En Guardia de Prats, tierra de olivos, de avellanos y de vides, pueblecillo cercano a la noble villa tarraconense de Montblanch, nació Pedro Armengol, cuando ya el siglo XIII daba pasos firmes por la pista del tiempo.
Creció Pedro en la holganza, que por algo era una de las más nobles familias catalanas, descendiente de los condes de Urgell. Soplaban buenos vientos para el reino aragonés, ya que Jaime I estaba ganándose a pulso el sobrenombre de Conquistador. Caída Mallorca, liberada del moro Valencia, precisamente en el año 1238, el que se supone como fecha de nacimiento de Pedro Armengol, la nobleza feudal sentía alentar en sí todas las ínfulas de poderío y rango. Por el plácido, humanísimo paisaje tarraconense pasaban los campesinos, yendo y viniendo en sus tareas, cuidando el trigo y las legumbres, mimando la uva y la oliva que habrían de dar sus zumos. El trabajo era para ellos, humildes siervos, mientras, la ociosidad para Pedro Armengol, libre de infantiles cargas y sinsabores, creciendo a la próxima sombra del castillo de Montblanch. Para el niño, para el chaval, para el adolescente Pedro Armengol quedaba el ejercicio en lides de armas, justas y mando, semilla de soberbia.
Crecían bajo la tierra las semillas, crecía bajo el pecho de Pedro Armengol la semilla de la altivez. Para los nobles feudales no había barreras, ni derechos de los inferiores que guardar, ni recatos de las mozas que respetar: el noble era un ser superior, y superiores eran sus prerrogativas. Bien se estaba aprendiendo esta lección Pedro Armengol, y muy joven ya, imberbe casi, supo hacerse temer de siervos y maridos. Empezaron a correr de boca en boca las noticias de sus hazañas: una riña vengativa con algún joven noble un día, y otro un atropello inicuo, y otro el eco de sus risas juveniles en una partida de desenfreno.
Pero poco era todo eso para Pedro Armengol. Forjaba en su magín imaginadas gestas futuras, peanas para la soberbia. Los tiempos eran propicios para acunar ensueños bélicos y a Pedro Armengol no le bastaba ser como tantos: quería ser el primero, sin poder encima y con poder absoluto sobre otros. Bien estaba que corrieran de boca en boca sus hazañas, pero existían otras que podía realizar y que aún aumentarían su prestigio. Además, su altanería le había malquistado con otros nobles, y el rencor de Pedro Armengol no podía tolerar enemiqos. Era preciso que no existiese otra ley que la que él dictara, y un mal día Pedro Armengol abandonó sus lares y sus tierras, menguado campo para su sed de dominio, y cabalgó por tierras catalanas, por montes y prados, por valles y pedregales, por bosques y hondonadas, por riscos y ribazos, a la cabeza de una partida de bandoleros sin cesar engrosada. Ahora sí que el revuelo de sus hazañas se extendía, ahora sí que el temor a su presencia crecía, ahora sí que existía una sola ley, la del noble Pedro Armengol convertido en capitán de bandidos. Lugarejos y casas solitarias conocieron su irrupción súbita y furiosa, pechos humanos la fuerza de su brazo homicida, pobres gentes las exigencias inquebrantables de aquél joven -apenas veinte años tenía- robusto, enérgico, cruel, renegrido por el sol y el humo de las fogatas nocturnas en las cuevas protectoras.
Corría el tiempo bajo la mirada de Dios, corría el agua bajo los puentes, corría bajo el cielo mediterráneo la partida-polvorienta, sudorosa, temida, inmisericorde- del capitán de bandidos Pedro Armengol.
Pero Dios trabaja pacientemente en sus celadas amorosas, forjando planes, tendiendo lazos, levantando la caza para que luego caiga -no abatida sino liberada-, en sus manos que la estaban esperando. Dios también puso celadas de amor a aquel cabecilla de bandoleros que ignoraba, entre sus aventuras y tropelías, lo que le aguardaba. Si innúmeros son los caminos, también las celadas. He aquí cómo fue la preparada para Pedro Armengol.
El rey Jaime I estaba en la cima de su poderío, y poco antes había pacificado las tierras de Valencia de las últimas sublevaciones morunas. Fue preciso pensar entonces en la estabilización de otras fronteras, y don Jaime dirigió su mirada hacia el norte, hacia las regiones pirenaicas sobre las que pesaba la amenaza de las reivindicaciones francesas cuyos monarcas pretendían tener feudo sobre Cataluña, heredado de los carolingios. Se imponía la necesidad de un pacto que delimitara convenientemente los derechos de uno y otro país, con las oportunas renuncias por ambas partes y la creación de lazos familiares por el en aquel entonces sólito procedimiento de un concertado enlace matrimonial.
