A principios del segundo milenario cristiano, cuando la razón de Estado unía en enlace matrimonial a los vástagos de las familias regias de los países más distantes, una joven doncella, hermosa de cuerpo y más aún de alma, nacida en Hungría, fue llevada a Inglaterra, donde la Providencia le preparaba el camino de la santidad mediante su enlace con el rey de Escocia, uniendo santamente durante treinta años lo espiritual con lo temporal, como esposa, como madre y como reina.
Consideraremos los elementos históricos que de su vida poseemos: su estirpe y nacimiento; su educación y carácter; su piedad; circunstancias que la llevaron a abrazar el estado del matrimonio; su perfección en ese estado: su actuación como reina; sus virtudes heroicas y su culto, canonización y reliquias.
Fue Santa Margarita nacida de regia estirpe, y, aunque esto no supone nada respecto de su santidad, sí aumenta el mérito de su humillación, cuanto de más alto se baja a lo más desvalido y abyecto de la sociedad. Bisnieta del rey San Eduardo, conocido en la historia por “el Confesor. Nieta de Edmundo, el llamado por su valor Iron-side (Costado de hierro). Hija de Eduardo, llamado Outremer (el desterrado), que por intrigas del intruso rey Canuto de Inglaterra no llegó a reinar. Y hermana del rey Edgardo, que llegó a ocupar el trono por la ayuda que le prestó el rey de Escocia, Malcolm, consorte de Santa Margarita.
Por parte de madre fue igualmente regia su estirpe, ya que lo fue Agata, hija de Enrique, emperador del Sacro Romano Imperio, y, según algunos, hermana de Gisela, esposa de San Esteban, rey de Hungría.
La fecha del nacimiento es difícil de precisar: pero tenemos dos fechas topes, entre las cuales debió acaecer: la de la muerte de San Esteban (a. 1038) y el regreso de Eduardo, su padre (a. 1057), cuando, muerto el conspirador, fue llamado por la nobleza para sentarle en el trono de San Eduardo, su abuelo.
Margarita recibió, pues, el influjo de Hungría, su patria, vigorosamente cristianizada por su rey San Esteban, y, consiguientemente, la piedad de la familia de su madre. No desdecía tampoco Inglaterra, donde alentaba el fervor de los dos santos reyes Eduardos; el primero, mártir; el segundo, llamado Confesor, ambos progenitores de Santa Margarita.
Al hablar de la santidad heroica, de la que aquí tratamos, hay que tener en cuenta el tiempo en que tuvo lugar; porque, así como los santos del principio del cristianismo tenían que desprenderse del medio ambiente espiritual en que vivían (lo cual pasa también ahora bastante, por desgracia, por el laicismo de los modernos Estados), en cambio, en los tiempos medievales, por el contrario, ese medio ambiente favorecía y facilitaba la santidad. Puede decirse que en el primer caso actuaba el individuo con su iniciativa propia, a despecho del común sentir de las demás gentes. En el segundo, estaba de acuerdo con la manera de sentir general y se diferenciaba de ellos en llegar hasta las últimas consecuencias de lo que su fe le enseñaba. Claro está que todo esto supone la gracia preveniente y la concomitante, pero nos referimos a la correspondencia a esa gracia que ayuda y no impide la libre actividad humana.
Tenemos, pues, en el caso de Santa Margarita, un alma que, como dice la Escritura:
Sortita est animam bonam (Sap. 8,10), o, como diríamos en nuestro lenguaje: A quien la virtud parecía connatural. Así la describen los autores más antiguos, casi contemporáneos, reproducidos por los jesuitas bolandistas: inteligente, prudente, inclinada a la piedad y a la misericordia con los desvalidos. Fácilmente se comprende lo que de hecho sucedió; que se asimiló cuanto en punto a piedad y virtud vio en torno suyo y lo que, además, la instruyeron en particular, viniendo a dar, al tiempo de su completo desarrollo físico y moral, frutos de virtud no vulgares.
Hay que apuntar aquí algo de historia para darse bien cuenta de cómo aquella planta en el jardín de la Iglesia crecía y respondía a los cuidados del divino Jardinero. Según dijimos al tratar de su regia estirpe, su padre, llamado Eduardo, como su abuelo San Eduardo, había sido enviado con un hermano suyo llamado Edmundo a Salomón, rey de Hungría, a fin de librarlos del intento de asesinato que contra ellos se tramaba en Inglaterra. El rey húngaro recibióles benignamente; se encargó de su educación e instrucción, conforme a su regia estirpe y, llegados a la edad viril, dio a Edmundo su propia hija y a Eduardo, la hija de su hermano, llamada Agata. De este matrimonio nacieron tres hijos: Edgardo, Margarita y Cristina.
