25 de octubre

SAN FRUTOS (+ 715)

San Frutos tiene dos caminos. Ambos florecen de devotos el 25 de octubre de cada año. El primero desemboca en el trascoro de la catedral de Segovia, donde reposan los restos de su santo Patrono. Allí, en la mañana de su fiesta, se dan cita en policroma multitud los segovianos. Hombres y mujeres, mayores y chicos, se apiñan en el arranque de la nave central de la dama de las catedrales góticas. Y con el pueblo se mezcla la clerecía. Entre los hábitos corales de los canónigos y los roquetes de los seminaristas emerge la mitra preciosa del prelado, quien, teniendo como telón de fondo el rico retablo que trazara Ventura Rodríguez para el Palacio Real de Riofrío y donara Carlos III a la catedral segoviana, hace un compás de espera en la procesión de las reliquias del Santo para que los cantores le entonen un villancico.

A vino rancio y a frescor primaveral les sabe siempre a los segovianos su himno pajarero. No sé por qué lo llaman de este modo, si por ser demasiado juguetón, ingrávido de contenido, con una letra de espuma que huye perseguida por unas notas transidas de barroquismo, o por alguna vinculación especial de San Frutos con las aves. Algo debe de haber cuando son muchos los cazadores que madrugan aquella mañana otoñal para aprovecharse de la caza milagrosa que tradicionalmente tiene lugar en ese día.

El otro camino conduce a lo que primeramente fue ermita del Santo; luego priorato benedictino, más tarde parroquia con reducido vecindario en torno, y hoy simple iglesia medieval, aunque cabeza de arciprestazgo.

El lugar es pintoresco en extremo. Nunca creí que los romeros de Castilla explayaran su devoción por otros caminos que los pedregosos que la tierra da. Pero yo fui a San Frutos por vía fluvial. Y esto, no por espíritu deportivo, sino por ser el camino más corto y accesiblemente menos dificultoso. Media hora de barca desde la presa del Barquillo hasta los cimientos mismos que la naturaleza preparó para la obra de la gracia. Sobre el tranquilo embalse con más de veinte metros de profundidad deslizábase lenta la barquilla, conducida por un experto remero portugués. Mientras sus brazos se balanceaban en monorrítmico ademán, sus ojos se poblaban de recuerdos. Contaba y contaba sin cansarse sus historias, como los gondoleros de Venecia desgranan al turista sus leyendas. Más de treinta años llevaba bebiendo las mismas escenas. El colorido y tipismo de la fiesta de San Frutos, cuando las laderas circundantes se visten de peregrinos que trepan por los riscos agarrándose a los matorrales para no caer al precipicio; cuando los caminos sin trazar florecen de canciones que confluyen en la ermita.

Contemplado desde la barca el paisaje es de una belleza salvaje y bravía. El río Duratón corre encañonado entre muros naturales de más de sesenta metros de altura, de extraordinario interés geológico y prehistórico. Al lado izquierdo se yergue imponente, como nido de cigüeñas y atalaya del espíritu, una iglesia románica, levantada sobre roca viva, cortada a pico sobre el abismo en un alarde de valentía y circundada en su totalidad por la corriente, excepto una pequeña lengua de tierra, y aun ésta, separada del resto en unos cuantos metros de profundidad y segada a tajo, según refiere la historia, por la mano taumatúrgica del Santo en un momento de extremado peligro.

San Frutos tuvo dos hermanos menores que él: Valentín y Engracia. Gemelos en el espíritu y en la virtud, los tres eran hijos de un matrimonio segoviano de noble alcurnia, a quien la tradición hace descender de patricios romanos. En cualquier ocasión hubieran podido trocar sus nombres, como las carmelitas se cambian sus cosas una vez al año. Los tres fueron valientes en las batallas que les tocó luchar; dieron frutos de auténtica santidad. Y la gracia de Dios les previno abundantemente. Empujados por ella, vendieron su rico patrimonio para entregarlo a los pobres. Corrían turbias las aguas del reino visigodo, allá por la segunda mitad del siglo Vll, y ellos quisieron alejarse del fango. Atrás quedó la ciudad con su soberbio acueducto, con sus iglesias y también sus vicios.

Los gritos de la molicie silbaban en sus oídos. Pero el atractivo de la soledad les empujaba hacia el retiro. No descansarían hasta poner su nido en la hendidura de la roca, como la tórtola del Cantar de los Cantares.

