Hormisdas se había casado; fue tan ejemplar esposo y tan buen padre que, a la muerte de Símaco y ya viudo, lo eligieron papa.
Silverio, natural de la Campania italiana, era hijo de Hormisdas de Frosinone. Lo eligieron papa en el año 536 con el apoyo de Teodato, rey de los godos, aunque su fuerza estaba ya menguando en Italia. Los godos se habían civilizado tanto que habían recogido y multiplicado los vicios que encontraron; de hecho, Teodato sólo entendía de caza, de mujeres y hablaba algo de Platón. De Silverio sabemos poco, pero entre esas pocas cosas, conocemos que tuvo un pontificado breve (1 jun. 536-11 nov. 537) y tumultuoso.
Belisario desembarcó en Italia y de manera fulminante la agregó al Imperio de Bizancio.
El papa Silverio quiso ser neutral en el problema entre los godos y los orientales, pero su intento resultó inútil. Hubo dos mujeres intrigantes y un clérigo ambicioso que lo habían sentenciado a muerte.
Una de las mujeres era la primera dama de Oriente, la mujer de Justiniano, piadosa sentimental, firme y temible, se llamaba Teodora. Era amiga de ermitaños ayunantes a pan y agua y de monjes que no se lavaban jamás; justo los que eran proclives al monofisismo Eutiquiano que se había condenado en el concilio de Calcedonia y protectora de los encubridores de la herejía contra la doctrina oficial; con esto estaba posibilitando que los hasta hace poco perseguidos monofisitas estuvieran presentes en la corte y ocuparan las primeras sedes –alguna la habían ocupado con violencia–; ya estaban en Alejandría y en Constantinopla. Teodora pensó que para la sede romana vendría como anillo al dedo el diácono Vigilio, por su falta de escrúpulos y su ansia de poder. Consiguió que en el año 532 el papa Bonifacio II nombrase a Vigilio su sucesor; comprar al clero romano con dinero no fue nada difícil para que apoyase la decisión papal, confirmándola. Bonifacio II se arrepintió de la monstruosidad anticanónica que había hecho y ese mismo año, antes de morirse, quemó el decreto ante la Confesión de San Pedro. Resultado: cuando Vigilio llegó a por su sede, ya estaba consagrado obispo de Roma Silverio. Era el papa. Y, además había afirmado que no revocaría las decisiones de su antecesor Agapito, «antes perdería el pontificado y la vida que deshacer lo que tan santamente había hecho su predecesor».
La otra mujer era Antonina, altiva y sin respeto. La mujer del general Belisario gestionaba los asuntos en Roma como Teodora en Constantinopla.
Resistió Silverio a las pretensiones de Belisario; no entregó el papado a Vigilio, no renunció, ni abdicó.
Como los planes que se habían hecho en Oriente se habían torcido y el obstáculo era el papa, Antonina comenzó a moverse a pleno rendimiento poniendo a funcionar toda la capacidad de intrigas palaciegas para lograr echarlo. Inventaron una carta en la que figuraba el papa Silverio entregando Roma a los godos. Hicieron presos a los clérigos fieles y a Silverio lo insultaron y vejaron acusándolo de alta traición; pretendieron que firmara una declaración de culpabilidad, lo despojaron de sus vestiduras papales, lo vistieron de monje y comunicaron al pueblo que el papa salía de Roma para vivir en un monasterio. Ya no se le vió más. En realidad, lo pusieron bajo la custodia del obispo de Patara, en Licia.
Un buen día, este obispo se presentó en el palacio imperial de Constantinopla poniendo firme y llamando al orden al mismísimo emperador Justiniano por el atropello cometido contra la persona del obispo de Roma que es obispo universal. El asustado emperador mandó revisar el caso y reponer a Silverio en su sede, llegado el caso. Pero las nuevas hábiles intrigas de Antonina y Vigilio consiguieron una flamante condena para el papa Silverio que fue debidamente transportado a una pequeña isla de la costa italiana donde murió en noviembre del 537 de hambre y miseria por irreductible. Por eso siempre fue venerado en la Iglesia como mártir.
¿Vigilio? No se sabe muy bien, pero quizá su arrepentimiento y lágrimas hayan conseguido borrar y lavar la sangre; vivió infeliz, apesadumbrado, cobarde ante la emperatriz, temeroso de defraudarla, avergonzado por sus propios métodos indignos de un papa, de un obispo, de un diácono, de un cristiano y de un hombre. De todos modos, como subió a su cargo de una manera rastrera, vil, innoble e indigna, renunció al papado; no obstante, lo eligieron papa debidamente a la muerte de Silverio y quiso mantener el tipo ante la emperatriz no concediendo lo imposible, pero su papado fue tan indeciso, vacilante, inseguro y mudable que servía de contraste con el de Silverio. Por no resultar tan maleable como esperaba Teodora, también le tocó gustar la amargura del insulto y de la infamia; fue ultrajado, golpeado, y las cadenas le hicieron primero heridas y luego callos.