La Iglesia se encontraba en una de sus coyunturas más decisivas. Se había consumado desgraciadamente la ruptura religiosa con todo el norte de Europa. Sin embargo, después de mil dificultades, el concilio de Trento iba trazando un programa de auténtica reforma realmente maravilloso, que había de bastar para llenar durante siglos las actividades de los más celosos pastores.
Por aquellos días acude a Roma, llamado por su tío, el nuevo papa Pío IV, un joven de veintidós años. Es cierto que había estudiado en la Universidad de Pavía, y que durante esos estudios se había mostrado serio, formal, buen amigo de los libros y de las prácticas de piedad. Es cierto que un año antes, en 1559, él había obtenido su doctorado en Derecho canónico y en Derecho civil. Pero de eso a hacer de aquel joven, nada brillante por otra parte, cardenal de la Iglesia romana, administrador de la diócesis de Milán, de las legaciones de Bolonia y de la Romaña... iba una gran distancia. Distancia que una vez más llenaba el nepotismo de la época. El papa Pío IV iba a hacer de Carlos Borromeo como un anticipo de lo que habría de ser después el cardenal secretario. Al configurar el cargo y las atribuciones, el nepotismo que le movía iba ordenado por la divina Providencia, porque su sobrino habría de ser una de las figuras más extraordinarias de la moderna historia eclesiástica.
Carlos, con sus veintidós años, llega a Roma contento al ver la suerte que se le viene a las manos. Es necesario decir con verdad que trabaja como bueno, que es activo, incansable, lealísimo a su tío el Papa. Hay que decir también que no le falta trabajo, porque a la tarea normal se le añaden las fatigas no pequeñas que lleva consigo el concilio de Trento. Una correspondencia delicadísima con los legados del concilio y con los padres más destacados, se entreteje con la que hay que mantener con los nuncios, los agentes pontificios en las diferentes cortes, etc,.
Aunque el ejemplo que daba era bueno, reconozcamos, sin embargo, que el Santo estaba aún lejos. El arranque hacia la santidad tiene en la vida de San Carlos una fecha determinada: la de su ordenación sacerdotal. Desde entonces pudieron observar los romanos que el cardenal Borromeo era otro. Meses después recibía la consagración episcopal, en diciembre de 1563. Y terminado felizmente el concilio de Trento, quería dar por sí mismo el mejor ejemplo de observante a sus decretos abandonando Roma para residir en Milán, porque si es cierto que desde Roma atendía, con minuciosidad que hoy nos admira, la marcha de la diócesis milanesa, no es menos cierto que los decretos del concilio de Trento eran terminantes por lo que a la residencia de los obispos se refería.
Y a Milán marcha. Entra solemnemente el 23 de septiembre de 1565, pero vuelve a Roma para el conclave en que sería elegido San Pío V. En abril de 1566 está de nuevo en Milán, donde desarrolla durante unos veinte años una labor colosal. San Carlos Borromeo, que muere joven, de cuarenta y seis años, atiende no sólo a las necesidades de la diócesis de Milán, que aún hoy, después de haber sido muy recortada, continúa siendo inmensa, sino también a las de las quince diócesis sufrugáneas. Es más, designado primero protector de los cantones católicos y después visitador de toda Suiza, realiza allí varias veces minuciosas visitas, en las que consigue contener el avance del protestantismo, y toma medidas eficacísimas para lograr la sólida implantación de la reforma católica.
Notemos que todo esto se alcanza a fuerza de laboriosidad y de entrega. Dotado de una salud de hierro, que le permite pasar días enteros sin comer y durmiendo unas pocas horas; resistir largas horas de viaje, a un ritmo extraordinario con los medios de que entonces se disponía; sacar tiempo para hacer larga oración sin desatender los cuidados de su diócesis, San Carlos logra superar todo. De una parte su falta de simpatía natural. Con tendencia a la rigidez, tímido por naturaleza, escasamente conversador, le faltaba además una de las condiciones más preciadas para un hombre hábil: la rapidez en las decisiones. Y sin embargo, este hombre excepcional consiguió a fuerza de santidad cambiar la fisonomía de su clero, hacerse amar por su pueblo, superar los continuos conflictos con los autoridades y los representantes de los intereses creados y dejar en pos de sí una huella imborrable.
