El otoño litúrgico avanza, tiernamente ungido de melancolía, por el paisaje desolado de noviembre. Ya no hay verdor, ni golondrinas, ni rosas. Bajo un cielo absoluto, la tierra levanta los árboles desnudos, como a esqueletos descarnados, para una danza con la muerte; y gime, cuando el labrador le hunde, sin piedad, el arado, en una maravillosa geometría de sementeras y de surcos. Yo no sé, cómo los vendimiadores tienen alientos para cantar al amor pagano un madrigal de racimos, ahora que la naturaleza pena, ante la venida de las nieves, que han de sepultarle, como en el mármol frío de una tumba.
Caminamos por este otoño espiritual con miedo, con fatiga, con nostalgia. El ciclo de Pentecostés, en su largura, nos alejó de los gozos pascuales del Resucitado, cuando prometían al alma las eternas primaveras de Cristo. Y ahora todo se hace incierto, breve como el día, penitencial, sin luz. Los evangelios de estos domingos escriben sobre nuestro corazón, con aquella misma misteriosa mano que helaba la risa sacrílega, en la cena de Baltasar. Es tiempo de rendir cuentas, porque el reino de Dios es semejante a aquel rey que puso en juicio las contabilidades de sus siervos. No se puede servir a Dios y al César sino dando a cada uno lo que le corresponde, porque al entrar en ese festín de las bodas celestes, que es el reino, nuestras vestiduras deben resplandecer de virtudes y de merecimientos: estremece pensar cómo al invitado que se presenta con su túnica mal cosida y sucia, se le arroja a las tinieblas, donde hay llanto y rechinar de dientes. Invitan a pensar estas domínicas de noviembre que cierran el ciclo litúrgico en el drama del apocalipsis de todas las cosas.
Pero aún tiene un respiro de gozo nuestro corazón con esta fiesta de Todos los Santos. Mirad al cielo, extremadamente limpio, en el punto de la amanecida de otoño. Aún arden las estrellas, innumerables como los descendientes prometidos al padre Abraham. ¿No serán esos pequeños mundos de luz los tronos de gloria para cada uno de todos los santos? Pues os diría que, en la hora del alba, palpitan tan vertiginosamente todas las estrellas, que parecen campanas de luz repicando su gloria, en homenaje del sol, que se alza sobre el horizonte jubiloso para engalanar de aureolas a todos los santos. Sí. En la liturgia, el sol es imagen augusta y reverberante de Jesucristo. La luna silenciosa, blanca y humilde, es la Virgen María, espejo claro donde se mira Dios complacido. Y las constelaciones de luceros, como infinitas, todos los santos de la celeste corte.
Vamos a gozar espiritualmente de este día entrañable... que ya descenderá el crepúsculo con la incertidumbre de sus tinieblas..., porque este Sol, Jesucristo, ha de volver al mundo, sobre un escabel de nubes, a juzgar a los vivos y a los muertos. cuando las aguas embravecidas de los mares caigan, como las del Diluvio, para anegar la tierra; y se bamboleen las constelaciones: y los hombres, secos de angustia, sin lágrimas en sus ojos dilatados, le vean llegar en vestiduras de juez. Aún es tiempo de poner un orden sacro en nuestras vidas y de ajustarlas al patrón de los santos.
La investigación especializada de la historia encuentra muy inciertos los orígenes de esta conmemoración litúrgica de la Iglesia. Hay que descender a ese laberinto de Dios que son las catacumbas de Roma, para encontrar, en sus minúsculos oratorios Ia presencia de un culto tributado a los apóstoles y a los mártires por las primitivas comunidades. Aquellos cristianos puros vivieron todas las dimensiones de la resurrección de Jesucristo, como un esquema luminoso de esperanza en la propia resurrección. Habían oído a San Pablo. Y sabían que el Cristo total del cielo se completaría con el número desconocido de todos los hombres que conquistaran la corona. Los mártires habían triunfado ya, rotos en las bocas de los leones, o iluminando, con las llamas de su carne encendida, las orgías de los césares. Eran ya un ejemplo, muy exigente, de vida, y una intercesión poderosa delante del Altísimo. Al concepto pagano de vida y muerte, opuso el cristianismo un sentido de trascendencia, que hacia estimar la misma carne como sacra envoltura del alma y templo del espíritu, según lo predicaba el Apóstol. Era nuestro cuerpo un hermano menor consentido, rebelde, tenebroso, pero que nos acompañaba, como contraste de prueba y santificación, por las andaduras del destierro. De ahí que la Iglesia prohibiese incinerar los cadáveres o arrojarlos, sin honra ni oraciones en los puticuli funerales, edificando, en las catacumbas los cementerios.