Guiados por San Frutos llegaron al desierto. Como a tal lo consideran las lecciones del Breviario, que lo comparan al de Libia. Tierra aquélla inhóspita y ceñuda, aledaña de la Sepúlveda gloriosa que conociera Fernán González y Almanzor. Tierra de lastras, excepcionalmente yerma y de una impresionante austeridad. Ralos enebros rompen la monotonía pardusca de su piel y alternan con mortificantes canchales. ¡Magnífica invitación a la penitencia!

Hicieron alto en el camino. Habían encontrado, por fin, lo que deseaban. En adelante se alimentarían de soledad y de silencio. Bajo la grandiosa majestad de los peñascos, en las grietas naturales del terreno, encontrarían reposo para la oración y acomodo para sus espíritus. Levantaron tres ermitas a una distancia conveniente para defender mutuamente su soledad y empezaron a vivir a lo santo. Allí donde todo era rigor aun a la vista, sin que ningún sentido tuviese ni los deleites que son lícitos: era el ayuno continuo; la vigilia, incesante; el sueño, limitado, el lecho eran las peñas; el vestido, cilicio; el alimento, hierbas; la bebida, mezclada con lágrimas; ningún trato ni memoria del mundo (Flórez).

Pero San Frutos buscó las cumbres. En ellas plantó su tienda para espiar mejor la gracia que baja del cielo. Arriba su espíritu se sentía más libre para los arrebatos de la oración, en que ocupaba la mayor parte del día. Oración armonizada por el silencio y coreada a trechos por el graznido silvestre de los grajos y el murmullo sonoro del río que se deslizaba en la hondonada. Locamente enamorado, como buen místico, de la naturaleza, en ella encontraba temas abundantes para sus penitencias.

Lo que más me llama la atención en San Frutos es esa adecuación maravillosa, esa rima aconsonantada entre las calidades de su espíritu y el tono del paisaje que escogió para escenario de su santidad. La tierra aquella no es montañosa. No se empina sobre el horizonte con aires de turgente soberbia. Tiene la sencillez del páramo, la austeridad del desierto, la hosquedad flagelante de la pedriza, y se arruga en sí misma agrietándose en barrancos de profunda humildad para dar paso a la acción modeladora de las aguas. Cuadro natural que puede exponerse como una réplica exacta del retrato moral de Frutos: sencillo, humilde, austero, sobrio y penitente. Hasta su rostro, decorado con abundosa barba aaronítica, lleva los surcos de la penitencia, como le soñó Carmona en una talla bien lograda que se conserva en la iglesia del Seminario de Segovia.

El tiempo le fue madurando para el milagro y aromándole con fama de santidad. Mientras él se empapaba de silencio se rompía la paz de España con la invasión de los moros. Un día el griterío de los infieles rebota en aquellos riscos patinados de tranquilidad multisecular. Un destacamento musulmán persigue a un puñado de cristianos, que huyen despavoridos, como los pájaros y las flores, a refugiarse bajo el manto pardo del Santo. Frutos, con su bastón cargado de sobrenaturalismo, traza una línea frontera entre las dos religiones. La roca le obedece. Se raja en dos mitades, quedando el prodigio bautizado para siempre con el nombre de la cuchillada de San Frutos Desposado con la naturaleza, como San Francisco con la pobreza, se le torna sumisa a sus deseos. Otra vez quiere regalar a su hermana una fuente, para que no se lastime demasiado teniendo que bajar, para apagar su sed, hasta el lecho del río, y brota el manantial cerca del eremitorio de Santa Engracia.

Y así un año tras otro, haciendo penitencia por los pecados de su patria, hasta que un día, cargado de frutos, presenta su nombre en la taquilla del paraíso. Acostumbrados sus ojos al vuelo de las aves, él de un brinco romontó el cielo. Fue en el 715 de la era cristiana. El reloj de su vida marcaba el número 73.

JULIÁN GARCÍA HERNANDO

SAN FRUTOS (+ 715)

Autor: Archidiócesis de Madrid. Los cuerpos de San Frutos, Santa Engracia y San Valentín, venerados por los cristianos segovianos, se conservaron en la ermita de San Frutos, cerca de la actual Sepúlveda, desde comienzos del siglo VIII hasta el siglo XI.

El rey Alfonso VI concedió esta ermita al monasterio de San Sebastián de Silos -hoy Santo Domingo de Silos- para que la cuidasen y facilitasen la creciente devoción del pueblo; se hizo escritura en el 1076. Los monjes recomponen la ermita como de nuevo y la habilitan para que puedan vivir en ella algunos monjes. Terminadas las obras en el año 1100, la consagra D. Bernardo, el primer Arzobispo de Toledo. Está construida sobre roca escarpada, como cortada a pico, a orillas del río Duratón, afluente del Duero. En ese nuevo lugar se depositan las reliquias de los tres santos.

