La historia le llama Magno y Mago. Con ello justiprecia sus méritos y hace a la vez un juego malabar. Es preciso distinguir el ocultismo y el conocimiento de lo oculto. Alberto fue muy grande en muchas cosas, entre ellas en el espíritu de observación. Por él llegó a saber mucho que en su tiempo se desconocía. Conoció las propiedades de los cuerpos y las fuerzas de la naturaleza, fue físico, químico, geógrafo, astrónomo, naturalista. Y teólogo, naturalmente. No supo nada de esto por malas artes. Lo aprendió noblemente. Leyó libros de magia, pero no para aprender sus artes, sino, como él mismo dice, para no ser tentado por sus procedimientos, que juzgo inválidos e inadmisibles. Los sensatos y los sabios le llaman Magno. Los insensatos y los ignorantes siguen llamándole todavía Mago. Con este nombre le dedicaron una plaza en París, en el lugar mismo que llenaban sus alumnos cuando no cabían para oírle en las aulas de la Universidad.
Nació el año 1206 en Lauingen, ciudad de la Suevia bávara, asentada a las orillas del Danubio. Su familia era militar; tenía una historia gastada al servicio del emperador y un castillo a dos millas de la ciudad. En él pasó Alberto los primeros años de la infancia. Luego, en la escuela de la catedral, empezó a aprender las letras y afianzó su corazón en la piedad.
Pero la vida del joven necesitaba más horizonte. No le llamaba la milicia. Le atraía la observación de la naturaleza, y por eso se dirigió a Padua, en cuya Universidad a la sazón se aprendían especialmente las artes liberales del Trivium y del Quatrivium. Sin embargo, la ciencia sola no le convenció nunca. Tampoco quería ser sólo santo. Le atraían las dos cosas. Por eso frecuentaba la iglesia de unos frailes de reciente fundación. Se decía que habían roto los moldes del monaquismo tradicional y que acompasaban la institución monástica con las necesidades culturales y apostólicas de la época. El fundador era un español, Domingo de Guzmán, quien quiso que sus religiosos fueran predicadores y doctores. Acababa de morir, dejando la institución en manos de un compatriota de Alberto, Jordán de Sajonia. Dios había dado a Jordán un tacto especial para tratar y convencer a gentes de universidad. Más de mil vistieron el hábito durante su gobierno, salidos de los claustros universitarios de Nápoles, de Bolonia, de Padua, de París, de Oxford y de Colonia. Y no era infrecuente el caso en que, al frente de los estudiantes y capitaneando el grupo, lo vistiera también algún renombrado profesor.
Alberto cayó en sus redes. Un sueño en el que la Virgen le invitaba a hacerse religioso y el hecho de que Jordán le adivinara las indecisiones que le atormentaban, le indujeron a dar el paso. Con ello no abandonó los estudios de la Universidad. Domingo quería sabios a sus frailes; sólo que a la sabiduría clásica debían añadir el conocimiento profundo de las verdades reveladas. El joven novicio dedicó cinco años a la formación que le daban los nuevos maestros, y el Chronicon de Helsford resume su vida .de estos años diciendo que era humilde, puro, afable, estudioso y muy entregado a Dios. La Leyenda de Rodolfo lo describe como un alumno piadoso, que en breve tiempo llegó a superar de tal modo a sus compañeros y alcanzó con tal facilidad la meta de todos los conocimientos, que sus condiscípulos y sus maestros le llamaban el filósofo.
Terminados los estudios empiezan la docencia y la carrera de escritor, menesteres en que consumiría su vida, salvo dos paréntesis administrativos, uno al frente de la provincia dominicana de Germania, y otro, ya obispo, al frente de la diócesis de Ratisbona. Su vida docente empezó en Colonia. Después pasó a regentar cátedra en Hildesheim, en Friburgo, en Estrasburgo, de nuevo en Colonia y en París. Simultaneó la labor de cátedra con la de escritor y comentó los libros de Aristóteles, los del Maestro de las Sentencias y la Sagrada Escritura. Pedro de Prusia escribió este elogio de la obra de Alberto: Cunctis luxisti, / scriptis praeclarus fuisti, / mundo luxisti, / quia totum scibile scisti: Ilustraste a todos; fuiste preclaro por tus escritos; iluminaste al mundo al escribir de todo cuanto se podía saber.