En el principio, se trató sólo de una liturgia funeral sin rango de culto verdadero. Pero muy pronto, los grandes nombres de los atletas de Cristo aparecieron en los lóculos mortuorios, orlados de emocionadas grafías. Inés, con sangre en sus vellones de dulce cordera, apacentada por el Pastor bueno; Cecilia, al brazo del ángel de su virginidad, que le cubre de azucenas y de rosas; Lucía recogiendo en un cáliz de oro los borbotones de la sangre de su garganta; Sebastián, traspasado de saetas, como en una crucifixión olímpica, y Lorenzo, ardiente de amor y de perdones, entre las brasas que le tuestan, para el banquete de su propia inmortalidad. Así, el sentido militante de la vida cristiana cobra un realismo de ejemplaridad que arrastra, con la luz de estos valientes triunfadores.
Entonces nace, primero, el culto martirial. Cada aniversario del natalicio para la patria del cielo, se celebraba, según atestigua el Líber Pontificalis, una misa sobre sus mismos sepulcros, orlados de flores y de perfumes, que iba, con frecuencia, acompañada por una vigilia nocturna de cánticos y de rezos, clausurando la ceremonia las libaciones o comidas funerales como un signo de fraternidad con los fieles necesitados. La adhesión fervorosa a determinados mártires, y la certeza de su poder celeste, introdujo la costumbre, entre los fieles, de preparar sus enterramientos junto a esos santos sepulcros, con lápidas donde se pide al mártir la intercesión para el tremendo juicio.
Pero hasta el siglo IV no aparece una liturgia colectiva consagrada a todos los mártires. Por los Carmina de San Efrén y las Epistulae Syriacae de San Atanasio sabemos que las Iglesias orientales celebraban esta festividad el día 13 de mayo. San Juan Crisóstomo asigna para la Iglesia antioquense la octava de Pentecostés, fecha que aún respetan las comunidades de rito bizantino.
Esta liturgia martirial pasa de Oriente a Roma con el papa San Bonifacio IV (608-615). Quiso el Pontífice conservar y desenvolver la obra reformadora litúrgica de San Gregorio el Grande. El Líber Pontificalis escribe en su elogio que alcanzó, del emperador Focas, el templo que lleva por nombre Panteón, e hizo de él la iglesia de Santa María y de Todos los Mártires. El suceso es trascendente porque se trata del primer templo pagano consagrado al culto de la comunidad cristiana. fue construido el Panteón en honra de Júpiter, por Marco Vespasiano Agripa, el 25 a. de Jesucristo, como una dependencia más de las termas imperiales. Después se entronizaron a Marte y Venus, con un sinfín de otras deidades menores, que le definieron como Templo de las Estatuas. Es de una suntuosa arquitectura circular, rica en granito, mármoles y oros, con un atrio impresionante por su grandeza y sencillaz. El papa Bonifacio recogió de las catacumbas, las sagradas reliquias de los mártires, que en veinticuatro carrozas fueron portadas procesionalmente con himnos triunfales, y expuestas, en fervor de multitud, a la veneración publica. Pero aún no puede hablarse de una fiesta de Todos los Santos. Se atribuyó a este Pontífice la instauración de la misma, incluso con la fecha del 1 de noviembre, como ahora la celebramos, pero Dom Quentin demostró, a principios de nuestro siglo, que se habían interpretado erróneamente algunos escritos de Beda el Venerable y de Rabano Mauro. Esta fiesta de Todos los Mártires quedó fijada por San Bonifacio, para el día 13 de mayo, ya que las témporas de Pentecostés fecha heredada de Oriente impedían, con su ayuno y vigilias penitenciales en San Pedro, el gozo y los esplendores del triunfo de los mártires. Pero cada vez se imponía más el anhelo de festejar a todos los santos: no sólo a los que dieron testimonio con su sangre, sino también a los confesores y doctores, a las vírgenes y a los anacoretas, que ya iban mencionados en el canon de la santa misa, con la fórmula: los que duermen en el signo de la fe. El vandalismo de los iconoclastas precipitó el augusto acontecimiento. Gregorio III (731-74l) convoca un concilio el día 1 de noviembre del 731, y sobre la confesión de San Pedro Vaticano excomulga "a todos los que, despreciando el uso fiel de la Iglesia, retiren, destruyan o profanen las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa madre María, siempre Virgen inmaculada; de los apóstoles y de los santos". Y, como una reparación de aquellas bárbaras mutilaciones de las santas esculturas, erige, en San Pedro, un oratorio a la memoria y culto de todos los santos, muertos por todo el orbe. Una comunidad benedictina celebraba diariamente la liturgia coral, con especiales conmemoraciones de todos los santos, cuyo natalicio honraban las iglesias particulares. Pero aún corren cerca de cien años más, hasta Gregorio IV (827-844) que la fija el día 1.° de noviembre, a instancias del emperador Ludovico Pio y de los obispos de las Galias. Finalmente Sixto IV enriquecía la festividad con una octava solemne y muy amplias indulgencias.