Restaurada Segovia y restituida a su dignidad episcopal, se pasan a su catedral la mitad de las reliquias desde el monasterio de Silos, con autorización y mandato del Arzobispo de Toledo, en el 1125.

Tan celosamente se guardan que se pierde el sitio donde fueron depositadas hasta que se encontraron milagrosamente, en tiempos del celoso obispo D. Juan Arias de Ávila.

En el año 1558 se depositaron finalmente en la nueva catedral. Allí, en el trascoro, reposan los restos del Patrono de la Ciudad, teniendo por fondo el retablo que trazó Ventura Rodríguez para el palacio de Riofrío y que Carlos III donó para la catedral segoviana.

¿Quién fue el hombre que desde catorce siglos atrás es polo de atracción de tantas generaciones de segovianos?

Nació Frutos, en el año 642, en el seno de una familia rica que tuvo otros dos hijos con los nombres de Valentín y Engracia. Debió ser una familia de profundas convicciones cristianas que supieron, con la misma vida, inculcarlas a sus hijos. Sin que se sepa la causa, murieron los dos. Ahora los tres jóvenes son herederos de unos bienes y comienzan a conocer en la práctica la dureza que supone el ser fieles a los principios. Parece ser que tanto tedio provocaron en ellos los vicios, maldades, desenfrenos, asechanzas y envidias de su entorno humano, que Frutos les propone un cambio radical de vida. Los tres, con la misma libertad y libre determinación deciden vender sus bienes y los dan a los pobres. Dejaron la ciudad del acueducto romano y quieren comenzar una vida de la soledad, oración y penitencia por los pecados de los hombres. A la orilla del río Duratón les pareció encontrar el lugar adecuado para sus propósitos. Hacen tres ermitas separadas para lograr la deseada soledad y dedicar el tiempo de su vida de modo definitivo al trato con Dios.

A partir de aquí se tiene noticias de Frutos cuando el estallido de la invasión musulmana y su rápida dominación del reino visigodo. Frutos, en su deseo de servir a Dios, intervino de alguna manera -y con vivo deseo de martirio- en procurar la conversión de algunos mahometanos que se aproximaron a su entorno; defendió a grupos de cristianos que huían de los guerreros invasores; dio ánimos, secó lágrimas y alentó los espíritus de quienes se desplazaban al norte; fue protagonista de algunos sucesos sobrenaturales y murió en la paz del Señor, con el halo de santo, el año 715.

La misma historia refiere que sus hermanos Valentín y Engracia fueron de los mártires decapitados por los sarracenos y sus cuerpos colocados con el del Santo.

Lo que se sabe hoy del entorno en que viven y mueren estos santos facilita cubrir las lagunas o los interrogantes que pueden presentarse. La invasión musulmana, su rápido avance por el reino hispano-visigodo y el martirio de cristianos tuvieron su génesis. La unidad del reino tan lograda por la conversión del arrianismo a la fe católica de Recaredo en el 589 presentaba ahora una falsa cohesión por su fragilidad. Los clanes de nobles, civiles y eclesiásticos, con intereses políticos y económicos contrapuestos, tratan de controlar cada uno alternativamente el trono de Toledo y son una fuente continua de conflictos. La nobleza que en un principio recibió unos territorios para ejercer en ellos funciones administrativas, fiscales y militares, al hacerse hereditarias, quedan prácticamente privatizadas con detrimento progresivo de las funciones públicas características de un estado centralizado y llevan a la fragmentación del poder del monarca. La clase aristócrata asienta aún más la diferencia social con el pueblo cada vez más pobre, indefenso, desorientado, abandonado y hastiado del lujo de sus señores. Hay que añadir desastres naturales que asolan el país especialmente desde el reinado de Kindasvinto (642-653) como epidemias que diezmaban a la población, plagas de langostas, sequía, pestes y despoblamiento. El vicio, la amoralidad y desenfreno reina en la sociedad al amparo de lo que sucede en las casas de la nobleza. A la muerte de Witiza, los partidarios de Akhila, su hijo primogénito, no consiguen ponerlo en el trono ocupado por D. Rodrigo, duque de la Bética, y piden ayuda a los bereberes. El desastre de Guadalete del 711 hizo que lo que fue una simple ayuda de los moros capitaneados por Tariq se convirtiera en toda una invasión y conquista posterior que colma los planes estratégicos del Islam por la decrepitud que se había ido gestando en el interior del reino visigodo.