Para todo ello era necesaria una entrevista. Mas... Mas la época era revuelta, la autoridad real no llegaba a todos los rincones del territorio, y extensas regiones eran escenario de distintos caudillajes que podían hacer peligrosa la ruta de don Jaime de Montpellier. Premisa previa para el viaje era la limpieza de caminos y comarcas, liberándolos de bandidos y salteadores. El rey encomendó la tarea a un noble de acreditada fidelidad, prudencia y empuje, Arnoldo, descendiente de los condes de Urgell, padre de Pedro Armengol. Arnoldo se puso en marcha con sus hombres, dispuesto a cumplir el encargo del rey, y sintiendo latir al unísono en su corazón la esperanza y el temor.
Esperanza, porque como padre amoroso andaba desde tiempo sobre la incierta pista de su hijo, y acaso la misión encomendada le permitiera toparse con el hijo perdido, y temor porque quizá pudiese confirmar plenamente los rumores que corrían acerca de Pedro Armengol. En aquel tiempo, en que las distancias eran enormes comparativamente con los medios de transporte y de información, no es cosa de extrañar que las noticias que corrían sobre el joven noble que nació en Guardia de Prats fueran imprecisas y contradictorias: quién aseguraba firmemente haberle visto a la cabeza de una tropa de rufianes, quién lo negaba con parecida energía, quién lo situaba en el Pallars, quién en el Bergadá, quién en la Maresma. Combatido por el temor de que Pedro Armengol fuese realmente cabecilla de bandidos y por la esperanza de que el temor se disipara o cuanto menos se concretase en algo menos ofensivo para su honor y su amor, Arnoldo inició el recorrido por tierras catalanas, preparando el camino del rey.
Y sucedió que no fue solamente el camino del rey Jaime el que preparó, sino el del Rey de cielos y tierra en su ruta hacia el pecho de Pedro Armengol. Se enfrentó Arnoldo, en su misión, con una de las partidas de bandoleros que más quebraderos de cabeza y peligros le traían. Por la noche, a la luz de las estrellas y del rescoldo del fuego castrense, meditaba una y otra vez Arnoldo en los informes que le iban llegando, y que coincidían en su mayoría en señalar como jefe de la banda de insurrectos a un hombre joven que Arnoldo identificaba con aquel hijo que un día partió de los lares y al que ya no había vuelto a ver. La amorosa celada de Dios iba concretándose, y su instrumento fue una hábil estratagema de Arnoldo, ansioso de cerciorarse de sus sospechas de modo que no se derivara daño para su hijo. La estratagema surtió efecto, y el capitán de bandoleros Pedro Armengol fue desenmascarado ante su padre y perseguidor, Arnoldo. La celada, el lazo se había cerrado, y el otro perseguidor -el divino- cobraba la pieza tras la cual iba desde tiempo.
Por algo ha quedado en el diccionario la palabra nobleza como sinónimo de sentimientos elevados, de grandeza de ánimo. Fue esa nobleza la que salió a luz en el joven Pedro Armengol cuando se vio desenmascarado. Aquello le enfrentó con la imagen real de sí mismo, sin velos ni engaños, y la imagen que le devolvía el espejo de aquella situación límite -no inventada, por cierto, por los novelistas de hoy- fue asaz desagradable, y la vergüenza le invadió. Ante su padre no valían simulaciones ni bravatas, no podía convencerse a sí mismo de que lo que estuvo haciendo durante aquellos años era digno de su alcurnia ni de su honra. No quedaba, tras aquella evidencia, tras aquella luz súbita que sucedía a la anterior obscuridad, más salida que cambiar. Y Pedro Armengol, un día jovenzuelo altanero y vengativo, un día facineroso sin piedad y sin ley, cambió.
A inicios de aquel siglo, y en tierras catalanas, se había fundado una orden que no podía dejar de atraer al joven noble arrepentido. Fue uno de tantos a quienes llegó la influencia de aquella ceremonia fundacional celebrada en la catedral de Barcelona el 10 de agosto de 1218; fue uno de tantos que se sintieron movidos por la estupenda empresa de redimir cautivos. No es raro que Pedro Armengol orientara su vida nueva por el camino marcado por la Orden Mercedaria: era empresa generosa, y ya se dijo que Pedro había guardado en sí, pese a sus defectos, aquel espíritu magnánimo del buen noble, aquel ánimo caballeresco, desfacedor de entuertos, aunque muchos hubiera cometido ya en su corta vida. Y sobre orden religiosa, con los tres votos, fue durante un siglo orden militar, lo que probablemente hubo de atraer asimismo al joven noble, crecido en un ambiente que tenía a la milicia como la alta ocupación de las gentes de rancio linaje.
Sea como fuere Pedro Armengol, abiertos sus ojos a la luz, entró en la nueva orden, despojado de armas homicidas, soberbias, rencores e ilusiones vanas, y provisto de un espíritu de humildad y penitencia que hubieron de quedar bien patentes en su vida conventual barcelonesa con los mercedarios. De las cabalgatas alocadas por tierras catalanas a los paseos meditabundos en una angosta celda iba un mundo, y difícilmente le hubieran reconocido en aquel personaje e hábito blanco los que le trataron anteriomente.