Su santidad es, en su suprema sencillez, una gran lección para todos. Se hizo santo por un método viejo y poco complicado: cumpliendo su obligación. Se hace santo por la observancia rigurosa y plenísima de sus deberes, quemando toda su existencia, poco a poco, entre los mil negocios de cada día. Sus mismos defectos, al contacto con la santidad, quedan trocados a lo divino: su orgullo y desprecio a lo bajo, se transforman en horror al pecado; su mala administración y excesiva liberalidad de los tiempos de estudiante, se truecan en caridad hacia los pobres; su terquedad se hace tenacidad; su falta de brillantez, le da ocasión de ejercitarse en la laboriosidad y en la humildad. Pero si quisiéramos resumir su vida espiritual en una virtud más característica diríamos que fue la constancia. Pese a todo y a todos mantuvo en alto la bandera de la reforma. Es cierto que la visita a los humillados: termina a tiros; los canónigos de la Colegiata de Santa María le cierran las puertas a la faz de todos sus acompañantes; los asuntos temporales le traen disgusto sobre disgusto y denuncia sobre denuncia; si consigue ir a su diócesis y permanecer en ella es con la oposición de los Papas que le querían junto a sí. Y contra todo esto, él realiza impávido su obra.
¡Y qué obra! Recientemente Mols ha hecho el balance de lo que hoy debemos a San Carlos Borromeo en la vida de a Iglesia:
En materia administrativa: la residencia de los pastores, la celebración de concilios provinciales, de sínodos diocesanos, de reuniones y conferencias arciprestales, el desenvolvimiento de la estadística eclesiástica y de los datos numéricos parroquiales, el llevar libros, expedientes y registros sobre los aspectos más variados de la administración diocesana y parroquial, el cuidado de una adaptación geográfica de las diócesis a las exigencias pastorales, la preocupación por asegurar un mayor cuidado material de las iglesias, la tendencia a acentuar el aspecto defensivo del catolicismo y su organización. En materia escolar: la fundación de seminarios e instituciones especializadas de enseñanza y ayuda mutua, el desenvolvimiento de la formación catequística y religiosa de los cristianos. En materia directamente apostólica: la fundación de los Oblatos de San Ambrosio comprendiendo miembros laicos, el impulso dado a las misiones parroquiales, el apostolado de la Prensa, a una predicación dominical regular de inspiración bíblica y litúrgica, a ciertas devociones populares eucarísticas, la organización regular de visitas diocesanas y de recorridos de confirmación, el recurso a equipos apostólicos especializados, la preocupación por un apostolado comunitario.
Salta a la vista que no todas estas cosas pueden atribuírsele a él exclusivamente. Pero lo que no se le puede negar es haber sido el genial ordenador de materiales legislativos y pastorales tomados de sus predecesores, que, sistematizados, ofreció a toda la Iglesia. Porque durante toda la época de la reforma católica puede decirse que en la Iglesia entera los ojos están fijos en Milán, y ya nos encontremos en la Francia del siglo XVII, de tan magnífica orientación pastoral; ya en la España de Felipe II, y en Valencia con el Beato Ribera; ya en Italia, que en gran parte visitó él mismo; ya en Indias con Santo Toribio... en todas partes veremos cómo San Carlos es el auténtico ideal del obispo reformador y sus medidas legislativas son copiadas, adaptadas, implantadas y urgidas.
En muchos aspectos es decidido antecesor de iniciativas que estimamos modernísimas. Recordemos el Asceterium. al que el papa Pío XI llamó en la encíclica Menti Nostrae la primera casa de ejercicios del mundo; recordemos su preocupación por el seminario, y su clara visión de la necesidad de adaptar la formación de los seminaristas a la vida real; recordemos su empeño por la santificación de los seglares y la organización apostólica de los mismos; recordemos la amplitud de espíritu con que concibió las relaciones del clero secular con los religiosos.
Todavía más que en sus obras puede encontrarse la medida de sus preocupaciones apostólicas en las actas de las visitas apostólicas. Porque, como ha escrito el actual papa Juan XXIII, incansable editor de las que corresponden a Bérgamo, la historia escrita por otros tiene un poco siempre del pensamiento y de las impresiones de quien escribe. En cambio, en las actas de la visita es San Carlos mismo vivo, operante, el que a distancia de más de tres siglos aparece tal cual le veneraron sus contemporáneos; alta inteligencia de hombre de gobierno que todo lo ve y a todo llega, espíritu noble y excelso, corazón de obispo y de santo. De aquellos papeles brota su figura entera, y juntamente con ella todo un mundo que resucita en torno a él... Mas aún que en las disposiciones conciliares y sinodales, las actas de las visitas dan el tono más justo y auténtico de esta sabiduría apostólica y pastoral que tan admirablemente supo unirse en Borromeo con su íntimo fervor religioso, de aquella arte exquisita que él poseía de proveer a todo con medios aptos, de conseguir con orden, con organización perfecta, con calma, lograr un fruto, no sin dificultades a veces, pero siempre con gran dignidad y con bondad inmensa en los mismos choques.
