Como pasa ante cualquier acontecimiento, siempre es posible mirar la realidad de un martirio desde distintos ángulos sin más límite es el que impone la misma realidad con su existencia; quiero decir que si bien se puede describir de distintos modos e incluso se puede resaltar cualquiera de los aspectos contemplados, lo que no es legítimo es negar la realidad en sí misma.
Ante el acontecimiento del martirio de Rodrigo, sacerdote, cabría resaltar por sus manifestaciones el ofrecimiento de su completa vida apostólica a la Virgen de Guadalupe. También se podría poner de relieve su aptitud y habilidad para combinar las palabras hasta el punto de que le salieran composiciones poéticas de buena calidad. No sería menos apasionante un análisis de la situación política del tiempo relacionándolo con la responsabilidad pastoral de los sacerdotes en esa época. Sospecho que igualmente haría las delicias de un siquiatra el estudio de la figura de sus verdugos, de su comportamiento y reacciones, tal y como aparecen en las actas de su martirio para clasificarlas e incluso ponerle nombre según la retorcida nomenclatura de la ciencia. Pero para lo que no me encuentro con fuerzas es para intentar acometer la tarea de poner por escrito esa particularísima relación de amor entre el alma del mártir y el buen Dios; eso que pertenece a la intimidad misma del hombre que ama sin ningún tipo de traba ni condición; eso que no es repetible ni siquiera con los demás mártires por ser un hilo de comunicación individual e intransferible. El resultado de ese vano intento sólo sería fantasía enhebrada con la mejor intención y hasta podría ser que consiguiera encontrar palabras bellas; pero no pasaría de ser una exógena, injusta e inútil intromisión en la estricta individualidad de la conciencia del mártir que se relaciona amoroso y entregado a Dios en arrobamiento capaz de querer su propia muerte por amor. Y, sin embargo, eso que es indescriptible es precisamente lo asombrosamente interesante.
Confesada la incapacidad del hagiógrafo, sólo me queda escribir los hechos.
Rodrigo Aguilar Alemán nació en Sayula, Jalisco, diócesis de Ciudad Guzmán, el 13 de marzo de 1875.
Fue el Párroco de Unión de Tula, Jalisco, diócesis de Autlán.
Siempre se le conoció como un sacerdote poeta de fina sensibilidad.
Se sabe que consagró su sacerdocio a la Virgen Santísima de Guadalupe, y que con todo su corazón imploró: «Señor, danos la gracia de padecer en tu nombre, de sellar nuestra fe con nuestra sangre y coronar nuestro sacerdocio con el martirio ¡Fiat voluntas tua!»
Por eso, cuando tuvo que abandonar su parroquia y ocultarse en la población de Ejutla, Jalisco, y cuando llegaron las tropas federales para apresarlo, su rostro no pudo menos de llenarse de paz y gozo. Se despidió de los presentes, diciendo: «Nos vemos en el cielo».
En la madrugada del 28 de octubre de 1927 fue conducido a la plaza de Ejutla. Arrojaron la cuerda a una rama gruesa de un árbol de mango, hicieron una lanzada y la colocaron al cuello del sacerdote.
Luego quisieron poner a prueba su fortaleza y con altanería le preguntaron: «¿Quién vive?» La valiente respuesta fue: «¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!» Entonces la cuerda fue tirada con fuerza y el señor cura Aguilar quedó suspendido. Se le bajó de nuevo y se le repitió la pregunta: «¿Quién vive?» Por segunda vez dijo con voz firme: «¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!» Nuevamente al mismo suplicio y por tercera vez, el «¿Quién vive?» El mártir agonizante, arrastrando la lengua, repitió: «Cristo Rey y Santa María de Guadalupe».
Fue canonizado el día 21 de mayo del 2000 por el papa Juan Pablo II.
No hay más que decir. Sólo es la hora de admirar, de aprender, y de agradecer.