Penetremos ahora en la teología litúrgica de la fiesta. Desde luego, se apoya en la revelación de las Sagradas Escrituras, San Juan, en sus visiones de Patmos, nos dice: Vi una muchedumbre grande, que nadie podría contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, revestidos con túnicas blancas y con palmas en las manos. Clamaban, con grandes voces, diciendo: Salud a nuestro Dios, al que está sentado sobre el trono y el Cordero. Y todos los ángeles estaban, en pie, alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro videntes. Y cayeron sobre sus rostros y adoraron al Señor, clamando: Amén. Bendición, gloria, sabiduría, acciones de gracias, honor y poder a nuestro Dios por los siglos de los siglos, Amén.
En esa muchedumbre sanjuanista están todos los santos. No sólo los que la Iglesia canonizó, al catalogarles en su martirologio con un doble signo comunitario de intercesión y ejemplaridad, sino todos los justos, que mueren en gracia, y después de bruñidos en el crisol del purgatorio, acceden a la eterna beatitud de Dios: los santos anónimos, sin aureola, también.
San Pablo concibe el reino de Cristo en un horizonte escatológico: está en el mundo, pero no es de este mundo, según la respuesta misteriosa que Jesús diera a Pilato, en aquel acoso incierto de preguntas, la mañana del viernes, en el Pretorio. Dice a sus corresponsales de Corinto, en la primera carta: Entonces será el fin, cuando Jesucristo entregue a su Dios y a su Padre el reino. Pero es necesario que Él impere en este mundo, hasta poner a todos sus adversarios como escabel de sus plantas. Para el Apóstol, el reino no es otra cosa que el pleroma de Cristo: Jesús, como cabeza de todo el cuerpo místico, completado en ese número desconocido de miembros santos, que coincide con la gloriosa turba vista por San Juan en su Apocalipsis.
Pues aquí lo entrañable de la fiesta. Pensar, con toda ortodoxia, que asisten a esas adoraciones del Cordero gentes de nuestra sangre y apellidos, nuestros familiares, los que vivieron cerca de nosotros la misma problemática de los pequeños gozos, las mismas horas grises de ceniza y miserias que tejen el misterio de cada vida. ¡Cuántos afectuosos cuidados nos dispensará, desde su gloria, la que fue nuestra madre, la hermana, el esposo o el hijo que consagramos al Señor, muerto en la primera trinchera de la conquista de las almas!
Y después un espoleo agudo, penetrante, a nuestra condición de viadores ¡tantas veces lacios y vencidos! para injertarnos una decisión, una temperatura de santidad. Nos agobia la santidad extraordinaria, el ejercicio de virtudes, en ese grado heroico que la Iglesia exige de sus santos canonizados para levantarles a la gloria del Bernini. Leemos sus vidas maravillosas y sencillas. Nos arrebatan y nos asombran. Pero a la hora de imitarles, su psicología personal no casa con nuestro temperamento y nuestros contornos sociales de incertidumbre y angustia tampoco nos ayudan.
