11 de diciembre

SAN DÁMASO (+ 384)

El último tercio del siglo IV marca el período de mayor influencia de España en Roma. Tres nombres gloriosos llenan ese espacio de tiempo, cada uno en su campo propio y los tres ligados de alguna manera entre sí. Dámaso honra el Pontificado; Teodosio, el Imperio, y Prudencio, la poesía cristiana. España, que tanto había recibido de Roma, que aprendió a amar en latín a Jesucristo, pagó con creces la deuda contraída. Aun prescindiendo de otros nombres ilustres, con los tres mencionados bastaba para probarlo.

San Dámaso es, entre los Pontífices antiguos, el que más cerca está de nosotros por sus gustos de intelectual y escriturista y por sus aficiones de arqueólogo. Su diplomacia firme, aunque discreta, contribuyó a consolidar la posición del cristianismo frente a los últimos ataques del paganismo; supo mantener el prestigio de la Sede Apostólica, expresión que comienza a circular durante su pontificado, y salvaguardar la unidad de la fe, tan amenazada por el arrianismo y otras herejías cristológicas o trinitarias; fue el mecenas de San Jerónimo y alentó sus trabajos bíblicos, que reconocería doce siglos después el concilio de Trento al adoptar como texto seguro la traducción de la Vulgata. Por último, sus aficiones de arqueólogo le llevaron a restaurar las catacumbas, salvando la memoria de los mártires y orientando la piedad de los fieles hacia su culto.

San Dámaso nació en Roma el año 305, de una familia de ascendencia española, cuyo padre, Antonio, había hecho toda su carrera eclesiástica no lejos del teatro de Pompeyo, junto a los archivos de la Iglesia romana, siendo notario, lector, levita y sacerdote. Su madre se llamaba Laurencia y llegó a la edad de noventa y dos años. Tuvo también otra hermana menor, llamada Irene, la cual se consagró a Dios vistiendo el velo de las vírgenes.

El Santo se formó a la sombra del padre, en un ambiente elevado, teniendo ocasión de relacionarse con lo mejor de la sociedad romana, tan compleja, pues alternaban los cristianos fervorosos con los viejos patricios adictos al paganismo, los herejes irreductibles y los empleados públicos, cuyas convicciones variaban según soplasen los aires de la política imperial.

La educación de Dámaso fue exquisita, y desde el primer momento se orientó hacia la carrera eclesiástica, destacándose entre el clero de la Urbe. Como toda persona de mérito, tuvo que sufrir la calumnia o la enemistad, y, por su labor entre las damas piadosas, que solicitaban su dirección, le motejaron los envidiosos de halagador de oídos femeninos: auriscalpius feminarum.

Ya desde su infancia, encendida su imaginación con el relato de las muertes heroicas de los mártires, debió despertarse en él la vocación de cantor de los que dieron su vida por la fe, recogiendo ávidamente las noticias que circulaban oralmente, como en el caso de los Santos Pedro y Marcelino, en que el mismo verdugo le contó su martirio:

Percussor retulit Damaso mihi, cum puer essem.

Era diácono cuando falleció el 24 de septiembre de 366 el papa Liberio. El Imperio había sido repartido en 364, tomando Valente el Oriente y Valentiniano I el Occidente. Desde 358 había un antipapa, Félix III (467), y, aunque Dámaso se había mostrado partidario suyo, después se reconcilió con Liberio y trabajó en reconciliar al antipapa.

Por el gran ascendiente que gozaba en Roma, Dámaso fue elegido Papa en la basílica de San Lorenzo in Lucina por la mayoría del clero y del pueblo, siéndole favorable la nobleza romana. Sin embargo, los opositores se reunieron en Santa María in Trastevere y eligieron a Ursino, que se hizo consagrar rápidamente por el obispo de Tibur, no haciéndolo Dámaso hasta un domingo posterior, que fue el 1 de octubre, por el obispo de Ostia.

Parece como si Dios pusiera en la existencia de los santos ocultas espinas que les puncen para purificarles. Ursino fue el aguijón de Dámaso.

