Noviembre es un mes proyectado hacia la eternidad. No sólo porque el otoño, con la caída de las hojas, nos hace pensar en la muerte, y porque tradicionalmente está dedicado a los difuntos, sino porque la liturgia agrupa una serie de fiestas que tienen un hondo sentido escatológico.
El día 1 es la solemnidad de Todos los Santos, y parécenos asistir, con esa dramatización que la liturgia pone en sus celebraciones, al inmenso cortejo de los señalados, que con palmas y blancas vestiduras aclaman al que se sienta sobre el trono y al Cordero.
La Conmemoración de los Fieles Difuntos nos recuerda el sentido pascual de la muerte, que es tránsito de los que descansan en Cristo y esperan el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz.
Por último, las dedicaciones de las basílicas del Salvador, el día 9, y las de San Pedro y San Pablo, el 18, nos hacen pensar, a través de la iglesia material, tabernáculo de Dios entre los hombres, en la Iglesia del cielo, adornada como una novia que sale a recibir al esposo.
Cada día en la santa misa anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga. Y estas fiestas avivan en nosotros, su recuerdo y acucian el deseo de su venida. Para que nos encuentre preparados, con los lomos ceñidos y las velas encendidas, nos hablan estas fiestas de noviembre de la muerte y la eternidad.
Asentada en el monte Celio, madre y cabeza de todas las iglesias de la urbe y del orbe, la sacrosanta iglesia lateranense refulge -según frase de Juan XIII- como rodeada de dignidad por la memoria de preclaros acontecimientos y por los monumentos de la antigüedad. Catedral del Papa, su toma de posesión significa la suprema investidura del poder en el gobierno eclesiástico de Roma y del mundo.
Del palacio que los Laterani poseían desde el siglo I en el Celio, viene el nombre de Letrán. Más tarde, bajo Constantino y aconsejados por Osio de Córdoba, Fausta, su esposa, hizo donación de su palacio a los Papas para su residencia habitual, y el emperador -según cuenta una legendaria tradición-, en agradecimiento a San Silvestre por el hecho de haberle curado milagrosamente de la lepra, le hizo entrega de los territorios donde el Pontífice, apoyado por el favor imperial, hizo construir la basílica de San Juan de Letrán, denominada también Constantiniana. ¿Hubo donación jurídica? Nada se sabe. Sin embargo, Melciano, valiéndose del derecho que le daba el edicto de Milán, celebró en 313 un sínodo romano en la domus Faustae in Laterano; el papa Dámaso fue ordenado en la basílica, y de la fecundidad de su baptisterio, Prudencio canta sus glorias.
La dedicación del templo -primera conocida en la Iglesia- tuvo lugar el 9 de noviembre de 324, dándole Silvestre el título del Salvador. En el siglo XIII se le añadieron los de San Juan Bautista y San Juan Evangelista.
Iglesia estacional en los días más grandes del año, reunió el Letrán de los siglos IV al XVI más de 25 concilios, cinco de ellos ecuménicos. Pío XI, el 11 de febrero de 1929, la honró al firmarse aquí el felicísimo Tratado de Letrán.
Mas las invasiones, los saqueos, los incendios y, sobre todo, el abandono en el cual la dejaron los papas de Aviñón, se conjuraron en torno de la archibasílica como para borrarla de la historia.
Sin embargo, el Renacimiento la hizo resurgir y el barroco la convirtió en antesala de la gloria. Los papas, de Sixto V a León XIII, la restauraron suntuosamente. Fulgurante por la belleza de sus mosaicos (siglo XIII), rica con su Sancta sanctorum, donde se conservan -según una venerable tradición- trozos de la mensa de la Cena, recibió su nueva consagración de manos de Benedicto XIII en 1726. La liturgia ha retenido la primitiva fecha del 9 de noviembre. La misa es la del común de todas las dedicaciones de iglesias, riquísima de doctrina.