No fue así a los principios de la cristiandad. Pablo consagra en sus epístolas una manera de saludo para dirigirse a todos y cada uno de los fieles de las comunidades. Y les llama santos: A los santos de Corinto, de Efeso, de Roma. Se vivía, entonces, el gran mandamiento de la caridad, en una tensión entera y fragante. Eran un corazón, un alma sólo, con todos los bienes materiales y espirituales comunes, unidos por el sacramento de la fracción del Pan. Podemos estimarles como santos de cuerpo entero. Y aunque la Iglesia no haya recogido sus nombres en el martirologio, les honra en este día, porque supieron moldear su existencia según la imagen de Jesucristo, en el cumplimiento exacto de los deberes de su profesión, en las humildes faenas diarias sin brillo, pero ungidas de la caridad y del amor.
¿Ha cambiado, con los tiempos, el módulo de la santidad cristiana? Guardini tiene una respuesta admirable y aguda. La paz de Constantino abrió, para la Iglesia, todas las calzadas imperiales de Roma. Una expansión como de milagro. Pero un grave peligro también. El cristianismo se hace religión oficial. Y aquellas células puras de las catacumbas se ven como asaltadas por una muchedumbre que sólo busca patentes para el forcejeo burocrático, o un camino seguro para el logro de dignidades de gobierno. ¡Y cómo se repite la historia impura en nuestro tiempo! Semejantes cristianos no viven, en su profundidad santificadora, el código del reino de Dios, predicado por Jesús sobre la Montaña de las Bienaventuranzas, ni se sienten capaces de cargar con las pequeñas cruces domésticas para seguir a Jesucristo, porque su corazón está en la avaricia del oro, en las locuras de la carne, en el orgullo de la vida. Un gran viento helado apaga las lámparas de la fe, mientras la vida cristiana discurre sin gloria y sin pena. Pues, muy lógico que, en estas condiciones, la Iglesia exija de sus santos un comportamiento fuera de serie, virtudes extraordinarias, que les distinga de la plebe civil y espesa.
Entonces el Santo busca la soledad para una más sosegada conversación con su Dios, adelgazando la carne con flagelaciones y ayunos. Y se abren los desiertos, como palestras candentes, para los atletas del silencio. Semejante evasión del mundo puede considerarse egoísta. Pablo de Tebas huye de las persecuciones porque le falta la fortaleza del mártir para dar testimonio entre las bocas de los leones, en los circos. Pero Pablo y Antón, con todos los millares de solitarios que les siguen, se topan en la soledad con el demonio. Y éste es el bárbaro contraste de su santidad. ¡Qué diabluras tan estremecedoras! Pelean a brazo partido con la fiebre de la propia carne, con el zarandeo del demonio, que les turba toda oración, que les veja y les acogota, subiéndose sin respeto a las barbas venerables, mientras sus risas conmueven los infinitos arenales y soplan un siroco abrasador de infierno. Pues cuando triunfan de tan terrible adversario, bien merecen que la áureola de la santidad engalane sus ancianas frentes, amigadas y angélicas.
Otros combaten al demonio de la herejía, cuando la Iglesia desenvuelve los dogmas nuevos, contenidos en la revelación de las Escrituras; y se santifican, quemando la propia existencia en la contemplación y en el estudio: Agustín, Alberto Magno, Tomás de Aquino. Y las vírgenes abren el nardo de su alma para que embalsame de celestes perfumes la cloaca de nuestro mundo: Clara, la pobre de Asís; Matilde la Grande; Gertrudis de Helfta; y nuestra Teresa de Avila, peregrinando para edificarle al Esposo palomares de monjas, entre éxtasis y transverberaciones, trampas del maligno y febriles baldaduras de su pobre cuerpo. La Iglesia exige de sus santos, un resplandor en vida, que destaque e ilumine el chato discurrir espiritual de los fieles cristianos. Naturalmente. A las dictaduras del feudalismo, las Fraternidades mendicantes de Guzmán y Asís oponen el amor del Evangelio, hasta romper una lanza en defensa del hermano lobo. Y Loyola funde en el horno de sus Ejercicios un hombre verdadero, y distinto de aquel rebelde, carnal, orgulloso, que había engendrado la falsa reforma luterana. Así, las miserias espirituales y materiales de cada siglo encuentran en los santos de Dios medicina, y un ejemplo de acicate para elevar las vidas vulgares de los fieles cristianos.
