cubria con el sayal más remendado que encontraba; llevaba unos paños menores que, con el sayal, constituían asperísimo cilicio. El hábito era estrecho y en invierno le acompañaba un manto que no llegaba a cubrir las rodillas. Como solamente tenía uno, veíase obligado a desnudarse para lavarlo, a escondidas, y tornaba o ponérselo, muchas veces helado, apenas lo terminaba de lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no podía estar en la celda por el rigor del frío solia calentarse poniéndose desnudo en la corriente helada que iba de la puerta a la ventana abiertas; luego las cerraba poco a poco, y, finalmente, se ponia el hábito y amonestaba al hermano asno para que no se quejase con tanto regalo y no le impidiese la oración.
Su aspecto exterior era impresionante, de forma que predicaba solamente con él: la cara esquelética; los ojos de fulgor intensisimo, capaces de descubrir los secretos mas íntimos del corazón, siempre bajos o cerrados; la cabeza quemada por el sol y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba por no mirar cuando pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba escurriendo la sangre por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y llagados por no ver dónde los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de los caminos.
San Pedro era victima del amor de Dios más ardiente y su cuerpo no habia florecido en cinco llagas como San Francisco, sino que se habia convertido en una sola, pura, inmensa. Su vida entera fue una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias mas entrañables del ideal franciscano.
No es de extrañar, claro está, que su vista no repeliese. Juntaba al durisimo aspecto externo una suavidad tal, un profundo sentido de humana ternura y comprensión hacia el prójimo, una afabilidad, cortesía de modales y un tal ardor de caridad fraterna que atraía irresistiblemente a los demás, de cualquier clase y condición que fuesen. Es que el Santo era todo fuerza de amor y potencia de espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era cuidadoso de las formas sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo íntima relación con los grandes santos de su época: San Francisco de Borja, quien llamaba su paraíso al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su reforma; el Beato Juan de Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó eficazmente en la reforma carmelitana y a cuyo espiritu dio aprobación definitiva. Acudieron a el reyes, obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le solicitaron como confesor, negándose a ello por humildad y por desagradarle el género de vida consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le ayudaron muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espiritu noble y ardiente, su conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.
Secuela de todo esto fue la eficacia de su intenso apostolado. San Pedro de Alcántara es un auténtico santo franciscano y su vida lo menos parecido posible a la de un cenobita. Como vivía para Dios completamente no le hacía el menor daño el contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con frecuencia graves tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y eficaz: azotarse hasta derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada, revolcarse entre zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por obediencia le hacen superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su predicación era sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el confesonario pasaba horas incontables y poseía el don de mover los corazones más empedernidos. Fue extraordinario como director espiritual; ya que penetraba el interior de las almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado en consejo por toda clase de hombres y mujeres, lo mismo gente sencilla de pueblo que nobles y reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y vulgo ignorante. Amó a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en El Pedroso una escuelita donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la procuró eficazmente entre los hombres.
Dios confirmó todo esto con abundancia de milagros: innúmeras veces pasó los ríos a pie enjuto; dió de comer prodigiosamente a los religiosos necesitados; curó entermos; profetizó; plantó su báculo en tierra y se desarrolló en una higuera que aún hoy se conserva; atravesó tempestades sin que la lluvia calara sus vestidos, y en una de nieve ésta le respetó hasta el punto de formar a su alrededor una especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas el auténtico milagro de su penitencia.
Aún, sin embargo, nos falta conocer el aspecto más original del Santo: su espíritu reformador. No solamente ayuda mucho a Santa Teresa para implantar la reforma carmelitana; no se contenta con ayudar a un religioso a la fundación de una provincia franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo funda con licencia pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia mártires, beatos y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el hábito en una provincia franciscana austerísima, la de San Gabriel, quiso elevar la pobreza y austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y, sobre todo, deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que llevaba en las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la dicha provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de conventos. Con muchas contradicciones dió comienzo a su obra en 1556, en el convento de El Pedroso, y pronto la vió extendida a Galicia, Castilla, Valencia; más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio de santidad entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes. Dice un biógrafo que vivían en sus conventos diminutos, desprovistos de toda comodidad una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por semana, y aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas parecían sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias corporales. Y si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son muy moderadas en cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás reformas franciscanas conocidas, no se puede dudar que su poderosísimo espíritu dejó en sus seguidores una imborrable huella y un extremo de imitación. Y es sorprendente el genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal penitencia no les distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían los conventos junto a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del desempeño del ministerio sacerdotal, en la avuda a los párrocos, enseñanza a los niños, siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos.
El 18 de octubre de 1562 murió en el convento de Arenas.
La Santa de Avila vió volar su alma al cielo y la oyó gozarse de la gloria ganada con su excelsa penitencia. El Santo moría en paz. Dejaba una obra hecha: una escuela de santos, un colegio de almas intercesoras y víctimas por las culpas del mundo. Sus penitencias llegaron a parecer a algunos locuras y temeridades de hombre desesperado: las gentes le tuvieron muchas veces por loco al ver los extremos a que le llevaba su vida de contemplación. Sólo que, como muy gentilmente aclaró a sus monjas Santa Teresa, aquellas locuras del bendito fray Pedro eran precisamente locuras de amor. Cuando Cristo ama intensamente a un alma no descansa hasta clavarla consigo en la cruz. Cuando un alma ama a Cristo no desea sino compartir con Él los mismos dolores, oprobios y menosprecios. La vocación franciscana es, recordémoslo, una vocación de amor crucificado y San Pedro supo vivirla con plenitud. Su penitencia venía condicionada por su papel corredentivo en la Iglesia de Dios y, si no a todos es dado imitarla materialmente, sí es exigido amar como él amó y desprenderse por amor, y al menos en espiritu, de las cosas temporales, abrazándose a la cruz.