Para desarrollar su labor docente y escrita le había dotado Dios de un fino espíritu de observación. Estudió las propiedades de los minerales y de las hierbas, montando en su convento lo que hoy llamaríamos un laboratorio de química. Estudió también las costumbres de los animales y las leyes de la naturaleza y del universo. Movilizó un equipo de ayudantes, hizo con ellos excursiones audaces y peligrosas a lugares difíciles, viajó mucho, gastando lo que pudo y más de lo que pudo, todo con el fin de robar sus secretos a la obra de la creación.
A la observación añadió la habilidad, y al laboratorio conventual de química sumó lo que llamaríamos gabinete de física y taller mecánico. Dice la leyenda que construyó una cabeza parlante, destruida a golpes por su discípulo Tomás de Aquino al creerla obra del demonio. La anécdota, que no es histórica, ilustra el espíritu positivo y práctico del Santo, que sí lo es. Por todo ello entre los elementos formadores del carácter alemán, sentimental, artista, práctico y exacto, cuenta Ozanam a los Nibelungos, al Parsifal, a la obra poética de Gualter de Vogelweide y a las obras de San Alberto Magno.
Su labor no terminó con el estudio de las criaturas. Además de naturalista era teólogo y santo. Precisamente para serlo se decidió en Padua a simultanear la Escritura con el Trivium y el Quatriyium y a frecuentar a la vez la Universidad y el convento de dominicos. No es extraño, pues, que, cuando se puso a escribir sus veinte volúmenes en folio, lo hiciera señalándose a sí mismo una meta clara: Et intentionem nostram in scientiis divinis finiemus: Terminaremos todos hablando de las cosas de Dios. Y así, a la Summa de creaturis siguieron los Comentarios a las Sentencias, los Comentarios a la Biblia y una serie de opúsculos de muy subida espiritualidad. Nada tenía interés para él si no terminaba en Dios. De estudiante lo vimos ya piadoso y sobrenaturalizador de su vida estudiantil. Tomás de Cantimprano describe así su vida de maestro: Lo ví con mis ojos durante mucho tiempo, y observé cómo diariamente, terminada la cátedra, decía el Salterio de David y se entregaba con mucha dedicación a contemplar lo divino y a meditar.
Se dijo más arriba que su paso por la vida no fue sólo el de un maestro y un escritor, fue también el de un gobernante. Metido en la barahúnda de la administración, se distinguió como árbitro, como pacificador, como reformador. Acaeció su muerte el 15 de noviembre de 1280, cuando tenía setenta y cuatro años. Le precedieron unos meses de obnubilación, como si esto fuera privilegio de los genios. También la sufrieron Tomás de Aquino, Newton y Galileo. En realidad la ciencia de aquí era nada para el conocimiento que con la muerte le iba a sobrevenir en la contemplación de Dios.
Quedan aquí señalados algunos de sus muchos merecimientos. Recordaremos otro singular. Alberto descubrió a Tomás de Aquino entre sus muchos alumnos de Colonia. Lo formó con mimo y con amor, porque adivinó las inmensas posibilidades de este napolitano. Luego influyó para que, joven aún, ocupara en París la cátedra más alta de la cristiandad. El Doctor Angélico murió antes que él. Algunos doctores parisinos quisieron proscribir sus doctrinas, y era preciso defenderlas. El Santo, ya viejo, cubre a pie las largas etapas que separan Colonia de París para defender a su discípulo. Su intervención fue eficaz y decisiva. La Iglesia y el mundo, que le deben mucho por lo que fue y por lo que hizo, le son deudores también en gran parte de lo que fue y de lo que hizo Santo Tomás.
EMILIO SAURAS, O. P.
Con dos calificativos lo denomina la historia. El primero es «magno» por la gran estela que dejó tras sí con su enciclopédico saber; el segundo es «mago» y en París se le puso como nombre a la calle próxima donde ejerció su docencia con una intención basada en facetas ciertas de su vida, pero con una cierta ironía y sarcasmo. Yo prefiero llamarlo «magno» porque es más noble, menos confuso y nada tendencioso.Perteneció a la familia de los Bollstaed. De hecho, su padre consumió su vida en servicio al emperador. Nació en Launingen en 1206, en el castillo que tenía su familia a poca distancia de la ciudad; el territorio pertenecía a la Suevia bávara, a orillas del Danubio.