Pero un espacio mucho mayor que el de una celda iba a conocer la sinceridad de sus virtudes y el temple de su ánimo generoso. Tierras peninsulares supieron de aquel hombre que predicaba la redención de cautivos, que vivía en pobreza, que iba y volvía con los rescates liberadores de infelices presos. Tierras africanas le vieron llegar un día, en frágil leño, llevado por idénticos propósitos. Y tierras africanas supieron del loco -la locura de la cruz- empeño a que se entregó Pedro Armengol. Si el hecho de quedarse en rehenes no era voto especial, sí era cosa corriente, y aquellas palabras mercedarias posteriores, quedaré en rehenes en poder de los sarracenos si fuere menester para la redención de cautivos cristianos; fueron muchas veces encarnadas heroicamente.
Por ejemplo, por Pedro Armengol, que quedó en rehenes para liberar a dicho niños víctimas de prisión, como tantos cristianos, luego de piraterías e incursiones del moro. Pedro Armengol, aquel hombre que había puesto pavor a las gentes con la fuerza de su poder y de su brazo, dictador de leyes, se sometía ahora voluntariamente al poder de unos niños, de unos seres débiles e indefensos, y para liberarlos seguía fielmente el ejemplo de la ley de amor que dictó otro brazo, precisamente aceptando que le clavaran en el madero de la cruz. A imitación del Maestro que había elegido, Pedro Armengol salvaba a unos niños a trueque de quedar clavado en una prisión.
Quien conoció el dulzor del aire libre, quien saboreó en tiempos la quietud de una noche sin fronteras y el goce profundo de moverse, respirar y vivir en unas tierras sin horizontes, conoció ahora, y durante largo tiempo, el aire viciado de mazmorras y ergástulas, la invitación inalcanzable de la noche tras una aspillera, el horizonte inmediato de cuatro paredes fétidas. Y todo, escogido voluntariamente, cautivo y víctima por su libre elección.
En Bugía, la Meca pequeña de los berberiscos, estuvo Pedro Armengol al filo de la muerte, en un verdadero martirio aceptado. Había salido de la prisión para conocer en la horca la ejecución de la sentencia. Suspendido estuvo en el armatoste mortífero varios días, y las gentes se maravillaban de que aquel condenado no muriese, y aducían, estupefactos, extraños favores infernales. Favores, sí, mas no precisamente del infierno, sino de la Madre de Dios, que le asistió y sostuvo durante los días y las noches en que Pedro Armengol permaneció en la horca, como hubo de confesar luego por obediencia. Quien por amor a Dios había liberado con su sangre y su vida a tantos cautivos se veía ahora liberado por Dios de la muerte inmediata. De aquel hecho le quedó, ya para siempre y como huellas visibles, una extremada palidez y el cuello un tanto torcido.
Inescrutables son los designios divinos, pero acaso humanamente pueda pensarse que si fue salvado de la horca fue en alguna medida por que el ciclo de su vida no hubiese quedado completo. Porque Pedro Armengol había abandonado sus pasadas pasiones y testimoniado sobradamente sus virtudes; pero ¿no convenía acaso que ese hermoso ejemplo fuese dado precisamente allí donde escandalizó? Y allá, a su pueblo natal, Guardia de Prats, fue a parar durante los últimos años de su vida, luego de su vuelta a la Península. En aquellas tierras de olivos, de avellanos y de vides, a la próxima sombra del castillo de Montblanch, en el plácido, humanísimo paisaje tarraconense corrieron los últimos años de la vida de Pedro Armengol, como corrió su infancia y su juventud primera. Y si entonces dejó ejemplo de orgullo, de sinrazones y de desenfreno, los habitantes de aquellas tierras pudieron ahora comprobar día a día, asombrados y quizá incrédulos al pronto, convencidos y admirados luego, el ejemplo de la caridad y abnegación del mercedario Pedro Armengol. Un día fue temido y hasta odiado, hoy era con todavía mayor unanimidad y fervor venerado. Allá donde había escandalizado, edificaba ahora; allá donde creció su celo egoísta se derramaba ahora su celo altruista; allá donde mostrara los frutos de la soberbia mostraba ahora los frutos ubérrimos de la caridad; allá donde se hizo temer por su altivez se hacía querer ahora por su humildad.
Cuando murió -se señala la fecha de 1304- la vida de Pedro Armengol estaba completa en su ciclo, y también en sus tierras natales quedaba el testimonio fecundo de la prodigiosa transformación de aquel joven noble. De aquel noble trocado voluntariamente en cautivo, de aquel capitán de bandidos convertido en generoso siervo de los hombres por amor de Dios.
JUAN GOMIS