Desde que el 26 de octubre el emperador Valentiniano dió orden de destierro contra el antipapa, la revuelta se apoderó de Roma. Los partidarios de Ursino se hicieron fuertes en la basílica Liberiana, teniendo que soportar un verdadero asedio de los seguidores de Dámaso, donde dominaban los cocheros y empleados de las catacumbas. Armados de sus herramientas de trabajo y de hachas, espadas y bastones, se aprestaron al asalto de la basílica. Algunos lograron subir al techo y lanzaron contra los leales de Ursino no precisamente pétalos de rosas, conmemorativos de la nieve legendaria que diera pie a la erección del templo, sino teas encendidas, que ocasionaron 160 muertos.

Ursino fue desterrado, y, si bien el emperador le permitió volver el 15 de septiembre de 267, le expulsó de nuevo el 16 de noviembre. El antipapa no cede: desde su destierro maquina nuevas intrigas y en 370 consigue envolver a San Dámaso en un proceso calumnioso. En 373 se abre un nuevo proceso contra Dámaso ante los tribunales de Roma. Esta vez el acusador es un judío convertido, Isaac, detrás del cual se reconocen fácilmente los manejos de Ursino. El emperador Graciano interviene personalmente y falla la causa. Absuelve a Dámaso y destierra a Isaac a España, y a Ursino a Colonia.

En 378 ha de justificarse ante un concilio de obispos italianos que él mismo había convocado. Los obispos estaban inquietos a causa de las dudas que provocó la usurpación de Ursino. Pidieron que los obispos no pudieran ser llevados a otros tribunales que a los eclesiásticos, formados por sus propios colegas, y, en caso de apelación, que ésta se hiciera al Papa. Que éste sólo pudiera ser juzgado, en caso de necesidad, por el emperador en persona.

Todavía en 381 Ursino vuelve a la carga. El concilio de Aquilea, reunido por entonces, fue la ocasión. El antipapa quiere llevar la resolución del caso al propio emperador. Mas a partir de entonces todo se apacigua. Ursino debió de morir, porque no se vuelve a hablar más de él.

Los partidarios de Ursino no fueron los únicos en crear preocupaciones a San Dámaso. Al lado del antipapa se agitaban durante todo este tiempo los titulados obispos cismáticos; luciferianos, donatistas y novacianos. Roma era un avispero de sectas, y el Papa tuvo que luchar contra su intransigencia, como en el caso de los donatistas, descendientes de los antiguos montanistas africanos. Su campeón, el presbítero Macario, condenado al destierro, murió de las heridas que recibiera al ser apresado, aunque la elección de otro obispo significó un nuevo competidor contra Dámaso.

En medio de tantas dificultades, el gran Papa pensaba en la Iglesia universal. En punto a herejías, su mayor preocupación era el arrianismo. Roma se había pronunciado abiertamente contra las doctrinas arrianas en el concilio de Nicea y siempre había mantenido una línea clara en este punto. Al tiempo de la elección de San Dámaso eran arrianos los obispos Restituto de Cartago y Auxencio de Milán, y otros muchos del Ilírico y, sobre todo, de la región del Danubio. El emperador no quería problemas por causa del arrianismo, y la situación era dudosa. En 369 San Atanasio escribe ad Afros, a los obispos de Egipto y Libia, y habla del querido Dámaso, pero muestra su inquietud por el estado de cosas de Occidente. Un poco después otra carta del mismo santo obispo habla de recientes concilios reunidos en las Galias y España, y en la misma Roma, en que se tomaron medidas contra Auxencio de Milán. El concilio de Roma nos es conocido por la carta Confidimus, del propio San Dámaso a los obispos de Ilírico. Esta carta es una firme declaración de los principios de Nicea. Pero fue necesario esperar la muerte de Auxencio, en 374, para reemplazarle por un obispo ortodoxo: San Ambrosio. En la región dalmaciana (Ilírico) el arrianismo conservó durante mayor tiempo su hegemonía, aunque en 481 el concilio de Aquilea, en el que San Dámaso no llegó a intervenir, condenó vigorosamente los manejos de los herejes.