El templo ha sido solemnemente consagrado, Dios ha tomado posesión y se halla asistido por el coro de ángeles (Gradual). Desde la entrada el pensamiento de la majestad divina se impone y provoca una exclamación de terror que la liturgia toma de Jacob despertándose del sueño en Betel: terrible es este lugar. El temor, sin embargo, se halla moderado por una explosión de amor y de deseos: el salmo del Introito es el canto de un levita que proclama su alegría y su fervor en el servicio del templo. En efecto, el Dios Trino ha querido atraer los hombres hacia Él y comunicarse con ellos.
Este misterio de amor en Dios es un misterio de salvación. Jesús llama a Zaqueo el publicano, subido en el sicómoro, y se hospeda en su casa. El encuentro no es solamente exterior, pues va seguido de la conversión: desde ahora doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo el cúadruplo. Al arrepentimiento, el perdón: hoy ha venido la salud a tu casa, el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Evangelio).
Este misterio de amor es un misterio de alianza. Dios, por la encarnación del Verbo, ha erigido su tabernáculo entre los hombres y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos. La iglesia es el lugar de su morada, donde los hombres se reúnen en Cristo y tienen acceso junto al Padre. Más aún: la iglesia no es solamente el lugar, es también el signo de la alianza. Por su dedicación se ha trocado en impenetrable misterio, canta el Gradual, la figura de la nueva Jerusalén en la cual se obra la unión de Dios y de los hombres. La Epístola hace aquí alusión al tema bíblico de las nupcias. El Apocalipsis lo ha tomado de los Profetas, que se habían servido de esta comparación para dar a entender con qué vínculo tan estrecho la alianza había unido Israel a su Dios.
La Iglesia, esposa del Cordero, celebra cada día sus místicas nupcias en el edificio material que ha consagrado. En él y en la misa se hace presente el sacrificio de la cruz, en el cual Cristo se ha entregado para santificarla... a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga, sino santa e intachable para unírsela en calidad de esposa. Es ahí donde sin cesar da a luz nuevos hijos a Dios, como lo declara la antigua inscripción del baptisterio de Letrán:
Virgíneo fetu genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concepit amne parit...
Fons hic es vitae qui totum diluit orbem Sumens de Christi vulnere principium.
La Madre Iglesia da a luz con virginal parto a los que concibieron bajo la inspiración de Dios en las aguas. Esta es la fuente de la vida, que riega a todo el orbe y de las heridas de Cristo tomó su origen.
Es ahí donde, por los sacramentos, prepara las piedras vivas escogidas que construyen poco a poco el templo de Dios (Postcomunión ), porque la alianza no está solamente sellada con la Iglesia en su totalidad, sino que cada alma está invitada a unirse a Dios en Cristo.
Las nupcias suponen amor recíproco; esto también se cumple en la Iglesia. La parte de Dios es la gracia que da en los sacramentos, la promesa de la vida eterna, en la cual ya no habrá ni lágrimas, ni muerte (Epístola), como también su benevolencia para con los hombres en el detalle de cada día. Tan persuadida está la liturgia, que pide con seguridad en la colecta que toda gracia que aquí se implore será alcanzada: tiene hasta la osadía de obligar a Dios a declarar en el versículo de la comunión, al comparar un texto de San Mateo con otro de San Lucas, que todo aquel que entrare en ese templo de oración será atendido. A su vez, el hombre se ofrecerá plena y alegremente con Cristo. Por eso esta ofrenda encuentra su expresión en el canto del Ofertorio y de la Secreta, acompañándola de adoración y de acción de gracias (Aleluya).
Así, a través de los textos de esta misa de la dedicación, hallamos lo que nos enseña la teología sobre las fines del sacrificio eucarístico. Maternalmente, la Iglesia nos sugiere los sentimientos que deben animar nuestra participación y nos hace pensar también en la Iglesia del cielo.
MARÍA PAZ NAVARRO DE LA PEÑA, O. S. B.
De varias maneras se suele denominar este templo: Basílica «Constantiniana», «del Salvador» y «de San Juan de Letrán». Es la catedral del Papa que, al tomar posesión de ella, muestra el supremo poder o potestad eclesiástica de Roma y del mundo; por ello, esta basílica se llama a sí misma en la escritura de su fachada «madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe».