Pero ved. Las convulsiones guerreras y revolucionarias de nuestro tiempo han metido a todo el hombre en un trance de crisis profunda. Lo comunitario prima sobre la individualidad, en el ámbito de la vida religiosa y civil. Apunto el hecho solamente, sin ánimo de especulaciones, sobre una filosofía de la historia. Entonces ¿tienen que proyectarse los cánones de la santificación sobre este hombre-masa? Se nos ha propuesto un esquema a nuestro alcance, con Teresa de Lisieux: una santidad pequeña, doméstica, asequible. Pero resulta que el corazón de la joven y humilde carmelita se dilata tanto, en profundidad y anchura. Que cabe en él todo el Evangelio vivo, y la teología de San Pablo, la fortaleza de los mártires, el ansia misionera de Javier y una gran pasión por la cruz. ¿Quién posee un corazón de tan enormes latidos? Pero hay un instante clave en su vida, que se nos acerca tan graciosamente, que la podemos erigir como ejemplo de santificación para todos los individuos, estados profesiones. Cuando, a los filos de su agonía, unas hermanitas comentan junto a su ventana, los apuros de la superiora para redactar la carta de elogio fúnebre de Teresa. Nada extraordinario y visible, hay en su existencia breve. Pero Teresa de Lisieux obra sencillamente todas las realidades de su vida, por amor a Dios y al prójimo. Y así es el toque y la aureola de su santidad que ha conmovido al mundo: y muy acorde con nuestra psicología moderna. En los campos, en el taller y en la fábrica que también tramita la Iglesia procesos de canonización de cargadores de puerto; en el mundo trepidante y anónimo de las oficinas mecanizadas; en el ejercicio de las profesiones libres; en la espiritualidad de los esposos, debe resplandecer este amor a Jesucristo, hecha práctica diaria, que ajuste nuestra vida entera de relación, y refleje un contorno suave de luz que guíe y consuele a nuestros hermanos. Así alcanzaremos ciertamente la corona para el gozo infinito del cielo. En el ofertorio de esta fiesta, el sacerdote implora, con la Sabiduría; Señor: las almas de los santos están ya en tu mano, y no las salpica el fermento de la muerte eterna. A los ojos del mundo, pareció que morían, pero ahora viven en tu paz. Aunque parezca increíble, este vivir y obrar por el amor de Dios suena, en nuestro tiempo, a locura, porque se sirve idolátricamente a la fuerza del odio, del rencor y de la envidia; y se adoran, con estudio refinado, los placeres de la venganza. Pues la paz del mundo no puede amanecer, si éstos santos anónimos, sin aureolas, no cambian con su ejemplo los rumbos satánicos de la sociedad.
Fiesta de Todos los Santos. Otoño. Recogimiento del alma, trascendida a dulces conversaciones con el cielo. Celebradla en lo íntimo de vuestro hogar, pensando en los santos familiares, junto a la misma mesa donde el padre y la madre nos partían el pan, la doctrina cristiana y el consejo; las flores, los cuadros, las costumbres que amaron; este lecho donde el dolor largo iba calladamente haciéndoles imagen viva de Jesucristo en su cruz... y ellos sonreían para no turbar nuestro gozo. Asomaos a la ventana, a los mismos pasajes que hicieron descanso, contemplación del Señor y alegría de sus almas. Y si las lágrimas os ciegan, ya vendrá desde lo alto una música callada, nunca oída, el salmo que todos los santos, nuestro padre, nuestra madre, la hermana, el esposo, el hijo cantan al Cordero. Y entonces tendréis la gloria celeste dentro del corazón.
FERMIN YZURDIAGA LORCA
Autor: Tere Fernández
Este día se celebran a todos los millones de personas que han llegado al cielo, aunque sean desconocidos para nosotros. Santo es aquel que ha llegado al cielo, algunos han sido canonizados y son por esto propuestos por la Iglesia como ejemplos de vida cristiana.
La comunión de los santos, significa que ellos participan activamente en la vida de la Iglesia, por el testimonio de sus vidas, por la transmisión de sus escritos y por su oración. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. La intercesión de los santos significa que ellos, al estar íntimamente unidos con Cristo, pueden interceder por nosotros ante el Padre. Esto ayuda mucho a nuestra debilidad humana.
Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.
Aunque todos los días deberíamos pedir la ayuda de los santos, es muy fácil que el ajetreo de la vida nos haga olvidarlos y perdamos la oportunidad de recibir todas las gracias que ellos pueden alcanzarnos. Por esto, la Iglesia ha querido que un día del año lo dediquemos especialmente a rezar a los santos para pedir su intercesión. Este día es el 1ro. de noviembre.