Muchísimas veces había desafiado la muerte: viajes de noche por los Alpes, entrevistas con sus más mortales enemigos sin defensa alguna, y, sobre todo, contactos durante largas temporadas con los apestados, en especial en la terrible peste de 1576-1577. Sin embargo, la muerte le había respetado hasta entonces.
Pero hubo un momento en que llegó ya. Tenía el cardenal cuarenta y seis años. Aunque devorado por la fiebre, continuaba haciendo su visita pastoral. El 30 de octubre inauguró un seminario. Después consoló a los habitantes de Locarno, que de cuatro mil ochocientos habían quedado reducidos a setecientos a causa de la peste. La fiebre le devoraba. Fue necesario rendirse por fin. Y en Milán, rodeado del amor de todo su pueblo, expiró dulcemente el sábado 3 de noviembre de 1584.
Desde el primer momento fue venerado. Ya el día 4 hubo una grandiosa manifestación de veneración pública. Pocos años después, en 1610, era canonizado. Su culto se extendió rapidísimamente por todo el mundo. Símbolo de la reforma católica, imagen del buen pastor, fue desde el primer momento su devoción un estímulo para continuar trabajando en las mismas tareas que él había emprendido. San Francisco de Sales le tuvo una gran devoción y visitó su sepulcro. El papa actual, Juan XXIII, eligió para su coronación, aun sabiendo que esto suponía un gran esfuerzo, el día de su fiesta, queriendo colocar su pontificado bajo el patronato de este gran Santo.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA
Nació el año 1538 en Arona, Lombardía. Pertenecía a la ilustre familia de los Médicis, y había recibido una educación universitaria en Pavía. Era un joven austero, trabajador y responsable.
Cuando en 1559 fue coronado Papa su tío el Cardenal Médicis, con el nombre de Pío IV, muchos sobrinos acudieron esperando prebendas. Era la lacra tan nociva del nepotismo. Carlos no acudió. Siguió en su trabajo.
Fue su tío Pío IV el que le llamó. Pronto le llenaría de honores, que Carlos aceptó como responsabilidades. A los dos meses lo hizo Cardenal, Arzobispo de Milán y secretario de Estado. Las sagradas Ordenes las recibió después. Iba a cumplir 22 años. Fue un caso de nepotismo acertado.
Intervino en las cuestiones más delicadas, en la revisión de la Vulgata, del Misal y del Breviario. Se preocupó también de la composición del Catecismo Romano, obra muy importante y tuvo una participación importante en el Concilio de Trento.
Aliviaba su tensión con el amor al arte y a la música -era un virtuoso del violoncelo- y alguna distracción con el ajedrez, la pelota y la caza.
La muerte de su único hermano le impactó fuertemente. Aumentó el tiempo de oración -las almas se ganan con las rodillas, repetía- y de los rigores ascéticos. Aprovechaba con su ejemplo más que todos los decretos de Trento, decía un contemporáneo.
A Pío IV le sucedió San Pío V. Carlos deja Roma para dedicarse más plenamente a su diócesis de Milán. Emprende una gran acción reformadora y trabaja a un ritmo acelerado. Reúne seis Concilios y once Sínodos para aplicar los decretos de Trento. Funda cinco seminarios para preparar dignos sacerdotes. Recorre su extensa diócesis y multiplica las obras de caridad.
Realiza la reforma del pueblo, del clero, de los monjes y de las monjas, que se resistían a aceptar algunas normas de Trento. El no se arredra ante las dificultades basta obrar rectamente en todo, dice, y luego que cada cual diga lo que quiera. Promueve los Ejercicios de San Ignacio.
Como presintiendo su muerte, quiere prepararse para ella practicando los Ejercicios de San Ignacio, que tanto apreciaba y tanto le habían ayudado siempre. A los pocos días, muere el 3 de noviembre de 1584. Sólo tenía 46 años. Este Obsequio del Cielo, dijo de él una vez el Papa Pío X, fue canonizado por Pablo V el año 1610.
Por fin, el concilio de Trento trazó las líneas de la reforma, consumada la ruptura de Europa. Sus normas servirían de buen vehículo para transmitir la sana doctrina y de ella dimanaban; bastarían para orientar las actividades de los pastores celosos.
Carlos Borromeo nació en Arona (Italia) en 1538. Con 22 años llega a Roma llamado por Pío IV, el nuevo papa. Es verdad que había estudiado en Pavía y desde 1559 era Doctor en Derecho Canónico y Civil; pero, para ser Cardenal de la Iglesia Romana y Secretario de Estado –sin ser siquiera sacerdote–, parecían pocos sus méritos personales hasta el momento y demasiada su juventud. A pesar de ello, esos eran los usos del tiempo y los eclesiásticos no se vieron libres de su entorno social; quizá ése fuera un modo de decirle al mundo que los hombres que componen la Iglesia aquí abajo son sólo eso: hombres. Además, me parece que no es del todo equivocado sospechar que, con formas nuevas o con medios más disimulados, hoy también forma parte de las formas de gobierno –de hecho, reza el refrán que «quien tiene padrino es el que se bautiza»–. El nepotismo estaba bien palpable en el caso de Carlos Borromeo; el papa Pío IV era tío suyo y, aparte de la confianza que tuviera depositada en su sobrino, entraba en la costumbre de la época hacer algo por la familia y ganarse adeptos incondicionales para servidores directos.