Cuando, cambiadas las circunstancias y por muerte de su hermano Edmundo, fue Eduardo, padre de Santa Margarita, llamado a ocupar el trono de Inglaterra, tuvo lugar la subitánea invasión del normando Guillermo el Conquistador, que se ciñó la corona real inglesa, exigiendo de los ingleses juramento de fidelidad. Murió en esto de muerte natural el padre de Santa Margarita y la viuda, su madre, pensó en irse con sus tres hijos al continente; pero, o porque una tempestad la hiciera arribar a las costas escocesas, o porque la aconsejaran que hallaría asilo seguro en la corte de Malcomo III, rey de Escocia, de hecho, se realizó así providencialmente.
Y ésta fue la ocasión de que Margarita abrazara el estado del matrimonio. El Breviario Romano hace constar que el rey Malcomo quedó cautivado por las egregias dotes de Margarita y que, para ésta, el motivo determinante fue el habérselo mandado así su madre.
Esas bodas, humanamente consideradas, llenaban cuantas aspiraciones puede alentar el corazón de una joven. Verse hecha reina de un reino floreciente, esposa de un varón prudente, piadoso y recto, que la amaba de veras y la asociaba a su regia dignidad, de modo que tomaba ella parte en las más importantes deliberaciones del gobierno del Estado.
Pero la prosperidad no es en sí obstáculo para la santidad; lo es, por desgracia, en muchas ocasiones, por el mal uso de esa prosperidad, dejándose esclavizar por el demasiado amor a las cosas temporales . Divitiae si affluant, nolite cor apponere: Si vienen riquezas, no queráis que se os pegue el corazón” (Ps. 60,11 ).
Es, creemos, Santa Margarita, reina de Escocia, un ejemplar insigne en muchos respectos, como esposa que supo ganarse el corazón de su marido; de madre, que atendió a la crianza y educación cristiana de sus hijos, de los cuales, dice el Breviario, la mayor parte abrazaron el estado de perfección, así como su propia madre y su hermana Cristina. De reina, que procuró ahincadamente el bien y la felicidad de sus súbditos; de santa, que amaba de corazón a Dios y, por Dios, a los pobrecitos de su reino, de los que alimentaba a un centenar diariamente en su palacio, lavándoles los pies y hallando satisfacción en aplicar sus labios a las úlceras que les afligían, proveyendo, además, al sostenimiento de varios centenares de familias necesitadas. Para ello, en alguna ocasión, vendió sus joyas y sus ropas más preciosas, y, a veces, llegó a agotar el tesoro regio.
Edificó varias iglesias, entre ellas la abadía de Dunferline, dedicada a la Santísima Trinidad, para custodiar la más preciosa reliquia: la de la Vera Cruz. Su libro de rezos, primorosamente decorado, se conserva al presente en la Biblioteca Boldleiana, de Oxford (Inglaterra).
Sobrevivió sólo algunos días a su marido, el rey Malcomo, que pereció en el asedio del castillo de Aluwick, en el Northumberland, del cual se había apoderado Guillermo el Conquistador. Malcomo emprendió la campaña para reconquistarlo, ya que pertenecía al hermano de su esposa, Edgardo, tomando parte en el asalto los dos hijos de Santa Margarita: Eduardo y Edgardo, de los cuales murió el primero. La reina, que había mirado siempre aquella expedición como fatídica, al llegar su hijo Edgardo, estando ya ella para expirar, hizo que le relatara todo lo sucedido, y, al oírlo, “—-Gracias, Dios mío —exclamó—, porque me dais paciencia para soportar tantas desgracias juntas.