En Oriente la política religiosa del Papa tuvo menos éxito, porque la situación era más embrollada. Los católicos estaban divididos a causa del cisma de Antioquía. Los unos eran partidarios de Melecio, que había sido elegido según regla: los otros se inclinaban a favor de Paulino. San Basilio de Cesarea era el jefe de los primeros, y con él casi todo el episcopado oriental. Pero Roma, bajo la influencia de San Atanasio, se había pronunciado por el segundo. A partir de 371 fueron llevadas a cabo largas y penosas negociaciones por San Basilio para obtener la condenación explícita de Marcelo de Ancira y después la de Apolinar de Laodicea, así como el reconocimiento de Melecio de Antioquía. San Dámaso se contentó con remitir la carta Confidimus del concilio romano de 370. El asunto de Marcelo de Ancira se resolvió con la muerte del hereje, y el de Apolinar con su condenación en 375. El caso de Melecio fue más complicado, porque la solución dependía en gran parte de aceptar o rechazar por parte de San Basilio la terminología trinitaria usada en Roma. San Dámaso comenzó por mostrarse intransigente en este punto (carta ad gallos episcopos, 374); después hizo concesiones, aunque un concilio romano de 376 parecía volver al estado primitivo. Sin embargo, la muerte de San Basilio el 1 de enero de 379 allanó el arreglo, más necesario que nunca.

Un gran concilio reunido en Ancira aquel mismo año aceptó las fórmulas propuestas por el Papa. Mas este concilio, presidido por el propio Melecio, no podía ser grato a Dámaso, que era partidario de Paulino. Muerto aquél el año 381, no pasó, empero, Paulino a la silla de Antioquía, como hubiera deseado el Papa, sino Flaviano, lo cual contribuyó en alguna forma a aislar el Oriente de Roma por no resolverse el mencionado cisma.

Por aquella misma época se convocaba en Zaragoza (380) otro concilio para condenar a Prisciliano, cuyas doctrinas ascéticas resultaban sospechosas. Este, que había llegado a obispo de Avila, recurriló al Papa, a quien llama senior et primus. San Dámaso, sin condenarle expresamente, no admitió su requisitoria: EI hereje español tuvo el mal acuerdo de elevar su causa al emperador, y a pesar de las protestas de San Martín de Tours y de otros obispos, el efímero emperador Máximo avoca la causa a su tribunal y juzga y condena a Prisciliano en 385 por el delito de magia. El y otros cuatro más son decapitados. Ya tienen los panfletistas el primer caso de relajación al brazo secular.

En 382 fue convocado en la misma Roma un concilio al que San Dámaso tal vez pensaba darle carácter universal, pero que resultó de escasos frutos. Como el propio San Jerónimo acudiera a la ciudad de las siete colinas, fue ocasón de que le conociera San Dámaso y se trabara entre ambos una estrecha amistad, que tan beneficiosa seria para las ciencias bíblicas. Durante tres años (382-385) el Papa le retuvo por secretario. Le alentó en sus trabajos escriturísticos y en sus versiones de las Sagradas Escrituras del hebreo y griego al latín, lo que nos porporcionó la Vulgata, versión que todavía hoy utiliza como oficial la Iglesia Romana. Sin embargo, San Jerónimo tenía un carácter independiente y excitable, muy difícil para la vida de la curia. Añorando su soledad, muerto ya el Papa, donde siempre los que han servido al señor difunto encuentran enrarecido el ambiente, se retiró a Belén con sus libros y sus penitencias.

En otoño del año 382, Dámaso, sin entrar en escena, obtuvo en Roma un triunfo importante para el cristianismo: la remoción de la estatua de la Victoria de la sala del Senado.

Una vez que Constantino concedió por el edicto de Milán del 313 la paz a la Iglesia y comenzaron a surgir en la Urbe las grandes basílicas cristianas, nos cuesta trabajo entender que Roma siguiera siendo oficialmente pagana todavía casi a fines del glorioso siglo IV.

El edicto de Milán propiamente no cambió la situación legal del paganismo. Seguían abiertos los templos paganos, seguían expuestas en plazas, foros y paseos las estatuas de los dioses, seguían recibiendo los sacerdotes del antiguo culto sus subvenciones estatales. Gran número de las familtias de la nobleza romana seguían apegadas a sus antiguas creencias.