PEDRO DE ALCÁNTARA MARTINEZ
Extremadura hierve en deseos de conquista y evangelización del Nuevo Mundo. Es en toda España un tiempo de lumbreras, de santos, todo son grandezas y aires de contrarreforma. Pedro de Alcántara es un religioso franciscano, que introdujo en su orden reformas importantes organizando definitivamente a los franciscanos en España.
Nació en la Extremadura alta (España), en Alcántara, de familia noble, en 1494. Sus padres son don Pedro Garabito –un conocido jurisconsulto– y Doña María Villela de Sanabria.
Estudió gramática en su ciudad natal y a los 14 años fue a Salamanca para iniciar los estudios de filosofía. De descanso en Alcántara vio a dos franciscanos que caminaban descalzos y se fue tras ellos. Sólo tenía 16 años. Tomó el hábito, en 1515, en el convento de Majarretes que pertenecía a la austerísima provincia franciscana de san Gabriel, junto a Valencia de Alcántara, cercano a la frontera portuguesa. Fue enviado a fundar un convento en Badajoz del que fue superior poco después.
Se ordenó sacerdote en 1524. Nombrado provincial en 1538 impulsó la renovación de su orden.
Tan aferrado está a vivir según los criterios de Dios que no se para a pensar si su proceder agrada al mundo, ni si se adapta a sus criterios; tampoco se queda en lo meramente prudente cuando se trata de asuntos del alma propia o ajena. Una de las facetas de su singular camino hacia Dios está basada en el total y absoluto sometimiento del «hermano» cuerpo.
Avasallador en la acción. Desde los 25 años que le hicieron superior por obediencia, no para. Es predicador, misionero, consejero, confesor, director de almas ignorantes y de sabios predicadores, atiende a nobles y a reyes, le consultan obispo y muestra preocupación por los niños.
El papa Julio III le autorizó a fundar conventos reformados que se conocen como alcantarinos. En 1556 dio comienzo a su fundación propia en el convento de El Pedroso, extendiéndose por Galicia, Castilla, Valencia y más tarde China, Filipinas y América.
Se distinguió por la penitencia y austeridad consigo mismo, hasta extremos que hoy parecen increíbles. Fiel al espíritu de san Francisco que pone toda su afición en identificarse con Cristo crucificado, saca de la penitencia las fuerzas espirituales que necesita: Nunca miró a nadie a la cara. Durante cuarenta años dispuso tener hora y media al día de sueño, y eso, o sentado en el suelo, o en hueco donde no cabía ni estirado ni de pie, y con un leño como cabecera. Comía de tres en tres días legumbres o verduras con pan seco y negro; alguna etapa la pasó alimentándose sólo después de ocho días. Penitencia corporal hasta la sangre, para domar al «hermano asno», como gustaba llamar a su cuerpo. Así no extraña que, por flaco, pareciera un muerto salido del sepulcro, ni que Teresa dijera que parecía estar hecho de raíces de árboles.
A pesar de esto, se distingue por la extremada cortesía, modales finos y dulzura con los demás. Muestra una extremada delicadeza y sensibilidad con los sufrimientos de los otros, en especial con sus frailes a los que alguna vez alimentó de modo milagroso. Desde el inicio de la conversación, los que trataron con él se sentían atraídos por su afabilidad. Su extrema pobreza no estaba reñida con la limpieza de ropa que él mismo lava, cose o remienda. Sabe cultivar la amistad y ser amable en el trato. Personajes contemporáneos suyos, de primera línea gozaron de su compañía y recurrieron a él en sus problemas: Francisco de Borja que llamaba su «paraíso» al convento de El Pedroso, Juan de Ribera, Carlos V y su hija Juana que quisieron tomarlo por confesor, Teresa de Jesús a quien aconseja y alienta en su reforma del carmelo y que le admiraba por su buen juicio y por su ascetismo; también los reyes de Portugal le veneraban y le ayudaron en sus empresas.
Estuvo dotado de una inteligencia fuera de lo común con memoria privilegiada que le facilitó dominar la Sagrada Escritura.
Como místico no le faltaron arrobos y ensimismamientos en la oración que llamaron éxtasis. Sus biógrafos no ocultan que más de una vez cruzó ríos andando sobre el agua, que curó enfermos de modo milagroso y que profetizó. Pero no fue fácil la fidelidad. Tentaciones fuertes carnales tuvo que resolver de modo expedito –muy adecuado a su concepción de la ascética– revolcándose desnudo en nieve o hielo y arrojándose sin ropa a zarzas y espinos.
Murió en el convento de Arenas el 18 de Octubre de 1562. A partir de entonces, el pueblo se llamó de Arenas de San Pedro.
En 1669 fue canonizado.
Su vida santa, plena de mortificación y penitencia señala dónde está la fuerza para santidad propia y para la de los demás. Por más que en la época actual sea considerada la mortificación y la penitencia como un tabú, como algo detestable de lo que hay que huir, o como práctica perteneciente a épocas pasadas, el estilo propio del Evangelio es para siempre camino imperecedero. Cuando falta, sólo queda la oscuridad por más que relumbren los artificios obsoletos de siempre con formas nuevas.