Hay dos santos que llevan el nombre de Ginés en el santoral.
Por los datos hagiográficos de que se dispone, son dos personas totalmente distintas; uno, un saltarín y cómico de profesión, y otro, un notario francés. Tienen de común su condición de mártires y la celebración de su fiesta en el mismo día. Pero a decir verdad, son tan pocos los datos disponibles y tan leves las huellas de la existencia de ambos que todo lo que se diga acerca de sus personas y obras no queda más remedio que ponerlo en entredicho.
Del Ginés cómico, saltarín, saltimbanqui que se ganaba la vida haciendo soltar carcajadas a la gente arremolinada junto a él para contemplar las piruetas y escuchar sus acertados e irónicos chistes, dejando luego caer unas monedas de las que vivía, se cuenta que se dedicó a entretener a la gente en el teatro, comenzando a interpretar los misterios de los cristianos.
Y no es que se atreviera a hacer autos sacramentales como si fuera un iniciador de la futura tradición lopista española –el paradigma es Calderón– para ilustrar al pueblo con alegorías en torno a la eucaristía. No; más bien hizo de espía oculto mientras se celebraba el rito bautismal cristiano y pensó sacar de ello motivo de burla, escarnio, crítica, burla y befa. Pensaba agradar con ello al emperador y al pueblo; la buena representación avivaría los ánimos del ambiente en contra del espíritu cristiano con su sorna y ridiculeces y, como quien conoce las mañas y arte de su oficio, pensaba que podría sacar de la situación fama y dinero. Cuentan que lo hacía bastante bien; conseguía suscitar risas tanto entre los de arriba como entre los de abajo. Pero sucedió que, en una de sus interpretaciones, se sintió tocado por la gracia de Dios y, transformado de intérprete en creyente, salió del teatro proclamando por la ciudad, a voz en grito: «No hay otro rey que Jesucristo, y aunque me matéis mil veces, no me lo podréis arrancar de la boca ni del corazón». De burlador de Cristo y de los cristianos pasó a ser defensor de la fe.
La conversión vino de parte de Dios en el momento menos esperado y con la fuerza propia del Espíritu, en el desempeño de su oficio. Quizá aquel día, a aquella hora y en aquella ejecución teatral quiso interpretar tan bien su papel de cristiano que el Señor utilizó su trabajo hecho con perfección para darle la fe y la consecuente coherencia práctica.
Murió mártir en la persecución de Diocleciano en el año 303.
Y es que de lo que puede llegar a hacer la gracia de Dios ¡ni se sabe! Ya lo hizo con un publicano que se llamó Mateo y con un perseguidor que llevaba el nombre de Saulo. ¿Qué podría tener de extraña la conversión de Ginés aunque hasta entonces se hubiera burlado de Él?
Rastreando la vida del otro Ginés, llegamos al conocimiento de un escribano de Arlés, en Francia, que murió mártir en la persecución de Diocleciano.
Por lo leído, aún no se había bautizado, pero se preparaba al bautismo con el catecumenado. Era notario, funcionario público. Le llegó el mandato del juez de escribir un edicto persecutorio para los cristianos en cualquier sitio donde estos de encontraran. Dicen que reaccionó con enfado, arrojó el punzón –su herramienta de trabajo– y salió de casa, enojado, en busca del obispo con la intención de pedir el bautismo, sin conseguirlo, bien fuera por mejor probarse su disposición o quizá por no considerar el peligro con la inminencia que se aseguraba. De todos modos, sí que salió consolado al salir huyendo a esconderse camino del Ródano, como mandó el obispo, porque aprendió que el bautismo de sangre es igualmente válido para quien entrega su vida en defensa de la fe.
Mientras atravesaba el río lo asaetearon; como los cristianos pasaron su cadáver a la otra orilla para enterrarlo, dijeron que santificó con su muerte las dos orillas. Fue en el año 308.
San Hilario, que fue obispo de Arlés, narra como milagro hecho tiempo atrás por san Ginés el día de su fiesta al hundirse el puente por la cantidad tan grande de gente que acudía a venerarlo. El entonces obispo Honesto oró pidiendo la intervención del santo. No concluida aún la petición por los accidentados, comenzaron a salir del río hombres, mujeres y niños sin que nadie pereciese ahogado, herido o descalabrado; todo el mal sufrido fue ¡que estaban mojados!
La salvedad primera sobre lo leve y etéreo de los dos santos puede tranquilizar a los excesivamente enamorados de lo simplemente verosímil y a los de lo perfectamente documentado. Tanto la máscara como el punzón pudieron ser un tiempo herramientas de trabajo; usarlos bien o mal depende de cada cual. La historia de los dos Ginés enseña el buen resultado para la eternidad de un empleo responsable.