El poeta español Prudencio, que hizo una visita a Roma a primeros del siglo V, pudo todavía contemplar a los sacerdotes coronados de laurel cuando se dirigían apresurados al Capitolio, por el amplio espacio de la vía Sacra, conduciendo las víctimas mugientes. Allí vió el templo de Roma, adorada como una divinidad, y el de Venus, quemándose el incienso a los pies de ambas diosas. Como en los versos de Horacio, vió a las vestales taciturnas acompañar al Pontífice según subían las gradas de altar.

El mundo en que vivió San Dámaso casi pudiera decirse que, con emperadores ya cristianos, seguía siendo pagano, y era frecuente sentir el balanceo de la hegemonía de una u otra religión. Quizá donde estaba simbolizada esta lucha era en la susodicha estatua de la Victoria, el símbolo más venerable del paganismo oficial. Toda de oro macizo, representaba a una mujer de aspecto marcial y formas opulentas, que desbordaban los pliegues holgados de su túnica, ceñido el talle por un cinturón guerrero. La diosa, ágil y robusta, apoyábase sobre un pie desnudo, extendiendo, como un ave divina, sus ricas alas, en actitud de cobijar a la augusta asamblea.

Delante de la estatua había un altar, donde cada senador, al entrar en la curia, quemaba un grano de incienso y derramaba una libación a los pies de la diosa protectora del Imperio.

Esta estatua, que para los cristianos era objeto de escándalo y para muchos miembros del patriciado como el postrer vestigio de la pujanza política del paganismo, sufrió numerosas vicisitudes. Verdadero símbolo de la vieja religión, compartió con ella su suerte. Durante la lucha de los cultos, que llena todo el siglo IV, la Victoria desciende de su pedestal cuantas veces el cristianismo sale triunfador, y vuelve a encumbrarse en el solio cuando el culto de los dioses reanuda su ofensiva.

El emperador Constante la retira, la vuelve a restablecer. En el viaje a Roma de Constantino la manda de nuevo retirar. Salido Constantino de Roma, la mayoría pagana del Senado la restablece en su sitio. Joviano la deja en paz. Valentiniano la tolera; pero la suprime una orden de Graciano, el primero de los emperadores que se mostró cristiano en la vida pública y en la privada.

El dolor de los senadores paganos fue grande, y enviaron una comisión a Milán, donde residía el emperador, para pedirle la revocación de la orden; pero los cristianos del Senado se adelantaron, pues llegó antes a Milán una carta de San Dámaso, y Graciano se negó a recibir a los comisarios, persistiendo en su resolución.

Todavía la lucha perdura, pues a la muerte trágica de Graciano, ocurrida al año siguiente, ocupa el trono Valentiniano II, de quien creyeron poder obtener en su inexperiencia lo que negara resueltamente el anterior emperador. Entonces entran en juego dos hombres importantes. Símaco, prefecto de la ciudad de Roma, pagano acérrimo de la vieja escuela, que presenta un alegato lleno de nostalgia por los dioses paganos, que dieron el poderío y grandeza a Roma a través de mil doscientos años de su historia, y San Ambrosio, que vindica la causa cristiana.

En fin, son los últimos estertores del paganismo clásico. También Prudencio, en su poema Contra Simmacum, nos ha contado los últimos incidentes de este duelo, que acabó con la victoria definitiva del cristianismo.

Vincendi quaeris dominam?

Sua dextera cuique est et Deus omnipotens

¿Quieres saber cuál es la diosa Victoria? El propio brazo de cada uno y la ayuda de Dios todopoderoso. La Victoria pagana ha plegado definitivamente sus alas para abrirlas al lábaro de la cruz.

Nos queda considerar, por último, el aspecto que ha hecho más popular a San Dámaso, y también aquel cuya influencia ha sido mayor para la posteridad, el que le ha merecido el título de "Papa de las catacumbas". Él se preocupó, en medio de la agitación de su pontificado, de propagar el culto de los mártires, restaurando los cementerios suburbanos donde reposaban sus cuerpos, de hacer investigaciones para encontrar sus tumbas, olvidadas, como en el caso de San Proto y San Jacinto, en la vía Salaria; de honrarlos con bellas inscripciones métricas, que después grababa en hermosas letras capitales su calígrafo Furio Dionisio Filócalo, cuyos trazos barrocos todavía podemos admirar hoy en alguna lápida íntegra que nos ha llegado de entre el medio centenar que debió esculpir.