Este día es una oportunidad que la Iglesia nos da para recordar que Dios nos ha llamado a todos a la santidad. Que ser santo no es tener una aureola en la cabeza y hacer milagros, sino simplemente hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien, con amor y por amor a Dios. Que debemos luchar todos para conseguirla, estando conscientes de que se nos van a presentar algunos obstáculos como nuestra pasión dominante; el desánimo; el agobio del trabajo; el pesimismo; la rutina y las omisiones.
Se puede aprovechar esta celebración para hacer un plan para alcanzar la santidad y poner los medios para lograrlo:
¿Como alcanzar la santidad?
- Detectando el defecto dominante y planteando metas para combatirlo a corto y largo plazo.
- Orando humildemente, reconociendo que sin Dios no podemos hacer nada.
- Acercándonos a los sacramentos.
Un poco de historia La primera noticia que se tiene del culto a los mártires es una carta que la comunidad de Esmirna escribió a la Iglesia de Filomelio, comunicándole la muerte de su santo obispo Policarpo, en el año156. Esta carta habla sobre Policarpo y de los mártires en general. Del contenido de este documento, se puede deducir que la comunidad cristiana veneraba a sus mártires, que celebraban su memoria el día del martirio con una celebración de la Eucaristía. Se reunían en el lugar donde estaban sus tumbas, haciendo patente la relación que existe entre el sacrificio de Cristo y el de los mártires La veneración a los santos llevó a los cristianos a erigir sobre las tumbas de los mártires, grandes basílicas como la de San Pedro en la colina del Vaticano, la de San Pablo, la de San Lorenzo, la de San Sebastián, todos ellos en Roma.
Las historias de los mártires se escribieron en unos libros llamados Martirologios que sirvieron de base para redactar el Martirologio Romano, en el que se concentró toda la información de los santos oficialmente canonizados por la Iglesia.
Cuando cesaron las persecuciones, se unió a la memoria de los mártires el culto de otros cristianos que habían dado testimonio de Cristo con un amor admirable sin llegar al martirio, es decir, los santos confesores. En el año 258, san Cipriano, habla del asunto, narrando la historia de los santos que no habían alcanzado el martirio corporal, pero sí confesaron su fe ante los perseguidores y cumplieron condenas de cárcel por Cristo.
Más adelante, aumentaron el santoral con los mártires de corazón. Estas personas llevaban una vida virtuosa que daba testimonio de su amor a Cristo. Entre estos, están san Antonio (356) en Egipto y san Hilarión (371) en Palestina. Tiempo después, se incluyó en la santidad a las mujeres consagradas a Cristo.
Antes del siglo X, el obispo local era quien determinaba la autenticidad del santo y su culto público. Luego se hizo necesaria la intervención de los Sumos Pontífices, quienes fueron estableciendo una serie de reglas precisas para poder llevar a cabo un proceso de canonización, con el propósito de evitar errores y exageraciones.
El Concilio Vaticano II reestructuró el calendario del santoral:
Se disminuyeron las fiestas de devoción pues se sometieron a revisión crítica las noticias hagiográficas (se eliminaron algunos santos no porque no fueran santos sino por la carencia de datos históricos seguros); se seleccionaron los santos de mayor importancia (no por su grado de santidad, sino por el modelo de santidad que representan: sacerdotes, casados, obispos, profesionistas, etc.); se recuperó la fecha adecuada de las fiestas (esta es el día de su nacimiento al Cielo, es decir, al morir); se dio al calendario un carácter más universal (santos de todos los continentes y no sólo de algunos).
Categorías de culto católico Los católicos distinguimos tres categorías de culto:
- Latría o Adoración: Latría viene del griego latreia, que quiere decir servicio a un amo, al señor soberano. El culto de adoración es el culto interno y externo que se rinde sólo a Dios.
- Dulía o Veneración: Dulía viene del griego doulos que quiere decir servidor, servidumbre. La veneración se tributa a los siervos de Dios, los ángeles y los bienaventurados, por razón de la gracia eminente que han recibido de Dios. Este es el culto que se tributa a los santos. Nos encomendamos a ellos porque creemos en la comunión y en la intercesión de los santos, pero jamás los adoramos como a Dios. Tratamos sus imágenes con respeto, al igual que lo haríamos con la fotografía de un ser querido. No veneramos a la imagen, sino a lo que representa.