El nombre de Letrán le viene del palacio que tenían los «Laterani» en el monte Celio desde el siglo I a quienes la autoridad confiscó sus bienes por atreverse a conspirar contra Nerón. Parece ser que pasó a ser propiedad de Fausta, la esposa de Constantino; aconsejada, según dicen, por Osio de Córdoba, lo donó a los papas para su residencia habitual, como de hecho lo fue por bastantes siglos hasta el periodo de Aviñón.
Pero la longa historia no muy probada, o la leyenda, une esta basílica a la familia imperial también por otros motivos. Parece ser que el emperador que legalizó a la Iglesia contrajo el terrible e incurable mal de la lepra y fue curado milagrosamente por san Silvestre; en agradecimiento por la recuperación de la salud, entregó los terrenos necesarios para construir el augusto templo y se prestó a dar la ayuda económica pertinente. Esta es la razón de llamarla también «Constantiniana».
Se sabe que ya en el año 313 hubo en ella un sínodo porque la esposa de Constantino cedió el edificio al papa Milcíades; que el papa Dámaso fue ordenado allí y que se dedicó como basílica el día 9 de Noviembre del año 324, dándole Silvestre el título de «El Salvador», hasta que en el siglo XIII se le añadieran los de San Juan Bautista y de San Juan Evangelista.
Este memorable y egregio templo ha sido la sede de muchos concilios –más de veinticinco– desde el siglo IV al XVI y, de ellos, cinco han sido ecuménicos.
Allí se firmó, ya en tiempos más cercanos, el Tratado de Letrán, el 11 de marzo de 1929, con el que Pío XI logró la libertad del papa de todo soberano temporal y, con ello, el libre ejercicio de su misión evangelizadora, firmándolo con Mussolini.
Esta basílica podría contar una larga serie histórica de virtudes, pero también habla de sacrilegios, saqueos, incendios, terremotos e incluso el abandono de sus papas sobre todo el tiempo del destierro de Aviñón. Buscando un sentido a esos hechos, uno se pregunta si no serán las fuerzas del infierno que se ponen de pie, rabiosas, con la intención de acabar con el templo de piedras que es símbolo del poder espiritual supremo e indefectible en la Iglesia. También hay que decir que tanto el Renacimiento como el barroco dejaron en ella su huella artística perenne y restauradora, y que Sixto V y León XIII la hicieron realmente suntuosa, por no hablar de que hasta allí fue Francisco de Asís en 1210 a solicitar del papa Inocencio III la aprobación de su Orden.
Cuando con su consagración se dedica a Dios y a su culto, se indica que pasa a ser propiedad y sede de la Majestad divina; con esa ceremonia se indica que pasa a ser «la morada de Dios entre los hombres».
A los católicos, mirándola a ella, se nos hace próximo el misterio de la salvación, pareciéndonos actual aquella escena evangélica en la que Jesucristo llamó al menudo Zaqueo, subido y agarrado a la rama de la higuera, interpelándolo para habitar en su casa y comer con él a pesar de ser sólo un pobre publicano despreciable y un pecador.
Es como si el mismo Dios quisiera darnos a entender su vehemente deseo de que los hombres, por medio de todo el culto que allí se celebra –la Misa, que es el sacrificio redentor de la Cruz, los sacramentos, la escucha de su palabra que se hace actual por la predicación–, nos incorporemos a Él, haciéndonos piedras vivas de su Esposa mística –la Iglesia–, bien unidas por la caridad, como las piedras físicas se unen en la construcción material de la basílica. De hecho, esta idea ya está expresada en el Apocalipsis cuando san Juan presenta a la Nueva Jerusalén.
Y ¿por qué no decirlo? La Basílica, con su grandeza y su miseria, es también un símbolo de la Iglesia de todos los tiempos donde hubo, hay y habrá persecuciones y flaquezas, intereses humanos y divinos, política, arte, espíritu, dogma y santidad.