María Crocifissa, monja profesa clarisa, vivió una intensa vida contemplativa, afrontando pacientemente las graves tentaciones y enfermedades que la afligieron. Sus grandes amores fueron Jesús crucificado, la Eucaristía y María Inmaculada, que alimentaban, sobre todo mientras fue abadesa, el amor que sentía hacia sus hermanas y hacia los pobres.
María Crocifissa, en el mundo Elisabetta María, nació en Venecia (Italia) el 9 de enero de 1706. Vivió con sus padres, Piero Satellico y Lucía Mander, en la casa de un tío materno sacerdote, que le procuró una formación moral y cultural. Era de débil contextura física, pero de inteligencia precoz, y pronto mostró una disposición particular para la oración, la música y el canto. Caracterizaron su niñez un ardiente amor a Jesús crucificado y una sincera devoción a la Virgen dedicada a la oración. Alma privilegiada, dócil a la gracia divina, aspiraba a la perfección de la vida cristiana. Se había propuesto, cuando fuera mayor, llegar a ser monja clarisa. Decía: «Me quiero hacer monja y, si lo logro, quiero llegar a ser santa».
Aceptada en el monasterio de las clarisas de Ostra Vetere (antes Montenovo, Ancona) como educanda, y encargada de la dirección del canto y de tocar el órgano, Elisabetta María daba un maravilloso ejemplo de fervor espiritual, participando en la vida de la comunidad. A los 19 años recibió el hábito de las clarisas y cambió su nombre por el de María Crocifissa.
Con la profesión religiosa, emitida el 19 de mayo de 1726, sor María Crocifissa concentró todos sus esfuerzos en la realización de su constante deseo: hacerse cada vez más conforme a Jesús crucificado, con la práctica de los consejos evangélicos y la devoción filial a la Virgen Inmaculada, según el espíritu de santa Clara de Asís. Llenaba y daba valor a sus días con la oración comunitaria y personal prolongada. Profesaba una gran devoción hacia las tres divinas Personas y al misterio de la Eucaristía, de la cual se alimentaba a diario su esperanza y su caridad, que en ella se manifestaba en un ardor seráfico por Dios -como en san Francisco y en santa Clara- y en un amor fraterno y universal hacia todos los redimidos por la cruz del Señor. En su vida, de sublime contemplación, se enlazaban austeridad y penitencia, que la hacían cada vez más participe del misterio de la cruz y victoriosa en las tentaciones e insidias del enemigo. Gozó de extraordinarios dones sobrenaturales y auténticos fenómenos místicos, que eran particulares signos de predilección divina.
Elegida abadesa del monasterio, consideraba la autoridad como servicio de amor a la comunidad y la ejercitaba con bondad y firmeza, convenciendo con el ejemplo. Dicha función le permitió también el ejercicio de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los pobres.
Murió santamente el 8 de noviembre de 1745, a la edad de 39 años, y está sepultada en la iglesia de Santa Lucía en Ostra Vetere. La beatificó Juan Pablo II el 10 de octubre de 1993.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 8-X-93]
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De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (10-X-1993)
La Iglesia te saluda, María Crocifissa, hija fiel de Clara, humilde plantita de Francisco. Tú conformaste tu vida a Aquel que por amor al hombre se dejó clavar en la cruz. Tú plantaste tu existencia en la casa del Señor, a fin de habitar para siempre en los atrios del amor, fiel a la Santísima Trinidad (cf. Sal 23,6). En una existencia breve buscaste constantemente el rostro del Amado, en quien esperaste (cf. Is 25,9). Lo encontraste en el rostro de los pobres que tocaban a la puerta de tu caridad, lo viste en las hermanas confiadas a tus cuidados y a tu autoridad, lo escuchaste entre las paredes del convento de Ostra Vetere, que guardó tu consagración. Pero mucho más intensamente lo sentiste cerca en el encuentro diario del banquete eucarístico, consciente de que quien come su carne y bebe su sangre será verdadera morada del Altísimo y vivirá para siempre.
Así, siguiendo la regla de oro de los consejos evangélicos, te encontraste en adoración a los pies de la cruz del Redentor, María Crocifissa, discípula de la Virgen Inmaculada, hacia quien alimentabas una filial devoción. Pobreza, castidad y obediencia, vividas con sencillez y alegría franciscanas, fueron el instrumento que te dio la seguridad de poder realizarlo todo en Aquel que nos conforta (cf. Flp 4,13) y a quien ahora contemplas en la gloria de tu Señor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-X-93]
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Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que acudieron a la beatificación (11-X-1993)
María Crocifissa Satellico, que vivió en la primera mitad del siglo XVIII, nos ofrece un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad: nos habla de la necesidad del recogimiento, de la oración y de la penitencia para una vida cristiana enraizada en los auténticos valores del Evangelio.
La beata María Crocifissa, ya como simple religiosa, ya como abadesa de su monasterio, supo vivir siempre en plena sintonía con los pastores de la comunidad cristiana, dejando que Dios mismo, mediante la voz de la Iglesia, le señalara el camino de la perfección. El silencio y la paz de la clausura no limitaron su amor hacia los hombres, sino que sirvieron para proteger la intensidad de su experiencia espiritual.
Su ejemplo vuelve a proponer con eficacia el valor de la vocación a la vida contemplativa y, en particular, el valor de la tradición franciscana de las clarisas, que precisamente este año celebran el VIII centenario del nacimiento de santa Clara.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-X-93]