10 de noviembre

SAN ANDRÉS AVELINO (+ 1608)

Los santos, como todos, son hijos de su tiempo.

La divina Providencia cuida del mundo mejor que la gallina de sus polluelos. Consta por la historia eclesiástica que siempre que el mundo ha atravesado por circunstancias difíciles ha enviado Dios a algún hombre extraordinario que ha hecho de dique, conteniendo la corriente impetuosa de la plebe descaminada.

La Europa del siglo XVI -nuestro Siglo de Oro- recogió lo que había sembrado el Humanismo y Renacimiento del siglo anterior: ignorancia y relajación dentro y fuera del santuario.

Para poner remedio a toda esta hecatombe, en 1517 el apóstata Lutero da comienzo a su contradictoria Reforma. Pero ¿qué iba a reformar si él estaba deformado? Lo que no pudo hacer él lo haría el concilio de Trento (1545-1563) y un puñado de hombres elegidos por Dios para ello.

No bastaba esto. Era necesario poner la segur en la raíz. Comenzar una reforma en toda forma, es decir, completa y duradera. El clero, el real y divino sacerdocio, no era lo que debía ser. Luego a él había que subsanar en primer lugar. Después ya vendría lo demás.

Para llevar acabo empresa de tanta envergadura nacieron en este tiempo dos clérigos regulares, o congregaciones de clérigos.

A una de ellas, a los Teatinos, fundada en el 1524 por San Cayetano de Thene y Juan Pedro Carafa, futuro papa Pablo IV, pertenecerá San Andrés Avelino.

Vió la luz primera en Castro-Nuevo (Nápoles, Italia) en 1521. Año este fecundo en sucesos de trascendental importancia.

El papa León X y Carlos V conquistan Milán del poder de los franceses.

El día 3 de enero Su Santidad León X lanza la excomunión contra el heresiarca Martín Lutero.

En Worms se reúne la Dieta, formada por cuatrocientos príncipes de toda Alemania, y deciden encarcelar a Lutero.

Enrique VIII delante de la iglesia de San Pablo de Londres, quema los escritos del heresiarca de Witemberg.

La Universidad de la Sorbona, después de tanto tiempo de silencio, declara por fin oficialmente hereje a Lutero.

El 2 de diciembre, a los cuarenta y seis años, expira aquél célebre papa humanista León X.

En Nimeqa nace San Pedro Canisio, que ingresará más tarde en la Compañía de Jesús y será el mayor adalid contra el protestantismo de la nación que le vió nacer.

El 20 de mayo, luchando contra los franceses en el sitio de Pamplona, cae herido San Ignacio de Loyola, comenzando así su admirable conversión...

Aunque el grito de reforma se había dejado oír en el Norte de Europa, sería del Sur de dónde brotaría la verdadera reforma y sus verdaderos reformadores: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Pedro de Alcántara y Felipe Neri, Ignacio de Loyola y Carlos Borromeo, Cayetano de Thiene y Vicente de Paúl...

Se hallaban abandonados los sacerdotes y los niños, los encarcelados y los enfermos, la liturgia y los mandamientos, la herejía se extendía, la ignorancia religiosa lo llenaba todo... Era necesario poner remedio.

El pequeño Lanceloto, como llamaron al bautizar al futuro San Andrés Avelino, llegaría a ser uno de estos instrumentos de los que se serviría la divina Providencia para obrar tanta maravilla.

Sus padres, Juan Avelino y Margarita Apella, no escatimaron sacrificios dentro de su mediana posición para educar dignamente a Lanceloto.

Este era ni más ni menos como los demás niños de su edad. Con virtudes y defectos no diferentes a los de sus compañeros. Eso sí, se le notaba una inclinación a hacer el bien y a comunicar a sus compañeros lo que él hondamente sentía.

A los dieciséis años, en 1537, creyéndole con prudencia superior a su edad, ya le encarga su padre de la administración de la casa.

De aspecto elegante y gallarda figura. A pesar de lo alocada que en general suele ser la juventud, Lanceloto supo siempre mantenerse en el recto camino. Se fijó siempre mucho en las compañías que le rodeaban, y aunque, al igual que a Tomás de Aquino o Juan de la Cruz, no le faltaron asechanzas contra la virtud angélica, supo salir siempre victorioso.