No obstante, Carlos Borromeo no fue un «nepote» cualquiera; piadosísimo y austero, vivió para la oración, el ayuno y el trabajo. Llegó a ser una de las figuras más notables de la Iglesia en su historia moderna, dejándose arrastrar por su temperamento hiperactivo; los que le conocieron bien podrían criticarle cosas pero, en cuanto al desempeño de su misión, fue incansable.
El trabajo de cardenal en la Curia es político, delicado; necesita poner en juego todo el tacto y la prudencia; ha de atender la correspondencia delicada con los legados y nuncios y debe dedicar gran parte de su tiempo a atender a las representaciones pontificias en las distintas cortes europeas con refinadas y difíciles sutilezas palaciegas.
Consagrado obispo en diciembre de 1563, se propone poner en marcha las disposiciones del Concilio de Trento como objetivo primordial. Fija su residencia en Milán de acuerdo con los mandatos tridentinos, porque uno de los males en la Iglesia pivotaba sobre los obispos continuamente ausentes de sus diócesis, gobernadas –cuando había gobierno– por unos señores que rara vez las pisaban y vivían ausentes, como príncipes, en estupendas residencias. Vuelve a Roma en 1565 para el cónclave de donde saldrá elegido Pío V.
Luego se encerrará en Milán por espacio de veinte años dedicado a atender a sus fieles –sobre todo a los pobres y enfermos, aunque fueran de peste– y a prestar atención a las quince diócesis sufragáneas. No hizo ascos a los que vivían fuera de la Iglesia, más bien se preocupó de atraerlos a su seno en aquellos tiempos de Reforma y Contrarreforma.
Tiene en su contra una falta de simpatía natural; es un defecto de carácter que le hace antipático a propios y extraños. Su talante a la hora de gobernar la diócesis de Milán es muy firme (tan firme que no faltaron intentos de asesinarle). Tímido, silencioso, lento, indeciso y con una cierta torpeza al hablar que nunca superará; hoy diríamos que, además de poco brillante, es torpe. Pero a pesar de ello es reconocido como hombre que dejó detrás de sí una huella imborrable. Quizá la culpa sea su entrega incondicional al perfecto cumplimiento de sus obligaciones, mostrándose como hombre terco, tenaz, constante y eficaz. ¿Será por esto por lo que los banqueros lo tienen por Patrono?
Organiza la labor espiritual en su diócesis, convoca sínodos para poner sobre bases sólidas las directrices del Concilio y atiende al clero. Reside en Milán, abandonando sus trabajos curiales, contra el querer de los papas que bien quisieran retenerlo en Roma. Predica cada domingo, cosa bastante infrecuente en los obispos del tiempo, con lo que gana altura moral para poder exigir esa misma catequesis a su clero. Funda escuelas y seminarios. Las visitas pastorales a los fieles de su diócesis fueron frecuentes y continuas. Se preocupa de realizar una extensa labor catequética para la que inicia una divulgación de la doctrina a través de la prensa. Presta atención peculiar al culto eucarístico promoviendo, manteniendo y potenciando las devociones y prácticas populares. Pero, entre todo su cometido pastoral, hay que destacar principalmente la preocupación por elevar el nivel espiritual de sus sacerdotes. También escribió abundantes escritos pastorales y dejó mucho material legislativo.
Muere con cuarenta y seis años el 3 de noviembre de 1584, cuando atendía a los apestados de Locarno –ciudad que vio decrecer a sus 4.800 habitantes hasta 700–, y después de haber inaugurado, consumido por la fiebre, el 30 de octubre, un seminario.
Lo canonizaron en el 1610 y es presentado como paradigma de buen pastor, como símbolo de la reforma en la Iglesia.
Evidentemente no fue sólo un excelente organizador, ni únicamente un empedernido trabajador en la puesta en marcha de Trento. Con teólogos y organizadores no hubiera habido tanto fruto, y la figura de Carlos Borromeo repercutió en todo el mundo católico, especialmente en Italia, Francia y España. Más bien, él se aplicó a sí mismo la Contrarreforma conciliar y, a pesar de las innegables taras personales, consiguió arrastrar como hacen los santos.