- Hiperdulía o Veneración especial: Este culto lo reservamos para la Virgen María por ser superior respecto a los santos. Con esto, reconocemos su dignidad como Madre de Dios e intercesora nuestra. Manifestamos esta veneración con la oración e imitando sus virtudes, pero no con la adoración.
Al honrar hoy a todos los santos, la Iglesia en verdad alaba la bondad de Dios que les concedió el torrente de su gracia y, al invocarlos, su clamor no se detiene en un intercesor milagroso, sino que llega hasta el mismo Cristo, a quien estos bienaventurados están ligados íntimamente en la unidad de su Cuerpo Místico. Nosotros también los amamos y veneramos porque la plenitud de la vida de Cristo se manifiesta en ellos. La gloria de Cristo brilla en ellos y mueve nuestros corazones para seguirlos e imitarlos en su lucha por el bien. Santos son los hombres y mujeres por donde pasa la luz; seres transparentes, espejos de la luz de Dios que se purifican constantemente para captarla mejor y reflejarla mas perfectamente; son los grandes amigos de Dios.
Santidad es gracia, pero santidad también incluye cooperación humana valiente, máximo esfuerzo y heroísmo sin par, pues la gracia no anula la naturaleza ni las consecuencias del pecado original.
Por eso el rostro de todo santo ostenta las huellas de la lucha y del sufrimiento. Ningún ángel les apartó las piedras del camino. Cada uno de ellos soportó, con dificultades, la maldición de Adán; cada uno tenía sus tareas y problemas especiales, ninguno se ganó el premio sin haber cargado con su cruz. No fueron fugitivos del mundo, como los pinta la opinión común. Aun retirados en la soledad del desierto o la paz del convento, las tentaciones los acompañaron; pero ellos lograron vencerlas. Muchos cayeron y volvieron a levantarse y destacaron por su penitencia; otros se distinguieron por la inocencia de su corazón.
La Iglesia no conoce a todos sus hijos e hijas de virtud heroica y sólo eleva a algunos al honor de los altares. Muchos de aquéllos sobre cuyas tumbas prendemos en este día las velas del recuerdo devoto, ya fueron aceptados por Dios en su gloria y siguen al Cordero a donde quiera que vaya. Nadie conoce sus nombres; tal vez en la tierra fueron insignificantes y despreciados; entregados a la voluntad de Dios, sufrieron el martirio de las obligaciones de todos lo días.
También a esos santos anónimos se honra en la fiesta de este día. Les rogamos que intercedan por nosotros para que sigamos valientemente sus pasos y que nos ayuden a escalar un grado más de fe, de esperanza y de caridad. No busquemos milagros y visiones; meditemos sobre la base original de su virtud y la unidad interna de su vida.
San Agustín, el hijo descarriado y más tarde santo, nos lo interpreta: aunque todos se armen con la señal de la cruz; aunque todos digan amén y canten el aleluya; aunque todos se bauticen, visiten iglesias y construyan catedrales, los hijos de Dios y los hijos del diablo solo se diferencian por el amor.
* Vive hoy especialmente bien la Comunión de los Santos, ayudando a los que comparten tu camino, rezando por los que penan aún en el Purgatorio, y felicitando y encomendándote a los que ya gozan de la gloria.
Para cada ser humano, al ser libre, hay un momento decisivo: el de rendir cuentas. La razón humana pide un cumplimiento de la justicia postulado por las diversas opciones que cada persona va tomando a lo largo, ancho y alto de su existencia; a veces son acertadas porque coinciden con las exigencias del propio modo de ser; otras elecciones son aberrantes y malintencionadas que trastornan el orden de las personas, destrozan la convivencia y causan el mal. Por eso, la recta razón pide premio para los que usan bien la libertad y castigo para quien obra el mal. La enseñanza de Jesucristo confirma esta intuición del hombre al hablar de aquel rey que ajustará las contabilidades de sus vasallos.
Y es que no se puede servir a dos señores. Aterra pensar que no tener el traje de fiesta para el banquete de bodas, ir medio vestido con una indumentaria impropia del momento, presentarse con los capisayos hechos jirones o con la ropa destrozada supone ser arrojado fuera donde rechinan los dientes.