A finales del siglo IV eran muy borrosas las noticias que se tenían en Roma de los mártires de las persecuciones. Cierto que ya Constantino se preocupó de levantar en su honor espléndidas basílicas, como las de San Pedro, San Pablo, San Lorenzo y Santa Inés. Pero no era posible hacer otro tanto con los que yacían enterrados en los lóbregos subterráneos de las catacumbas, pues hubieran hecho falta sumas enormes.

La idea de San Dámaso fue darles veneración en los mismos lugares de su enterramiento, según la tradición romana, que ligó siempre el culto a la tumba del mártir.

Mas para facilitar la visita de los fieles eran necesarios trabajos importantes, pues debían abrirse nuevas entradas, ensanchar las escaleras y hacerlas más cómodas, adornar las salas o cubículos donde reposaban los cuerpos santos.

San Dámaso se entregó con entusiasmo a esta obra. La cripta de los Papas del siglo lll, uno de los más sagrados recintos de la cristiandad, la adornó con columnas, arquitrabes y cancelas, y en el fondo colocó una de sus famosas inscripciones, que todavía puede leerse, recompuesta en pedazos:

Hic congesta iacet quaeris si turba piorum

Corpora sanctorum retinente veneranda sepulcra.

Si los buscas, encontrarás aquí la inmensa muchedumbre de los santos. Sus cuerpos están en los sepulcros venerables, sus almas fueron arrebatadas a los alcázares del cielo...

Nos podemos imaginar al augusto Pontífice, acompañado de sus más asiduos colaboradores, tal vez el propio San Jerónimo, emprendiendo aquellas investigaciones que le llevaban a encontrar la pista de algún santo olvidado. ¡Qué alegría entonces, como se refleja aún en la inscripción a través de los siglos!:

Quaeritur inventus colitur fovet omnia praestat.

Tras los trabajos de búsqueda es encontrado, se le da culto, se muestra propicio, lo alcanza todo.

Resulta emocionante saber que San Dámaso emprendió esta obra de exaltación de los mártires en agradecimiento por haber conseguido la reconciliación del clero tras el cisma de Ursino.

Pro reditu cleri, Christo praestante trinmphans
martyribus sanctis reddit sua vota sacerdos.

Podrá objetarse que el santo Pontífice no siempre tuvo buenas fuentes de información, excepto el caso ya citado, en que el propio verdugo dió testimonio. Casi siempre ha de recurrir a la tradición oral:

Fama refert... Fertur... Haec audita refert Damasus.

.. En algunos casos ha de dejar el juicio al propio Cristo: probat omnia Christus.

Esta pobreza de sus informaciones se manifiesta ya en las descripciones genéricas que hace del martirio, o en no saber decir los nombres o el tiempo de su triunfo, usando una frase imprecisa: en los días en que la espada desgarraba las piadosas entrañas de la Madre:tempore quo gladius secuit pia víscera matris.

Otras veces será la estrechez de la lápida, que no le permite espacio para mayores noticias, como en la inscripción de la cripta de los Papas. Sin embargo, hay que confesar que ya por la dificultad de expresarse en verso, ya por su propensión a lo genérico e indeterminado, su poesía es vaga y obscura, aun cuando no podían faltarle noticias concretas, como en los epitafios de su madre Laurencia o de su hermana Irene. Esta pobreza de expresión se manifiesta, además, en sus imitaciones virgilianas, que ocurren a cada paso, y en lo reducido de su lenguaje, que definió De Rossi como un perpetuo e invariable ciclo en que se repiten hemistiquios y aun versos enteros.

A pesar de todo, los pequeños poemas damasianos llegan a conmovernos, porque reflejan el entusiasmo del poeta y el afecto vivísimo que alimentaba hacia los atletas de Cristo, de donde sus cálidas invocaciones: "Amado de Dios que seas propicio a Dámaso te pido ¡oh santo Tiburcio!"