Despierta con su juventud un espíritu vivaracho, observador y bastante independiente que lo hace tener módulos distintos de los comunes y apuntan a un instinto contestatario. No sólo no se siente inclinado a la milicia que siempre vio en su entorno familiar, sino que explícitamente se muestra contrario a las armas. Marcha a la universidad de Padua a meterse de lleno en el aprendizaje de las artes liberales Trivium y Quatrivium.
Conoció allí a los dominicos que eran una fundación reciente y, según corrían las voces en el ambiente universitario, con un talante distinto de lo conocido hasta entonces, la había fundado el español Domingo de Guzmán, recientemente muerto y ahora mandaba Jordán de Sajonia que tenía un enorme prestigio en el mundillo estudiantil. No sólo los quiso su fundador pobres, piadosos y fieles; los quería, además, bien preparados intelectualmente para poder meter el Evangelio en el escurridizo terreno de los sabios.
Ese doble aspecto de hizo tilín a Alberto y terminó cayendo en las redes de Jordán; también le animó a salir de su indecisión el recuerdo de un sueño en el que la Virgen la animaba a hacerse dominico. Ello pudo hacerse sin que sufriera menoscabo la asistencia y aprendizaje en la universidad, alternando el novicio Alberto los estudios civiles con los eclesiásticos.
Al terminar sus estudios comenzará la docencia en la cátedra universitaria que será el nervio de toda su vida con las interrupciones que supusieron tanto las labores administrativas eclesiásticas cuando fue superior de los dominicos alemanes, como cuando le imposibilitaron la enseñanza las atenciones pastorales a los fieles de Ratisbona por hacerlo su obispo; por cierto, en esta época tuvo también que mediar en los problemas políticos de los nobles de su tiempo buscando la paz.
Fue enseñante en la universidad de Colonia. En su propio convento montó un laboratorio experimental que lo mismo era un taller mecánico, una cueva de alquimista, o un recinto donde estudiar física y química; hizo falta la tenacidad y paciencia de un monje y el apasionamiento de un sabio para conocer bien las propiedades de los elementos naturales y sus reacciones químicas, las condiciones y utilidades de las plantas y de los animales. Allí estaban presentes las leyes de la física y de la química; sólo faltaba llegar a conocerlas, formularlas y aplicarlas. Aglutinó en torno a su persona un amplio grupo de alumnos que le acompañaban en el esfuerzo de arrancar secretos a toda la naturaleza, aunque para ello hubiera de salir en búsqueda científica por parajes lejanos sin pararse a pensar que pudieran ser difíciles o peligrosos.
Pero la principal faceta no es la de catedrático e investigador. El matiz que lo trae al santoral ni siquiera es su condición de filósofo apasionado buscador de la verdad; es su condición de santo. Absolutamente convencido de que todo lo perteneciente al cosmos es obra divina, sabía que tras cualquier ser de la naturaleza se escondía la sabiduría, el poder y la bondad de Dios. La más pequeña e insignificante de sus investigaciones era un peldaño que le ponía más cercano al Creador. Cuando se propuso escribir los veinte volúmenes de su Summa de creaturis se fija como fin terminar escribiendo de Dios. Dejó también distintos opúsculos pequeños impregnados de amor, como sucede en los Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo y en los Comentarios a la Biblia.
No terminaré sin relatar su influencia en Santo Tomás de Aquino. Lo tuvo Alberto como discípulo en Colonia, intuyó la riqueza que Dios derrochado en él, lo cuidó con especial esmero, le orientó a la docencia en la cátedra de la universidad de París, que era la más alta de la cristiandad. El Doctor Angélico murió antes, y Alberto –ya anciano– tomó a su cargo la defensa decisiva de las obras del Aquinatense cuando algunos profesores parisinos quisieron quemarlas a su muerte. Menos mal, para bien de la Iglesia y de la humanidad.
Lo declararon Doctor de la Iglesia en el año 1931.
El santo sabe unir en su única vida la ciencia y la fe, hermanándolas, porque una y otra son verdad y consecuentemente proceden de la Verdad radical primera, tienen la misma fuente y el mismo fin. Además, el santo sabe transmitirla –dando lo mejor de sí mismo– a los suyos sin engreimiento personal viendo en la ciencia un servicio al prójimo. Así lo hizo con bondad y paciencia el Doctor Universal.