Hay que remontarse a las catacumbas para entender el sentido cristiano de la fiesta de Todos los Santos; es preciso ir a los inicios. Originariamente existió entre los cristianos un culto a los mártires; muchos de los primeros murieron así –Inés, Cecilia, Lucía, Sebastián, Lorenzo– y tuvieron una celebración anual determinada. La firme convicción de su poder celeste cuando interceden, la necesidad de su ejemplaridad como estímulo para vivir en cristiano y de su tercería en el tremendo juicio, lleva a desear poner los enterramientos cerca de sus sepulcros.
En el siglo IV aparece la liturgia colectiva a «todos los mártires» en Oriente; pasa a Occidente y cobra auge en Roma por el apoyo de los papas, de modo especial con Bonifacio IV que trasladó veinticuatro carretas de huesos de mártires al Panteón del paganismo –construido en honor de Júpiter, y donde entronizaron a Marte y a Venus–, dando a aquella edificación un sentido nuevo.
Y alrededor del culto martirial va abriéndose camino al anhelo de festejar a «todos los santos»: anacoretas, viudas, vírgenes, confesores y doctores. Con la herejía iconoclasta se produce la ocasión al condenar Gregorio III, en el 731, a «todos los que, despreciando el uso fiel de la Iglesia, retiren, destruyan o profanen las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa Madre María, siempre Virgen inmaculada, de los apóstoles y de los santos»; luego, el papa Gregorio IV fijó la fiesta para el 1 de noviembre a instancias de Leudovico Pío y de los obispos de las Galias. Apoyan el culto las visiones del Apocalipsis con la descripción de muchedumbres vestidas de blanco y con palmas en las manos adorantes, dando bendición y gloria, en continua alabanza a Dios y al Cordero, a una con los ángeles.
Allí, en el Cielo, están los catalogados en los martirologios y todos los que mueren en paz; también los anónimos sin aureola en un número desconocido; todos los que vivieron como justos mientras estuvieron aquí, participando de los mismos gozos y alegrías de sus contemporáneos; son los que el mismo Pablo llama ya aquí santos; compartieron las mismas penas y tristezas, mezclando los sinsabores con los fogonazos de esperanza, en tono cristiano aprendido del Evangelio.
Unos vivieron virtudes heroicas dando testimonio ejemplar de fidelidad a Jesucristo y otros le fueron fieles en la vida ordinaria y normal con no menos heroicidad; porque a unos y a otros les movió el mismo denominador: el amor a Dios. Lo mismo imitó a Jesucristo el que dio su vida en el martirio cruel –arrebato de amor– que la madre santa que diariamente repite la sublimación su vida por amor a Dios, dándose en entrega a los suyos, sin salir de los afanes domésticos. De ese modo se testimonia que es posible la santidad en la sencilla santidad asequible desde la casa y la calle, que es lo mismo que decir desde cualquier ámbito profesional y ciudadano.
Descubre y celebra la fiesta de hoy que todas las situaciones humanas honestas o dignas pueden ser iluminadas por el Evangelio y llevar al cristiano a la santidad; teniendo en circunstancias distintas la misma fortaleza de los mártires, el mismo afán misionero de Javier, la pasión por la Cruz de Pedro de Alcántara y la mismísima paciencia del santo Job. Se enlazan con la santidad todas las variantes y nimiedades de la vida sumergiéndolas en Dios: la casa, el campo, el taller, el laboratorio, la fábrica y los libros; también la deben conseguir los profesionales de la policía o de la docencia.
Son tantos los santos que faltan días del calendario para mostrarlos: «una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas». Unos fueron –Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco, Domingo, Tomás, Ignacio, Teresa, Catalina–, humanamente ilustres y por ello, conocidos en su entorno humano y recordados en la posteridad; otros son anónimos como aquel niño enfermo, esa madre entregada, el empleado paciente y el empresario honrado; también consiguieron el Cielo el novio limpio y la enfermera valiente que perdió su trabajo por no querer someterse a la imposición del hospital que le mandaba colaborar en el aborto criminal. Estos sólo llevaron aquella existencia gris que a nadie llamó la atención, nada esplendorosa; fueron unos más de esa multitud de gente buena de todos los tiempos que es vulgar.
No lo creímos demasiado cuando nos dijeron en su entierro que «murió como un santo», pero, ya ves, era verdad. Allí está. Supo ser fiel y, a escala humana, había decidido ser otro Cristo.