O en el de Santa Inés:

¡Oh santa de toda mi veneración, ejemplo de pureza!, que atiendas las plegarias de Dámaso te pido, ínclita mártir.

Se comprende que los peregrinos medievales copiasen con verdadera ilusión estos versos, merced a lo cual han podido salvarse en códices y bibliotecas muchos de ellos, cuyos fragmentos filocalianos hallaron posteriormente De Rossi y otros investigadores de las catacumbas.

Digamos también que San Dámaso, que tuvo el honor de transformar las catacumbas en santuarios, fue, a la vez, el que introdujo el culto de los mártires en Roma. Al fundar un título o iglesia parroquial en su propia casa, junto al teatro de Pompeyo, según la costumbre, le dió su propio nombre: in Damaso, pero le ligó al recuerdo de un mártir español, San Lorenzo. Y aunque la iglesia iba dedicada a Cristo, como todas las de entonces, al poner el nombre del santo diácono como una invitación a honrarle más especialmente, sentó un precedente que evolucionaría con toda rapidez. Las iglesias se dedicarían a los santos, como ya hoy es normal. El nombre del fundador caería en desuso y quedaría el del patrón.

San Dámaso murió casi octogenario el 11 de diciembre de 384. Al final de la inscripción a los mártires en la cripta del cementerio de Calixto, el santo Papa había manifestado su deseo de ser allí enterrado, aunque por humildad o por escrúpulo de arqueólogo no se atreviera a tanto.

Hic fateor Damasus volui mea condere membra
sed cineris timui sanctos vexare piorum.

Entonces se hizo preparar para él y su familia una basílica funeraria en la vía Ardeatina, no lejos del área donde estaban los mártires queridos. Esta capilla se presentaba a los peregrinos medievales como una etapa entre Roma y la visita de las catacumbas. Compuso tres epitafios; para su madre, su hermana y el suyo. Este es particularmente humilde y lleno de fe. Recuerda la resurrección de Lázaro por Cristo y termina con esta hermosa frase: De entre las cenizas hará resucitar a Dámaso, porque así lo creo.

Sus reliquias fueron llevadas posteriormente a la iglesia de San Lorenzo in Damaso y están conservadas debajo del altar mayor.

Su gran amigo San Jerónimo hizo de él este hermoso elogio en su tratado De la virginidad:

Vir egregius et eruditus in Scripturis, virgo virginis Ecclesiae doctor: Varón insigne e impuesto en la ciencia de las Escrituras, doctor virgen de la Iglesia virginal.

La liturgia también le es deudora de sabias reformas. Además de su devoción acendrada a los mártires, la construcción del baptisterio vaticano y la firmeza apostólica en reprimir las herejías, le cabe la gloria de haber introducido en la misa, conforme a la costumbre palestinense, el canto del aleluya los domingos y la reforma del viejo cursus salmódico para darle un carácter más popular.

CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA

Dámaso I, papa (¿305-384)

El último tercio del siglo IV es de una marcada influencia española en el ambiente romano; Dámaso estuvo ocupando la silla de Pedro, Teodosio fue el emperador y Prudencio estaba a la cabeza de los poetas. No era poco lo que cada uno de ellos tenía entre manos. Hoy me tengo que ocupar del papa Dámaso que con su actuación variopinta prestigió al papado en un momento que era aurora para la Iglesia y crepúsculo para el Imperio.

Nació en Roma en el año 305, de ascendencia hispana. Su padre, Antonio, era un eclesiástico de toda la vida. Su madre, Laurencia, murió muy anciana y su hermana, Irene, se consagró a Dios en la virginidad. Dámaso creció en el ambiente romano donde coexisten en extraña mezcolanza cristianos auténticos, paganos acérrimos, herejes irreductibles y todo un funcionariado que cambia de camisa según vengan los vientos del poder. Dámaso tuvo una esmeradísima educación entre la flor y nata del estamento eclesiástico; no se vio libre de la envidia de los mediocres que, no teniendo otro asa a la que agarrarse, recurrieron a censurarle la abundante dirección espiritual de mujeres.