El Señor, en un acto de locura de amor, nos regaló el sacerdocio. Lanceloto sabía que debía ser desempeñado por hombres y que el Señor llamaba a tan alta dignidad a quien quería y como quería. Un día notó en su interior el suave mordisqueo de la gracia que le invitaba al santuario. Se preparó lo mejor que pudo, y en 1545, el mismo año que daba comienzo el concilio Tridentino, a sus veinticuatro años, era transformado en otro Cristo. Su transformación fue total, pero quizá no del todo efectiva. El clero en aquel entonces necesitaba una profunda reforma en todas sus direcciones. Esta se la proporcionaría la magna asamblea que se celebraría a lo largo de sus catorce primeros años de sacerdocio.

Una vez sacerdote, siempre con hambre de más completa formación, con la única mira de ser de mayor utilidad para sus hermanos los hombres, en 1547 llegaba a Nápoles -la ciudad del sol- para dedicarse de lleno al estudio de ambos Derechos. En este mismo año volaba al cielo San Cayetano de Tiene, ilustre fundador de los Clérigos Teatinos, a quienes ahora Lanceloto sólo conoce de nombre y después será su hijo más ilustre.

Al año siguiente, un gran cambio se obra en su vida.

La gracia corre por cauces muy diversos hasta llegar a su sitio. Para unos fue un contratiempo, para otros leer o escuchar unas palabras, para éste una enfermedad, para aquél la consideración de la vanidad de las cosas...

Aunque Lanceloto conserva a raya sus pasiones y cumple bien su oficio, no está entregado al Señor por completo.

Cosa parecida sucede por este mismo tiempo a una monja carmelita de la Encarnación de Avila. Para Teresa de Jesús será la vista de un crucifijo quien herirá su corazón. Una mentira y unos ejercicios espirituales se encargarán de dar el último empujón para la entrega total de Andrés Avelino a Dios y a las almas.

Así deponía el padre Polliciano el 23 de diciembre de 1615 en el proceso informativo: El año 1602, en tiempo de calor, nos encontrábamos un grupo de abogados en animada tertulia a la sombra. Acertó a pasar por allí el padre Andrés, y al enterarse éramos hombres de leyes, dijo a uno de nosotros -Paulo Staivano-: ¡Ah!, los doctores de la ley dicen la mentira. A lo que yo respondí: Padre, luego nosotros, que somos doctores, ¿no nos salvaremos? Y me dijo: La boca que miente mata al alma. Y añadió: Os voy a contar una cosa que me sucedió cuando yo era cura secular: Defendía una causa de un amigo mío sacerdote en el arzobispado de Nápoles, y para vencerla dije una mentira. Por la noche, antes de acostarme, abrí la Sagrada Escritura y leí aquello de la Sabiduría que dice: Os quod mentitur occidit animam (Sap. 1,11), por lo que reflexioné sobre mí mismo diciendo: ¿Por ayudar a otros he amenazado a mi alma? Y llorando la falta cometida, resolví dejar mi oficio y hacerme religioso.

Quizá su cambio a vida más perfecta se debe más bien a los santos ejercicios que practicó a fines de 1547 bajo la dirección del ilustre jesuita padre Santiago Laínez. Aún de edad madura recordará con alegría aquellos ejercicios que cambiaron totalmente el rumbo de su vida.

El 4 de enero de 1545 escribía San Andrés Avelino a Hipólita Caracciola: Compadezco a todos y quiero que nadie se desespere, porque yo he estado engañado por el demonio hasta la edad de veintisiete años, hinchado de soberbia y ambición, deseando ser superior a todos y a nadie sujeto, lleno de presunción y de vana gloria, porque no conocía la verdadera, no habiendo encontrado nunca confesor que me reprendiese y me encaminase por el seguro camino de la humildad. Pero Dios, rico de misericordia, a la edad de veintisiete años me hizo encontrar un padre que me hizo ejercitarme en leer y meditar la vida, pasión y muerte del Hijo de Dios ocho años antes de entrar en esta religión. Y aunque hace cuarenta y seis años que hice estos ejercicios, aún no he llegado a aquel verdadero desprecio de mí mismo que yo deseo.