Al morir, en Edimburgo, el 16 de noviembre de 1093, quedó su rostro sonrosado, después de la lívida palidez que se le vio durante los últimos seis meses, en los que padeció acerbos dolores. Su cuerpo fue enterrado en una urna que quedaba frente al altar mayor de la iglesia de Dunferline. Fue canonizada por Inocencio IV en 1250, y en 1259 se trasladó su cuerpo a un nuevo y rico altar en Dunferline. Su cráneo pasó a ser propiedad de la reina de Escocia, María Estuardo, y más tarde a los jesuitas de Douai, perdiéndose su noticia durante las turbulencias de la Revolución Francesa. Su cuerpo, por empeño de Felipe II, fue trasladado a España y consta que este rey mandó tallar para colocar los restos de Santa Margarita y su esposo, el rey Malcom, un sepulcro en una capilla de El Escorial; pero, según G. Roger Hudleston, O. S. B., cuando Gelliers, arzobispo de Edimburgo, pidió al papa Pío XI que fuesen trasladadas a Edimburgo las reliquias, por ser dicha Santa la Patrona de Escocia, no pudieron ser halladas.
Nos hemos valido para esta biografía, principalmente, de la valiosa exposición del padre Daniel Papebroch, S. I., en AA. SS. iunius, t.2 p.320 y sigs., y la de G. Roger Hudleston, O. S. B., abad de Downsside Abbey, en Bath (Inglaterra), en su artículo de The Catholic Encyclopedia, de Nueva York, t.9 p.665 y sigs., y de Encyclopaedia Britannica, de Londres, t.14 p.875 (sin firma), dando una relación histórica, sí, pero tendenciosa, al afirmar que Santa Margarita fue canonizada por Inocencio IV en 1250, o sea ciento cincuenta y siete años después de su muerte, por sus donaciones a la Iglesia. Donde se echa de ver: 1º, la inconsistencia de ese motivo, que, mirado positivamente, poco podía halagar ya a la donante; 2º, que muestra desconocer, como lo hacen, por desgracia, los acatólicos, lo que significa la canonización, a saber: la declaración solemne de las virtudes heroicas del canonizado, que son, por cierto, abundantes en Santa Margarita de Escocia, y la definición de que aquella alma es del número de los bienaventurados y goza de la visión beatífica.
En la vida de Santa Margarita de Escocia falta la narración de hechos milagrosos. Teodorico, monje de San Cuberto, su confesor, en la relación de la vida de la Santa, dedicada a la hija de la misma, Matilde, reina de Inglaterra, cuya relación reproduce el padre Papebroch en el lugar ya citado, dice así: Son más dignos de admiración los hechos que la hacían santa que los que solamente la declaraban santa ante los hombres. Narraré, con todo, algo que juzgo pertinente, como indicio de su religiosa vida.
Y después de reseñar todos los abusos que desterró en punto a las observancias religiosas en aquel país, reuniendo concilios en los que, con su autorizada palabra, hizo ver la obligación de seguir todo, y sólo, lo aprobado por la Santa Iglesia, en las disposiciones de los papas y los Santos Padres, dice así:
Tenía un libro de los cuatro Evangelios, decorado con oro y joyas, cuyas mayúsculas brillaban con el oro. Este códice, que, más que los otros, acostumbraba a leer y meditar, lo estimaba ella mucho. El cual libro, trasladándoselo uno cierto día, al atravesar el vado de un río, el libro, que había sido envuelto menos cuidadosamente, vino a caer en medio de las aguas; ignorando lo cual el portador prosiguió con resolución el viaje emprendido; mas cuando luego quiso entregar el libro echó de ver, por vez primera, que lo había perdido. Lo buscó mucho, pero inútilmente. Por fin lo descubrieron abierto en el mismo lecho del río, de tal manera que sus hojas se agitaban con el incesante ímpetu de las aguas, y los paños de seda que llevaba para evitar que las letras de oro se oscureciesen con el roce, ahora, con la violencia del río, se desprendieron. ¿Quién diría que aquel libro podría ya servir? ¿Quién creería que pudiera ya leerse una sola letra? Pues, ciertamente, íntegro, incorrupto, es extraído de en medio del río, de tal modo que parecía no haber tenido contacto alguno con el agua. La limpieza de las hojas y la íntegra configuración de todas las letras permaneció tal cual estaban antes de que cayesen en el río; sólo en las últimas hojas podía percibirse la señal del líquido. El libro, y con él el milagro, se transmitió a la reina, la cual, rendidas las gracias a Cristo, tuvo mucho más estima que antes del códice. Con esto, otros vean qué sienten del caso; yo opino, por el venerable aprecio de la reina, que fue un milagro del Señor.
JOSÉ MÚNERA, S. I.
Autor: Archidiócesis de Madrid
De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el Confesor— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.
Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.
Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.
Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).
También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.
Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.
Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas. Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.
Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes. El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.
Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo. Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?