El Imperio se ha dividido entre Valente (Oriente) y Valentiniano (Occidente) en el 364. Hay un antipapa, Félix (367). Dámaso es diácono del papa Liberio cuando éste murió.

Fue elegido papa con todo el respeto a la legitimidad en uso en la basílica de San Lorenzo por la mayoría del clero, el consentimiento del pueblo y el apoyo de la nobleza. Pero la facción contraria a Dámaso eligió otro papa, Ursino, que se hizo consagrar repentinamente y provocó en el pueblo una reacción tan airada que necesitó refugiarse en la basílica liberiana con sus seguidores y sufrir el acoso de los partidarios de Dámaso que llegaron a matar a ciento sesenta ursinianos. Aquello fue un verdadero tumulto; lo tuvo que solucionar el emperador con el destierro del papa ilegítimo.

Roma era un avispero de sectas aglutinado en torno a Ursino; había luciferianos, donatistas y novacianos, pero la principal herejía era el arrianismo firmemente asentado en el Ilírico y en las regiones del Danubio. Un concilio de Roma convocado por Dámaso reafirma la fe de Nicea y resume la doctrina romana con la carta Confidimus escrita por el mismo papa, lograda la adhesión de los obispos del Ilírico. Pero las cosas estaban peor en Oriente donde la influencia antiarriana papal fue menos exitosa a causa de la desunión de los católicos por el cisma de Antioquía en el que estaban implicados y  en posiciones distintas san Basilio de Cesarea y san Atanasio. La fórmula trinitaria romana terminó por aceptarse en el concilio de Ancira.

En España también tuvo preocupaciones Dámaso. No aceptó el recurso de amparo que provenía de Prisciliano –obispo de Ávila– que había sido declarado sospechoso por el concilio del 380 en Zaragoza, por sus doctrinas pastorales y ascéticas; y eso que pedía el apoyo papal porque lo considera y llama senior et primus. Fue un lastimoso y oscuro asunto que acabó con la muerte por decapitación de Prisciliano y cuatro más –a pesar de la mediación y protesta de san Martín de Tours– decretada por el efímero emperador Máximo, en el 385.

Las ciencias bíblicas recibieron un notable impulso de Dámaso al convertirse en mecenas del dálmata Jerónimo, hacerlo por un tiempo su secretario, y propiciar la traducción al latín de la Sagrada Escritura desde los originales griegos y hebreos. Con ello ha llegado hasta hoy su versión llamada Vulgata, que tiene valor oficial para la iglesia romana.

El papa Dámaso estuvo a partir un piñón con el metropolitano de Milán en el empeño por remover la tantas veces retirada y repuesta estatua de la diosa Victoria, símbolo del poderío y grandeza de Roma en los dos mil años de su historia. Había entendido que hacerla desaparecer era el golpe último y definitivo al paganismo oficial. Lo consiguió, pero no sin los disgustos que le proporcionó la clase patricia romana jaleada por el encendido alegato del Prefecto de la ciudad, Símaco, acérrimo pagano de la antigua escuela.

Las catacumbas fueron su obsesión al querer propagar el culto a los mártires de las persecuciones; no había demasiados detalles; de la gran mayoría de ellos sólo quedaba un recuerdo borroso y muy poco escrito; incluso él mismo pudo recoger los testimonios verbales de algunos testigos directos. Hizo falta excavar, ensanchar, apuntalar, hacer caminos y decorar mucho para hermosearlas y casi convertirlas en santuarios. Muchas de las inscripciones suyas –poemillas virgilianos de poco valor– son confusas, genéricas y nada aclaratorias; puede que se deba a que él mismo era así, o quizá sea por la falta de datos, o por el empleo del verso.

Sustituyó el griego por el latín en la lengua litúrgica, y también fue el primer papa que aplicó el nombre Sede Apostólica a Roma.

Murió el 11 de diciembre del año 384, siendo ya octogenario. Escribió el epitafio de su madre y de su hermana. Tuvo buen humor para escribir el suyo propio que sí se entiende; es corto y claro: «De entre las cenizas hará resucitar a Dámaso. Así lo creo».

No cabe duda; fue el suyo un pontificado bastante agitado.