Y dos años después, en carta del 13 de marzo de 1597 a Dorotea Spinela, condesa de Altavilla, remachaba el clavo de su desvariada juventud y de los maravillosos efectos que obraron en su alma los Santos Ejercicios, descubriéndonos nuevos y precioso pormenores: Yo compadezco a todos -escribía- porque hasta la edad de veintisiete años he estado sumergido en este error común, deseando y buscando estas vanas grandezas, riquezas, honores y dignidades. Yo creía obrar bien viendo a los demás, tanto eclesiásticos como seglares, buscar estas cosas. Pero cuando agradó a la divina Bondad por medió de un santo hombre hacerme conocer el engaño del demonio, el cual, para hacer perder las verdaderas grandezas del cielo (de donde el miserable ha sido arrojado), hace desear estas grandezas vanas, viles y transitorias, deliberé dejar el mundo traidor, que a una con el demonio me tentaba. Determiné asimismo despreciar sus vanas grandezas, riquezas y dignidades, como lo hicieron Cristo; los apóstoles y sus demás amigos, para mejor poder conocer la grandeza de las cosas celestiales, a que para ellas hemos sido creadas y no para engrandecernos en este destierro.

Además de su fogoso apostolado de la palabra y el más elocuente del buen ejemplo, San Andrés ejercitó también el de la pluma. Hermosos y prácticos son sus tratados espirituales Directorio del maestro de novicios y Tratado de la obligación de servir a Dios, que fueron publicados en 1617, cuando ya hacía nueve años que había volado al cielo su autor.

Él, como todos los santos, aumentando siempre el color de las tintas de los desvaríos de sus primeros años. Conocía muy bien las flaquezas del corazón humano y sobre todo su egoísmo y refinada soberbia, origen de todo mal. Explicaba por qué y cómo debemos luchar: Hará la oración preparatoria -decía- rogando a Dios que le traiga a la memoria todos los actos de soberbia que cometió desde el tiempo que comenzó a pecar hasta el presente. Hecha la oración comenzará a examinar y a meditar toda su vida. Después que claramente haya conocido tantos y tantos actos de soberbia como ha cometido, se maravillará de la bondad del Señor, que por tan largo tiempo le ha esperado sin vengarse y que no le ha castigado como lo ha hecho a tantos soberbios.

Y mucho más se maravillará que muchos por un acto solo de soberbia han sido castigados tan terriblemente. Y si el primer ángel por un solo acto de soberbia ha sido castigado eternamente, y Adán y Eva por tan largo tiempo, ¡cuánto más ha merecido por él por tantos y tantos actos de soberbia cometidos con los pensamientos, palabras y obras!

Quizá este tiempo de su total entrega al Señor haya que coloca los dos votos heroicos que hizo según la bula de canonización y la quinta lección del Breviario: 1.°, nunca hacer su propia voluntad; 2º, no pasar ni un solo día sin adelantar en la perfección.

Graduado en ambos Derechos y con fuego en el corazón da comienzo a su enorme apostolado, entregándose del todo a las almas para atraer a los descarriados y empujar a los que se hallan en camino.

Predica, confiesa, instruye, nunca se cansa y siempre está dispuesto a que, como del pan blando, todos muerdan de él.

Le encargan la delicada misión de reformar algunos monasterios tanto masculinos como femeninos, ya que sus moradores tienen más de seglares que de religiosos. Corta abusos e impone leyes. Como era de esperar, no todos reciben bien estas reformas y hasta hay quien llega a intentar quitarle la vida a don Lanceloto, pero el Señor le protege y puede salir ileso del atentado.

La persecución no cesa. En 1556 un desnaturalizado facineroso le da tres cuchilladas en la cara y garganta dejándole casi muerto. Le llevan a la residencia de San Pablo que los Teatinos tienen en Nápoles, y allí cura milagrosamente. A pesar de las repetidas instancias de los jueces no quiso nunca revelar el nombre de quien le hirió.

Obtenida la curación, don Lanceloto pidió a aquellos buenos clérigos le admitieran en su Congregación. Conociendo sus muchas virtudes y cualidades nada comunes que le adornaban, vieron como gracia muy señalada del Señor esta que ahora les concedía.

El 30 de noviembre de 1556. festividad del apóstol San Andrés, vistió el santo hábito de religioso teatino. Como su amor a la cruz era tan intenso, quiso llamarse igual que el santo del día. Él, igual que San Andrés, fuera de sí, exclamaba con frecuencia: ¡Oh cruz admirable, oh cruz. ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz, que serviste de lecho a mi Señor y Maestro!, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por fin me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente.

Bajo la sabia dirección del experimentado padre Juan Marinonio hace el año de noviciado, pasando un año de cielo. Cuando el 25 de enero de 1558, Conversión del Apóstol Pablo, se ofrece al Señor con los votos de la profesión religiosa, es destinado por los superiores a oír confesiones y otros ministerios pastorales. Lo abarca todo. Vaya sellado con el cuño de la obediencia para poner toda su alma en cuantas empresas le encomiendan.

Es repetidas veces elegido superior de diferentes casas de la Congregación: maestro de novicios, visitador de las casas religiosas de la Lombardía, director espiritual del Seminario placentino, urgiendo las normas que el Tridentino acababa de dictar; profesor de filosofía y teología, socio para la Congregación de los Clérigos Regulares con voz activa y pasiva, privilegio que sólo gozan los sacerdotes que poseen erudición, prudencia e integridad de vida y que sean ejemplo para los demás fomentando la observancia de la religión, según ordenaban sus constituciones.

Las virtudes no las poseía, pero con su esfuerzo y decidida voluntad llegó a alcanzarlas en sumo grado. Se levantaba dos horas antes de maitines para dedicarlas a la oración. Era parquísimo en la comida y en el sueño.

Nunca comía carne y hacía una sola comida al día. Varias veces los Sumos Pontífices le ofrecieron la mitra, que su extraordinaria humildad siempre supo rechazar. El celo por las almas le devoraba. Su caridad para con toda clase de necesitados no tenía límites. La ejercitó sobre todo en la peste de Milán de 1576, entregándose a sí mismo, ya que dinero no poseía. En la comunidad donde moraba reinaba la más perfecta observancia.

Los años iban viniendo. Los achaques corporales se multiplicaban y las maceraciones con que martirizaba su cuerpo se aumentaban cada día. Estaba para llegar el desenlace. Pero aun así no quería quedarse sin celebrar el santo sacrificio. ¿Cómo iba a permitirlo, si era la fuente de donde bebía a grandes sorbos el agua fresca y cristalina que le fortalecía contra tanto enemigo?

Era el 10 de noviembre de 1608. Se levantó como de costumbre, y hecha la oración, acompañado de un hermanó, se dirigía a la sacristía para revestirse y celebrar.

-Padre, usted no puede ya caminar- le dijo el hermano, compadeciéndose.

-No se preocupe, hermano, Dios nos ayudará- se apresuró a contestarle el padre Andrés.

Ya en el altar, el hermano no apartaba su vista del rostro lívido del padre Andrés. Este comenzó:

-Introibo ad altare Dei.

El hermano no contestó. Volvió a repetir la misma frase el santo religioso a la vez que comenzó a inclinarse hacia la derecha. Corrió el hermano y lo recibió en sus brazos impidiendo un golpe mortal. Pidió auxilio y lo llevaron a su aposento. No habló más. Oía, pero no hablaba. Sus últimas palabras, las iniciales de la misa. Quería a toda costa ir a la iglesia para recibir el santo viático, hasta que el superior hubo de decirle: Padre; vos siempre habéis obedecido. Obedeced ahora, que aquí os traeremos la comunión.

Con fervor seráfico recibió los últimos sacramentos y escuchó la recomendación de su alma. Media hora antes de expirar se puso blanco como la nieve y más hermoso que en sus años primaverales. Y plácidamente, como profundamente dormido, abandonó este destierro. Era lunes.

Al día siguiente, San Martín, un inmenso gentío pasó ante su cuerpo para venerarle, tocarle y pedirle. Le llegaron a cortar cabellos, trozos de ropa y hasta trozos de carne. Dos días después y durante varios años en el aniversario de su muerte, de estas heridas que la devoción de los fieles le ocasionó, chorreaba sangre roja y fresca como de persona viva.

A raíz de su muerte comenzó el Señor a obrar prodigios por medio de su fiel siervo.

El príncipe Stigliano, que había sido su confidente durante mucho tiempo, ante tanta devoción y concurso de gentes, dijo a las padres teatinos: Ahora recuerdo que cuando vivía el padre Andrés, si queríamos hacerle algún homenaje, nos lo prohibía diciendo: No, no me honréis ahora que vivo. Ya me honraréis después de muerto.

La profecía no tardó en cumplirse. El 15 de diciembre de 1609 se incoa el proceso canónico. El 4 de septiembre de 1624 es beatificado y el 22 del misma mes varias ciudades de Italia lo eligen como especial patrono. El 1712 era inscrito en el catálogo de los santos por Su Santidad Clemente XI.

Rafael María López Melús, O. Carm.